Capítulo X
SLIM sufrió una profunda sorpresa. Oyendo las palabras de aquel hombre, comprendió que sólo la maldad de un degenerado como Hodiak había sido capaz de levantar en contra suya aquella estela de infamias que nunca había cometido. Además, el mismo Randall le había dicho que Hodiak era el causante de su estado. Fue un caballo casi salvaje quien lo derribó. Y la lesión de la columna vertebral había sido tan grave que nunca más podría recuperarse.
Joe permaneció en el rancho algunas horas. Supo que Laws había estado allí dos días, quizá menos tiempo, pero que había ordenado algunas cosas relacionadas con la remisión de parte del grueso de la manada de reses de Randall hacia el mercado más cercano al ferrocarril. Puede que esto justificara, en parte, los deseos de Hodiak de empezar por iniciar una retirada, con los bolsillos bien llenos de dólares, antes de que las cosas comenzaran a rodar mal para ellos.
Le aguijoneaba al sudista el relato de Randall. Ahora sabía cómo había muerto su hermano, asesinado por Hodiak y sus compañeros, cuando, jubiloso, pensaba alejarse de aquella región, llevándose la fuerte suma que Randall había pagado por sus tierras y su rancho. Dormía el sueño eterno en el lecho fangoso del Gunnison River.
Nunca como en aquel momento el sudista sintió mayores deseos de hacer pagar a una cuadrilla de indeseables, de asesinos profesionales, sus delitos. Tenía razones poderosas para luchar, para matar, para exterminar a aquellos que todo lo habían hundido a su paso, que no habían hecho más que labrar la desgracia de los suyos.
No se reprochaba el haber matado a algunos de aquellos canallas. Aún sentía la fiebre, el anhelo de matarlos a todos. Aun cuando aquello fuera lo último que hiciera en el mundo.
Como un verdadero perro de presa, el vaquero abandonó el rancho de Randall al amanecer.
Le habían dado un buen caballo de refresco y, con el «Winchester» de repetición y los revólveres, una dotación completa de municiones y algo de comida en la silla, dentro de la alforja.
Ahora comprendía todo lo que había sucedido en aquel lugar en el transcurso del tiempo; ahora se daba cuenta de la posición de Myrna respecto a Randall y a los hombres que componían la cuadrilla.
Pero la suerte en todo aquello estaba echada.
Tardó algunas horas en llegar a la ciudad, cuando ya el sol se alzaba por detrás de los grandes conos de las montañas. Dejó el caballo cerca del establecimiento de bebidas y avanzó por la calle Mayor hasta la cuadra de alquiler de Creig. Esperaba que el dueño del establo no se hubiera alejado de allí a aquella hora tan temprana, y esperarlo a la salida de la casa hubiera sido una temeridad. Tenía que ir a verlo directamente.
Poco después se detenía junto al portalón.
Entrevió la figura de un hombre cerca de los pesebres. Estaba dedicado a arreglar uno de los arneses. Y se volvió al oír los pasos del sudista.
Creig dibujó en sus labios una franca sonrisa, o algo que se parecía mucho a una mueca de estupor. Avanzó algunos pasos. Pareció vacilar después y se detuvo.
—Me alegra mucho verte, Slim —dijo, con voz casi ronca.
—Yo no, Creig.
—¿Qué bicho te ha picado, muchacho?
Slim salvó la distancia que lo separaba de Creig. Su mano derecha empuñó por el cuello de la camisa a aquel hombre, mientras sus labios proferían una sarta de maldiciones.
Creig estaba pálido como un sudario.
No acertaba a defenderse.
Slim lo acogotó contra uno de los pesebres, y estalló:
—¿Dónde están? ¿Dónde se ha metido esa culebra?
—¿De qué… me hablas?
—Usted lo sabe muy bien, Creig. Usted me denunció. Hodiak me lo dijo cuando intentó asesinarme por segunda vez. Y eso le puede costar la vida.
Le descargó un terrible golpe.
Creig cayó de espaldas en medio de la cuadra. Antes de que pudiera incorporarse, las poderosas manos del sudista lo habían levantado con un impulso bestial, para volver a derribarlo sin compasión. Al tercer golpe, los labios partidos de Creig comenzaron a sangrar abundantemente. Algunos cortes en las mejillas denotaron pronto la contundencia de la pegada de Slim.
Joe siguió martilleándolo, sin detenerse, dominado por una furia criminal. A cada golpe, la misma pregunta brotaba de sus labios. Hasta que Creig, seguro de que iba a matarlo, levantó la mano y pidió piedad. Caído en el suelo, como un ovillo, más muerto que vivo, comenzó su relato.
