7: Espejitos de colores

 

Mauricio dejó el cuerpo sobre el piso, sin recordar cuánto tiempo le tomaba a un cadáver humano llegar al rigor mortis. Limpió lo mejor que pudo la piel apagada, moteada por puntos algo más claros, que no volverían a brillar nunca más. Deseó ser un creyente y aliviar su pena con oraciones por el alma inmortal de Feferi, pero el engañarse nunca le había llevado a buen puerto. La colocó en el costado de la celda más alejado al charco de vómito, y se sentó en el otro, con el torso desnudo y su sucia camiseta en las manos.

Pasaron varias horas hasta que vino alguien. Se trataba de la mujer, quien observó la escena y bufó, hastiada. Murmurando en un idioma que Mauricio no comprendía, se retiró, y al regresar, unos segundos más tarde, seis guardias con armaduras entraron a la celda antes que ella. Tres le apuntaron al desprotegido torso con sus espadas, y Mauricio casi se rió. Los otros tres envolvieron al cuerpo en lo que parecía ser una sábana y se lo llevaron.

Pensó que los otros guardias se irían, dejándolo solo en la celda, pero pasaron los minutos y ninguno de los tres guardias restantes parecía tener intenciones de irse. Levantó la mirada, con algo que podría ser llamado curiosidad, y vio que la mujer había regresado. Lo miraba con el ceño fruncido, y daba la sensación de tener algo podrido debajo de la nariz. Luego de lo que pareció una eternidad, dejó oír su voz.

-Levántate, evolución de Alatum.

Tenía la piel verdosa.

Y no sólo eso, sino que en algunas partes de su cuerpo, las pocas que dejaba ver la armadura de cuero, parecía tener escamas. Cuando Mauricio se puso de pie, agradeció la década y media de trabajo duro bajo toneladas de roca, porque su cuerpo se sentía más pesado que nunca. Los guardias lo rodearon, y lo escoltaron fuera de la celda. Poco le importaba ahora.

El pasillo era interminable, y sus pies eran dos piezas de una máquina que funcionaba a inercia. Sentía que los hombros le pesaban, y que el tiempo se había reorganizado en un bucle infinito, donde él daba un par de pasos y todo volvía empezar. Hasta las celdas a los costados parecían repetirse. La luz permitía ver bastante poco más allá de los barrotes, a menos que se estuviera frente a la celda.

Vaya “evolución de Alatum” que era.

Una parte infantil de su cabeza había estado segura que sus poderes despertarían y que podría salvar a Feferi, la Luminosa que había sido su efímera compañera de celda. Que entonces podrían escapar de la celda, descubrir qué era lo que sucedía, quién estaba detrás de todo eso, dónde estaban Pazeia, Illana y Líthos, y juntos salvar Amatista. La parte adulta, en cambio, veía la realidad. Era un hombre que no había llegado ni a los cuarenta y seguía teniendo esas esperanzas que se abandonan a fines de los veinte. Que la pigmentación de su piel, cabello y ojos hubiese cambiado no era de utilidad en este mundo. Aparte de lo del té, pero eso podría haber sido por otras causas. Sentía los anillos, uno en cada mano, y se preguntó si de verdad servían para algo. Quizás era el único que había sobrevivido al ataque del monstruo marino, y sintió que la gravedad aumentaba. De Illana sabía poco, pero sabía que era parte de una familia. ¿Y qué sería del padre de Pazeia? ¿Líthos tendría familiares?

Se dio cuenta que se había detenido bastante después de dejar de caminar.

Levantó la vista, de sus propios pies a lo que tenía enfrente, y creyó que estaba alucinando. Una alucinación visual, sonora, táctil y olfativa. Estaba frente a una habitación en la que podría caber su departamento completo, con paredes de azulejos blancos y una bañera en el centro de la que salía vapor perfumado. Olía a lavanda, naranja y menta, y el choque de olores lo hizo retroceder un par de pasos, hasta que sintió la mano de un guardia en su hombro, que lo obligó a quedarse en su lugar. En una pared había un enorme espejo, frente a un tocador con peines, cepillos, jabones de colores y formas diversas y recipientes pequeños.

El pasillo ya no era de piedra.

