CAPITULO IV

Tom, una vez cruzado el río, siguió al trote del caballo por el estrecho sendero que iba bordeando el bosque de pinos y abetos. Aquel camino serpenteaba por terrenos quebrados, para abrirse paso hacia las laderas de las colinas verdes, sembradas de maleza en su vertiente. Lo había recorrido en infinidad de ocasiones, aun cuando sólo un par de veces había pasado del límite del valle, para hundirse en el dédalo de desfiladeros y “cañones” salvajes que iban a morir en la misma línea limítrofe de las grandes montañas,

Caminaba obsesionado con sus pensamientos. Iba en dirección a un punto donde había algo que le atraía, donde estaba una mujer que había logrado despertar en su alma unos sentimientos nuevos. Y aquella mujer, según todas sus deducciones, pertenecía a la facción adversaria, a la cuadrilla de verdaderos cuatreros, en la que militaban hombres de la bravura y la salvaje dureza de Brad Marlowe y Mike Monagan, a quienes ya parecía conocer, a través de las manifestaciones del capataz de su rancho.

Tom no se olvidaba por un momento de la difícil misión que había asumido. Pero tenía la certeza de que sólo él o su hermano, entre todos los hombres que rodeaban a Gastón Keane, eran capaces de llevar a cabo el trabajo con algunas probabilidades de éxito. Igual que ellos se preparaban para dominar cualquier intento enemigo de ataque, Watt y sus hombres también estarían alerta. Lo más fácil era que, allí, en los puntos más sobresalientes de las sendas y las empinadas quebradas del borde de las mesetas, algunos bandidos estuvieran montando una estrecha vigilancia, con órdenes terminantes de abrir fuego contra el osado intruso que llegara a sus dominios.

Watt, teniendo en cuenta las manifestaciones de su padre, era peligroso en extremo. Muchas veces había huido delante del revólver de su padre o de los rifles de los rurales de Texas. Y cuando ahora se disponía a mantenerse allí, a declarar la guerra a su enemigo, era porque contaba con elementos, lo suficientemente valerosos y atrevidos, como para considerar que también a-él podía sonreírle la victoria.

Continuó la marcha sin interrupción durante algunas horas, a veces sumido profundamente en sus pensamientos. Varias ocasiones hubo de modificar la ruta hacia las quebradas que se alzaban frente a él, siguiendo un sendero de cabras, pero consideró que por aquel otro punto conseguía dosificar la resistencia del caballo.

Hubo algunos momentos en que, volviéndose sobre la silla, examinaba el valle a su espalda. Había trepado mucho, siempre en cuesta, hacia la salida de aquella especie de embudo en que el valle de Keane estaba encerrado. Le parecía maravilloso. Al fin, después de mucho deambular, Gastón Keane había conseguido hallar en su camino un lugar excelente para establecerse. La paz más absoluta reinaba en todo él. A veces algunos ciervos salían de la espesura, caminaban con la cabeza erguida, con aquel paso majestuoso que los caracterizaba, para abrevar más tarde en las tranquilas y limpias aguas del rio. Y cuando los cascos del caballo llamaban su atención y veían al hombre y al solípedo, huían, saltando de costado al iniciar la carrera, para desaparecer como una flecha en la espesura.

Hacia el mediodía Tom hizo alto. Colocó la cebadera al caballo y tendió la manta tejana en el suelo, tomando un refrigerio. Habían recorrido más de la mitad del camino y ante él las mesetas se presentaban a corta distancia, limitadas por las altas rocas de granito, por los inmensos bosques de coníferas que arrancaban desde la falda de los Inyo Mountains.

Durante todo aquel camino, aparte de los animales salvajes de las selvas, ningún ser humano tropezóse ante sus ojos. Había tenido buen cuidado de ir examinando las huellas de caballos, todos los detalles que pudieran indicarle la proximidad de un congénere. Pero aquellas huellas, impresas en la tierra arcillosa, databan de algún tiempo, prueba de que el camino que había tomado no era frecuentado por los vaqueros de la comarca, ni siquiera por los bandidos que anidaban al pie de las montañas.