Lo había denunciado a Hodiak porque Hodiak le había perdonado una vez la existencia. Estaba vendido a aquellos miserables, y por nada del mundo, Hodiak le habría dejado en libertad. Fue su tarea una labor de zapa, hasta conseguir por dos veces que lo detuvieran. Y ahora, cuando Hodiak debía haber callado aquel secreto, se lo comunicaba a él, al único hombre que podía tomar una venganza implacable.
Por un momento, Slim dudó. Tenía en la mano derecha el revólver y hacía supremos esfuerzos para contener los deseos que le animaban de matar a aquel granuja. Pero no llegó a consumar la amenaza.
Lentamente, volvióse hacia la puerta. Creig, si quería seguir viviendo en la Unión tendría que marcharse de aquel pueblo. Porque ningún ser honrado volvería a mirarlo a la cara. Y él le perdonaba la vida en atención a su edad, solamente en atención a los muchos años que representaba, a que en otro tiempo, fuera de la férula de dominio de aquel demonio de Hodiak, había sido amigo de la familia y hasta un hombre bastante honrado.
Volvióse hacia la puerta de salida. En aquel instante, un jinete se detenía ante ella y echaba pie a tierra.
Slim retrocedió.
Lo había reconocido en el acto.
Era Laws.
Una emoción profunda dominó al sudista. Había tenido grandes deseos de verse alguna vez frente a aquel tipo, frente a uno de los más diestros pistoleros de la cuadrilla de Hodiak, y también uno de los bandidos más peligrosos de la frontera. Y no podía perder ahora la oportunidad que se le presentaba.
Instintivamente avanzó algunos pasos, pero apartándose de la línea de salida de la puerta del establo -de alquiler. Laws, desde el lado del animal, llamó a Creig, sin tener respuesta.
Slim lo vio avanzar algunos pasos.
La mano del sudista descolgó de la pared una cuerda de lazo, a la que le dio el movimiento justo, elástico, infalible, como sólo sabían hacerlo los buenos vaqueros a la hora de enlazar a una res. Y lanzó la cuerda contra Laws, cuando aparecía bajo el dintel de la puerta.
El bandido lanzó un grito de sorpresa. Intentó saltar hacia otra parte, impidiendo con ello la prisión de la cuerda, pero no fue lo suficientemente rápido para lograrlo. También llevóse la diestra a la culata del «seis tiros». No logró una cosa ni otra. El tirón del lazo le obligó a saltar hacia adelante, luchando para no desplomarse en tierra, enlazado por el cuello. Y hubiera caído irremisiblemente.
Pero Slim lo detuvo. Su pierna derecha lanzó un golpe fulminante contra la cabeza de Laws. La punta de la bota pegó con toda la violencia de la acción en mitad de la mandíbula de Laws, quien lanzó un rugido de dolor, al mismo tiempo que parte de su dentadura saltaba por los aires.
Aquel golpe terrible lo dejó casi inconsciente, revolcándose por el suelo.
Slim le obligó a medio incorporarse.
Lanzó el extremo del lazo por encima de la viga central de la cuadra y tiró de ella. La soga cerró el nudo corredizo sobre el cuello, cuyas venas se hincharon como si fueran a reventar.
Una palidez mortal dominaba las facciones de aquel hombre. Temblaba dominado por un profundo terror, y hacía supremos esfuerzos por hablar, por decir algo. Slim casi no lo oía.
No era su intención ahorcarlo. Necesitaba esperar, dominarlo lo suficiente para que el bandido hablara y dijera todo lo que él necesitaba saber. Después, si sus respuestas eran convincentes le daría una oportunidad de defender su pellejo.
Aflojó la cuerda por segunda y tercera vez. Después medio arrastrando, lo sacó de la cuadra. Allí se inclinó sobre. La punta de su cuchillo de monte «Bowie» apuntó al cuello del pistolero.
—Hodiak mató a mi hermana —dijo, con glacial acento—. Y quiero saber cómo lo hizo.
Los ojos del bandido brillaron siniestramente.
—Te doy poco plazo, Laws: dos minutos para hablar.
El hombre se estremeció.
Si alguna vez tuvo la seguridad de que iba a morir, aquélla le pareció la más firme, la más inminente. Porque en los ojos de Slim estaba reflejada la muerte misma.
—¡Habla! —le ordenó con voz tonante.
Laws hizo un esfuerzo.
Era notorio el enorme dolor que tenía en la boca destrozada. Sin embargo, hizo un esfuerzo y exclamó:
—¡Fue Hodiak!
—Eso ya lo sabía, Laws. Quiero conocer cómo lo hizo, qué procedimiento empleó.
—Hodiak empleaba siempre el mismo. La llevó a la cabaña y allí….
—¿Qué hizo con ella?