Era de cemento, de paredes de cemento pintadas de amarillo. El piso estaba cubierto de una alfombra verde, y había ventanas abiertas hacia una pared cubierta de enredaderas, a plena luz del día, del otro lado del vidrio. No sabía cómo estaban conectados todos esos elementos, pero le resultaron tan familiares que pensó que estaba soñando. Luego, al sentir que la presión en el hombro aumentaba, miró desconcertado al guardia, y casi esperó que todo a su alrededor se quebrase de nuevo, despertando en… en donde fuese que estaba durmiendo.

Escuchó un par de pasos ágiles acercándose a él, e intentó retroceder por instinto. Ahora con una pesada mano en cada hombro, sin poder retroceder más, giró su cabeza para mirar hacia el frente, y vio el verdoso rostro de la mujer de pelo negro y rizado.

-Puedes ir por tu propia voluntad, o puedo ordenarle a los guardias que te bañen ellos.

Mauricio no comprendió a la primera, así que sólo asintió la segunda vez.

Entró en el enorme baño y cerró la puerta tras él.

-Y será mejor que no demores- dijo la mujer, del otro lado de la puerta -Esas dos son bastante difíciles de controlar.

 

No supo dónde dejó su ropa: sólo que la había dejado caer de camino a la bañera. El agua se sentía bien contra su piel, llevándose la suciedad y adormeciendo los recuerdos que traía. Intentó no pensar en lo que había sucedido con Feferi, y en lo que podrían hacerles a Pazeia e Illana, y se concentró en limpiarse. Había seis esponjas distintas, botellas de champú con etiquetas de flores o frutas, y jabones en forma de caracoles o rosas a su alcance. Tomó la primera botella que encontró y comenzó por su cabeza. Olía a jazmines.

Luego de lavarse el cuerpo con un jabón que parecía ser de miel, y cuando el agua comenzaba a enfriarse, salió de la bañera, dejando atrás la mugre y parte del dolor de la celda. Envuelto en una toalla blanca, grande y mullida, miró a su alrededor. ¿Le obligarían a ir desnudo? Un destello de algo plateado dentro de una caja metálica llamó su atención. Era similar a una que había visto antes, y no le sorprendió ver lo que contenía.

Tomó el rosario por las cuentas, si tocar la X, y lo dejó a un lado. El conjunto, blanco y plateado, incluía ropa interior, y un par de lo que parecían botas acordonadas. Era similar, no idéntico: camisa de manga larga, chaleco con bordes plateados, pantalón largo con el mismo diseño que el chaleco. Miró el rosario y decidió que lo llevaría, aunque no colgado del cuello. Tenía un mosquetón, que se abrió como si fuese nuevo, y lo colocó en su cintura, sobre el cinturón plateado. La X colgaba a un costado. Se miró al espejo de cuerpo entero que tenía a un lado.

Era otra persona.

Casi podía imaginarse con algún elemento en la mano. No un báculo, ni una varita, ni un bastón: eso era cosa de mago, no de Alatum. Algo que le permitiese hacer cosas, cosas con un conocimiento que no poseía el común de la población. Eso que se halla en las profundidades y pocos pueden ver, sabiendo qué buscar y dónde. Algo que la mayoría no vería jamás, porque consideran que el mundo era eso que se veía en la superficie, y no pensarían siquiera en asomarse allá abajo, porque sólo podían mirar hacia arriba y soñar con el cielo. El espacio. Eso que sólo se podía alcanzar… volando.

Cuando se dio cuenta, había apoyado una mano sobre la superficie del vidrio. Se sentía extraño. Como si detrás del espejo hubiese algo, profundo y cubierto de cientos de velos. Quizás fuese otra ilusión, que se rompería cuando notase que algo estaba demasiado fuera de lugar como para ser real. Escuchó pasos y la puerta del baño se abrió.

-Qué pena. Está vestido.

Miró al sonriente guardia como si observase secar la pintura.

-Vamos- dijo otro guardia, empujando a su compañero hacia fuera.

Mauricio los siguió, preguntándose si el traje tendría algo que reaccionaba con la temperatura corporal. Era una sensación similar a cuando había visitado, por primera vez, una mercería especializada en telas. Al estar rodeado de una cascada tras otra de colores y texturas se sintió maravillado, como si cada metro de género le instase a hacer algo maravilloso, con los cientos de hilos, botones, cierres y otros elementos que no sabía que existían. No recordaba el contexto, pero sí la sensación.

