CAPITULO PRIMERO

Todavía en el ánimo de Ana Watt, en su lejano recuerdo, quedaban algunas reminiscencias de su niñez. Habían pasado muchos años desde que abandonara aquella vida regalada al lado de su madre, desde que en su casa solariega de un pueblecito de Kansas aprendiera a conocer la holganza, la buena posición. La guerra civil llevó a su hogar, como a otros muchos, la decadencia y la ruina.

Por aquel entonces su madre contrajo una enfermedad peligrosa y murió. Ana Watt jamás lloraría lo suficiente la pérdida de aquella bondadosa mujer. Porque desde que ella faltó, su padre no volvió a ser el hombre de antes, y nunca más la felicidad dejó vagar su sonrisa donde ellos se encontraran. Muchas habían sido las vicisitudes de aquellos últimos años, de un lado para otro, en constante ajetreo, rodeados de peligros, en contacto con hombres que, a pesar de que su padre los llamaba buenos y honrados, a Ana Watt antojábansele los peores del mundo.

Muchos fueron en aquellas etapas de su vida los cambios que experimentaron. De minero y conductor de caravanas, Jesse Watt había pasado por diversas profesiones en la dura y salvaje tierra del Oeste. Recordaba su estancia en los Medicine Bow Range con ocasión de los descubrimientos auríferos, donde infinidad de veces su vida estuvo en peligro, lo mismo bajo la amenazadora boca de un revólver, que ante el afilado hacha de un piel roja. Habían vagado por muchos territorios, sin hallar en ninguno de ellos lo que Jesse Watt llamaba el porvenir tan ansiado, la prosperidad y la riqueza añoradas.

Ahora Ana, al contemplar a su padre, al oír sus palabras, pensaba que él había coronado la cima de sus ambiciones. No es que aquel rancho que habían edificado, asomado a la vertiente de los Inyo Mountains, en la comarca de Independence (California), reuniera las condiciones necesarias como para hacer felices a sus habitantes. Pero Jesse Watt disponía de un equipo completo de rudos vaqueros, hombres endurecidos como la misma frontera, que le ayudaban a su tráfico de ganado, que defendían sus derechos, que inculcaban respeto a todo el mundo.

Ana ansiaba la vida libre de la pradera, ciertamente como la estaba viviendo ahora, pero con un marco diferente al que ocupaba y con una posición más honorable. Habíase acostumbrado al trato rudo de los vaqueros, a las gruesas palabras de aquellos hombres de impasible rostro, de ademanes bruscos, capaces de ventilar a tiros la posesión de un dólar de plata, si ese dólar les pertenecía.

Mas Ana manteníase apartada de ellos siempre que le era posible. A veces tenía que discutir, que amenazar, incluso que apremiar al osado con una denuncia formal ante su padre. Y Jesse, sin duda alguna, habría dado su merecido al osado que la molestara. Dios parecía haberla dotado de un temperamento enérgico, de una firme voluntad de hierro. Porque jamás Ana dio motivos para que un hombre de aquellos se propasara o para que creyera en ella una mujer cualquiera.

Tenía dieciocho años. Menuda de cuerpo, de hermosos cabellos rubios, grácil de contextura. Una mujer, casi una niña, atractiva para aquellos hombres duros, maravillados de sus hermosos ojos azules, prendados de una belleza casi salvaje. Pero una mujer firme en todo momento, dotada de un corazón magnífico, de un alma pura, como pura y noble fuera la de su madre.

A veces Jesse Watt pasaba varios días alejado del rancho con sus vaqueros. Aquel era el tiempo más agradable para la muchacha, que parecía hallarse en el goce de su plena libertad. No era por él, por su padre, sino por la presencia de aquellos salvajes vaqueros que componían el equipo, y que siempre tenían en los labios alguna sonrisa provocativa, alguna palabra amorosa que dedicarle.

