CAPITULO III
Muchas veces, durante aquella loca carrera, Tom Keane volvió la cabeza para cerciorarse de que no era perseguido. Continuaba encorvado sobre la silla, aferrada la mano izquierda a las bridas del caballo, y la derecha a la sedosa crin del animal.
Todo cuanto le rodeaba ahora parecía dar vueltas a su alrededor. Las heridas continuaban destilando sangre. Los dolores hacíanse cada vez más terribles, más insoportables. Y mientras, allá dentro, en lo más profundo de su corazón, un odio terrible le abrasaba.
Aquella mujer había sido un gancho. Le había llevado premeditadamente en busca de la emboscada, de la que por un milagro de Dios, había podido escapar con vida, aunque atravesadas sus carnes por las balas. Jamás pensó que pudieran sorprenderle de aquella manera; jamás creyó que aquella hermosa muchacha, la más bonita de cuantas había contemplado hasta entonces, pudiera estar confabulada con aquellos rufianes, con aquel trío de asesinos.
Dolíale la acusación que se le había hecho en presencia de ella. ¡Cuatrero! ¿Desde cuándo los Keane eran considerados ladrones de ganado? ¿Desde cuándo los hombres se atrevían a calumniar de aquella manera a los únicos seres de aquellas tierras que conocían sus derechos, que sabían cumplir con las estrictas demandas de la buena Ley?
Todo había sido un pretexto para matarlo. Al menos, en esta conclusión, Tom Keane estaba seguro. Y no lo habían logrado porque Dios estaba de su parte, porque en última instancia iluminó sus ideas e hizo todo lo contrario que otro hubiera hecho. De no haber huido y empuñado las armas, tan sólo con el deseo de lavar en sangre la ofensa, a aquellas horas era posible que aún permaneciera tendido en medio de la calzada de Independence con algunas heridas mortales en su cuerpo. Puede que aquel granuja a quien ella había denominado con el nombre de Falconer, hubiera caído a su lado también muerto por los disparos de sus armas. Pero, ¿de qué hubiera servido todo aquello? Los otros se habrían encargado de liquidarlo.
Gastón Keane lo necesitaba. Los tiempos cada vez se presentaban más difíciles en la comarca. Las bandas de cuatreros aumentaban considerablemente y había necesidad de luchar, de encerrarse en una defensa cerrada, para salvaguardar los intereses.
Infinidad de recuerdos y de ideas atropelladas dominaban la mente del caballista. Habíase detenido junto al remanso de un arroyuelo y, pesadamente dejóse caer hasta el suelo. Permaneció unos segundos inmóvil. Luego echó a andar hacia la orilla e inclinóse sobre el agua.
No se movió de su sitio el caballo.
Keane atendió primeramente a sus heridas. Cortó en dos trozos el pañuelo de hierbas, y con uno de ellos formó una especie de torniquete, que aplicó con fuerza a los labios de la herida del hombro, conteniendo en parte la hemorragia. Luego curó la pierna.
La segunda herida carecía totalmente de importancia, aun cuando el pantalón, por aquel lado, se hallaba empapado de sangre. La herida que le preocupaba de verdad era la otra. Comenzaba a sentir escalofríos a todo lo largo de la médula espinal y un gran desasosiego. Le dolía la cabeza y sentía mareos al mismo tiempo.
Rocióse la frente con el agua clara y fresca. Bebió algunos sorbos y, con paso cansino, regresó adonde había quedado su caballo.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para montarlo. Y una vez sobre la silla, Keane lo dirigió por el sendero hacia los espacios abiertos, apartándose de las quebradas, de los profundos “cañones”, como si temiera extraviarse entre ellos.
Todo parecía haberse puesto en contra suya aquel día. En muchas otras ocasiones le habían acompañado su hermano y algunos peones del equipo. Pero esta vez había tenido que soportar el ataque solo.
Dejó a su espalda los accidentados declives del terreno y buscó ansiosamente la herbosa pradera. Incluso allí los movimientos del caballo serían menos bruscos y no repercutirían tanto en las heridas como actualmente le estaba sucediendo.
Llegó al lugar indicado. Hubo de detenerse en algunas ocasiones para ocupar una mejor posición en la silla.
Pero dábase cuenta de que las fuerzas le iban faltando.