Terminó la colación y todavía permaneció en aquel lugar algún tiempo, calculando que hacia el anochecer alcanzaría su punto de destino. Ninguna hora mejor que aquella para introducirse en los dominios de los cuatreros y vigilarlos.

Al pensar en su trabajo, en las dificultades que habría de encontrar en él, el vaquero experimentaba cierto recelo y una gran emoción. Tenía el conocimiento exacto de que los bandidos no habrían de darle tregua un solo momento, si era descubierto. Mas confiaba en su destreza, en su astucia, en el conocimiento perfecto del terreno que pisaba.

Nuevamente a su memoria acudió el recuerdo vago de la muchacha. Le hubiera gustado tropezarse con ella, terminar aquella conversación cortada en Independence por la presencia de sus enemigos. Y hacerle comprender que los Keane no eran cuatreros, sino los hombres que la rodeaban a ella.

Llevó al caballo hasta el cercano arroyuelo y lo abrevó. Luego, llevándolo de la brida, volvió al sendero abandonado, montó de un salto en la silla, examinó el rifle, convenciéndose de que podía utilizarlo en el momento oportuno, y caminó con paso decidido.

Infinidad de veces, en aquel largo trecho que le restaba hacia las tierras áridas de las mesetas, hacia los bosques umbríos de las montañas, el vaquero vióse precisado a rodear mucho terreno. Las quebradas y los profundos barrancos abríanse a cada momento, obligándole a caminar despacio, a sortear, siempre por los estrechos caminos salvajes de la parte norte del valle, aquellos obstáculos que, quizá para otros menos expertos, hubieran resultado infranqueables.

Hacia la caída de la tarde, Tom llegó al lugar que deseaba. Desde aquel momento todas sus precauciones fueron constantes, acentuadas. Avanzó en algunos momentos llevando el corcel de la brida, procurando que sus huellas quedaran borradas con las agujas de los pinos que alfombraban el suelo de los bosques. Nuevamente halló huellas de caballos. Aquellas le parecían muy recientes y esto acrecentó su interés. Iban hacia el norte, siguiendo ahora una amplia senda, muy cerca del curso del Owens River.

Comprendió que estaba sobre la pista. Y era notable que aquellas huellas fueran numerosas y todas ellas siguieran siempre la misma dirección.

Descubrió un grupo de rocas entre los álamos del río y allí ocultó convenientemente al animal. Buscó más tarde la mejor manera de orientarse, y avanzó cautelosamente como milla y media por el curso del río, para hacer alto en algunas ocasiones, continuar el examen de aquellas huellas y hacer las conjeturas que le parecían más adecuadas.

Un rumor lejano despertó pronto en él la curiosidad. Para un profano, aquel ruido casi borroso e impreciso, hubiera pasado desapercibido. Pero Tom sabía de qué se trataba, quiénes eran los seres que lo producían. Aguzó más aún el oído. Y continuó avanzando, guiado por él, para detenerse en el mismo borde del bosque.

A la luz imprecisa del crepúsculo, el vaquero descubrió en el amplio valle, cercano a la vertiente de las montañas, un rebaño de ganado vacuno. Buscó con todo cuidado la presencia de los hombres que lo guardaban. Y, cosa extraña, no había nadie con las res es.

Bien cierto era que la abundancia de agua y de pastos hacía casi imposible el movimiento emigratorio del ganado. Pero quienes fueran sus dueños, no tenían temor alguno de que las bandas de cuatreros pudieran usurpárselo. Todo esto le pareció a Tom demasiado significativo. Volvió sobre sus pasos y media hora más tarde volvía a recorrer el mismo camino, llevando con él al caballo. Quería tenerlo cerca, para el caso de que se viera obligado a emprender la retirada súbitamente. Y. un buen caballo, si el peligro era grave, podía representar la salvación de un hombre, como ocurriera unos meses antes en Independence.

