CAPITULO II

Tan sólo una vez había estado Ana en Independence, cuando fueron a tomar posesión de aquellas tierras donde el rancho de los Watt estaba enclavado. Aquel día que la cruzó, la ciudad le pareció enteramente un villorrio salvaje, donde los hombres deambulaban, donde los toldos blancos de las galeras, correspondientes a las caravanas de emigrantes que se dirigían al Norte, agrupábanse en las afueras, esperando el momento de reanudar la interrumpida marcha.

Gente de todas las calañas se agrupaban en aquel pueblo importante. Indios de las reservas visitaban Independence y hacían buenos negocios con pieles de animales. Rancheros curtidos en cien batallas contra indios y blancos, de gesto duro, de rostro quemado por el clima. Vaqueros que llevaban los revólveres bajos, casi a la mitad del muslo, y que adornaban sus botas con espuelas de grandes rodajas, brillantes, de fuertes dientes de acero.

Todo esto volvía a la imaginación de Ana cuando ante ella quedó recortada la masa amplia de las casas que constituían la ciudad. Hasta aquel momento no había hecho ningún comentario. Tampoco su padre distrajo su atención con palabras encaminadas a hacerle alguna advertencia, a darle cualquier consejo.

Los dos caballos, penetraron por la amplia calzada, polvorienta, sembrada de pequeños guijarros.

La primera impresión de la joven fué la de que Independence cambiaba de día en día. Habían abierto sus puertas nuevos establecimientos de bebidas. Las tiendas de artículos diversos mostraban escaparates llamativos, ante los cuales los transeúntes se detenían o entraban para hacer algunas compras. También habían edificado un Banco. La plaza, donde se hallaba el ayuntamiento y la casa del sheriff, la habían pavimentado y daba a la ciudad un nuevo realce.

Todo, en una palabra, parecía haber experimentado una metamorfosis que hasta al mismo Watt le admiraba.

Jesse no pronunció una sola palabra. Tampoco Ana parecía con ánimos de decir algo. Hallábase embebida en la contemplación de cuanto le rodeaba.

Llegaron al centro de la calle. Jesse tiró suavemente de las bridas de su cabalgadura y dijo:

—La cuadra de alquiler está aquí cerca, Ana. Vamos a dejar ahí los caballos.

—¿No vamos al hotel?

—No querrás que el hotelero albergue en sus habitaciones a nuestros caballos, ¿verdad? — repuso el pistolero, con una sonrisa—. Allí reservaremos dos habitaciones para nosotros. Anda, vamos. Tiempo tienes de recrear la vista en todo eso.

Ana obedeció la indicación de su padre, aunque con evidente desgana. Jesse habló con el dueño de la cuadra y le entregó los caballos. Después, con paso tranquilo, avanzaron por una de las aceras hacia el lado opuesto de la ciudad, en busca del hotel. Allí se hicieron reservar dos habitaciones. Y nuevamente padre e hija salieron a la calle.

Watt parecía haberse vuelto más taciturno. Miró con ansias de descubrir la silueta de los tres vaqueros de su equipo, pero no halló ni rastro de Falconer y sus amigos. Pensó en qué lugar podrían esperarlo. Y dedujo de todo ello que, tanto Falconer, como Green y Jackson, estarían quitándose la sequedad y el polvo de la garganta, con el whisky adulterado de cualquier cafetín o tabernucho cantantes.

—Ahora empieza lo bueno, hija — dijo el ranchero, haciendo que la muchacha se volviera hacia él—. Toma estos cien dólares, Ana, y compra todo lo que te guste. Ahora son las once de la mañana. Con toda seguridad que hasta la una o las dos no comeremos. Quedas en libertad de ir adonde te plazca, aun cuando debes tener mucho cuidado con los lugares que frecuentas. Yo estaré por aquí, a lo largo de la calzada. Y si algo necesitas, ven a buscarme.

La joven asintió con un movimiento de cabeza y echó los brazos al cuello de Watt, besándolo. Luego, tras mirarle fijamente a los ojos, dijo:

—Me siento muy contenta, padre, ¡mucho!

—¿Por haberte traído?

—Porque eres el mejor padre del mundo. Y para demostrártelo, quiero hacerte un regalo. Pero no te diré lo que es, hasta que lo tengas en tus manos.

—Como quieras, hija. ¡Que te diviertas mucho!