Dejó que el animal caminara libremente, aflojando las bridas, sujetando todo el peso de su cuerpo sobre el cuello del fogoso cuadrúpedo. Así cabalgó durante mucho tiempo, durante horas, hasta que llegó el anochecer.
Keane orientóse por un momento. Aquel animal seguía la línea recta hacia el rancho, atraído por la querencia de la cuadra. Y volvió a ocupar su posición anterior, confiado ahora en que lograría llegar a su destino.
La fiebre parecía hacer acto de presencia. Temblores profundos sacudían su cuerpo aletargado, adormecido por los dolores. Y todo cuanto le rodeaba daba vueltas a su alrededor, unas veces alejándose, otras agigantando la silueta de los objetos.
La llegada de la noche, y con ella la fresca brisa de las montañas pareció despejarle algo. Irguióse pesadamente sobre la silla y tomó las bridas. Una y otra vez sacudió la cabeza, cual si de ella pretendiera alejar las horribles pesadillas que le atormentaban.
Y en medio de ellas, Keane se figuraba ver el rostro sonriente ahora de la muchacha, aquellos hermosos ojos azules que le habían hecho concebir todo un poema amoroso. Pero ella no había sido otra cosa que su perdición, que la causante de una lenta agonía.
Allá a lo lejos descubrió la luz parpadeante de una candileja de petróleo, colocada, tal vez, sobre uno de los gruesos maderos del rancho. Hacía calor. Los hombres, tras la cena, estarían en las mismas condiciones que en noches anteriores. Jack sabía tocar la guitarra y su voz no era muy mala, cuando atacaba tonadillas del folklore californiano. También estaría presente María, su hermana, y John Hunter a su lado, como equivalía a dos personas que de verdad se amaban.
Keane impuso mayor rapidez al caballo y sintió que éste avanzaba más ligeramente. La luz que parpadeaba en sus ojos, que algunas veces se tornaba borrosa e imprecisa, cada vez estaba más cerca.
Al llegar a las alambradas de espinos, la voz de un vaquero gritó a los del porche algo que ni él mismo comprendió, pese a estar cerca del que había lanzado la alarma. Creyó ver a algunos hombres que salían a su encuentro. Y hasta sintió cerca de sí la voz de su padre, de aquel Gastón Keane duro e inflexible hombre del Oeste, que exclamaba con acento inconfundible:
—¡Por cien mil coyotes rabiosos, muchachos! ¡Pero si es Tom!
—Y viene herido, padre — repuso Jack, avanzando el primero—. ¡Vamos, muchachos: echadme una mano para apearlo de la silla!
Tom abandonóse en los brazos de su hermano y sus amigos. Lo llevaron entre ellos hasta el interior del edificio principal, mientras las más vagas palabras llegaban a sus oídos, casi sin comprenderlas. Vió ante sí una figura humana. Lloraba, mientras sus ojos le contemplaban con una fijeza extraña. Allí estaba María, su hermana, una de las personas de la familia que mayor afecto le había demostrado siempre.
—Hay que curarlo al instante — dijo Gastón Keane—. No te quedes ahí, muchacha. Trae todo lo necesario. Veamos qué podemos hacer por él.
Lo habían tendido en una cama y alrededor de ella, silenciosos y con evidentes muestras de desagrado, hallábanse algunos de los peones del equipo, entre ellos el novio de su hermana. Jack no hacía más que maldecir, al mismo tiempo que acariciaba las negras culatas de sus armas.
—Menos lamentaciones — gruñó Gastón, secamente—. No se ha perdido todo aún y hay que hacer lo imposible por salvarlo. Dame eso, Jack. Colócate a ese lado, María. Y dame lo que te vaya pidiendo.
Quitó la chaqueta al vaquero, dejando al descubierto la herida del hombro. Los demás observaban el rostro del dueño de la hacienda. Pero en él no pudieron leer la más mínima expresión de disgusto ante la lesión o de esperanza.
La cura duró algún tiempo. La bala había atravesado de parte a parte el hombro del vaquero y, teniendo en cuenta que no había ocasionado fractura, que no había interesado tejidos importantes, según las apreciaciones hechas por el ranchero, la esperanza pareció llegar a su corazón. La pérdida de sangre era cuantiosa. Quizá le hiciera falta una transfusión o dos. Pero se carecía de médico. Independence estaba lejos y era inútil correr en busca del galeno. Tom era fuerte y robusto. Quizá pudiera vencer aquel mal, sólo con el cuidado de su hermana, con la asistencia de su padre, experto en las lides de la cirugía casera.
