2: Sangre sobre la nieve

 

Mauricio tenía ocho años cuando empezó a sospechar que algo no iba bien.

Fue el primer día de sus ocho años, cuando estaba frente a una mesa baja cubierta con un mantel plástico de colores chillones, rodeada de diez sillas para niños con su correspondiente bonete de papel. Eran las cuatro y media, y todas las invitaciones decían a las cuatro. Su padre le había dicho que no se usaba ser puntual, y que era mejor no tocar nada para cuando empezasen a llegar. Y lo mismo dijo una hora después. Cuando dieron las seis, hasta su madre tuvo que admitir que nadie iba a venir. Mauricio no quiso celebrar más cumpleaños, y tampoco le invitaron a fiestas que no organizasen miembros de su propia familia.

Luego, a los doce años, invitó a una compañera de aula a ir al cine. Nunca supo si fue ella o el matón de turno quien empezó con esos rumores horribles, pero al final no importaba: el matón y la muchacha terminaron de novios, y ninguna chica quiso acercársele. Otra fue la historia con los chicos, pero a él no le gustaban e intentó decírselo con la mayor amabilidad posible. No siempre se lo tomaban bien, y por lo general, terminaban insultando su vitíligo, diciéndole que era tan feo como la ubre de una vaca vieja.

A los dieciséis, decidió que no iba a estudiar lo que su padre quería que él estudiase. Era algo que exigía demasiada habilidad de gentes, y él no sentía deseos de interactuar. A menos, claro, con su tío Eduardo, quien trabajaba en la mina y le había traído cosas interesantes. Ya fuese algún mineral raro, historias sobre la mina, o la forma parca y directa en la que hablaba, terminó sembrando en su sobrino la idea de ser minero. Sus padres cedieron cuando dijo que operaría maquinaria, y accedieron de mala gana. Ya tenían una hija exitosa: debía de bastarles.

Eso había sido ayer, o eso le parecía ahora a Mauricio, porque estaba en un estado en el que no distinguía qué era hoy y qué era ayer, muchos ayeres atrás. Recordaba más cosas, claro está, pero las únicas que le gustaban eran las relacionadas con la mina. Un par de años después de haber empezado a trabajar bajo tierra, descubrió que su tío había sido más o menos como él, y eso lo hizo sonreír. Se acordó algo de las aves del mismo plumaje que volaban juntas, o algo así.

Por eso lo habían elegido para ser parte del proyecto de explotación de esa nueva veta. Rodio, eso era lo que habían descubierto. Y él estaba operando la maquinaria sin problemas. Las paredes parecían las de un gran felino que ronroneaba, y ahora estaba durmiendo, cayendo por un largo túnel que lo hacía dormir, y aterrizaba en su suave cama, donde podía dormir fuera de la cueva…

 

Lo primero que supo era que no estaba en la cueva.

La superficie era demasiado blanda para ser de piedra, pero tampoco se parecía a su cama.

Confundido, intentó recordar lo que le había sucedido. De repente, como una avalancha, le vino a la cabeza lo que había pasado en las últimas doce horas. Bueno, doce que él hubiese estado consciente. Notó que podía sentir demasiado bien la superficie sobre la que estaba acostado, y supo que no llevaba puesto su traje, pero sí la ropa que usaba debajo. Abrió los ojos, aún medio dormido, y vio una habitación iluminada por una bombilla eléctrica de intensidad media. La bombilla prendía de un cable verde que bajaba por la pared (una pared de piedra, pero no la que se hallaba en las profundidades) hasta una maceta, y el cable tenía hojas. Y más bombillas dentro de lo que parecían ser flores similares a campanillas. O eran flores iluminantes. Iluminosas. Luminosas. Eso.

-La Pastora te espera.

La voz, grave y desconfiada, había salido de un punto que no podía ver estando acostado. Se incorporó, despacio, y observó sus alrededores: una mesa de luz de madera, con otra maceta de flor luminosa, pero apagada. Una mesa, una silla, un armario y la cama donde se encontraba. Había una puerta, pero ninguna ventana. Y un fornido joven vestido de azul, de pie, lo observaba con atención.