Era la misma.

 

La casa tenía segundo y tercer piso, y las escaleras subían en espiral. Con dos guardias delante y dos detrás, Mauricio los siguió por lo que parecía una casa normal, quizás de una familia de clase alta, pero con pocas diferencias de las que había visto por dentro. Una de ellas era esa extraña columna, tan grande que podría haber albergado una cama de dos plazas dentro sin problemas, presente en todos los pisos. No estaba hecha de ladrillo, cemento, metal o madera, y los guardias estaban tensos cuando pasaban cerca.

En el tercer piso había un invernadero.

No en la terraza, sino dentro de la totalidad del tercer y último piso. Había distintos tipos de piso, separados por un palmo de superficie irregular, como si hubiesen derribado algo que separaba al suelo verde del suelo naranja. Tenía paredes de vidrio de colores, y no podía verse lo que había en su interior. Uno de los guardias se adelantó, llamó con los nudillos, y luego rodearon a Mauricio, dejándolo frente a la puerta.

La abrió una… criatura.

-Adentro- dijo, señalando el interior del invernadero, y el muchacho obedeció.

Las plantas del invernadero tenían colores brillantes, junto con los insectos y pequeños animales que pululaban por allí. Mauricio sabía bien qué clase de animales pequeños, como ranas y batracios, eran los más coloridos, pero ni siquiera eso atravesó la armadura de entumecimiento que sentía, no en su cuerpo, sino en lo que percibía. Debería estar preocupado por Illana, Pazeia y Líthos. Debería estar asustado por él mismo. Debería sentirse atrapado, como bajo toneladas de roca, y no se sentía así.

La mujer de antes ahora era sólo mitad humanoide. La piel verde, los ojos amarillos y el cabello negro y corto seguían allí, pero ahora parecía una sirena monstruosa. Sólo que, en vez de cola de sirena, tenía una larguísima cola de serpiente. Sus escamas, verdes como su piel, formaban un patrón que le era desconocido, pero percibía algo en su interior. Había dejado de lado la armadura de cuero, y ahora llevaba lo que parecían… cintas. Cintas anchas rodeándola, del mismo color de su piel.

-Bien, “humano”- le dijo, colgando desde el techo, donde descansaban sus anillos, mirándolo dos metros por sobre él –Parece que no sirves ni siquiera para macho de cría. Como alguien que conocí hace tiempo...

Mauricio pestañeó. Tenía cierto sentido. Después de todo, la mayoría de las personas con las que se había topado eran mujeres. Veinte años atrás, casi le habría gustado la idea, como todo adolescente hormonado. Tres novias y veinte años después, la perspectiva le resultaba poco atractiva. Quizás por las implicaciones y por quien se lo decía.

-¿Acaso no te gustan los pescaditos de colores?

Pasó de mirarla con indiferencia a fruncir el ceño.

-Oh, el cervatillo mira amenazadoramente a una lechuga que se ha atrevido a cruzarse en su camino. Qué miedo- no se movió de donde estaba –En eso te parces a Pazeia.

Las preguntas intentaban subir por su garganta, pero no las dejó salir.

-La próxima vez, si es que hay alguna, me aseguraré de averiguar si el Alatum es zurdo. Si no te hubieras despertado a tiempo, habrías llegado a la parte en donde hacías el dulce y cálido amor con tu novia, y la pescadita no habría tenido problema alguno en quedarse preñada.

-Te veo muy interesada en mis fluidos corporales.

La frase rebotó en las paredes de vidrio de colores y regresó a los dos pares de oídos disponibles allá adentro. Casi no le sorprendió el saber que él las había dicho. Lo que sí le sorprendió un poco fue la expresión de desconcierto de la otra, y luego, su explosión en carcajadas.

-¡Oh, ya veo! ¿Descubriste que tienes garras, gatito? Pero no, nuestras razas no son compatibles. Si lo fuesen, ni siquiera habrías recobrado la conciencia. O quizás sí. Siempre es divertido el sentirlos despertar dentro de mí. Eso no puedo hacerlo con un varón Lamia.

Algo se movía en el suelo del invernadero.

