1: El ronroneo del felino
Había empezado el día con mal pie.
Lo cual quería decir que sería un día normal para él.
Aire viciado y fresco a la vez.
Quizás eso fuese, en cierto modo, hasta bueno, se dijo Mauricio. En días normales no sucedían tragedias, no sea caía el cielo sobre sus cabezas y no recibía noticias que pudiesen hacer temblar hasta los mismísimos cimientos de su país. No es que viviese en un sitio donde se diesen terremotos con frecuencia, ya que si así fuese, no estaría trabajando donde trabajaba. Su sentido de la autoconservación funcionaba.
Polvo de roca que jamás había sentido la luz del Sol.
Luego de prepararse el desayuno (el café que había guardado para ocasiones especiales estaba vencido, la fecha era de seis meses atrás, y sólo lo notó al probarlo con todas las ganas), decidió que, de todos modos, no iba a desanimarse. Dejó atrás su departamento, su buzón de correo eternamente desprovisto de todo lo que no fuesen cuentas o publicidad varia, y se dirigió a su trabajo.
Algo goteaba a la distancia, y el frío se extendía por su cuerpo.
Ese día iban a comenzar a trabajar en una sección nueva, donde se había descubierto una veta abundante de rodio. Mauricio conocía lo suficiente de metales como para saber que era muy buscado, poco hallado, y que la gran mayoría de los yacimientos estaban en Rusia y el sur de África. Que hubiesen hallado rodio en el país era insólito: nunca en toda la historia se había encontrado un yacimiento así en el país, aunque fuese escaso.
¿Había cursos de agua subterráneos por esa zona?
La gerencia general había ordenado que cesasen las actividades de la mina hasta que tuviesen una confirmación de expertos. Seis personas, muy serias y de pocas palabras, habían venido un par de semanas atrás, hablando en un idioma que nadie comprendía, y comunicándose en un inglés rígido, claro y condescendiente. Mauricio estaba acostumbrado a oír ese tono dirigido a él, pero el ver que alguien lo utilizaba con los superiores de sus superiores era nuevo.
No entres en pánico. El pánico hará que consumas tu oxígeno mucho antes.
Así que los expertos habían venido, estudiado la situación, elevado sus informes a quienes los habían enviado, y luego se había ido. Rodio, dijeron. En una mina acostumbrada a extraer metales más comunes, el más valioso de los cuales había sido plata. Los expertos no explicaron cómo podía ser, y sus superiores habían guardado el secreto de sumario, según les dijeron, por intereses de la compañía.
Ya estaba allí.
Cuando llegaba, Mauricio veía a sus compañeros de trabajo entrando o saliendo de las instalaciones, tan grises como el paisaje cercano. Sin embargo, en ese día sólo había menos de una docena de trabajadores, y el resto eran directivos o jefes de la mina. Poco tardó en notar que faltaban los de transporte y carga. Sólo podía ver a quienes, como él, operaban maquinarias subterráneas.
Debí haberme quedado en cama hoy. Cuando duermo, sé que voy a despertar.
Los trajes que iban a utilizar ese día habían sido traídos del mismo sitio del que habían enviado a los “expertos del rodio”, como les decían. Se parecían a los que había estado usando los últimos quince años, aunque algo más pesados y pegados al cuerpo. Era extraño el ponerse un traje protector que olía a nuevo, y lo mismo sucedió con las herramientas a juego. Les dieron una charla explicativa sobre cómo utilizarlas, y resultó que eran versiones algo más modernas de las que estaban acostumbrados a utilizar.
Al salir de su casa, Mauricio casi había sonreído. La resistencia que halló en su propio rostro, desacostumbrado a la sonrisa, lo hizo desistir, y había suspirado, resignado. Ahora, en cambio, con el resto de sus compañeros de trabajo sonriendo ante las novedades, tanto de equipo como de mejoramiento del salario, se sentía intranquilo. No porque a las promesas se las llevase el viento, ya que el sindicato había mostrado los acuerdos firmados pocos días atrás, sino por la falta de mano de obra. Aunque no fuesen a utilizar todas las funciones de las instalaciones, el ver las máquinas quietas y los galpones vacíos le daba mala espina.