-¿La… Pastora?- alcanzó a decir, confundido.

El otro lo miró, sin volver a hablar, como si esperase que en cualquier momento a Mauricio le saliesen un par de patas de araña de los costados y se lanzase hacia él para devorarlo. Tenía capas de ropa azul que casi no se venían, y cinturones con elementos extraños que no supo identificar. Así que esperó a salir de su estado medio zombi antes de pararse e ir hacia la única salida de la habitación, escuchando al otro tras él. No había cerradura. Giró la perilla y la puerta se abrió con un chasquido. Daba a un pasillo iluminado por las mismas flores luminosas, que salían de un cantero, donde la pared y el suelo se unían. A su nariz llegó el aroma de pan recién hecho y lo que parecía ser leche, y dejó atrás un par de puertas antes de girar por el pasillo.

-¡Oye!- escuchó que alguien le decía, cerca de su oído -¿A dónde vas?

Mauricio se giró, desconcertado. Habría jurado que no había nadie allí un segundo antes, pero quizás alguien había salido de alguna de las puertas que había dejado atrás… Pero no, no vio a ninguna persona allí.

-¿Quién?- preguntó, confundido.

-Aquí, grandullón.

Se giró hacia la voz, y luego levantó un poco la cabeza. Había una pequeña criatura, del tamaño de su mano, sentada sobre una de las flores luminosas. Tenía la cabeza y las orejas demasiado grandes como para ser un humano, y lo miraba con el ceño fruncido.

-Er… ¿hola?- dijo, sin saber bien qué hacer.

-Al menos tienes algo de educación, grandote- dijo la criatura. Vestía de verde, del mismo verde que las hojas de las flores luminosas, y se deslizó por el tallo hasta quedar a la altura de los ojos de Mauricio -¿Qué haces aquí?

-No… lo sé- admitió –Me caí… por la cueva, creo, y después seguí a las personas luminosas, y entonces me llevaron hasta la salida, creo, y entonces me desmayé y ahora acabo de despertar… ¿Es ésta la casa de la chica de la trenza pelirroja?

-Pues no, esta no es la casa de la chica pelirroja- dijo la criatura –pero vive aquí, de momento.

-Ah, bien… - la voz de la criatura era algo chillona, y le recordó a esos perros pequeños e histéricos que hacían mucho ruido y te mordían los tobillos apenas podían. Se rió, algo nervioso.

-¿Qué es tan gracioso?- le preguntó el ser vestido de verde, algo molesto.

-Es que… esto no es algo a… lo que esté acostumbrado- dijo –Y me parece… algo graciosa, toda esta situación. Como si fuese… como si fuese el protagonista de un sueño.

El muchacho de azul, siempre tras él, no dijo nada.

-Pues este es el mundo real. Al menos, nuestro mundo real. Y si estás aquí, es porque no tiene malas intenciones, pero no me fío de ti, así que ten cuidado. Tenemos ojos y oídos en todos lados.

-Er… ¿bueno?- se le había pasado la risa, pero la sonrisa nerviosa seguía allí -¿Cómo… cómo te llamas?

-¿Y cómo te llamas tú, eh?

-Ma… Mauricio.

-Pues bien, Mamauricio, más vale que tengas energías hoy, así que ve a desayunar- lo miró de arriba abajo –Y no tardes.

La criatura bajó por el tallo, deslizándose mientras se aferraba con pies y manos, y desapareció. Mauricio se quedó mirando el lugar donde había estado la criatura un segundo antes, y luego su estómago le recordó que hacía demasiado que no comía. Volvió a seguir el aroma, hasta que dobló una esquina curva y se encontró en lo que parecía ser una cocina. Había una ventana allí, sobre lo que parecía ser la cocina, armarios, una mesada, una mesa redonda con cuatro sillas y un juego de desayuno para dos personas. La muchacha de la trenza pelirroja estaba sentada frente a uno, masticando una rebanada de pan con queso. Levantó la mirada al verlos llegar.

Mauricio no comprendía del todo.

-Er… ¿Buenos días?