Hacía tres días que Watt había abandonado el rancho, dejando sólo en él a Jimmye, muchacho encargado de los caballos, y a Juana, la mejicana encargada de la limpieza de la pequeña hacienda. Y Ana estaba contenta y alegre con esta ausencia. Por la mañana había frecuentado los lugares que a ella le agradaban, de cara a las tierras desérticas que se extendían junto al límite del Valle de la Muerte, contrastando con el verde intenso de las herbosas vegas del Owens River, y las quebradas altiplanicies de las montañas. Allí sus pensamientos vagaban lejos. Amaba aquella tierra, aun cuando hubiera deseado hallarse a solas con su padre, lejos de aquellos hombres ruines que le rodeaban, en completa libertad de acción, viviendo alegre y confiada su vida.

Iba allí, porque aquel lugar sombreado y hermoso, tenía la virtud de arrebatar de su mente los recuerdos malos de otros tiempos, porque allí parecía comenzar a vivir una nueva vida, más prometedora, más humana que la que soportaba ahora.

De regreso al rancho, la buena Juana la recibió con una sonrisa. Jimmye saludóla desde la puerta de la cuadra y Ana contestóle con un saludo con la mano. Volvía a ser alegre y confiada. Pero aquella alegría no podía durar mucho y Ana estaba segura de ello.

Durante toda la mañana la calma y la tranquilidad, una calma demasiado sórdida para ser real, rodeaba a las tres personas. No se percibía en el silencio las voces duras de los vaqueros, el tintineo constante de sus espuelas, el paso bronco de aquellas botas de media caña en las que estaban embutidas las estevadas piernas de los hombres. Tampoco el relincho agudo ni el golpe seco de los cascos de los inquietos caballos. Todo era diferente, altamente significativo para ella.

Tenía el presentimiento de que su vida iba a cambiar muy pronto. Ana penetró en el rancho y pasó a su habitación. Le gustaba recordar los tiempos antiguos entregada a la contemplación de aquellas cosas que pertenecieron a su madre y que siempre le habían acompañado a todas partes. Le agradaba sobremanera soñar despierta, anhelar un futuro diferente al que ahora estaba viviendo.

Hacia el mediodía, el rumor de los cascos de un caballo llamó la atención de la muchacha. Juana estaba en la puerta y desde allí contemplaba con ojos sorprendidos al grupo de jinetes que ascendía por la estrecha senda, al borde del majestuoso cañón, en dirección a las instalaciones del rancho de los Watt. La joven colocóse al lado de la mujer mejicana. Y ésta, como si adivinara una pregunta en su joven ama, dijo:

—Creo que son jinetes nuestros, Ana. Y me extraña mucho que vengan a estas horas. Los regresos los hizo su padre siempre de noche. Tampoco tuvo la ocurrencia de mandar a algunos de sus vaqueros a la hacienda, cuando llevaba intenciones de realizar un trabajo prolongado.

—Y éste parecía serlo, ¿verdad?

—Oí hablar de ello a Brad Marlowe, el capataz. Lo estaba comunicando así a Mike Monagan y a Terry Colter. Y por lo que pude apreciar, habían hecho una importante compra de ganado, el cual debía ir a parar a los mercados del sur.

Ana no parecía escuchar a la mujer. Continuaba observando el paso rápido de los caballos y a sus jinetes, destacados ahora sobre el verde fondo del bosque de coníferas.

—Uno parece que está herido — indicó la muchacha, con voz quebrada por la emoción—. ¿Quién puede ser?

—Iré a comprobarlo.

—Mejor será que te quedes a mi lado. Parece Guy Dumont.

—Y él es.

Los jinetes habían abandonado ahora la senda y avanzaban en línea recta hacia los grandes corrales en que muchas veces Watt había encerrado a los añojos, en espera de que todos estuvieran reunidos para las largas jornadas de camino hacia el punto de la venta. Caminaba en cabeza aquel que Ana conocía con el nombre de Brad Marlowe, y al que Juana había hecho mención unos segundos antes.

Al alcanzar la pendiente de la loma herbosa donde se levantaba el rancho, Marlowe hizo caminar a sus hombres en forma de abanico, para irrumpir como una centella en la explanada cercana al porche. Allá a lo lejos, algunos otros jinetes se acercaban. Y ahora Ana pudo reconocer entre ellos a su padre. No debía estar herido, puesto que manteníase erguido sobre la silla de su corcel.

Juana penetró en el rancho. Marlowe había echado pie a tierra y encaminábase ahora hacia la entrada del edificio principal. Sus labios dibujaron una sonrisa al contemplar a la muchacha, y saludó con voz ronca:

—¡Hola, preciosa! ¿Te sorprende nuestra vuelta?