Mauricio lo supo antes de siquiera oírlo, allí parado sobre ese camino de grava blanca, al lado de uno de los enormes canteros con plantas llenas de arañas de colores brillantes. No se trataba de la enorme enredadera del techo, donde los anillos de esa “mujer” reposaban, tan gruesa como el tronco de un árbol de décadas, sino de otra cosa.

-Viridi- dijo, de repente -¿Qué sucede? ¿Te dejan cinco minutos a cargo y te embarcas en una empresa para… qué?

Las palabras le venían a la boca con la misma seguridad con la que podía cantar su canción favorita, que había escuchado poco después de empezar a trabajar en la mina. Viridi podría ser grande y fuerte, tanto como una boa constrictora, pero la humanidad no había sobrevivido por tener mayor velocidad o fuerza que los animales con los que convivió desde el inicio de los tiempos.

-Y lo mejor de todo es que piensas que es un tierno corderito. ¡Muy bien! ¿Vas a lanzarle tu plan, como supervillana novata?

-¿Quién eres?- le preguntó Viridi, desconcertada.

-Baja y te lo digo al oído, culebrita.

-¿Por qué no te quedaste muerto?- preguntó, tensa, luego de un largo silencio.

-Vivimos en nuestros conocimientos, pequeñita. Aunque algunos somos más listos y dejamos algo de nosotros en un elemento que se pueda usar... para después ser usado.

Algo salió disparado hacia él.

Era algo verde, largo y rápido. Él levantó los brazos, con las manos extendidas y abiertas, y algo chocó con sus palmas. Algo que no era un látigo, sino una liana. Se deshizo en lo que parecía ser cenizas, perdiendo su forma, cayendo en montoncitos sobre el suelo.

-¿Y si llamas a tus súbditos?- casi se estaba riendo. Era divertido ver cómo intentaba atacarlo a él, de todos ellos.

Entonces, Viridi desapareció.

Él esperó lo que tardaba una gota al caer de una hoja hasta el suelo.

Entonces, un cantero salió disparado hacia su cabeza.

El bloque de cemento, tierra y plantas se estrelló contra el suelo, desparramándose en todas direcciones, pero él ya no estaba allí. El pilar central era el único lugar donde no había plantas, y sospechaba el por qué. Sintió el viento silbar en sus oídos cuando comenzó a correr, y el pilar se movió, alejándose. ¿De verdad pensaba escapar de él así?

Un árbol disparó espinas hacia él, y se hizo a un lado, dejándolas atrás, clavadas en el suelo. Una nube de lo que parecían ser avispas lo seguía, zumbando, y el suelo del vivero comenzó a hundirse bajo un mar verde en movimiento. Algo rojo y del tamaño de su puño pasó silbando junto a su cabeza. Luego, algo naranja, y pronto una lluvia de colores caía sobre él. Cuando algo amarillo apareció, lo golpeó con el dorso de la mano y lo envió hacia el enjambre. Explotó en una nube blanca, llevándose a la mitad de las avispas con ella.

-¿Tanto miedo te da la memoria perdida?- un tronco se arrojó sobre su camino y él saltó, sin tocar el tambaleante suelo. Aterrizó sobre una liana y tomó impulso hacia arriba –Eso que esperaba encontrar, pequeña- se aferró a una rama. Empezó a moverse bajo sus dedos, así que la apretó con fuerza, sin perder el impulso, y salió volando hacia otra –Eres tonta, te lo dije antes. Mucho, mucho antes.

Algo verde apareció de la nada, y tuvo que bloquear el impacto con los brazos. El golpe lo paró en seco, plantándolo en la rama sobre la que estaba parado, y por un segundo sintió que todo lo demás se detenía. Ese algo tenía corteza. Corteza que parecían abrirse como si fuese esa oscuridad presente en las armas de fuego cuando se está del lado equivocado del cañón. Mauricio saltó hacia atrás, pero había perdido algo de impulso.

Cientos de insectos salieron volando, como proyectiles, hacia él. En menos de medio segundo, reconoció la especie, y sabía que debía alejarse de ellos. Intentó lanzarles una orden…

…y descubrió que no podía.

Aún faltaba para que todas sus habilidades tomasen el control de ese candidato, como sus hermosas alas, pero tenía las suficientes. Logró utilizar el mismo escudo que antes, y os insectos se estrellaron contra la pared invisible. Cayó rodando, dentro de su escudo, y se levantó girando, reuniendo la pasta venenosa de los insectos estrellados en un solo proyectil, lanzándoselos a una parte de la enredadera del techo. Atravesó planta, vidrio y lo que había en el medio.