Cuando terminó, Gastón ordenó a los restantes que se alejaran de allí, quedando solo con el herido y sus hijos. Jack miró ansiosamente a su padre y preguntó:
—¿Qué tienes que decimos, padre? Admito que la verdad puede ser mala, pero tanto María como yo la deseamos.
—Ha perdido mucha sangre, hijos. Ahí reside todo su mal.
—Puedo ir volando a Independence en busca del médico, si tú lo crees preciso.
—No. Ningún cirujano podría hacerle una cura mejor que la mía. Tan sólo la transfusión de sangre. Pero Tom es fuerte y tengo esperanza de que pueda sobrevivir. Dejémoslo solo.
—Yo me quedaré a su lado — dijo la joven.
—Como quieras, hija. Llámanos si adviertes algo anormal en él.
Gastón y Jack salieron. María sentóse en una de las banquetas y allí permaneció inmóvil contemplando al herido. Algunas veces brotaban de sus ojos las lágrimas y reprimía en lo posible los sollozos. Tom era para ella su hermano preferido. Y Tom, conociéndolo como lo conocía, era incapaz de hacer daño a nadie. ¿Quién podía haberle herido de aquella manera?
La primera semana fué para Tom espantosa. María no se apartaba de su lado y vigilaba durante la noche el sueño del herido. A partir de aquel momento, pasados los delirios y las pesadillas, Tom comenzó a mejorar notablemente. Le habían cuidado con todo esmero, sin dejarlo un instante al margen de esos cuidados que tanto necesitaba.
María pareció resucitar al verlo más animado, hasta más fuerte. Y mucho más cuando el vaquero pudo hablar, razonar, explicar a sus parientes lo acaecido.
Gastón Keane alcanzaba los cincuenta años de edad. Para cualquiera que no lo hubiera visto nunca, aquel hombre formaba parte del fiel prototipo de la salvaje frontera de la Unión. De anchas espaldas, musculoso y fuerte. Vestía a la usanza del país y llevaba un solo revólver junto a la cadera izquierda, con la culata hacia afuera, cinturón canana doble y botas adornadas con espuelas de plata. Tenía su rostro el sello indeleble de los hombres duros de voluntad, firmeza y tesonería. Pero en él brillaban dos ojos negros de mirada llana y noble.
Jack, el mayor de los tres hijos, tenía un gran parecido con su padre. De los dos Keane, quizá éste fuera el más entero en todos los avatares de aquella salvaje existencia. Pero tenía un corazón bondadoso, aunque fiero, cuando a la ferocidad se le incitaba. María, por su parte, tenía poco de la bravura y la sangre fría de los Keane. Había salido a su madre en muchos detalles como la belleza, el espíritu noble y generoso, la grandeza de alma.
Gastón Keane, cuando hablaba de ellos, dejaba entrever la alegría del padre que ha conseguido alcanzar los objetivos más preciados. Porque entre los hermanos existía una noble hermandad, una firme querencia que los unía estrechamente. Así desde que tuvo uso de razón y así continuarían hasta que la muerte los fuera separando.
Con aquel rancho maravilloso, enclavado en las mejores tierras de las vertientes de los Inyo Mountains, al lado de sus hijos, Gastón Keane había pensado alcanzar el objetivo primordial de su vida: la tranquilidad. Ahora eran hombres y mujer. Habían quedado sin madre desde muy pequeños y él los había sacado adelante con sus esfuerzos. Podía estar orgullosos de ellos, como orgullosos podían estar los hijos de su padre.
Jack tomó muy a pecho lo ocurrido a Tom. Incluso insistió en hacer una visita a las mesetas que se alzaban al otro lado del inmenso valle, y buscar en la pelea el desquite. Pero Gastón razonaba. Comprendía que la lucha contra los cuatreros era difícil, extremadamente peligrosa. Aquellos hombres no tenían que perder más que la vida. Y sabían jugársela a una sola carta, procurando sacar el mejor partido de cada baza.