Watt permaneció inmóvil junto a la acera, viendo cómo Ana se alejaba calle abajo. La vio detenerse junto a uno de los escaparates y embelesarse con la contemplación de todo cuanto en él había expuesto. Movió el cuatrero la cabeza indolentemente, y dijo:

—¡Dios me la conserve siempre!

Volvió la espalda y avanzó con paso decidido. No se preocupaba de nada de cuanto le rodeaba. Tenía una idea fija, y esta idea le obsesionaba por momentos. Falconer, Green y Jackson habían cumplido fielmente su mandato, no dejándose ver por Ana. Tenía que buscarlos, ponerse de acuerdo con ellos en muchas cosas importantes, con el fin de que su plan diera el resultado apetecido.

No vio cómo su hija penetraba en la tienda. Ana avanzó con paso seguro hasta el mostrador de la abacería y el dueño, un hombre de unos cincuenta años, de rostro afable, acudió solícito a su encuentro. Pidió que le sacara algunos artículos, que fué examinando minuciosamente…

Pagó su compra y salió a la calle. Todas las tiendas de aquella acera quedaron revistadas. Y a medida que el tiempo iba transcurriendo, Ana acumulaba a los paquetes ya en su poder otros más o menos voluminosos. Pero siempre había algo que no había visto y algo que deseaba poseer, mientras los cien dólares de su padre dieran de sí.

Pasó el tiempo casi sin darse cuenta. Ana comprendió que había llegado el instante de retirarse y cargó como pudo con todos aquellos envoltorios, saliendo casi precipitadamente de la última de las tiendas recorridas. Al desembocar en la acera, algo mucho más poderoso que la muchacha, chocó con ella, casi derribándola contra el quicio de la puerta. Los paquetes rodaron a sus pies estrepitosamente.

Ana enrojeció de ira. Irguióse como un basilisco y miró al hombre imprudente que tenía a pocos pasos de distancia y que la miraba con ojos sorprendidos, casi sin atreverse a inclinarse sobre los paquetes que estaban a pocos pasos de él. La voz del hombre fué un poco quebrada por la sorpresa.

—¡Perdóneme, señorita, se lo ruego!

—¿Perdonarle? ¿Dónde tiene usted los ojos?

—Ha sido sin pensar, sin darme cuenta — dijo él, más abochornado aún—. Lamento de verdad lo que ha pasado. Tenía prisa y usted…, al parecer…, también tenía deseos de llegar a alguna parte corriendo. No ha pasado nada. Y si algo se rompió, yo se lo abonaré con creces.

—No necesito que usted me pague nada — respondió Ana, irritada. Había mirado de nuevo el rostro ruborizado del hombre, un muchacho que no debía pasar de los veintidós años, aproximadamente, con el cabello rojizo y el rostro moteado de pecas tan grandes como lentejas—. Lo único que quiero es que se pierda de mi vista.

Algunas personas que circulaban por la calle se detuvieron a contemplar la escena. Reían a placer. Aquella cómica situación les alegraba.

—Voy a ayudarla a recogerlo todo. Al menos…, creo que éste es mi deber y…

Agachóse, comenzando a amontonar en el suelo los paquetes. Ana continuó insistiendo para que la dejara sola, para que se fuera de su lado. Pero el pelirrojo no cedía. Había cometido una falta y quería hacer cuanto estuviera de su parte por corregir el error de alguna manera.

—No volverá a ocurrir más: ¡lo juro! — dijo—; pero ya que ha pasado, al menos déjeme que haga algo bueno con usted. No le sienta bien ponerse enfurecida. Usted es una muchacha muy bonita y es lástima que su belleza la mezcle con la furia y el despecho. Vea con qué facilidad se arreglan las cosas, cuando hay buena voluntad. Al fin y al cabo, los dos hemos tenido la culpa.

Levantóse y alargó a la joven algunos de los paquetes que había amontonado en el suelo. Ana pareció tranquilizarse algo. Los tomó y fué tomando además todos aquellos que él le iba cediendo. Cuando vió que casi no tenía manos para sujetar los restantes, él dijo:

—Quiero acompañarla. Yo le ayudaré a llevar esta carga.

—Lo agradezco. No creo que sea necesario su ayuda, señor…

—Llámeme torpe. Lo he sido. He venido a molestar a la mujer más bonita que he visto en mi vida. Pero es natural. Constantemente me he dicho que no sirvo más que para guiar ganado y cazar cuatreros. ¡Por favor, amiga mía! ¿Quiere concederme este placer?