Los demás no están aquí. No les oigo. No sé si están vivos.
El descenso fue como cualquier otro, y mientras dejaban atrás la luz de la mañana para internarse en la oscuridad de las entrañas de la tierra, Mauricio sintió una mezcla de tensión y excitación. El aire tibio fue reemplazado por uno fresco, y los olores fueron cambiando despacio, como si se despidiesen. Casi se rió ante esa idea.
Después de todo, ¿para qué había elegido trabajar en la mina, si no por su extraño ambiente? Allá arriba quedaba el resto de la humanidad, viviendo en un luminoso mundo que daban por sentado. Aquí abajo era otra cosa, un mundo misterioso y lleno de secretos y peligros. Le habían dicho, una y mil veces, que la mina significaba muchos peligros. En sus casi quince años de trabajo allí, había visto varios de ellos, debajo y sobre la superficie. Un par de sus colegas de trabajo se habían ido por eso, pero él se había quedado. Era bueno siendo minero: quizás por eso le gustaba tanto, o puede que fuera al revés.
Debo moverme. Debo moverme. Debo moverme.
Descendieron por varios tramos, en un silencio lleno de palabras no dichas, y luego de lo que a Mauricio le pareció una larguísima espera, llegaron a la sección nueva. Habían pasado miles de veces por allí, y notó que había una diferencia entre la parte recién excavada y la antigua, y le recordó el tronco de un árbol de madera oscura, cuyo nombre no recordaba. Casi le pareció oler algo similar a savia, pero sabía bien que se trataba de minerales.
La maquinaria ya estaba allí, y ésta vez le tocaba ir a él primero, para revisar que todo estuviese en orden. La luz artificial bañaba las paredes del refugio, cerca del nuevo frente de explotación, y observó el ambiente tan conocido de esos pequeños espacios “seguros”. Entre todos conformaron que hubiera tanques de oxígeno suficientes, agua, comida y equipos de primeros auxilios en condiciones.
Debo moverme aunque sea para morir en otro sitio.
Luego de las preparaciones habituales, las máquinas comenzaron a funcionar. El sonido debía de ser ensordecedor, aunque con sus orejeras puestas era difícil de decir. El medidor de sonido le indicaba que el nivel de ruido se encontraba en niveles normales, y cuando se encontró con una veta, detuvo su máquina. Esperó un minuto, contando los segundos, la señal luminosa, y esperó unos segundos más antes de sacarse las orejeras.
-¿Todo bien?- preguntó a sus lados, donde otras máquinas se habían detenido.
-¡Todo en orden!- le dijo alguien, y Mauricio casi sonrió.
Hizo retroceder su excavadora un poco y, luego de asegurarla con el freno para evitar que se moviese, se acercó a la pared en la que había estado trabajando. En la forma espiralada se podían ver distintas vetas de mineral, como si fuese parte de una gigantesca y colorida piel de tigre. A la luz artificial de la excavadora, casi le pareció que esa piel estaba viva. Acercó la mano a la pared, tocando las distintas superficies y colores, y casi le pareció sentir que ronroneaba…
Y entonces supo lo que iba a suceder.
-¡¡¡TERREMOTO!!!
No, esa no era la palabra, la palabra era “temblor”, pero ahora lo único que importaba era que la tierra se estaba moviendo y que ellos estaban bajo toneladas de rocas. Frágiles humanos, muy fácil de aplastar, humanos que corrían hacia la salida del túnel, intentando llegar al refugio, haces de luz artificial que iluminaban cuerpos moviéndose, corriendo por sus vidas.