—¡Hola, Brad! — repuso ella con acento seco—. Me extraña, en verdad, esta repentina aparición. ¿Qué os ha pasado?

Brad arrojó al suelo la colilla del cigarro que llevaba entre los dientes. Miró después a la hermosa muchacha con un brillo extraño en sus ojos y dijo:

—Los cuatreros. Han podido matamos a todos. ¡Malditos sean mil veces!

—¿Otra vez la facción de los Keane?

—Y no cejarán en molestarnos hasta que no acabemos con ellos.

—¿Alguna baja entre los nuestros, Brad?

—Mataron a un vaquero.

—¿A quién?

—A Thomas Duff. Una bala en mitad de la cabeza. Hirieron después a Dumont, aunque su herida parece ser que carece de importancia. Los demás estamos ilesos, aun cuando hemos perdido el ganado.

Apartó a la joven hacia un lado y penetró en el interior del rancho. Ana no respondió a las palabras últimas del capataz. Brad Marlowe era un hombre que debía oscilar entre los treinta y los treinta y seis años, de elevada estatura, fuerte como un bisonte, rápido como el que más, con un par de revólveres en las manos. Había prestado grandes servicios a su padre, según éste manifestaba, y había llegado a considerarlo como insustituible dentro de su equipo.

Los demás jinetes llegaban en aquel momento. Ana descubrió a su padre cuando echaba pie a tierra y avanzó hacia él en línea recta, sin fijarse siquiera en los restantes vaqueros de la facción de los Watt. Jesse volvióse hacia la muchacha. Una sonrisa dibujóse en sus labios y recibió en los brazos a su hija, diciendo:

—Me alegro mucho de poder abrazarte, Ana. Llegué a pensar que no iba a tener más esa dicha.

—Brad me ha dicho algo, papá. ¿Qué ha pasado?

—Hablaremos después.

—Brad nombró a los Keane.

—Fueron ellos. Nos hacen una guerra despiadada y habrá que pensar en contrarrestar sus ataques. Hemos perdido el ganado y la vida de un hombre. Y si no ponemos coto a todo esto, tendremos que irnos de aquí.

Lanzó una imprecación sorda, y agregó:

—Cuando vinimos a esta parte de California, pensé que en ella haría un buen negocio. La tierra es buena. Los mercados están lejos, pero las reses se pagan a buen precio. Y no estoy dispuesto a dejarme vencer esta vez.

—Nosotros tenemos la razón, padre. ¿Por qué íbamos a ausentamos de aquí, sin pelear antes?

—Dices bien, hija. No me gusta la guerra, el derramamiento de sangre que lleva consigo. Pero hay momentos en que no quedan más que dos caminos por uno de los cuales un hombre debe decidirse. De una parte está la lucha con todas sus consecuencias y de otra la retirada, quizá la miseria y la perdición. Tengo que hablar con los muchachos y no me gusta que tú estés presente. A veces se dicen palabras fuertes que hieren la sensibilidad de una mujer. Iré a contártelo todo esta noche, ¿quieres?

—Te esperaré, padre. Y no sabes cuánto me alegro que estés bien y que esos hombres no te hayan herido.

Jesse no respondió. Ana regresó al rancho, cuando Brad Marlowe volvía a la explanada. Juana habíase asomado de nuevo y Ana entró con ella en el edificio. Hasta aquel momento, el viejo ganadero no la había perdido de vista.

Watt representaba al hombre duro de la frontera. Habían sido infinitas las vicisitudes por las que había atravesado y nada podía causarle miedo o desesperanza. Había llegado allí con ánimos de pelear, con deseos invencibles de alcanzar la prosperidad que se había propuesto. Ana era ya una mujer. Había pasado muchas calamidades en su vida y era el momento de combatir, de trabajar sin descanso, de hacer cuanto estuviera en su mano, para dejarle el día de mañana, cuando él faltara, un medio de vida, una defensa firme en su existencia.

Miró a sus hombres. Al hacerlo, Jesse Watt no pudo contener un acceso de ira. Marlowe avanzaba con paso cansino, arrastrando los pies, haciendo tintinear las espuelas en sus tardos movimientos. Paróse frente al dueño del rancho y sonrió burlonamente.