Dibujó en sus labios una sonrisa, que tuvo la virtud de aplacar por completo a la hija de Watt. Los que miraban a pocos metros de distancia se alejaron, seguros de que todo había terminado allí, y que ello era motivo para que los dos jóvenes hicieran amistad.

Ana no replicó. Colocóse delante, junto a la parte central de la acera, y comenzó a andar silenciosamente, sin atreverse a mirar cara a cara al vaquero. Lo hizo por fin. Fué una mirada en la cual estaba concentrada la atención curiosa de una mujer, el examen completo hacia una persona que no parecía desairarla. Aquel muchacho tenía un buen aspecto. La estatura, sin ser muy alta, encajaba perfectamente con la contextura de su cuerpo. Vestía un pantalón vaquero ceñido y altas botas de montar. La camisa de dril a cuadros, el pañuelo blanco y rojo del cuello, así como el sombrero de ala ancha, completaban su indumento. Una indumentaria correcta de vaquero, amén de un grueso revólver del calibre 45, embutido en una funda de cuero, un poco baja, sujeta al cinturón cartuchera.

Los modales que había tenido con ella significaban que su educación era muy distinta .a aquella que habían recibido los vaqueros del equipo de su padre. Lo encontraba refinado, agradable. Y sus palabras parecían sinceras.

—Quiero que me perdone usted — dijo, con voz firme—. No podría vivir tranquilo, sabiendo que usted me guarda rencor por lo que acaba de ocurrir. Pero usted no es rencorosa, ¿verdad que no?

—No lo soy, cuando debiera serlo.

—¿Por ese motivo?

—Me ha dejado en ridículo. ¿Vio cómo se reían los transeúntes?

—¡Bah! No debe usted tener eso en consideración. La gente se ríe cuando le viene en gana, aun cuando no sepa a ciencia cierta por qué lo hace. No creo que sea motivo de hilaridad un tropiezo como el nuestro. Pero olvidemos. ¿Quiere decirme de qué parte del cielo ha caído usted?

—De ninguna.

—Vamos: ¿querrá decirme ahora que es usted una mujer como otra cualquiera? Conozco a las californianas. Y no es que ellas no sean mujeres guapas y agradables. Pero usted no es de aquí. ¿De Texas tal vez?

—Mi acento me denuncia. ¿No es eso lo que iba a decir?

—Desde luego. Un acento dulce y lento, un arrastrar de sílabas que sólo allí pueden interpretarlo. Yo soy hijo de téjanos, pero casi puedo decir que me he criado al otro lado de las montañas nevadas que contemplamos. Y no me arrepiento de haber tomado como patria a California. ¿No le gustan nuestros paisajes? ¿Verdad que parecen rincones arrancados del paraíso? ¿Visitó alguna vez el Yosemite Valley?

Ana no respondió a ninguna de las tres preguntas. Aquel desconocido comenzaba a agradarle. Quizá ello fuera debido al contacto constante con hombres rudos, con gente de la ralea y de la dureza de Brad y de todos aquellos otros personajes que su padre alineaba a su alrededor, para el trabajo áspero del ganado. Nunca tuvo oportunidad de que un joven apuesto y decente como aquel, le dirigiera la palabra, le halagara con cosas que los otros, o no conocían, o les estaban vedadas.

—¿Continúa enfadada conmigo, señorita?

—No, no estoy enfadada con usted.

—Me quita un gran peso de encima. ¿A dónde vamos ahora? ¿Tiene familia por aquí? ¿Va de paso? ¿Piensa quedarse mucho tiempo en estas tierras de Independence?

—Pienso dejarle a usted plantado muy pronto, señor.

—¡Cuánto lo siento! Y yo que me había hecho la ilusión de…

—Ilusiones vanas. No estoy enfadada con usted ni le guardo rencor por lo que ha pasado. Por el contrario, agradezco sinceramente su ayuda. Y sólo deseo ahora que se vaya.

—¿Irme cuando la he encontrado? Pero… ¿no comprende usted que…?

—¡Muchas gracias por todo! — cortó Ana.

—Como quiera. Pero, al menos, ¿dónde podré verla de nuevo?

—¿Dónde? Ni siquiera yo misma lo sé. Hacía mucho tiempo que no venía a Independence. Y es posible que pasen años antes de que volvamos a vernos. De todas maneras, señor, no olvidaré este encuentro que hemos tenido. Al menos por la irritación que me ha hecho tomar.