—Jugó con esa muchacha como el ratón con el gato. La ató a la viga central y se mofó, la escarneció, para después de concluir la horrible diversión, estrangularla con sus propias manos.
—El médico de este pueblo debió reconocer el asesinato.
—Brand lo impidió.
Slim miró hacia el final del callejón.
Brand era el sheriff. Y el sheriff había impedido que las gentes del pueblo conocieran uno de los asesinatos más diabólicos, más sádicos, de cuantos se habían cometido en la comarca.
—¡Levántate! —le ordenó, al mismo tiempo que separaba la cuerda del cuello del pistolero.
Laws, hombre resistente y duro por naturaleza, parecía haberse recobrado bastante. Se irguió poco a poco, casi tambaleante, pero con los ojos fijos en el rostro de su enemigo, que se había retirado algunos pasos. Permaneció con los brazos colgantes, balanceándose como un gorila. Y, de repente, cuando consideró que Slim estaba descuidado, tiró de la culata del revólver.
Joe lo vio, lo leyó en sus facciones.
Y disparó con la velocidad del viento, dos tiros de su 45.
Laws fue lanzado hacia atrás, rebotando contra la pared de la cuadra. Un mechón de su pelo, arrancado por el segundo disparo, cayó al suelo, al paso que el primer proyectil le partía la frente, destrozándole el cráneo. Resbaló lentamente, como un pelele sin vida, para caer por fin de bruces.
Joe no se detuvo a contemplar su obra.
De rodillas, en el centro de la cuadra, Creig había contemplado la escena. Su rostro, desfigurado por los golpes, estaba lívido. Vio partir a Slim, como un huracán, calle abajo. Unos minutos después entraba en la oficina del sheriff, pero la halló vacía. Preguntó a algunos de los hombres que cruzaban por la plaza. Uno de ellos había visto al sheriff. Estaba en el local de bebidas.
Slim avanzó decidido en aquella dirección.
Tenía que terminar su trabajo.
Estaba convencido de que no existía más camino que el de la violencia, más solución que la de matar o morir. Por ello entró en el local sin detenerse un segundo. Vio a Brand con algunos hombres cerca del mostrador.
Aquellos sujetos eran vaqueros de otros ranchos. De ninguna manera estaban unidos a Hodiak y a su equipo dé indeseables.
A unos metros del sheriff se detuvo.
—¡Brand!
Su voz pareció un clarín que tocara a combate.
El sheriff se volvió.
Miró de arriba abajo a aquel hombre que esperaba ya muerto. E intentó retroceder algunos pasos.
—¡No te muevas de donde estás, Brand! —gritó el sudista.
—¿Qué quieres de mí? ¿Olvidas que represento a la Ley y que puedo mandar a estos hombres que me ayuden?
—Ninguno de esos hombres moverá un dedo contra un asesino. Estás vendido a Hodiak. Laws, que acaba de morir, así lo ha dicho. Sabías que Hodiak mató a mi hermana después de haberla tenido algunos días en la cabaña de la sierra. Sabías que la había estrangulado, pero supiste hacer las cosas de manera que el forense no viera ese cadáver. Así tapabas a Hodiak en uno de sus peores crímenes.
Brand estaba pálido como la muerte. Los hombres que estaban a su lado se fueron separando.
Estaba solo.
—¡Mientes! —gritó fuera de sí. Y retrocedió, echando mano a la pistola.
Joe esperaba esta decisión. Sabía que Brand no tenía más camino que el de luchar, que el de intentar por todos los medios matar antes que caer acribillado a balazos.
Por ello no titubeó siquiera.
Las gentes que contemplaban la escena vieron cómo aquel hombre, conocido de algunos, se inclinaba hacia adelante, y, cubriendo con la mano izquierda el tambor del «seis tiros», vaciaba contra el sheriff todo el cargador.
Brand pareció idiotizado. Giró, extendió las manos, haciendo un gigantesco esfuerzo para sujetarse al borde de las húmedas tablas del mostrador, pero rodó de bruces, muerto, mientras el rojo líquido de la vida se escapaba a través de los orificios de las balas.
Joe Slim miró a aquellas gentes de una manera desafiante. Luego, dando media vuelta, sin preocuparse de ellos, salió a la calle. Caminó con paso rápido.
El sol caía a plomo.
Caminó con paso decidido, hasta donde estaba su corcel.
Aún no había terminado.
Le quedaba por delante lo más difícil, lo más peligroso: encontrar y luchar contra Hodiak.
Pero.…, ¿dónde estaba metida aquella culebra venenosa?
Parecía adivinarlo.
Montó y se alejó a galope.
Nunca supo el tiempo que empleó en su cabalgada. Tomó primero la dirección del rancho de los Lowell, aun cuando después modificó la ruta en dirección al de Randall.