La historia de su encuentro en Independence, de su lucha contra los tres cuatreros, levantó un eco de indignación entre todos los habitantes del rancho. Los que robaban y hacían gala del abigeato, habían tildado a los Keane de cuatreros. Y allí estaba la prueba de que en más de una ocasión debieron enfrentarse con las bandas de las mesetas. Porque… ¿cómo entonces pudieron reconocer a uno de los Keane, de no haberlo visto anteriormente?
Con los días y las semanas, la pesadumbre de Jack fué desapareciendo. Tom íbase recobrando poco a poco y ya el peligro total había pasado. Comenzaba a dar los primeros paseos, incluso a hacer ejercicios que estaban todavía lejanos para otro que no contara con su constitución física, que no tuviera la agilidad y la destreza del vaquero.
María estaba contenta. Jack y sus vaqueros, en dos ocasiones, habían estado en Independence. Pero de aquellos hombres, de los cuales su hermano Tom le había dado sus señas, no existía el menor rastro. Y comprendió que no era allí donde podían encontrar el desquite, sino en el corazón de los desfiladeros y de los “cañones”, en el centro mismo del sistema montañoso de los Inyo Mountains.
Las preocupaciones de los hombres del equipo fueron aumentando con el tiempo. Las bandas de cuatreros continuaban haciendo de las suyas. Y en más de una ocasión aquellos individuos a sueldo de Gastón Keane, habíanse visto obligados a repeler la agresión de una cuadrilla con las armas, defendiendo las puntas de ganado.
Un día alguien llevó a Gastón Keane la noticia de que un tal Jesse Watt operaba en la comarca. Gastón creyó que iba a morir de furor. Los hijos contemplaron la escena, oyeron al ranchero maldecir, jurar y desear las peores cosas a Jesse Watt, del que nadie más que él tenía suficientes referencias para juzgarlo.
Aquella noticia cambió muy pronto la vida en la hacienda. Ahora los vaqueros no salían fuera del límite de la cerca de madera sin un rifle en bandolera y una buena dotación de municiones. Acortáronse los envíos de ganado a los mercados del sur y todas las reses fueron debidamente marcadas.
Pero ni María, ni Jack ni Tom mismo, tenía la menor noción de quién era aquel sujeto y cuáles eran los misteriosos secretos de su padre. Un día Gastón habló a sus hijos. Los tres escucharon en silencio al padre y oyeron la historia fidedigna de la antagónica posición de Keane y Jesse Watt. Jack y Tom comprendieron que había motivos suficientes para que el sujeto indicado hubiera sido ahorcado por la Ley. Toda su vida, casi desde que apareció en las comarcas tejanas, estaba repleta de acciones denigrantes incluso de asesinatos.
—Jesse — había dicho Gastón Keane — conoce mi paradero. Ningún aliciente ha influido en su permanencia en esta región, más que mi propia presencia en ella. Hay muchas cosas entre nosotros y Jesse Watt ansia más que nada en el mundo mi ruina, mi exterminio. No se marchará por nada. Y si en otra ocasión huyó, no fué precisamente porque yo le inspirase miedo, sino porque la Ley imperaba y ésta parecía dispuesta a destruirlo. Ahora será diferente. Aquí no hay más Justicia ni más código que el que impone los “seis tiros”. Continúa viviendo aquel que sabe para qué sirven y dónde hay que apuntar. Watt lo sabe. Profesional del revólver y de las bajas pasiones, habrá reunido a su alrededor a gente que saben lo que es la lucha en la frontera. Creí que Watt estaba muerto, que los rurales habían acabado con él aquel día en que lo sorprendieron conduciendo una manada de reses robadas. Pero se aferra a la existencia como un náufrago a la tabla salvadora y no ha habido aún quien lo derribe. Lo siento de verdad, hijo. Y me parece que ese trabajo, que esa dura prueba, Dios la ha destinado para nosotros. Hay un sheriff en Independence y cuatro ayudantes, según mis noticias. Pero no sirven para nada. La vida de un hombre de Ley, justo y consciente de su deber, no duraría mucho en estas tierras. Por ello quien ostenta ese cargo tiene mano blanda y sabe cuándo y cómo debe intervenir. Por ese lado no espero ayuda.
Al hablar en estos términos, Gastón Keane lo hacía con sentimiento. Allí podía prosperar y enriquecerse quien amara el trabajo, quien tuviera nobles ideas con sus vecinos. Una hermandad que dijera a los cuatro puntos cardinales que Dios había hecho a los hombres para que se respetaran y quisieran.