Le dijo que colocara los paquetes encima de los que ya llevaba. Habían llegado cerca de la puerta del hotel y su padre quizá estuviera observándolos.

De repente, algo extraño modificó el rostro de la muchacha. Aquellos grandes ojos azules quedáronse clavados en tres figuras que cruzaban la calle en aquel momento y que avanzaban hacia ellos con paso medido, cadenciosamente, con los brazos colgantes y las manos cerca de las pistoleras. Creyó que estaba viendo visiones. Le parecía imposible que los tres vaqueros que se acercaban fueran Falconer, Green y Jackson. ¿Qué hacían allí en Independence?

Recordó haberlos visto salir del rancho una hora antes que ella y su padre. Pero no preguntó adonde iban y ni siquiera pasó por su mente que pudieran encaminarse al mismo punto que ellos.

Miró a su alrededor como si quisiera descubrir el punto donde estaba su padre, pero no lo vió por los alrededores. Debió darse cuenta de su extrañeza el pelirrojo, puesto que, girando sobre los talones, volvióse hacia los tres hombres. Observó la fría mirada del trío. Y sin apartar de ellos los ojos, dijo:

—¿Conocidos suyos?

—Vaqueros… de mi padre.

—No los había visto nunca por aquí, y acostumbro a venir con alguna frecuencia a la ciudad. Pero, ¿es que teme a los vaqueros de su padre?

—No temo a nadie, señor — repuso Ana con entereza—. Me sorprende verlos aquí. ¿Qué habrán venido a hacer a este pueblo? Mi padre no me dijo nada de ello.

—Quizá los negocios le aconsejaran no decir nada. Y ahora que caigo: a uno de ellos lo he visto en alguna parte. Me refiero a ese más alto, al que camina a la derecha de los otros.

—Falconer.

—No he oído su nombre hasta este momento. Y parece como si vinieran a comernos crudos. Bien: tendré que largarme. Y lamento que no me diga dónde puedo visitarla. Para mí será un gran placer continuar nuestra amena conversación.

Los tres vaqueros acababan de detenerse a pocos metros de ellos. Falconer examinó de arriba abajo al hombre que tenían delante y, luego, observando a Ana, preguntó:

—¿Ha tenido la osadía de molestarte, Ana?

—No, de ninguna manera. Ha sido amable al ayudarme a traer hasta aquí parte de mis paquetes. Pero… ¿por qué estáis en la ciudad? Papá no me dijo nada de ello.

—No lo sabía. Vinimos por nuestra cuenta y riesgo, con la intención de dar caza a dos coyotes.

La joven se les quedó mirando fijamente, con la seguridad de que no comprendía ni una palabra de lo que querían decir. Los coyotes estaban en las llanuras y los desiertos. Allí todos eran seres humanos, a menos que ellos calificaran a alguien de coyote.

Miraba a Falconer y luego al pelirrojo. Y de éste pasaba de nuevo al vaquero de su padre.

Oyó la voz del desconocido, que decía:

—Ha dicho la verdad. La he acompañado y no puede quejarse de mi manera de conducirme con ella. ¿Hay algo de malo en ello?

—Lo hay — respondió Falconer, con voz dura.

—Les ruego que me perdonen. Y si es su novia, amigo, le felicito. No volveré a incurrir más en una equivocación.

—No es mi novia. Y también creo que no se equivocará en adelante, al menos en la clasificación de ganado.

Ana volvió la cabeza rápidamente hacia el pelirrojo. Lo vió cambiar de color, aun cuando era seguro que no había comprendido bien lo que quería Falconer decirle.

—Ignoro qué equivocaciones he cometido con las reses —repuso—. ¿Quiere explicarse mejor?

—¿Dijo usted a ella cuál es su nombre?

—No, no lo hice.

—Lo había adivinado.

—¿Cree que tengo algún interés en ocultarlo?

—Así lo parece, al menos. Dígaselo para que ella lo sepa. Vamos: ¡adelante!

Titubeó un momento. Ana habíase vuelto hacia él y le observaba, como si en todo aquello presagiara algo muy grave, que no acertaba a concebir. Lo vió sonreír maliciosamente después. Y, sin dignarse mirarlos, fijó en ella la vista, y dijo:

—¡Mi nombre es Keane, Tom Keane, para servirle!