El joven de azul le indicó, sin hablar, que se sentase frente al desayuno sin desayunante. Sin objetar, Mauricio se sentó y tomó a humeante taza, que contenía lo que parecía ser leche, y le dio un buen trago. Leche con miel y algo que parecía ser floral. Dejó que la sensación le recorriese el cuerpo, sintiéndose como cuando era niño e iba de visita a la casa de su abuela. Levantó la vista de la taza y miró a los otros dos, sin saber bien qué hacer.

-Gracias por… por traerme aquí- dijo, despacio.

Le miraron sorprendidos, el muchacho con el ceño fruncido, la muchacha levantando una ceja. No sonrieron. Ella parecía observarlo con una mezcla de curiosidad y cautela, como si no estuviese muy segura de qué hacer con él, pero al menos no se mostraba agresiva, como el muchacho, ni asustada.

Esperó unos segundos a que le respondiesen, pero como no lo hicieron, volvió a su taza de leche. Cuando estaba por la mitad, tomó su rebanada de pan con queso, que era tan grande como su mano extendida, y sintió que recobraba energías con cada bocado. La muchacha comió en silencio, pero el muchacho permaneció parado, a un metro de distancia. Mauricio les observó: la muchacha tenía una vestimenta distinta a la del día anterior, pero seguía siendo de color verde. El muchacho llevaba ropas azules, tenía cabello corto y rubio, ojos marrones, y a Mauricio le recordó uno de esos caballos de exhibición europeos. No se parecían físicamente, pero algunos de sus movimientos eran muy similares.

Cuando terminaron de desayunar, la muchacha apiló sus platos en el centro de la mesa, y lo miró. Mauricio dejó los suyos con el resto, y luego, la muchacha pelirroja se retiró por una puerta. El muchacho lo miró y le indicó que la siguiera. Mauricio, sin decir una palabra, obedeció, y el otro fue tras él. Las paredes, siempre de piedra, siempre iluminadas por esas extrañas plantas, le daban la impresión de estar de nuevo en la mina, pero sabía que no lo estaba: la figura verde y pelirroja frente a él era la prueba. Y el forzudo de azul, que le daba la impresión de estar escondiendo una lanza en algún lado. Y el pequeño hombrecito malhumorado. Y los seres de luces violetas. Y estaba empezando a marearse y era mejor concentrarse en poner un pie delante del otro y no perder el equilibrio.

Luego de atravesar otro pasillo, iluminado de la misma forma que el anterior, llegaron a una sala amplia, con muchas ventanas, desde el techo hasta el piso, que dejaban ver la tenue luz de la mañana. A Mauricio le recordó a un iglú, pero éste estaba hecho de piezas de alguna aleación metálica que no reconoció, y algo que parecía vidrio, pero que no podía serlo, si la roca a su alrededor era realmente roca. Demasiado peso.

Había un semicírculo de almohadones rojos rodeando un solitario almohadón blanco. Los almohadones rojos estaban ocupados en su totalidad: la muchacha pelirroja y el muchacho rubio estaban sentados, uno a cada lado, de una mujer de edad indefinida, vestida de amarillo, de piel y cabellos oscuros. Rodeando al círculo, había más personas, hombres y mujeres fornidos, de azul, que le clavaron la mirada cuando entró. Había más personas mirándolo desde sus almohadones rojos, junto con otros… seres.

Un muchacho vestido de negro, demasiado alto y flaco, tenía las largas piernas contra el pecho, y lo miraba tras unos anteojos muy grandes para su cabeza cuadrada. A su lado, una muchacha de la misma especie que había encontrado en la cueva, y Mauricio no pudo decir si la había visto antes. Un almohadón estaba ocupado por media docena de criaturas similares a la que le había hablado en el pasillo. No le habría extrañado que estuviesen tomando té con un sombrerero y una liebre, pero no había siquiera mesa.

Se detuvo en la puerta y observó la sala, sin saber qué hacer. La mujer vestida de amarillo le indicó el almohadón blanco, y Mauricio avanzó, algo dudoso, hasta sentarse donde le indicaron, con las piernas cruzadas. Le recordaba a uno de esos juegos que tenían los niños de primaria, aunque le daba una sensación rara. Quizás porque nunca había jugado. Después recordó que ni siquiera se había lavado la cara ni peinado, pero ya era tarde.