Llevando al animal de la brida avanzó por el estrecho sendero del río, con paso mucho más lento que anteriormente. Las puntas de ganado se hallaban un poco más hacia el Oeste de la nueva ruta que quería iniciar ahora, consciente de que el campamento o rancho de los cuatreros debía encontrarse en aquella otra dirección. Al menos así lo atestiguaban las huellas de los caballos.

Tom avanzó todo cuanto le fué posible, utilizando el lindero del bosque de coníferas. De repente, en la revuelta del camino, entre dos colinas verdes, descubrió las instalaciones de una especie de hacienda construida quizá hacía algún tiempo, pero en la cual sus constructores no habían derrochado la buena estética de los ganaderos de profesión. Detrás del que parecía el edificio principal se encontraban los heniles o almacenes de grano y de heno. Un poco a la derecha, junto a los grandes corrales para el ganado, una especie de pabellón de troncos de árboles, que debía servir, con toda seguridad, para el dormitorio de los falsos vaqueros.

Los corrales estaban hechos con ramas más finas o troncos menos gruesos que los empleados en la construcción de los edificios, bastante tupidos entre sí. Y, al parecer, tenían capacidad, cada uno, para unas cincuenta reses, holgadamente.

Todas estas apreciaciones las hizo el vaquero en un instante.

Lo último que descubrió fué el cobertizo de los caballos. Las sillas de montar se hallaban apiladas junto a la pared frontal del edificio mayor, y de una estaca empotrada en esta pared, los lazos de cuerdas embreadas.

Tom dejó al caballo entre los árboles, sujeto por las bridas a unos arbustos, y avanzó cautelosamente, siguiendo de nuevo el cauce del río, en contra de la corriente. Llegó a una distancia de menos de cincuenta pasos de los dos corrales, avanzó aún más en dirección a los heniles, y allí halló la posición esencial para espiar.

Las sombras de la noche le impedían ver con la facilidad que hubiera deseado. Sin embargo, podía apreciar la silueta de algunos hombres junto al porche del rancho. Hallábanse sentados en el suelo o en la escalera de cuatro peldaños y debían estar entregados a sus conversaciones. Todo parecía tranquilo, pacífico, demasiado tranquilo y pacífico para constituir el nido de una cuadrilla de abigeos. Y, a pesar de estos detalles, Keane estaba seguro de que no eran más que ladrones de ganado.

Permaneció en aquel sitio durante algunos minutos. Luego retrocedió hasta el lugar en que había quedado el solípedo y alejóse con él hacia el repecho de la montaña. Buscó un punto a propósito para pasar la noche, a cubierto de las miradas ajenas. Y cuando lo halló, Tom entregóse al descanso, tras haber repuesto las debilidades de su estómago.

Durmió bien, tranquilo y sosegado.

Tenía la seguridad de que el día siguiente iba a ser de gran trabajo para él. Aquel ganado que había descubierto solitario en la falda de la sierra, ocupando la extensión de un pequeño y frondoso valle, que llegaba hasta la orilla del Owens River, era ganado robado. Quería ver sus marcas y cerciorarse de qué rancho eran.

Cuando el alba comenzaba a clarear, el vaquero abandonó su escondrijo. Había permanecido el caballo a corta distancia de aquel lugar, maneado, sin descender de la pendiente en dirección a la alameda del río. Y no existían por los alrededores peligros de ninguna clase.

Lo ensilló y condújolo hasta el cercano abrevadero. Allí lavóse él un poco, tomó asiento entre los árboles, y meditó. No tenía concertado ningún plan de acción por el momento, aun cuando comprendía que las horas pasaban y que su regreso al rancho debía hacerlo en el término de cuarenta y ocho horas a contar desde su salida.

Cuando abandonó aquel lugar, Keane llevaba una idea fija. Fué bordeando la cadena peñascosa que iba a perderse en la tupida maleza de la sierra, procurando que su avance no fuera descubierto por persona ajena a sus trabajos y preocupaciones. Detúvose muchas veces para espiar. Pero en ninguna ocasión hubo de rectificar su proceder.