—¡Tom Keane! — exclamó la hija de Watt, retrocediendo un paso.

—¡Un cuatrero! — rugió Falconer, retrocediendo también.

Keane quedó mudo por la sorpresa. Aquel era el peor insulto que podía dedicársele a un hombre desde el límite de la Continental Divide hasta las costas del Pacífico. Y la ley de la frontera decía bien claramente hasta dónde podía llegar también el límite de un insulto, para que un hombre, que se preciara de serlo, empuñara las armas sin titubear.

Keane vióse acorralado. Tenía la conciencia tranquila y estaba seguro de que jamás había tomado una res que no llevara la marca del rancho de su padre. Aquello significaba, claramente, una emboscada. Y de repente recordó en qué lugar había visto a aquel hombre. Y hasta maldijo el fallo de su rifle, aquel tiro que se perdió en el aire cuando, apuntándole con el 44, hizo fuego en su retirada.

Veíase delante de tres matones, de tres profesionales del revólver que iban a liquidarlo allí mismo, que habían buscado aquella oportunidad para deshacerse de él.

Ana había retrocedido hacia la puerta del hotel que ahora quedaba completamente a espaldas del muchacho. Keane hizo todas estas conjeturas en unos segundos tan sólo. Y de repente, sin detenerse más, saltó de costado y avanzó hacia la puerta del edificio, con toda la rapidez de que era capaz.

Algunas detonaciones sonaron. Ana no vió el movimiento rápido del revólver de Falconer al salir de la funda y hacer fuego. La bala hundióse en el quicio de la puerta, cuando el cuerpo de Keane desaparecía por ella hacia el interior, Dos detonaciones más sonaron. Y ahora pudo ver cómo Keane se tambaleaba alcanzado por el plomo.

Un grito de angustia brotó de su garganta. Y, sin embargo, cuando esperaba ver rodar por el suelo al pelirrojo, observó cómo enderezaba el cuerpo y corría hacia la primera escalera del piso inmediato, sin volver una sola vez la cabeza. Falconer pasó junto a la hija de Watt. Y, aún desde la puerta, comenzó a quemar el contenido del tambor de su revólver.

Luego penetraron los tres en el hotel, sin preocuparse de Ana y de sus paquetes. Tan sólo tenían la obsesión de que delante de ellos estaba un Keane, uno de aquellos famosos vaqueros que habían destrozado sus planes de conducción de ganado hacia los mercados del sur del territorio.

Y las órdenes de Watt eran las de liquidarlo a él y a su hermano.

Por dos veces estuvo a punto Tom de rodar escaleras abajo. La primera bala que le había alcanzado en el hombro debía haberle producido una herida, si no grave, a menos intensamente dolorosa, y hasta interesarle tejidos importantes. La otra se le había clavado en la pierna derecha, pasándole la carne, sin tocar el hueso, pero abriendo un orificio por el que la sangre se deslizaba constantemente.

Aquel rostro impasible, simpático y hasta alegre, que Ana había conocido unos minutos antes, acababa de trocarse en la ferocidad manifiesta.

Llegó al pasillo del hotel y, con un revólver en la diestra, Keane siguió adelante. Lo corrió en línea recta a la parte trasera del edificio. Allí asomóse a la ventana que encontró a mano. Un revólver tronó desde fuera. La bala, tras rozarle la sien derecha, dió de lleno contra el montante, arrancando algunas astillas de él, que cayeron al suelo.

Comprendió que estaba dominado, cercado por aquellos tres implacables enemigos. Por un momento Tom Keane tuvo la sensación de que iba a morir. Continuaba la sangre brotando de sus heridas. Y aunque éstas no eran graves llegaría un momento en que la pérdida de sangre le haría desfallecer por completo, dejándolo en manos de sus adversarios.

Probó a retroceder por el mismo camino. Repentinamente detúvose, pegando el cuerpo a una de las puertas cercanas. Green acababa de aparecer en el hueco Disparó dos veces su revólver y las balas silbaron junto a la cabeza de Keane.

—¡Vamos, Keane: tira ese revólver al suelo y entrégate! — rugió, desde la escalera, la voz ronca de Falconer.

Tom no respondió. Le parecía intensamente ridícula la orden de aquel granuja, puesto que nada conseguiría entregándose sin condiciones. Únicamente podría acelerar el último instante de su vida.