—La suerte o la desgracia—terminó diciendo el ranchero— ha puesto enfrente a las facciones de Keane y de Watt. Watt jamás abandonará la lucha mientras tenga un cartucho en la recámara de su rifle. Vosotros me conocéis a mí, sabéis cómo pienso y cómo resuelvo mis asuntos, porque también sois unos Keane. Lo siento, hijos. Pero en nombre de la verdad y la Justicia, acepto lo que venga, acepto la pelea. Lucharemos por una comarca libre de enemigos, exenta de pasiones bajas, de odios y de venganzas. Jesse Watt así lo quiere. Y si Dios, dentro de la razón que nos asiste, nos ayuda, vencerán quienes defienden al bien contra el mal.
La sentencia estaba firmada. De ahora en adelante los vaqueros de Gastón Keane se convertirían en cazadores de abigeos y los abigeos en cazadores de los hombres que componían la facción de los Keane.
Tom y Jack comprendieron la dureza de la lucha. No podían echar mano a nadie, ni siquiera admitir en su equipo a nuevos elementos, por temor a que alguno de ellos estuvieran vendidos al adversario. Había que conformarse con los que tenían y seguir adelante, hasta que una de las dos partes izara su bandera de victoria.
Tom comenzó a cabalgar. Al mes y medio de su encuentro en Independence, el muchacho hallábase en condiciones de volver al duro trabajo de los vaqueros. Gastón estaba contento. Y cuando veía a su hijo galopar como el viento, inclinado sobre el cuello del pura sangre, decía:
—Los Keane son duros como las rocas. Ahí tenéis una prueba, muchachos. No podrán Watt y sus cuatreros acabar con nosotros.
María experimentaba un escalofrío al escuchar a su padre. Bajaba la cabeza, mientras su rostro empalidecía y una sombra lo cruzaba. La guerra no era buena para ellos ni para nadie. Y hubiera deseado de todo corazón que aquel Watt, al que su padre calificaba de bandido y asesino, hubiera levantado el campo y emprendido el camino hacia otro lejano territorio. Mas aunque lo pensaba, jamás creyó que esto fuera posible.
Continuaron pasando los días. Una noche, después de la cena, Gastón Keane recibió a los vaqueros. Por la parte de fuera de la cerca de madera, armados de rifle, algunos centinelas deambulaban, ojo avizor, oído alerta, cual si no tuvieran deseos de dar facilidades al adversario.
Junto a Gastón estaban sus hijos. Dentro, María terminaba de quitar los utensilios que habían servido para la cena.
* * *
—Ya sé — comenzó diciendo Gastón — que hoy habéis trabajado mucho y que os convendría más iros a dormir que escuchar mis palabras. Y no hubiera hecho esto, de no tener alguna cosa importante que indicaros. Frank me ha contado algo que no quiso deciros a vosotros. Y Frank está ahí y va a repetirlo ahora.
Levantóse un hombre de mediana edad. Frank Gruber era capataz del equipo desde hacía mucho tiempo, distinguiéndose constantemente por la fidelidad hacia Gastón Keane y por el cariño y aprecio hacia los muchachos. Tratábase de un hombre que había peleado contra los indios en las llanuras de Kansas, que había guiado diligencias, caravanas, incluso experimentado en los oficios propios de las haciendas ganaderas. Para Gastón, Gruber era un elemento insubstituible, un hombre a quien con dinero no era posible pagarle sus servicios.
—Diles lo que sabes, Frank — ordenó Keane—. Así tendrán conocimiento de causa y no creerán que hago la guerra por mi cuenta y beneficio.
—Poco tiene que contar el asunto, patrón.
Volvióse hacia los vaqueros, y agregó:
—Llegué esta mañana de Independence, adonde tuve que ir para asuntos personales del jefe, algunos de ellos relacionados con su cuenta corriente, y la compra de ganado añojo recién marcado. Ya sabéis lo que ocurre cuando un hombre va a un pueblo, máxime si ese hombre ha pasado algunos meses perdido entre estas montañas. Visité las tabernas y algunas casas de juego. Y, como es natural, hice algunas amistades, aunque por nada del mundo dije a estos buenos amigos a qué rancho pertenecía y cómo se llamaba su dueño. Creí conveniente no hacerlo, después de lo ocurrido a Tom hace más de mes y medio.