Las reses continuaban casi en el mismo sitio en que las había descubierto el día anterior. Casi todo el ganado estaba constituido por añojos, el mejor para la venta en los mercados, y algunas hembras jóvenes y rollizas. La observación hecha vino a testificarle sus creencias.

Ningún rebaño perteneciente a ganaderos profesionales, a criadores de reses, carecían de becerros de pocos días. Todos aquellos eran adultos o casi adultos. Animales en condiciones de ser llevados a la venta.

Dejó el caballo entre los árboles y arrastróse durante algunos metros hasta un lugar donde le fuera posible llegar a un punto de observación situado a escasa distancia del ganado. Luego, al amparo de éste, consiguió colocarse cerca de algunas de las reses. Más tarde estaba al lado de éstas y examinaba minuciosamente los hierros.

Una sonrisa burlona apareció en el rostro tostado del vaquero. Algunos de los animales coincidían en las marcas, aun cuando entre ellas las había de diferentes ranchos, todos ellos pertenecientes a la comarca de Independence. Unos más inclinados hacia el gran valle que ocupaban los Keane; los más distanciados de él por muchas millas de distancia.

Fué observando, durante media hora, las reses que iba encontrando al paso. De repente observó dos de ellas que estaban cerca de un abeto. Ambas llevaban en la grupa una G y una K entrelazadas. Ganado de su padre.

Tom no necesitaba más pruebas que aquellas. Aquellas reses debían permanecer allí durante el tiempo reglamentario para que los hombres de la cuadrilla realizaran el re-marcaje. Y puesto que las que presentaban ahora hacía tiempo que se habían colocado, no era difícil que la nueva marca borrara la anterior, sin dejar la más pequeña huella de las anteriores.

Regresó sobre sus pasos. Ahora estaba seguro de hallarse en el lugar desde donde partían todos los ataques contra las puntas de ganado de los rebaños de su padre, dispersos a todo lo largo y ancho de sus posesiones. Aquellos individuos pertenecerían, sin duda alguna, a la banda que ellos habían combatido tiempo atrás, y que hicieron huir a campo traviesa hasta los límites de los Inyo Mountains.

Puede que otro en su lugar hubiera retrocedido con aquellas muestras de culpabilidad que había encontrado. Pero Tom no había ido, precisamente a conocer el lugar donde se hallaban los cuatreros ni a qué ranchos pertenecía el ganado robado. Hallábase allí para espiar los movimientos de los hombres, para conocer, de alguna manera, los proyectos de éstos y los planes que pudieran forjarse.

Tuvo que esperar hasta bien entrada la mañana. Hacia las diez, aproximadamente, algunos individuos aparecieron por la parte del río. Caminaban con paso tranquilo y llevaban con ellos, sobre el lomo de una mula, algunos utensilios que al vaquero llamaron poderosamente la atención. Al principio no supo de qué se trataba. Más tarde, tras reflexionar detenidamente, lo comprendió.

Watt y sus hombres, si de la banda de Watt se trataba, iban proceder al remarcaje, de aquel ganado, lo más fácil era que casi todos los hombres del equipo se encargaran de la misión y que sólo dos o tres de ellos permanecieran de guardia junto a los edificios del rancho.

Keane buscó una posición adecuada, desde la cual poder espiar los movimientos del enemigo. Para ello alejó de allí al cuadrúpedo, temeroso de que un relincho pudiera delatarlo, y volvió al mismo lugar, para dejarse caer en el suelo y permanecer a la expectativa.

Allí continuó durante más de una hora. Aprecio que todos ellos eran individuos especializados en aquella dase de trabajo y que todos, asimismo; iban armados convenientemente. Creyó reconocer a dos de ellos. Pero la distancia a que se encontraban ahora, le impedía descubrir con facilidad sus rasgos fisonómicos. No obstante dedujo que entre éstos debían encontrarse aquellos que estuvieron a punto de matarlo en Independence.

Había cumplido fielmente, y, como esperaba, su misión.