Pensó en Jack, en su hermano. Habíase quedado en el rancho al cuidado de los vaqueros, mezclado en faenas importantes, acerca de unas puntas de ganado que marcar. De haber estado él presente, la cosa hubiera sido muy distinta. Pero tenía que verse la cara con tres profesionales del revólver, con tres asesinos pagados por un enemigo extraño, que ansiaban liquidarlo a él, acabar con todos los Keane, para poder mantener el negocio ilícito del cuatrero en la comarca.

Green había vuelto a disparar, sin consecuencias. Keane aprovechó el momento en que el bandido pretendía afinar la puntería para acertarle, y apretó el gatillo de su “Colt” antes que el otro. Green lanzó una maldición sorda y retrocedió algunos pasos, para quedar oculto por completo con el hueco de la escalera. Puede que su disparo no hubiera tenido el feliz resultado que Keane deseaba. Pero al menos le permitía abandonar aquel pobre escondite, acercarse a la ventana de nuevo, y mirar la posición del segundo de los tiradores.

Jackson, desde abajo, volvió a hacer vomitar plomo a su 45. Tom disparó a su vez, sin tener noción de si su bala había dado en el blanco o no.

Pero saltó valientemente hacia abajo. Por un momento en sus oídos silbó el aire. Luego el choque terrible contra la tierra húmeda del estrecho callejón que daba a la parte trasera del hotel, y luego el silbido penetrante de otras dos balas, una de las cuales dejó en su mejilla izquierda una marca indeleble, sanguinolenta, que le hizo lanzar un grito de dolor.

Pletórico de furia alzóse de un salto. Ahora la cosa cambiaba bastante y ante sí sólo tenía a un enemigo, al que pensaba burlar a toda costa, al que trataría de cazar antes de ser cazado por él.

Volvió a disparar, esta vez las dos últimas balas que quedaban en el interior del tambor de su revólver. Jackson retrocedió a la esquina y quedó allí oculto, evitando los disparos de su enemigo.

Corriendo, pegado a la pared, que hacía un recodo en dirección a la calzada, Tom cargó parte del tambor con mano firme. Luego siguió corriendo con el revólver en ristre, dispuesto a derribar por tierra a cuantos trataran de cerrarle el paso.

Aquel dolor terrible de las heridas aumentaba. Y Keane comenzaba a comprender que sólo en la salida del pueblo, a lomos de un buen caballo, podía estar su salvación.

Cruzó la calzada a grandes zancadas, seguido de las detonaciones de los revólveres de Falconer y sus hombres. Ana ya no estaba en la puerta. Había penetrado rápidamente en el Hotel y a los pocos momentos en su habitación. No estaba su padre en ella y era extraño que no hubiera acudido a las detonaciones de las armas de fuego.

Asomóse a la ventana. Y vió en aquel momento al sujeto llamado Keane cruzar como una exhalación la calzada, para desaparecer en un recodo del callejón cercano. Falconer y Jackson corrían detrás de él. Un poco más rezagado, cual si quisiera guardar la espalda a sus camaradas, Green contemplaba la escena. Había envuelto su mano izquierda en el amplio pañuelo que antes llevara al cuello, procurando cortar la hemorragia producida por una bala adversaria.

La joven no sabía si sentir alegría o furor por la huida del que estaba convencida era un cuatrero, un enemigo de su padre y de los vaqueros del equipo. Aquel muchacho habíase mostrado con ella muy agradable y fino; al contrario que lo hubiese hecho un profesional del “Colt”, uno de aquellas asesinos de que estaban infestadas las montañas.

Alejó de su mente todo sentimentalismo. Y comprendió que quien era enemigo de su padre, lo era de ella misma.

Desde aquel momento Ana comenzaba a desear que Keane fuera alcanzado. Lo mismo que aquel hombre corría como una exhalación delante de sus perseguidores, buscando en la retirada la salvación y la vida, así su padre podía verse el día de mañana; perseguido y acorralado por los Keane, por ellos y por los pistoleros que servían a sus órdenes.

Volvió a oír nuevas detonaciones a lo lejos. Y luego todo quedó sumido en un silencio impresionante.

Ana volvióse hacia la puerta de salida, cuando los pasos de un hombre la obligaron a volver la cabeza. Allí estaba Watt, su padre, con una sonrisa alegre en el rostro.