-¿Cómo te llamas, muchacho?- quiso saber ella, con una voz similar a la de su abuela.

-Mauricio- respondió, despacio.

-¿De dónde vienes, Mauricio?- preguntó la mujer.

-De… de la mina. Señora- dijo Mauricio.

Un murmullo recorrió a los presentes. Mauricio vio cómo las miradas que le dirigían pasaban de la cautela a la sospecha. Giró la cabeza, sin entender, y creyó captar un destello blanco cerca de su cabeza, pero no le dio importancia. Poco a poco, el silencio regresó a la sala.

-¿De la mina de Amatista?- quiso saber la señora.

-No, señora- y le dijo el nombre de la mina donde trabajaba.

-¿De dónde vienes?- le preguntó de nuevo, y Mauricio comprendió lo que quería saber.

-De la ciudad de Tecla- poco de interesante tenía su ciudad: la vera de la montaña era utilizado para la minería, y no tenía cursos de agua cercanos de importancia. Le dio algunos datos, mirando los ojos de la dama, curioso.

-¿Sabes en dónde te encuentras?

-No, señora- en otras ocasiones, se habría sentido como si fuese un niño. Y hacía bastante que no lo era. Pero la forma en que hacía las preguntas le indicaba lo contrario.

-Estás en Zafiro. Has aparecido en las Cuevas de agua, en una zona sin salida.

-¿Aparecido?- preguntó, curioso -Creí que me habían dejado allí.

Los murmullos volvieron a alzarse, y Mauricio observó a la muchacha con bioluminiscencia. A la luz cada vez más brillante de la mañana, pudo ver mejor su larga y suelta túnica violeta claro. Las manchas luminosas de su cuerpo casi no emanaban brillo. Por su aspecto, tenía varias capas encima, derramándose sobre su almohadón. Parecía estar evitando su mirada, y por su postura, supo que estaba tensa. Volvió a mirar a la dama vestida de amarillo.

-¿Y por qué no?- dijo una voz de muchacha, detrás de Mauricio –Después de todo, no sería la primera vez.

Se dio la vuelta y observó que una mujer, más o menos de su edad, le devolvía la mirada, desafiante y sonriendo. Tenía pelo rubio, lacio y largo, y ojos azules. Si no fuese por sus orejas, que eran las que estaba acostumbrado a ver en las mujeres de su edad, hubiera pensado que era una elfa. Pero su sonrisa le recordaba más a las brujas malas que tenían casas de caramelo en los bosques… Y él no estaba en un cuento de hadas. O eso creía.

De repente, en la sala hubo silencio.

-Sólo han pasado cien años. ¿Es eso suficiente para que lo olviden? Pues nosotros no lo hemos olvidado, y nuestros muertos tampoco. El traje puede haber cambiado, pero las intenciones no.

-¿Qué deseas expresar, Illana?- le preguntó la dama vestida de amarillo.

-Sospecho que estos sucesos no son casuales, sino causales. ¿Es de verdad seguro que todos han cambiado? ¿Y en los sitios en donde han sucedido?

-Tienes todo el derecho de expresarlas, Illana- le dijo la dama –Y agradecería que lo hagas al terminar la audiencia.

Illana sonrió y calló. Mauricio sintió sus ojos en su nuca durante toda la escena que siguió.

-¿Has nacido en esa ciudad, Tecla?- le preguntó la dama.

-Así es, señora. Allí he nacido, he sido criado y vivo- escuchó una risita detrás –Y no sé… cómo he terminado en este lugar… ¿Zafiro?

-¿En dónde estabas momentos antes de despertar aquí?

-Estaba… en la mina de la montaña, explorando una nueva veta- sintió un escalofrío y se detuvo. Bajó la cabeza y respiró hondo. Esperó unos segundos, tomó aire y la volvió a levantar, mirando al arrugado rostro de la dama –Estábamos operando las maquinarias, y cuando las detuvimos, comenzó un temblor de tierra. Corrimos hacia el refugio, pero el suelo se abrió bajo mis pies, y caí.