Unos minutos más tarde se alejaba en dirección al estrecho sendero que había seguido hasta allí, procurando no ser visto en la retirada. Llevaba con él la prueba de que aquellos hombres constituían la banda de Jesse Watt, y de que por el momento, nada había que temer de ellos. Habíanse entregado a un trabajo penoso que debía durar, por lo menos, tres o cuatro días.

Alegróse vivamente de estas conjeturas. Gastón Keane podía enviar a sus vaqueros con los añojos al mercado, seguro de que durante el tiempo que estuvieran fuera, nada desagradable podía ocurrir en el valle.

Anduvo durante algún tiempo, entregado a estos pensamientos. Vadeó el río y montó a caballo en la revuelta del camino, con ánimo de recorrer la distancia que lo separaba de la entrada del valle antes de que llegara la noche.

Mas de repente tiró con fuerza de las bridas del animal. Hacia la derecha, viniendo del camino que conducía, probablemente, a la hacienda de los bandidos, percibió el ruido del galopar de un caballo. Rápidamente Tom empuñó el rifle y lo amartilló, obligando al animal a ocultarse entre el tupido follaje.

Los ojos de aquel hombre espiaron detenidamente a través del claro de las tupidas ramas. Vió a un jinete inclinado sobre la silla del animal, el cual parecía correr en línea recta hacia los cercanos oteros pedregosos. Pasaron algunos minutos antes de que pudiera precisar su indumentaria, antes de que le fuera fácil descubrir quién era, poco más o menos. Y en el lapso de tiempo que hemos empleado en los movimientos del vaquero, aquel mantuvo el rifle apuntando al jinete, dispuesto a contrarrestar cualquier situación comprometida para su seguridad.

Tom estuvo a punto de lanzar una exclamación de asombro. Aquel jinete era una mujer. No podía ver sus facciones, pero la delataban el atuendo de amazona, el cabello rubio flameando al viento, su forma de ir sobre la silla.

Creyó sentir una emoción profunda. Y el recuerdo de aquella bella muchacha que conociera en Independence, dominó enteramente su ánimo.

Había deseado encontrarla de nuevo, hablar con ella, hacerle patente cuál era la equivocación de aquellos rufianes que se atrevieron a insultarlo como cuatrero, que tuvieron la mejor oportunidad de su vida de matarlo. Pero, por otro lado, ahora que estaba cerca de ella, si efectivamente era Ana, sentía deseos de emprender el camino opuesto al que seguía, para evitar un encuentro que se le antojaba sumamente embarazoso.

Buscó los espacios abiertos y avanzó detrás de la joven, pero a una distancia desde la cual ella no podía descubrirlo. Tom pensó en un principio que quizá llevara algún encargo especial en aquel viaje a caballo. Pero acabó por comprender que este viaje formaba parte de sus atracciones campesinas. Montaba bien. Dominaba perfectamente a aquel magnífico ejemplar, que obedecía automáticamente a sus movimientos.

La vió subir un repecho y hacer alto un momento en él. La vio quedarse mirándole, aún sin reconocerlo por la distancia. Y luego hizo dar al caballo media vuelta rápida, para lanzarse por la pendiente, camino del declive de las montañas, hacia la entrada del valle de los Keane.

Una emoción profunda dominaba el vaquero. Parecía sentir una fuerza misteriosa que lo empujaba hacia ella, que le obligaba a cambiar el rumbo que su voluntad hubiera deseado. Y continuó adelante, rígido sobre la silla del pura sangre.

Tardó cerca de quince minutos en rodear los oteros y adentrarse por los terrenos cubiertos de hierbas, siguiendo siempre la orilla del río. Pasó entre los árboles de un pequeño bosque de coníferas, para avanzar al paso por una senda de cabras. Miró atentamente. No podía verla por parte alguna, aun cuando las huellas del animal que montaba veíanse grabadas en la tierra húmeda. Adelantóse a las rocas que tenía delante. Desde allí, el camino que seguía se bifurcaba en dos brazos; uno, el de la derecha, iba en línea recta a la bajada hacia el valle, mientras el otro debía continuar por la amplia y árida meseta de la parte oriental de la comarca, de cara a los desiertos del sur del Yosemite Valley y el Valle de la Muerte.