-¿Estás segura que nadie te ha manipulado para que este traje y yo nos encontrásemos?- preguntó, observando sangrar al árbol. O a quien estaba escondida tras su rama -Porque me queda demasiado bien, como un guante.

Viridi se asomó, temblando, del otro lado de la enredadera sangrante.

-¿Eso es todo?- la miró, sonriendo con malignidad.

Las avispas se lanzaron hacia él, y seis lianas les siguieron. Esquivó el enjambre, se apoyó sobre una liana, pateó la segunda, dejó que las dos siguientes se golpeasen la una a la otra por su ángulo de trayectoria, tomó impulso en la quinta y dejó a la sexta golpeando el aire. Escuchó que la puerta del vivero se abría. Sin mirar, calculó la trayectoria de los proyectiles de los guardias por el sonido que emitían, y se escudó tras un tronco que estaba a punto de lanzarle espinas.

Alegre por el ejercicio, y deseoso de terminar con esa alimaña de una vez, hizo girar un montón de lianas, troncos y proyectiles clavados, y comenzó a subir, protegido por la siempre girante parte externa de su extraña escalera voladora. Viridi no se había movido de su lugar, a diferencia de la última vez que se habían visto, pero ahora la historia no terminaría como antes.

-Faltan algunas explosiones aquí, ¿no te parece, culebrita?- vio que el cuerpo de Viridi, atravesado de parte a parte en el abdomen, parecía estremecerse.

El orificio de salida era demasiado perfecto.

Tampoco había sangre del color correspondiente.

Reaccionó antes de registrar lo que estaba sucediendo. Dio media vuelta y salió disparado hacia la puerta de entrada del invernadero, esquivando espinas que se clavaron a su derecha, sobre la enredadera y, si el grito era algún indicador, al menos un guardia. Una liana destelló, y de repente la enredadera comenzó a caer. Llamó a su escudo y aplastó a un par de guardias, le arrebató la lanza a uno y la hizo girar hasta golpear, con la parte plana, al quinto. Antes que su armadura traquetease sobre el verde piso, él ya estaba corriendo hacia la salida.

No iba a quedarse allí.

La lanza giraba en sus manos, apartando lianas, picando troncos, desviando proyectiles, mientras los dos anillos de sus manos le daban propiedades más allá de la simple física. Las avispas se lanzaron hacia él, y una ráfaga de lanza después, se estrellaban contra el suelo, quebrándose en pedacitos casi invisibles y derritiéndose. El suelo ganaba viscosidad, y lo mismo sucedía con sus deseos de salir de allí, los insectos verdes de nuevo, fueron cenizas luego de la llamarada de la punta de la lanza, faltaba poco y el invernadero era un espacio mucho más grande por dentro que por fuera, ya llegaba, la puerta estaba abierta, tomó impulso y se lanzó.

Chocó de cara contra algo duro.

Guardias, plantas, suelo, techo, Viridi, todo desapareció para dar paso a un enorme cilindro hueco, del mismo color y material rojizo que el pilar central, y entonces comprendió por qué había percibido el cambio de tamaño. Sólo que el vivero nunca había sido tan grande, y él continuaba haciéndose pequeño, el pilar lo arrastraba hacia el centro del vacío, y la lanza se deshizo en algo que era oscuro y rojizo, envolviéndose en su cintura y apretando.

Apretó hasta que no pudo respirar, y luego se le metió por debajo de la piel, llamando a todas sus habilidades, que respondían cada vez con menos fuerza. Ni las llamas ni el hielo ni el rayo lograron liberarlo. Las raíces se extendieron hacia abajo, tocando tierra, y sintió que el frío empezaba a invadirle el cuerpo. Rabioso, tiró de sus brazos hacia arriba, pero no le respondieron. Esa maldita cosa empezaba a subirle por la cara… o su visión empezaba a ennegrecerse, y le costaba mantenerse despierto. Ni siquiera había podido usar sus alas de nuevo, se dijo, rabioso. Pudo oír las últimas palabras de la Lamia, del otro lado del pilar central.

-Creo que se te ha olvidado- dijo la voz de Viridi -quiénes ganaron esa batalla, hace cien años.