Les relató lo que había sucedido desde el momento en que había despertado, en medio del silencio total de la sala. Le pareció que algunos de esos seres se inclinaban hacia él, incluso los vestidos de azul. Se sentía como si estuviese en otra piel, siendo otra persona, allí en el centro de atención de un grupo de desconocidos. Cuando llegó al momento en que se había desmayado, terminó de contar, y guardó silencio, esperando.

-¿Quién te ha enviado?

La pregunta fue hecha en una voz baja, con un tono que a Mauricio le resultó extraño, como a susurros dichos entre dientes. Giró la cabeza y se topó con los negros ojos de la muchacha bioluminiscente. Lo miraba a los ojos, con intensidad, y algo en su postura delataba tensión nerviosa.

-¿Enviado?- repitió, confuso –Me he caído.

La muchacha lo miró por unos segundos que se le hicieron eternos. Tras lo cual, se levantó y salió de la sala. Sus ropas se movían como una tela en el agua, y pasó al lado de Illana, quien aún miraba a Mauricio con una sonrisa maliciosa. Cuando desapareció tras la puerta de la sala, Mauricio volvió la vista hacia la dama.

-¿Qué era el traje que llevabas?- preguntó uno de los pequeños seres, desde el almohadón compartido con otros de su especie.

-Es… un traje de minero. Para poder trabajar sin tantos riesgos- pensó por un segundo -¿En dónde está ahora?

-Tu traje y tus pertenencias están siendo analizadas, en busca de elementos peligrosos- dijo una voz desde arriba, y Mauricio vio que el altísimo ser con grandes anteojos lo estaba mirando. Su cabeza parecía un poco demasiado cuadrada para ser humano, si su altura no lo evidenciaba.

-¿Peligrosos?- repitió, confundido.

El altísimo ser lo miró durante largos minutos, como buscando algo. Fuera lo que fuese, pareció haber satisfecho su curiosidad, ya que volvió a observar un punto por sobre la cabeza de la dama vestida de amarillo, sin contestarle.

-Considero pertinente traer la equis- dijo, a nadie en particular.

El efecto fue instantáneo. Todas las cabezas se giraron hacia él, y luego hacia la dama, quien asintió con lentitud. Un par de fornidos muchachos vestidos de azul salieron por una puerta lateral, y luego de largos minutos de un silencio que se estiraba al punto de astillarse, regresaron con un pesado cofre de metal, cargándolo uno de cada extremo. Lo colocaron en el suelo, a un metro de distancia de Mauricio, y se alejaron, sin darle la espalda.

Miró el cofre: parecía una caja rectangular, de un metro de largo, mucho más plano de lo que pensó que sería. Podría abrir sus manos y tomarla de los extremos sin dificultad. Era de un metal brillante, plata, supuso, y no tenía ningún adorno más allá de las bisagras. Tenía un aspecto tan futurista que desentonaba con el resto de la sala. Mauricio levantó la mirada hacia la dama, quien le indicó el cofre, así que volvió a mirarlo, sin saber bien qué hacer.

-¿Qué hay aquí dentro?- preguntó, sin dejar de mirarlo.

-La equis- dijo el altísimo.

-¿Y qué hago con el cofre? ¿Lo abro?- la escena tenía un aire tenso, y no lograba comprender qué estaba sucediendo.

-Si te atreves- dijo Illana. Sonaba más tensa que antes, como si desease saltar a su cuello y morder.

Mauricio miró de nuevo el cofre hasta que decidió que eso no tenía sentido. Lo tomó por los extremos, esperando que fuese algo pesado, pero era casi tan liviano como si estuviese hecho de madera y no contuviera nada. Luego de acercarla, intentó hallar alguna manija, observando su tapa y los costados. No parecía haber forma de abrirla, así que apoyó la mano contra el borde de la tapa, y empujó un poco hacia arriba. Cedió sin hacer ruido.