Tom detuvo al animal un instante. Conocía al dedillo todo lo concerniente al país salvaje en que vivía y tenía una experta disposición para seguir el rastro, tanto de un animal como de una persona. Las huellas del caballo apreciabanse allí mismo, cerca de los matorrales por entre los cuales el camino continuaba deslizándose en serpenteantes recovecos.

Avanzó más aprisa. Prestó atención y no oyó ningún ruido que le indicara la presencia de ella. Y comprendió que Ana, si ella era la que montaba el solípedo, debía haberse detenido en algún lugar oculto. Hasta era posible que estuviera espiando ahora sus movimientos.

Volvió la cabeza al sentir a su espalda el movimiento de los matorrales que bordeaban el lindero del bosque. Los ojos del vaquero contemplaron a la mujer que esperaba. Pero ella estaba de pie, junto al tronco de un pino, y le apuntaba ahora con su rifle. Unos pasos más allá hallábase el corcel, triscando la hierba fresca.

—¡No se mueva o disparo! — oyó gritar a la joven. Tom no respondió a la amenaza. Mirábala con fijeza, cual quisiera grabar en su mente aquella aparición gloriosa—. ¡Baje del caballo con los brazos en alto!

Obedeció. Y mientras descendía de la silla, ella aproximábase a él cautelosamente, sin perderlo un instante de vista, dispuesta a hacer fuego en el momento en que llevara a cabo una maniobra de defensa.

Tom quedó inmóvil, manos en alto, sobre el estrecho sendero. Ana había ido a colocarse a unos cuarenta pasos de él, con el arma en ristre, con una frialdad terrible en la mirada. No había en su rostro bello ni la más ligera muestra de emoción. Y esto le hizo comprender que aquella mujer estaba curtida en la salvaje tierra que pisaba y que había sido adiestrada por su padre o por sus amigos, para hacer frente a cualquier situación difícil por la que pudiera atravesar en el futuro.

—Aparte de cuatrero, acaba de demostrarme que es experto en el espionaje. ¿Qué ha venido a hacer aquí?

Tom no respondió al momento. Continuaba mirándola, manteniendo la terrible expresión de sus ojos, de aquellos ojos que él no había podido olvidar desde el día que la viera en Independence.

—Tenía deseos de estirar las piernas y he creído conveniente hacer una visita a la meseta. ¿Infrinjo la Ley de la frontera con ello? — exclamó.

—Infringe los derechos de nuestras posesiones, incluso la seguridad de los que habitamos estas tierras. La primera vez que nos vimos, señor Keane, pensé que usted sería de una madera distinta.

—Celebro que se acuerde de mi nombre. ¿Ha pensado mucho en mí, Ana?

—He pensado y he sentido que una de aquellas balas que le hirieron no acabara con usted. Le estoy preguntando yo, Keane. ¿Cuáles son los propósitos que abrigaba al venir aquí?

—¿Quiere usted saberlo, de verdad?

—Quiero que responda y no haga preguntas.

—Lo haré. Usted manda ahora, señorita. Vine, aparte de que quería dar un largo paseo, a echa, un vistazo para conocer el número de reses marcadas que sus amigos nos habían robado. Nuestras marcas son la G y la K. ¿Ha visto algunas reses con ese distintivo?

—¡Miente! ¡Cree el cuatrero que todos son de su misma calaña!

—Lo creo y lo aseguro. Anoche espié los movimientos de los hombres de la banda de Watt desde el otro lado de los corrales. Lamento mucho tener que hablar de esta manera, pero sigo ejecutando lo que me ha ordenado. Dormí en el bosque, al otro lado del punto en que se halla ese rebaño de reses de los hombres que componen el equipo de ese rancho. Me extrañó mucho no ver entre el ganado becerros jóvenes, es decir, menores de un año de edad. Y cuando amaneció y hubo luz suficiente para realizar mi investigación a fondo, penetré en el pequeño valle y examiné algunas de las reses. Muchas de ellas llevaban la marca J-P y M-V. Quizá esta última marca pudiera interpretarse como una composición de las letras de Watt, aunque bien pensado, su apellido no es con uve.