El sonido se hizo más fuerte, y Mauricio sintió que su interior se apretujaba en un punto frío y duro mientras corría. El refugio. Agua, comida y oxígeno. Estaba asegurado para resistir casos como este. Si esos mineros chilenos habían logrado sobrevivir durante tanto tiempo, ellos también podrían, sólo debían llegar al refugio…
Las máquinas habían sido dejadas atrás. Escuchó un rugido de algo grande rasgándose, y luego el sonido de metal siendo aplastado por algo muy, muy pesado. Las luces de la caverna hecha por máquinas comenzaron a titilar y apagarse. No miró atrás y aceleró el paso, intentando no perder pie en la cada vez más tambaleante tierra que pisaba. Tierra, roca, lo que fuese, temblaba y él tenía que alejarse, era un simple humano y era muy fácil de romper, en especial bajo toneladas de…
Pisó nada y sintió que caía hacia delante.
Cuando su cabeza se inclinó hacia delante, llevando con él su casco y su luz, pudo ver que el piso se había desmoronado, como si fuese una galletita en un vaso de leche, y él estaba cayendo en el vacío. Los gritos y maldiciones de sus compañeros parecían indicar que no era el único, pero cuando levantó la vista, cayendo y sin saber cómo era posible, sólo vio un rectángulo de algo conocido, el techo de la mina siendo iluminada por luces que se apuraban a escapar.
Fueron dos segundos de caída libre.
Después, la oscuridad se lo tragó.
Cuando despertó, supo que estaba aún en la mina.
Ese aire quieto y fresco, de algo que no sabía lo que era la luz del Sol, le era muy familiar. También lo era el goteo de algo a la distancia, y el tacto de piedra bajo su mano, en la parte donde su guante se había roto. Intentó revisar su cuerpo, sin moverse, para saber si tenía algún hueso roto, o si le faltaba alguna extremidad.
Movió los dedos de la mano y los sintió a todos, algo golpeados pero enteros y funcionales. Lo mismo sucedía con su otra mano, sus brazos y piernas. Uno de sus pies se había dormido, y se incorporó despacio, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. La sensación de hielo dentro de sí seguía allí, negándose a derretirse, así que decidió sacarse una de sus dudas y encender la luz de su casco.
Estaba rota.
Escuchaba un goteo a la distancia, y por unos momentos se olvidó de respirar. No había ningún indicio que por allí había corrientes de agua subterránea. Se preguntó si serían aguas termales, y luego se reprendió por preguntar algo tan estúpido. La última vez que había ido a una terma, a cientos de kilómetros de allí, se había quedado más de la cuenta y se había desmayado. Tenía catorce años entonces, pero no había vuelto a ir a centros termales, y ahora podía que tuviese miles de hectolitros de aguas hirvientes por allí cerca.
Sintió que lo invadía el pánico, y el olor de piedra fría y algo húmeda llegó a sus pulmones. Inspiró una vez, se tapó la nariz con ambas manos, e imaginó que estaba en una roca sobre la costa del mar. Una oleada, el pánico, se acercaba y lo cubría, sin derribarlo de la roca, dejó que rompiese contra él y que luego bajase, como hacen todas las olas. Cuando se sintió más en control de sí mismo, liberó su nariz y el aire. Inspiró de nuevo, lo retuvo por unos segundos y luego lo dejó ir. Repitió el proceso diez veces y, más tranquilo, comenzó a buscar en los bolsillos de su traje.
Una de las cosas que le habían dado en ese traje nuevo era una linterna de emergencia, ideal para esos casos donde la luz del casco, por cualquier motivo, no funcionaba. La tomó, sintiendo algo más de seguridad en esa forma tan fácil de aferrar con una mano, y la encendió.
Un círculo de luz iluminó sus alrededores.
Parecía ser una caverna, no una mina, y al levantar la linterna pudo ver que el techo se encontraba a cientos de metros sobre su cabeza. Se llevó una mano a la nuca, preguntándose cómo podría haber sobrevivido semejante caída, y cuando iluminó su guante izquierdo, el que no se había roto, pudo ver que sólo había algo de polvo en él. Nada de sangre. Eso era bueno.
-¡Hol…!- la voz le salió algo quebrada, y la garganta le dolía. Tosió y lo intentó de nuevo -¡Hola!