Adentro había lo que parecía ser un traje de enfermero, de color blanco. Por lo poco que podía ver, parecía tener detalles plateados en los bordes, una simple cinta sobre el blanco impoluto de la tela, sólo interrumpida por lo que parecía ser un rosario. La diferencia era que, en vez de una cruz, había una gran X, del tamaño de su palma. Curioso, tomó el collar de cuentas, sosteniendo la X en su mano, y la hizo girar. Pesaba como si estuviese hecha de plomo, pero no era de ninguna clase de metal que conociese. Era blanco, pero no reflejaba luz alguna, como si absorbiese toda la que tuviera alrededor.

-¿Es un traje de algún religioso?- preguntó, con el extraño rosario en la mano, mirando a la dama vestida de amarillo.

La mujer negó con la cabeza.

Dejando a un lado el rosario, sobre el limpio suelo oscuro, tomó lo que parecía ser la parte superior del traje y lo desplegó frente a sí. Era una prenda de manga larga, con todos los bordes ribeteados en plateado. Lo que más llamó su atención fue ver que había un par de aberturas a la altura de los omóplatos, largas y planas, como si esperasen que insertaran tarjetas de crédito gigantes allí. Casi se rió ante la comparación. Parecía estar hecho para alguien de menor estatura, quizás un adolescente o un joven de veinte años, más o menos. Mauricio observó que, dentro el cofre, aún quedaban un par de pantalones, pero no quería dejar la prenda en el suelo, así que la dobló lo mejor que pudo y la volvió a guardar. Observó de nuevo la X del rosario, la devolvió a su lugar, y cerró el cofre.

Sintió que el ambiente perdía algo de su tensión.

-¿Esto es de alguien?- preguntó, sin comprender.

-Era de alguien- respondió la dama –que ya no existe.

-Oh- miró de nuevo el cofre -¿Era de alguien que ejercía la medicina?

La tensión volvió, con creces, y sintió que no sólo los ojos de Illana lo miraban con intensidad. Sintió otro escalofrío y apretó los puños, pero no miró a nadie que no fuese a la mujer vestida de amarillo.

-¿Te recuerda algo más?

-No, sólo me parece que es algo que usaría un sacerdote, un médico o enfermero.

Esperó, observando la tensión en los seres que le rodeaban, a excepción del altísimo, quien no miraba a nadie o nada en particular. ¿Era la reliquia de un ser amado? Si era así, ¿por qué se la habían entregado a él para que las revisara? Casi estaba a punto de preguntar cuando la dama vestida de amarillo le habló, sacándole de sus pensamientos.

-Pazeia fue la primera en tener contacto contigo, así que ella te dará las instrucciones pertinentes- dijo, seria –Les acompañará Fenore. Pueden retirarse.

Su voz tenía un tono más serio que antes. Mauricio asintió, y se levantó cuando la muchacha de la trenza pelirroja y el fornido muchacho vestido de azul se pusieron de pie. (Pazeia) empezó a caminar, y él la siguió, escuchando tras él los pasos de (Fenore). Llegaron de nuevo a la cocina, donde Mauricio al fin pudo preguntar lo único que, supuso, podrían responderle.

-¿Podría ir a lavarme la cara al baño?

Pazeia lo miró, sorprendida, y asintió. Le indicó una de las puertas del pasillo y hacia allí fue Mauricio. Se sintió mucho mejor cuando el agua se hubo llevado algo de la suciedad que había sentido sobre su rostro desde que se había despertado, la misma que se había hecho más presente conforme le hacían preguntas. Parecía ser un baño normal, tan normal que casi pensó que se había dormido y todo lo que había pasado en las últimas horas había sido uno de esos sueños raros que tenía cada muerte de obispo. Hasta había peines y otros utensilios tras el espejo, como en cualquier botiquín. Dirigió la mirada hacia el espejo y, por unos segundos, pensó que había alguien más allí, del otro lado, en vez de un simple reflejo.

Su vitíligo había desaparecido.

Su cabello tenía el mismo largo y la misma forma de siempre, eso sí. Lo que no recordaba haber tenido en su vida era… ese aspecto. Esos ojos y esos cabellos tenían casi todo en común con los que él recordaba, con los que recordaba haber tenido, al menos, porque sabía que él no había nacido de esa forma, pero el espejo le devolvía otra realidad.

Ahora era albino.