Detúvose un instante, arrojó al suelo la colilla del cigarro, y continuó:
—Cuando se bebe “whisky” en demasía, la lengua se suelta peligrosamente. Uno de aquellos hombres me habló de un tal Brad Marlowe, a quien habíase referido otro no menos interesante que el primero: Mike Monagan. Para todos vosotros estos nombres no tienen ninguna importancia, puesto que no conocéis a quien los lleva. Brad y Mike habían unido sus fuerzas a Jesse Watt, ganadero, al parecer, establecido en la parte alta de las mesetas, junto a la vertiente de los Inyo Mountains, a unas doce o quince millas al Norte de nuestro emplazamiento. Incluso me aseguró este individuo que Mike Monagan había pretendido alistarlo como vaquero a las órdenes de Jesse. Y a lo que voy. Mike, por lo visto, logró llevarse con él a varios individuos a quienes conocía de antiguo. Todos ellos hombres de malvivir, gente indeseable, hábiles en el manejo de las armas y poco escrupulosos. Tendré que deciros quién es Brad, quién es ese tipo llamado Monagan. A ambos los conocí en Laramie hace algún tiempo. Brad comenzaba entonces sus hazañas como un pistolero profesional, y a fe mía que sabía hacerlo con soltura. No he visto hombre más duro, más perverso que ése, ni más dañino, Mike es su vivo retrato en cuanto a manera de pensar y de accionar. Pues bien, muchachos: Jesse Watt cuenta con ellos para todo. También tiene en sus filas elementos que, si no me equivoco, tuvieron que ver algo con la guerrilla de Quantreel. Y estos responden a este nombre: Terry Colter, Guy Dumont, Dusty Green, Basil Jackson y Bill Falconer. Tom puede que recuerde a alguno de ellos, puesto que, según mi comunicante, estos fueron los que atacaron a un Keane en Independence, por la fecha aproximada a la suya. La lucha para nosotros es difícil. Y Gastón Keane me pide que os hable claro, como capataz que soy de su equipo.
Volvió a guardar una pequeña pausa, mirando al ganadero, quien asintió con un movimiento de cabeza.
—Gastón eleva a cincuenta dólares más el sueldo de aquellos que quieran permanecer a su lado. Y yo, por mi parte, juro que me quedaría sin cobrar un solo centavo de más. Pero es mi deber, el deber de todos los interesados, haceros saber que no es fácil sobrevivir a esta batalla que se avecina. Tenéis el camino libre si os queréis marchar de aquí. Contáis con nuestros brazos y nuestro agradecimiento, sí os quedáis. Mañana necesito saber la resolución de cada uno. Doy, pues, toda una noche entera para pensarlo. Pero, amigos míos, queda bien entendida una cosa. Aquel que acepte quedarse, debe mirar dos puntos esenciales, sin los cuales sería arrojado de aquí poco menos que a patadas: valor y fidelidad. Queremos hombres con los que se pueda contar para todo, no con hombres que a la hora de la verdad piensen si hicieron bien en quedarse o mucho mejor si se hubieran largado. Mañana mismo pagaré al que se vaya. No habrá nadie que le reproche su actitud, puesto que no podemos obligar a morir a quien nada tiene que ver con todo esto y estima su vida más que cualquier recompensa. La elección es voluntaria. Mas si se acepta, será con todas sus consecuencias.
No hubo respuesta alguna. Los vaqueros permanecieron silenciosos, como si fueran indiferentes a todo lo que acababan de hablarse unos segundos antes.
Tom abandonó su asiento y dijo:
—Ya que ha llegado la ocasión, quiero hacer una propuesta.
—Puedes exponerla — exclamó su padre.
—No sería difícil enviar a un hombre hacia las mesetas y los grandes bosques, con la misión de espiar el movimiento del enemigo. No sirve de mucho mantener a nuestros centinelas a todo lo largo del terreno que nos pertenece, por cuanto desde aquí se ignora cuándo nos atacarán y cuáles son sus intenciones. Conozco esta región como mi propio hermano, padre. Y solicito para mí ese trabajo.
—¿Tú sólo?
—Ir acompañado de alguien sería temerario. Un hombre solo puede conseguir mucho más que dos juntos, cuando la labor a desarrollar ha de realizarse con la astucia. Buscaré el rancho o el campamento de Watt. Y tengo la impresión de que sacaré de él grandes enseñanzas que pueden beneficiamos.