—Un bonito fracaso, Watt — dijo, arrastrando las sílabas, con ese dulce acento de los téjanos—. Un hombre muerto, otro herido, unas puntas de ganado desaparecidas, ha sido el balance de este nuevo paso hacia la prosperidad que prometiste. ¿Cuáles son tus órdenes, Jesse?

—Tenemos que hablar detenidamente. Cuídate ahora de Dumont y ordena que los caballos vayan a la cuadra. Que tomen un bocado los muchachos. Nos reuniremos en la orilla del río dentro de media hora.

—¿Cuándo vamos a poder charlar de nuestros asuntos sin tapujos, en este rancho?

—Cuando yo no pueda mandaros.

Brad volvió a sonreír y alejóse del lado de su jefe. Watt estaba apesadumbrado, abismado en un sinfín de pensamientos que, lejos de abatirle totalmente, a veces le enfurecían. Cuidóse personalmente de su cabalgadura y luego regresó al edificio. Ana cuidó que su padre tomara algunos alimentos. No volvió, aun cuando su curiosidad era grande, a decir una sola palabra en relación con lo que hubiera podido ser aquella lucha que habían soportado contra los llamados cuatreros. Aquella misma noche lo sabría todo. Jesse no la tenía más que a ella, y padre e hija estaban muy compenetrados. Quizá, de no haber sido así, Ana se hubiera negado a soportar la vida que llevaba entre aquellos hombres rudos, sin más diversiones que las que podían proporcionarle la tranquilidad y la belleza de unos paisajes como jamás había contemplado otros.

Jesse abandonó el rancho. Desde la puerta, Ana observó cómo Brad seguía al ranchero hasta la pendiente de la loma, camino de los altos álamos que se alzaban junto a la orilla del río. Poco después fueron otros los que siguieron a los primeros. Pero esta acción, aun cuando se le antojaba a Ana misteriosa, no despertó su curiosidad. Las mujeres no deben mezclarse en los asuntos serios de los hombres.

Brad dejóse caer sobre la hierba, cerca del punto donde Watt habíase sentado. Llegaron después Mike Monagan, aquel sujeto de pequeña estatura, de ojillos de castor, de rostro curtido y pésima catadura, y Terry Colter. También unióse a ellos Dumont y algunos otros vaqueros.

Cuando se hubieron sentado, Jesse arrojó lejos de sí el cigarro y los miró uno a uno, como si quisiera leer a cada cual el pensamiento. Luego, lanzando un juramento, dijo:

—Tenía plena confianza en vosotros, muchachos. Pero lo que ha pasado hoy me obliga a dudar de esa compenetración que necesitamos para nuestros asuntos. Brad quedó encargado de vigilar los caminos. Lo hizo, es cierto, pero su vigilancia no dió resultado positivo. Alguien debió espiar, desde alguna parte, nuestros pasos. Tenéis conocimiento sobre la procedencia de las reses que pensábamos conducir al otro lado de las montañas. Había algunos millares de dólares en juego. Una buena parte para cada uno. Y todo se ha perdido, de la misma manera que uno de los nuestros perdió la vida en la aventura.

—No es momento para las lamentaciones, Watt — repuso Brad, de mal talante—. Y espero que no nos hayas traído aquí para hacernos cargos que ya no vienen a solucionar lo que ha pasado. Vigilé todos los caminos. Conozco perfectamente esta región, pero también la conocen los Keane. Una vez, cuando entré a formar parte del equipo, obedeciendo a la llamada tuya, te hice saber que nuestro peor enemigo era ese rancho. Muchas veces he intentado organizamos para atacarlo, para desterrarlo de esta comarca. ¿Por qué pusiste trabas a mis planes?

—Porque no quiero morir ahorcado, Brad.

—¿Piensas que te escaparías si supieran cuál es nuestro negocio?