Sólo le respondió un débil eco.
-¿Hay alguien más aquí?- empezó a llamar a sus compañeros por sus nombres, deteniéndose cada vez para escuchar por si alguien le respondía. Nada.
Mauricio calló, e intentó escuchar el goteo. Se le pasó por la cabeza que podría estar dentro de un área con una dolina, pero el suelo que pisaba aparentaba ser de roca, no de arcilla. Tampoco parecía haber una salida al exterior, pero Mauricio no se confió: las dolinas tenían un suelo arcilloso que podía ser fatal, y él no quería correr ese riesgo. El ácido carbónico no le era muy simpático. Así y todo, siguió el sonido del goteo, despacio e iluminando su camino, atento a cualquier otro sonido que le pudiese dar una pista.
El lugar donde había despertado le recordó a uno de los refugios que había en la mina, aunque el techo estaba mucho más alto, claro. Fuera, se encontró con una enorme cavidad en la roca. El techo estaba a menos altura que el del “refugio”, y tenía numerosas estalactitas. En el suelo, bastante más plano de lo que había esperado, no había estalagmitas. Mauricio acercó su luz al piso, y pudo ver vetas de colores. Esperó que esas no ronroneasen.
La superficie, demasiado lisa y carente de estalagmitas, le resultó familiar. Era similar al suelo de la mina, aunque no encontró indicios que hubiesen utilizado maquinarias. El goteo provenía de las estalactitas, y el agua parecía correr en unos surcos poco profundos hacia otra cámara. Iluminando a su alrededor, Mauricio decidió seguir el curso del agua, ya que no tenía otra salida, a menos que regresase al refugio, y ya había estado bastante allí.
Los surcos se hicieron menos numerosos y más profundos, hasta formar un pequeño curso en el centro del pasillo cavernoso. De nuevo, las estalagmitas habían sido retiradas, junto con las estalactitas, y a los oídos de Mauricio llegó el débil sonido de agua corriendo con algo más de fuerza. Fuerza que le estaba faltando, ya que llevaba casi una hora de cauta caminata, y su cuerpo le dolía más que antes. Sudando, se detuvo y se sentó a un lado del pasillo, observándolo en más detalle. Era lo bastante alto como para poder caminar erguido, y tan ancho que podía extender sus brazos y no tocar las paredes con las manos, por más que se estirase. Apagó su luz de emergencia, aferrándola con fuerza.
Debió de haberse quedado dormido, porque cuando despertó, estaba acostado sobre el suelo del pasillo. Sobresaltado, buscó su luz de emergencia, y la encontró aún en su mano. Suspirando de alivio, notó que al aire parecía ser algo más fresco, y que podía sentir que corría, lo cual era muy bueno. Había, al menos, una salida al exterior, y si bien era pronto para alegrarse, era mejor que la desesperanza. Iba a encender su luz de emergencia, cuando notó algo que llamó su atención.
Si sus ojos no estuviesen acostumbrados a la oscuridad, probablemente no lo hubiese visto. Sin soltar su luz de emergencia, dio un suave paso siguiendo la corriente. El suave rumor del agua lo guiaba, en la oscuridad, lento como una tortuga, atento a encender su luz si sentía que había algún peligro. Avanzar a oscuras en una cueva desconocida era invitar al desastre, y ya había sobrevivido a uno, pero esa luminosidad…
Era una luz tenue, suave, de color violeta. Escuchó unos leves sonidos, como si un ser se estuviese moviendo con lentitud. También le llegaba un aroma que no era el de las rocas subterráneas o el del agua, aunque no pudo identificarlo. Era el aroma de un ser vivo, de eso estaba seguro. Cuando llegó a sus oídos el sonido de agua moviéndose, como la que hacía un pato al deslizarse sobre un silencioso lago, contuvo la respiración.