—Por mí no hay inconveniente, Tom.
—Iré contigo — indicó Jack.
—No — respondió el padre—. A ti te necesito a mi lado, hijo. Hay mucho que hacer por aquí también. Tom conoce el terreno. Y si supo librarse, de tres cuatreros cuando le encañonaban con sus revólveres, sabrá burlar cualquier vigilancia de la cuadrilla entera. Hay algo que me interesa ventilar rápidamente: los añojos.
—¿Qué quieres que hagamos con ellos? — fué la pregunta del capataz.
—Me dijiste que era fácil llevarlos ahora al mercado. La mitad de los muchachos podían encargarse de esa labor, al mando de Jack. Necesitamos traer víveres en abundancia, armas y municiones. ¿Cuándo crees que el ganado estaría listo, Frank?
—Dentro de un par de días.
—Comenzaremos el trabajo en el momento en que Tom regrese de su excursión a las mesetas. Y según sean sus informes, así procederemos.
—No olvides que hay que reforzar las alambradas.
—Tú te encargarás de ello, Frank. Muchachos: podéis iros a dormir. Y no olvidéis una sola palabra de lo que Frank acaba de deciros. Vamos a enfrentarnos con verdaderos profesionales del revólver, con tipos que no se arrugan ante la muerte.
Gastón abandonó el porche y penetró en el interior del edificio. María desde la puerta, había escuchado parte de la conversación. Tenía miedo.
Había estado a punto de intervenir cuando Tom dijo que iría al campamento de los bandidos para espiar todos sus movimientos. Pero se abstuvo de hacerlo.
Los vaqueros se alejaron hacia el edificio dormitorio. Jack acompañó a Frank Gruber hasta la cuadra, donde se seleccionaron algunos caballos para el trabajo de rodeo que había de iniciarse con parte de los muchachos. Tom, por su parte, permaneció sentado en la escalera, entregado a sus pensamientos.
Volvió la cabeza cuando en su hombro se posó la diestra de su hermana. La miró fijamente. María estaba emocionada y Tom comprendió que lo había escuchado todo, o al menos su proposición peligrosa. Y, en verdad, aquella idea que había tenido era temeraria.
—¿Por qué quieres ir, Tom? — preguntó ella.
—¿Tienes miedo de que pueda ocurrirme algo?
—Tengo miedo de que esta vez te maten.
—No, no podrán hacerlo. Conozco esos caminos como nuestro propio rancho y nadie podrá sorprenderme. Lo hago porque es necesario. No sabemos lo que Watt y los otros maquinan, lo que intentan llevar a cabo. Y es necesario estar alerta, no dejar que nos cojan desprevenidos.
—¿Tan sólo por eso?
—¿Qué otra cosa podía guiarme allí?
—Una mujer.
Tom volvióse más hacia su hermana y la miró a los ojos. No sonreía. La afirmación de María le había sorprendido mucho.
—¿Una mujer? — repitió—. ¿Qué sabes tú de eso?
—Lo has ocultado a todos, Tom. Comprendo que no quisieras decir a nuestro padre que te hirieron por ella, que ella te llevó hacia la muerte. Ana es su nombre. La nombraste muchas veces durante el delirio. ¿Responde a la verdad lo que decías?
—Ciertamente. La conocí en Independence antes de que aquellos hombres me atacaran. Pero estoy seguro de que ella no quiso llevarme ante ellos. Aun casi estoy por jurar que no sabía que estaban en la ciudad.
—¿Quieres defenderla ahora?
—No, no trato de defenderla. Lo he pensado mucho. La vi horrorizarse cuando aquel sujeto Falconer me llamaba por mi nombre y agregaba el calificativo de cuatrero. Y esto me demuestra que Ana no sabía quién era.
María permaneció silenciosa unos segundos. Cogióse al brazo de su hermano, y preguntó, con voz suave;
—¿Bella, Tom?
—¡Mucho!
—Te ha llamado la atención, ¿verdad?
—Resulta muy difícil no sentirse atraído por una belleza semejante, hermana. ¿Crees que me he enamorado de ella?
—Todo es posible, Tom. Yo diría que durante tu delirio pronunciabas mucho su nombre. Y esto me demostraba que te había impresionado bastante. ¿Qué sabes de ella?