—Pero no lo saben y estoy seguro que ninguno de vosotros iréis a descubrirlo. Han matado a uno. Vino desde lejanas comarcas a prestar servicio a nuestro lado. Ninguno de esos sujetos podrá identificarlo como un vaquero de mi rancho, aun cuando tengan sospechas de nuestras maquinaciones. Aquí son necesarias las pruebas. Pero también es necesario hacer las cosas con cuidado y no fracasar, como hoy hemos fracasado. Vivimos en una región rica, en una comarca extensa, donde las reses abundan y donde el dinero correrá pronto como ese río que contemplamos ahora. Brad, tenemos que obrar de manera diferente. Los Keane visitan con frecuencia Independence. Allí es fácil localizarlos y combatirlos. Tú eres un buen tirador y también lo son Monagan, Dumont, Colter y otros. No es posible atender a tus deseos de atacar el rancho de Keane y destruirlo, aun cuando a ti te parezca que todo es muy sencillo. Promovería una guerra que quiero evitar a toda costa.

—Una vez hablaste de Keane, Watt. Nos contaste que lo conocías de tiempo atrás, a raíz de la guerra civil. Habéis tenido tropiezos entre ambos y no ha sido la primera vez que ese maldito Keane te denunció como cuatrero, como traidor, inclusive, a las tropas federales. Debe saber que estás aquí, pisando la misma comarca que él pisa. ¿Y piensas todavía que no sospecha de tus maquinaciones?

—No, no lo sabe aún. De ser así, habría lanzado a sus vaqueros contra nosotros o tal vez hubiérase conformado con enviar a sus dos hijos para liquidarnos.

—Tom y Jack Keane. He oído decir que son dos buenos tiradores.

—Keane padre comprendió que debía instruirlos en esas lides. La vida en la frontera es difícil para el hombre que no sepa salvaguardar su vida con las armas. Pero nosotros somos más. Contamos en nuestras filas con gente rápida y valerosa, con hombres que saben disparar y no fallar el blanco, como Falconer, Green y Jackson, como vosotros mismos. Hay mucho trabajo aquí, mucho dinero. Y ese dinero debe ser nuestro.

—No lo será mientras la facción de los Keane se ponga en nuestro camino.

—Los liquidaremos si es necesario. He estado pensando en todo esto durante muchos días. Y si no me he atrevido a comunicároslo, no ha sido por temor a fracasar, sino teniendo en cuenta la exposición de los nuestros. Hace días, Ana me pidió que la llevara a Independence. Tiene que hacer algunas compras importantes para ella y quiero darle esa oportunidad. Brad, tú te quedarás aquí, en el rancho, al cuidado de todo, junto con alguno de los nuestros. Me llevaré conmigo a Falconer, a Green y a Jackson. Pero irán separados, como si nunca nos hubiéramos visto. Los Keane acostumbran a ir a la ciudad un par de veces por semana. Y uno de los días importante para ellos es el sábado.

Brad sonrió maliciosamente. Miró a su jefe y dijo:

—¿Quieres tenderles una trampa?

—Quiero comenzar por ahí el trabajo que debemos llevar a cabo con éxito. Cuando uno de esos Keane caiga, el otro se guardará muy bien de intentar ponerse en nuestro camino. Para el viejo Gastón Keane será una pérdida importante y esto le aplacará un poco sus deseos de hacernos la vida imposible. Ana no debe saber nada, Brad. Quiero apartar a mi hija de todos estos conflictos.

—Llevándola al pueblo — repuso el capataz—, difícil será que no lo advierta.

—Haremos las cosas de manera que parezcan fortuitas; hay muchos medios para obligar a pelear a un hombre y que todo ello parezca casual. Ana no sabe nada de lo que aquí está ocurriendo. Cree que los verdaderos cuatreros son los Keane y sus gentes. Tiene una gran fe en mí y recibiría la mayor desilusión de su vida. Y juro que mataré al primero que se le escape una palabra en este sentido.

—¿Has terminado ya?

—Creo que es todo lo que tenía que deciros.

Brad alejóse en dirección del rancho. Los demás permanecieron algunos minutos aún reunidos y cada cual tomó después la dirección que más le convino.

Jesse Watt estaba seguro de que la guerra que iba a iniciar contra los Keane lo llevarían al éxito de su formidable empresa. Aquellas tierras salvajes, prósperas, le ofrecían el porvenir que siempre había anhelado. Pero era ambicioso. Necesitaba ganarse pronto la estimación de todos sus hombres al enriquecerse, hacerse poderoso, sin mirar cuáles eran los medios que habría de emplear para conseguirlo.