El corazón se le aceleró, y pensó en todas las monstruosidades que podrían habitar en las cuevas, en especial, las subterráneas. No se sobrevivía quince años en una mina siendo estúpido o crédulo, pero el arriesgarse como idiota tampoco ayudaba. Volvió a escuchar el sonido de agua moviéndose, y la luminosidad se hizo más fuerte. Se movía. La luz se movía. No, no era una sola luz, sino varias. Los sonidos de agua se hicieron más intensos, hasta que dobló por una curva suave, tan suave que sólo la detectó por el desnivel bajo sus pies. Y, al final de la curva, pudo ver las luces.
El pasillo de agua terminaba en otra cámara, mucho más amplia que la anterior, donde había una depresión en la roca. Hacia allí iba el curso de agua, llenando esa extraña piscina subterránea. En ella nadaban quienes, a la moteada luz de sus cuerpos, parecían ser personas. Personas humanas con manchas, o pecas del tamaño de una moneda grande, luminosas. Bioluminiscencia, recordó Mauricio. Como los peces.
La luz no era tan fuerte como la de su linterna, pero tampoco tan débil como la de las luciérnagas, y en esa extraña mezcla de luz y oscuridad, una luz que teñía todo de violeta, se quedó allí, asombrado, ante lo que veían sus ojos.
Podía definir el contorno de sus cuerpos por las luces y las sombras, que recortaban sus figuras. Parecían atenuarse en algunas partes, y Mauricio vio lo que le parecieron algas –no, algas no, tela- sobre algunos sitios luminosos, como trajes de baño. La imagen de las termas volvió a él, aunque allí no hacía calor, y el aire fresco seguía corriendo contra su rostro. Parecían tener rostros algo más angulosos, aunque dentro de lo que podría verse en una persona… Como si hubiesen tomado la piel de los peces del abismo y se los hubiesen colocado a personas, personas que nadaban en esa piscina subterránea, de agua tan clara que, en un principio, pensó que flotaban en el aire. No vio aletas ni escamas.
Había media docena de seres, tanto mujeres como varones, nadando en esa gran piscina, y nadie parecía haberlo notado. Había un pasillo, a la derecha de su posición actual, que estaba algo más iluminado. No escuchó voces, pero sí movimiento viniendo de allí. Casi esperó ver agallas en sus cuellos y una cola de sirena en vez de piernas, pero a excepción de las manchas luminosas, de los rostros angulosos y de sus ojos que no parecían tener ni pupila ni iris, no veía diferencia con los humanos.
Así que hizo lo más lógico en ese momento.
-Hola- dijo.
Seis pares de ojos, sin iris ni pupila, en diversos tonos de oscuridad, se giraron hacia él. Levantó la mano que tenía libre y la agitó, como saludando, y esperó. Observaba a esos seres, y esos seres le observaban a él, hasta que una de ellas miró a otro, y el que parecía ser el más joven salió de la piscina, corrió por el pasillo de la derecha, y sus pasos húmedos se perdieron a la distancia.
-¿Pueden entenderme?- preguntó Mauricio, apoyando de nuevo la mano libre sobre la pared del pasillo. Observó que la luz de los seres parecía haber disminuido, como si estuviesen a la espera. Uno de ellos asintió –Oh, gracias al cielo- dijo, y sintió que algo de la tensión se retiraba de su cuerpo.
El alivio le duró poco.
Algo similar a un gruñido pareció elevarse de un par de gargantas, y Mauricio vio que un par de esos seres habían retrocedido, mientras que otros tres se acercaban, despacio, sin hacer ruido y mirándolo fijo. El ambiente pareció hacerse más filoso, y el aire más frío, conforme el trío avanzaba, sin mostrar los dientes ni despegar los labios. Sopesando sus opciones, miró a la del medio, una muchacha joven, a los negros ojos. Dejó de avanzar, y poco después sus dos compañeras, pero no retrocedieron.
Se movieron hasta que los pasos regresaron.