Ana corrió hacia él y le echó los brazos al cuello. Parecía emocionada. Había llegado a temer que su padre entrara en aquella pelea, ayudando a sus vaqueros, y que una bala pudiera derribarle.

—Tarde he sabido lo que ocurría — dijo el ranchero, como para disculpar su ausencia—. Cuando me enteré de la escaramuza de los muchachos, he venido a saber por mí mismo cómo estabas.

—Nadie atentó contra mí, padre. Falconer, Green y Jackson llegaron cuando Tom Keane estaba conmigo. Me había ayudado a traer los paquetes hasta el hotel, sin sospechar que acompañaba a la hija de uno de sus enemigos. Falconer pudo matarlo. ¿Por qué no lo hizo? Me extraña mucho su actitud, aun cuando me alegro del resultado de esta pelea. Keane fué conmigo noble y bueno, papá. ¿Por qué esa guerra contra ellos?

—Falconer debió llamarle cuatrero. Los muchachos conocen a los que nos atacaron hace dos días en las montañas. Y los Keane son eso, ladrones de ganado. Amparan su verdadera personalidad con la posesión del mejor rancho de todos estos contornos. Un rancho que abarca una extensión prodigiosa de acres de terreno, situado en el mejor y más productivo punto de este territorio. Me alegraría mucho que lo hubieran matado.

—Yo no. No me gustan los Keane, es cierto, pero tampoco me agrada que tres de los nuestros luchen contra uno solo, por muchas razones que se tengan para ello. Y aun con eso, estimo que Keane se salvará. No he visto nunca a un hombre tan ágil y rápido como él. Varios pasos de distancia lo separaban de Falconer y de los otros dos. Pudieron cazarle antes de que pudiera moverse. Y, sin embargo, burló la vigilancia de que era objeto y huyó hacia la parte alta del hotel.

—Cualquiera diría que te ha impresionado su huida, que te alegras de que haya salvado el pellejo en esta ocasión.

—No me alegro de nada. Pero me hubiera impresionado mucho verlo morir acribillado a balazos. Las luchas de los hombres contra los hombres, son para ellos mismos. Las mujeres deben quedar al margen de todo. Y siento que Falconer, Green y Jackson estuvieran aquí hoy, cuando tan contenta y a gusto me estaba sintiendo en Independence, Ahora me gustaría regresar a nuestro rancho. Keane puede volver, puede traer refuerzos con él, y entonces acabar con vosotros.

Jesse Watt no respondió. Acercóse calmosamente a la ventana abierta y examinó una gran parte de la calzada. La gente continuaba moviéndose con tranquilidad. Y era una demostración de que estaban acostumbradas a todas aquellas peripecias, de que no les llamaba mucho la atención una riña de tal naturaleza, si no era para quitarse de en medio y evitar que otros pagaran las consecuencias de los demás.

Vió cerca de la puerta del hotel a uno de sus hombres. Luego observó cómo Falconer y Jackson regresaban con paso lento al edificio. Volvióse hacia su hija y dijo:

—Green y Jackson están heridos.

—¿Graves? — preguntó la muchacha.

—No, al parecer. Ambos heridos en el mismo sitio: en el antebrazo o la mano izquierda. Falconer parece ileso.

—¿Crees que han podido con él?

—Casi estoy por apostar que lo hirieron de gravedad o quizá lo mataran. Ahora lo veremos. De lo que haya ocurrido depende lo demás.

Watt abandonó la habitación y descendió a la parte baja del hotel. Allí debió enfrentarse con sus secuaces, puesto que Ana, ansiosamente, esperó durante algún tiempo el regreso de su padre. Cuando lo vió entrar por la puerta, avanzó presurosa hacia él, preguntando:

—¿Cómo ha quedado la cosa, papá?

—Falconer dice que huyó.

—Lo siento de verdad, padre. Keane es un enemigo tuyo y prefiero verlo a él muerto, antes que verte a ti. ¿Por qué se les escapó?

—Lo habían herido. Keane dejaba a su paso un rastro de sangre y, en última instancia, cuando tomó el caballo para huir se tambaleaba, como si estuviera a punto de desplomarse. Falconer le hizo algunos disparos más, pero las balas no debieron tocarle. Penetró en el bosque y desapareció.

Watt dejóse caer en una silla. Ana, de pie, permaneció cerca de su padre.