Verdaderamente, la vida no había sido muy placentera con él. Por donde fuera, había arrastrado siempre la mala suerte, la miseria. Y muchos habían, sido sus sufrimientos, sus privaciones, sus sacrificios, hasta el punto de convertirlo en un hombre duro y casi despiadado, para todo el que no fuera la muchacha.

Brad, Falconer, Monagan, todos, en una palabra, le conocían. Todos estaban convencidos de la férrea voluntad del hombre que los mandaba, de su rapidez en tirar, de su valor a la hora de derrochar hombría en una pelea. Quizá por eso Brad no se había rebelado contra él, aun cuando Brad Marlowe era ambicioso como su jefe, poseedor de una voluntad de hierro, ayudada por la dureza de su alma.

Cada uno de aquellos individuos constituía una pieza fundamental en los planes del falso ganadero; cada uno de los rufianes que obedecían sus órdenes eran capaces de matarse por un puñado de dólares, sujetos, como era debido, a su voluntad y a su recia manera de mandarlos. Mas a pesar de todo esto, Watt estaba seguro de que podía confiar a medias en algunos de sus pistoleros. Brad, por ejemplo, escasamente se sometía a la voluntad de cualquier otro hombre. Monagan, en especial, era terriblemente efectivo con las armas, feroz en sus actuaciones, rígido e imperturbable cuando tomaba una decisión. Y él los manejaba porque había nacido para ello, porque conocía a fondo la psicología de los bandidos. No obstante Watt tenía sus recelos. Había llegado a la conclusión de que para mantenerlos a su lado, para obligarlos a serle fieles, tenía necesidad de ser recto, inquebrantable en sus decisiones, sin otorgarles más concesiones que aquellas que fueran necesarias y estuvieran dentro de las posibilidades de su mando recto e indiscutible.

Aquella tarde les dió algunas órdenes, que los hombres cumplieron al pie de la letra. Y por espacio de algunas semanas comprendió que no sería posible moverse de aquel lugar hasta algún tiempo después del descalabro.

Por la noche, Watt reunióse con su hija en el edificio principal del rancho. Cenó en silencio, aun cuando mostróse en algunas ocasiones algo contento, quizá con el deseo de quitar a la muchacha pensamientos amargos y preocupaciones que no le convenían. Ana volvió a insistir sobre lo mismo. Y entonces Watt no tuvo inconveniente alguno en hablar de los Keane, en exponerle las viejas diferencias que había habido entre ellos, en el transcurso del tiempo. Aquellas manifestaciones despertaron en el corazón de la joven rencores contra los que no conocía. Para ella, Watt era su padre y, al mismo tiempo, un hombre justo y recto. Los Keane quedaban ante sus ojos como los peores cuatreros de la región, como los únicos capaces de derribar la seguridad y ese porvenir que Watt quería para ella.

—No debes pensar mucho en ellos — dijo el bandido—. Toda la tarde he estado pensando en aquella propuesta que me hiciste hace dos semanas, Ana. ¿La recuerdas?

—No sé a qué te refieres, padre.

—¿No me hablaste de hacer una visita a Independence?

—No había caído en ello.

—¿Te agradará que te lleve?

—Ya sabes que sí. Hace mucho tiempo que no vamos a la ciudad.

—Partiremos mañana. Tengo que hacer algunos negocios importantes en Independence y al mismo tiempo presentar una denuncia contra los Keane, cerca del delegado del Gobierno en California. He ahorrado algún dinero y quiero que te compres todo lo que necesites.

Los ojos de la muchacha brillaron de contento. Desaparecieron de su mente los negros nubarrones que había dejado el relato sobre los enemigos de la familia.

—Va a ser el día más feliz de mi vida. ¿Cuánto tiempo estaremos allí?

—Depende. Quizá un par de días o tres.

—¿Vamos solos?

—Nosotros dos. ¿Por qué lo preguntas?

—Creí que vendrían también Brad y algunos de tus vaqueros.

—Tienen trabajo aquí. No podemos dejar el rancho solo, porque pudiera ocurrir algo desagradable.