—No mucho más que tú. Te contaré lo que ocurrió. Y cuando lo sepas, necesito que me digas si ella era culpable o no de lo ocurrido. Yo pienso que nada tuvo que ver en el ataque de que fui objeto.
Keane contó en breves palabras todo lo concerniente al encuentro fortuito con la hija de Watt, a la disputa que sostuvieron, a la aridez de la muchacha, rechazando sus deseos de servirla. Luego puso la mayor atención en narrar con todo lujo de detalles la llegada de los tres hombres. Y cuando terminó, esperó impaciente la respuesta de María.
—Creo que, si es así, como tú lo acabas de contar, ella no sabía nada. Por lo tanto, está exenta de delito. No obstante, Tom, por lo que he podido apreciar, Ana pertenece a la facción de Watt y sus bandidos. ¿No crees tú lo mismo?
—Lo aseguro. Mas creo que ella está al margen de todo cuanto sucede a su alrededor. Incluso la creo incapaz de cometer delito alguno, de consentir que vivan a su lado los hombres que los llevan a la práctica. Tengo necesidad de verla. Tengo que decirle que Falconer mintió, que Falconer es el verdadero cuatrero.
—¿Lo intentarás ahora?
—Lo ignoro. Mi viaje corresponde a una misión delicada, al servicio de nuestros propios intereses. Pero algún día podré encontrármela y entonces quedar zanjado todo esto. Yo estimo que Ana es buena, María. Y hasta podría asegurar que todo lo que sabe de nosotros es malo, que se han interesado en hacerla considerar a los Keane como los peores elementos de todo California. Pero si ese ha sido el ardid, los desenmascararé.
—Ten cuidado, Tom. No debes extremar tu audacia.
—No, no lo haré. Mi misión es distinta ahora. Papá necesita llevar las puntas de añojos al mercado, porque perderían carnes cuando llegue la época de la sequía en que la mayor parte de los pastos se secan y pudren. Únicamente trato de cerciorarme de que esa cuadrilla está tranquila, de que puede intentarse lo que perseguimos. Tardaré un par de días o tres en hacer el trabajo. Y espero que mis informes nos sean favorables.
Tom levantóse y ayudó a hacer lo mismo a su hermana.
Charlaron durante largo rato de otras cosas, paseando por la explanada, bajo la luz de la luna. Frank y Jack habían seleccionado los corceles y regresaban al rancho. No dijeron nada. Los dos tenían bastantes cosas en qué pensar, para apartar de su mente las ideas.
Aquella noche a Tom le fué casi imposible conciliar el sueño. Meditaba sobre lo que su hermana le había respondido, sobre las ideas que se había trazado, acerca de la investigación por los dominios de Watt y sus cuatreros.
Antes de la salida del sol abandonó su lecho. Desayunó en la cocina y revistó sus armas, engrasándolas. Luego hizo provisión de comida, de municiones, que ató en unas alforjas del pomo de la silla.
Frank había ensillado su corcel y lo tenía dispuesto cerca de la empalizada, a la salida del porche. Tom le agradeció la gentileza y, acompañado del capataz y todos los suyos, llegó hasta el punto de la despedida.
Gastón miró fijamente a su hijo. También Jack y su hermana parecían querer leer sus pensamientos.
—Ten mucho cuidado, hijo — exclamó el ranchero—. A veces un rifle bien situado es más peligroso que una legión de pistoleros bien armada y a galope tendido. Ya sabes lo que te corresponde, muchacho: vista, oído y mucha cautela en todo.
—No olvidaré tus consejos. ¡Adiós, María, Jack, adiós a todos!
Montó. Frank apretó el brazo del vaquero antes de que espoleara al corcel, y dijo:
—No olvides lo que te dije, Tom. Dispara primero, ¿sabes? Brad y Mike lo harían en tu lugar, sin preguntarte antes quién eres.
—Gracias, Gruber: descuida que lo haré.
Picó espuelas y se lanzó al galope, siguiendo el amplio camino ganadero que llegaba a las proximidades del borde del río y la alameda. Apartóse de él al alcanzar la orilla, saludó de nuevo volviendo el cuerpo en la montura, y luego hizo que el animal vadeara por el lugar más fácil, hacia la margen izquierda.