—Lamento de verdad — dijo el falso ganadero — lo que ha pasado. Falconer debió asegurarse antes. Por toda esta comarca cunde la fama de los hermanos Keane, de sus hombres, los mismos que forman el equipo de Gastón Keane. Y me temo que una lucha a muerte comience entre nosotros.

—¿Tienes miedo, padre?

—Lo tengo, ciertamente.

—Jamás te oí nunca decir una cosa semejante.

—Pero el miedo no es por mí, sino por ti, Ana. Comprendo lo qué es una guerra a muerte en estas tierras salvajes, donde la Ley imperante es la que imponen las armas de fuego. Y una mujer no está bien donde los hombres se hallan a punto de matarse. Me hubiera gustado disponer de algún pariente al que enviarte ahora, hasta que todo hubiera finalizado. Cuando la lucha empieza, hasta los hombres más pacíficos se vuelven fieras sedientas de sangre. Hasta yo mismo seré un instrumento de la destrucción contra mis enemigos.

—Todo esto lo sé o lo supongo — respondió ella, seriamente—. Pero no quiero alejarme de tu lado. Los dos somos los únicos que restamos de nuestra familia. Yo te necesito mucho y tú me necesitas a mí también. No tengo miedo y sé pelear, porque tú me enseñaste a hacerlo. Y si es necesario, hasta seré la primera en disparar mi rifle contra la facción de los Keane.

Los ojos del viejo cuatrero brillaron de alegría. Había deseado tener un hijo, un hombre que comprendiera las cosas como él, que fuera enérgico y valiente, como él lo era. Pero aquella muchacha no desmerecía en nada la herencia de la sangre.

—Puede que no pudiera vivir mucho tiempo con tu ausencia, Ana. Me alegro que hables así. Mas tengo la esperanza de que todo se arregle entre los hombres y las mujeres no se vean necesitadas a empuñar un arma en esta lucha. Gastón Keane, como te he dicho en otra ocasión, es conocido mío. Nos distanció mucho las diferencias entre nosotros. Y procuró hacerme la vida imposible, como yo, de haber podido, se la hubiera hecho a él. Tenemos antiguas deudas pendientes de solución. Y si alguna vez Gastón Keane me detuviera, sería para colgarme de la rama de un árbol. Ningún hombre desea morir con las botas puestas, cuando puede hacerlo como los valientes. Y yo espero que Keane jamás se salga con la suya.

—Todas esas diferencias, padre, ¿por qué arraigaron entre vosotros?

—Fui acusado una vez de ladrón de ganado, allá en el territorio de Texas. La denuncia fué hecha por ese hombre. Durante algunos meses tuve que permanecer fuera de la región, hasta tanto no se esclareciera la verdad sobre los hechos imputados. Desde aquel momento parece como si mi mala estrella me hubiera puesto constantemente en el camino de Keane. Fui obligado a desertar del ejército de la Unión, porque Gastón Keane me había descubierto y formuló contra mí infinidad de cargos que podían condenarme a ser fusilado ante mi regimiento. Nadie pudo demostrar con hechos que hubiera vendido informes a las tropas sudistas, que hubiera hecho fracasar algunas operaciones importantes de nuestras tropas. Pero tuve que buscar la salvación en la huida, aun cuando la Unión me declarara traidor y culpable de deserción frente al enemigo.

Detúvose un momento, como si quisiera arrancar nuevas hazañas de sus adversarios al lejano recuerdo, y agregó:

—No le tuve rencor nunca, hija. Por mí, todo aquello hubiérase olvidado hace tiempo. Tuve algunas denuncias más, presentadas todas ellas por él. Y en una ocasión, allá en el pueblo de Canyon, del Colorado, estuve a punto de que me lincharan. Ahora, para remachar el clavo y colmar la copa de amargura, de mis sufrimientos, Gastón Keane está ante mí. Has conocido a uno de sus hijos, a uno de los más diestros cuatreros de cuantos anidan en estas montañas de Arizona, hasta el mismo límite del Valle de la Muerte. Y sé que ningún Keane vivirá tranquilo mientras no me haya metido en el cuerpo una docena de balas.

Watt observó que los ojos de la muchacha estaban secos, pero enrojecidos por la furia. La vió avanzar hacia él, echarle los brazos al cuello, y oír que le decía:

—No pases cuidado, padre. También nosotros tenemos hombres valientes y decididos. Y si los Keane quieren la guerra, la tendrán. Lamento haber cambiado mi palabra con la de uno de esos rufianes de la frontera.