—¿Halló algunas de las suyas? — interrumpió la muchacha, de mal talante.

—Algunas, sí, señorita. Y tenían las letras G y K: Gastón Keane, mi padre. Muchas de ellas han sido vendidas en los mercados del sur por gente de esa banda. Un día los descubrimos y luchamos con ellos. Matamos a un hombre llamado Thomas Duff. Un tiro en la frente de uno de nuestros rifles. Pedimos informes de él a Independence y el sheriff los facilitó a mi padre, tras recabarlo de otros puntos más lejanos, asegurándonos que había sido procesado algunas veces por ladrón de ganado. Pero todo esto huelga ahora. Usted lo que desea, como es natural, son pruebas. Vaya al lugar donde están las reses ahora y los hombres de Watt. ¿Quiere saber cuál es el trabajo que hacen? Remarcar el ganado, borrar las huellas antiguas, para poder ser vendido en cualquier parte. ¡Y todavía me cree usted un cuatrero!

Ana permaneció silenciosa unos segundos. Le sorprendía aquella franqueza, aquella enorme seguridad que parecía desprenderse de las manifestaciones del que creía el peor enemigo de su padre. Recordaba haber oído decir a Brad aquella mañana, que el trabajo que tenían que realizar estaba vedado para las señoras. Y cuando ella quiso insistir para presenciar el rodeo, Brad agregó que no era apto para ser presenciado por quien, en el transcurso de los siglos, había dado peores pruebas de mantener un secreto. Luego entonces, ellos no deseaban que ella se enterara de sus manejos. Y su padre estaba metido en todo aquello.

Sin embargo, no podía creerlo. Watt jamás había tenido secretos para ella. Al menos así lo había creído siempre, puesto que en los momentos difíciles, en los instantes de peligro, su padre se le había confiado.

—Jesse Watt es mi padre — dijo, de repente—, y no admito que se le llame cuatrero. Jamás robó nada a nadie.

Keane bajó la cabeza. Luego, mirando a la muchacha de nuevo, repuso:

—Pensé que seríamos buenos amigos cuando la vi en Independence, Ana. He estado mal. Las balas que me hirieron estuvieron a punto de matarme, cosa de la cual usted y los suyos se hubieran alegrado. Pero aquel sujeto llamado Falconer no tiró bien. No quiero ser enemigo suyo. No podría luchar contra usted, por mucho que me lo propusiera.

—Trata de sorprenderme, ¿verdad? Ignoraba que los cuatreros fueran tan astutos.

—Por una sola vez le pido que guarde para otros ese calificativo. Le he dicho la verdad. Y siento que haya hombres sin conciencia capaces de mezclarla a usted en un asunto de esta envergadura. Lamento también que sea usted hija de ese Jesse Watt.

—¿Qué tiene contra mi padre?

—Yo, nada. Pero podría contarle a usted una historia que no iba a agradarle gran cosa. Comprendo lo que un padre es capaz de hacer por tener a la hija a su lado, por no perder nunca su estimación. Y Watt debe quererla a usted mucho, por un lado, aunque por otro…

Detúvose un momento. Ana parecía haber cambiado de color de repente.

Había bajado el cañón del arma y ahora se apoyaba en él, como si estuviera a punto de desplomarse en el suelo.

Tom guardó silencio.

Ana reaccionaba en aquel instante. Mirábale coa ojos encendidos, con ojos que despedían llamas de furor. Y su voz fué distinta, dura y fiera, cuando dijo:

—Quiero saber esa historia, Keane. Y si miente, juro que le pesará.

—Me dolerá mucho decírselo. Pero si ello puede influir para que las cosas vengan a su cauce, lo haré. ¿Dónde quiere que…?

—Tome asiento ahí mismo, sobre ese peñasco, y empiece. No le perderé de vista.