Como si se hubiesen puesto de acuerdo, el resto del grupo salió del agua, y le indicaron con señas a Mauricio que bajase. Despacio, el muchacho buscó una forma de descender, y se encontró con que el pasillo estaba a menos de un metro de altura de la superficie de la piscina. Despacio, guardó su luz de emergencia en uno de sus bolsillos, y se dio la vuelta para descender.
Una de sus botas tocó el agua, y la retiró, intentando tocar suelo sólido. Lo encontró medio metro más allá, y tomando impulso, logró pararse sobre sus dos pies, al lado de la orilla. Miró a los seres: los tres agresivos se habían apartado un poco, mientras que los dos mayores esperaban en la entrada del pasillo de la derecha. Echándole miradas rápidas y temerosas, la pareja mayor comenzó a caminar, seguida de Mauricio y las tres agresivas, quienes no le gruñeron, pero tampoco se mostraban amistosas. Caminó en el medio del grupo, intentando no hacer movimientos bruscos.
En silencio, anduvieron por una serie de pasillos y cámaras subterráneas, algunas con piscinas similares a la que había visto antes, otras secas, siempre sin estalagmitas. Muchos seres luminosos observaron su marcha, algunos con temor, otras con miradas duras, durante un trayecto que se le hizo eterno, pero que no duró más de mil pasos. Poco a poco, la luz violeta de los seres empezó a dar paso a otra, más conocida por Mauricio, y sus ojos comenzaron a acostumbrarse a ella.
Era luz solar.
Sintiendo que el alivio empezaba a extenderse por su cuerpo, vio cómo la luz de un amanecer tibio se colaba por lo que parecía ser la entrada de la cueva. Los extraños seres luminosos no salieron a la luz, y cuando llegaron a los últimos pasos donde había sombra, se apartaron del camino, dejándole el paso libre a Mauricio. En la entrada de la cueva, tan grande como una casa de dos pisos, había lo que parecía ser una muchacha humana.
Y era humana, notó al acercarse más a ella. Estaba hablando con una luminosa, en el borde de la entrada de la cueva, y cuando el grupo que lo escoltaba se desbarató, Mauricio se encontró frente a una joven que parecía tener poco más de veinticinco años. La luz recortaba su figura, algo más baja que él, enmarcándola en destellos de verde y lo que le pareció el color blanco, aunque quizás su visión le estaba jugando una mala pasada.
-Hola- dijo Mauricio, sintiéndose bastante torpe -¿Puedes entenderme?
Ella lo miró, algo confundida. Tenía ojos verdes, su largo cabello pelirrojo formaba una trenza que caía por su hombro hasta su cintura, y vestía con varias capas de verde. Por unos segundos, a Mauricio se le ocurrió que podrían estar en Irlanda, y que los seres que había visto eran parte del folclore irlandés. Desechó la idea enseguida, cuando la muchacha le contestó, en su mismo idioma.
-Pues claro que puedo comprenderte- lo miró de arriba abajo, curiosa -¿De dónde has salido?
-Creo… que me caí- su voz no estaba tan quebrada, pero aún le costaba sonar como una persona normal. La luz del día empezaba a molestarle, de una forma diferente a cuando salía de la mina, luego de horas de luz artificial, y aún quedaba luz solar.
La muchacha miró a uno de los seres luminosos, quien le devolvió la mirada, y ella asintió antes de volver sus ojos hacia Mauricio.
-Será mejor que vengas conmigo- dijo, seria –Y entonces podrás explicarle a la Pastora tu situación.
-¿Pastora?- sospechaba que la palabra tenía un significado diferente a la que él conocía, y no pudo evitar preguntar -¿Qué es una pastora?
-Es la autoridad de la comunidad- dijo la muchacha, con el mismo tono de antes –Ella decidirá qué hacer contigo.
Su tono no era de amenaza, sino de cautela, lo cual alivió a Mauricio. Intentó dar un paso hacia la muchacha, pero todo lo que había sucedido en las últimas horas le cayó encima con la fuerza de una montaña. Sintió que las piernas le fallaban, y luego, por segunda vez en ese largo día, sintió que caía hacia la oscuridad.
Y luego, nada.