Era posible que Hodiak hubiera ido hacia allí, tras comprobar que había huido de la cabaña, que ella le había acompañado. Muchas veces, durante este camino, cambió de parecer.
Se detuvo de repente.
Un jinete venía en su dirección.
Slim apartóse del camino, lo esperó, saliéndole al encuentro cuando llegaba a su altura.
Era un vaquero de Randall.
El hombre echóse el sombrero hacia atrás y se pasó la mano por la frente. Luego, con voz clara, exclamó:
—Venía en busca tuya, Slim.
—¿Qué ocurre?
—Han asesinado a Randall, llevándose a Myrna Lowell.
—¿Hodiak?
—Aún no acierto a comprender cómo no me mató a mí también.
—¿Sabes hacia dónde ha ido?
—No; pero es posible que lo haga donde otras veces lo hizo: a la cabaña de la sierra. Sólo dijo que tú irías a buscarlo allí.
Slim quedóse silencioso.
Lo que tanto Myrna había temido acababa de suceder. Y él debió haberlo previsto antes de que sucediera.
* * *
Las estrellas poblaban el infinito espacio celeste. La luna, como si mostrara una profunda timidez, comenzó a aparecer por detrás de los altos conos de las montañas. Entre las colinas estériles, cerca de los desfiladeros y los «cañones», un coyote aulló varias veces.
Las orejas del caballo se pusieron erectas. El hombre miró a derecha e izquierda de la senda, recelosamente, sujetando con fuerza el bocado del animal, para impedir que con un relincho denunciara su presencia.
Luego, paso a paso, llevando el «Winchester» en la mano derecha, avanzó por la escarpada pendiente de la loma. El caballo quedó allá abajo, entre los álamos temblones, cerca de la orilla del río.
Antes de desaparecer, el jinete lo vio correrse hacia la parte baja de la meseta. Se alegró de que aquello sucediera, porque de haberlo seguido la bestia, habría denunciado una posición que deseaba guardar dentro del mayor secreto.
Como un indio, sin hacer ruido, caminó, rodeó una larga extensión de camino. No parecía tener prisa. Sabía que lo estaban esperando, que quizá el cañón corto de un «Winchester» se hallaba apuntando en la dirección por donde podía presentarse, para darle en cualquier momento la bienvenida. Y esto era lo que él quería evitar a toda costa.
Llegó a la espalda de la colina. La vieja cabaña se apreciaba perfectamente, recortada bajo el pálido resplandor del astro nocturno. Paso a paso, Slim caminó hacia ella. Ni una sola vez sus pies movieron los guijarros o rompieron una ramita seca, cuyo chasquido podía llegar, perceptiblemente, a los finos oídos de Hodiak.
Así alcanzó la parte trasera de la vivienda. No había ventana. Sin embargo, casi a raíz del suelo, los maderos, desunidos por el tiempo, dejaban una rendija bastante grande como para poder mirar al interior.
Slim se arrojó al suelo. Aplicó el rostro a aquella rendija y miró.
El espectáculo que divisó en el interior de la vivienda le heló la sangre en las venas. Myrna estaba atada a la viga central de la cabaña. Sus ropas pendían casi en jirones de los hombros. Tenía la cabeza hundida en el pecho y en el bello rostro una mortal palidez. Pero de Hodiak no había ni rastro.
Slim tuvo que luchar para no descubrirse. Aquella escena era capaz de helar la sangre del hombre más valiente, de hacerle perder la serenidad. Pero él sabía, que aquello formaba parte del plan de Hodiak. Debía estar apostado por los alrededores de la puerta y de la única ventana que daba a un costado de la entrada. Él sabía que el hombre que llegaría allí, trataría por todos los medios de explorar primero el interior de la casa. Y podía matarlo antes de advertir su presencia.
Una sonrisa cruel, una mueca infernal, dibujóse en los labios de Slim. Dejó suavemente el rifle en el suelo y desenfundó el cuchillo de monte, de ancha hoja, el «Bowie» que siempre utilizara en la guerra o, al menos, otro de las mismas dimensiones. Y volvió a caminar en silencio, pero tan lentamente como si la elasticidad de sus miembros se hubiera anquilosado.
Así, dando un rodeo mayor, llegó frente a la puerta de entrada y a la ventana.
Y entonces se apostó.
Sus ojos no perdían de vista la estrecha senda polvorienta, los caminillos que conducían a la pendiente en que la cabaña se asentaba. Hodiak tenía que salir por allí, tenía que acabar por cansarse, atraído por la presencia de su víctima, que podía gritar, que podía llamar la atención del individuo que buscaba.
Slim no se equivocó. La espera fue larga, pero el resultado de ella, efectivo. Una sombra se movió entre los matorrales. Luego, ante sus ojos, apareció la figura insoslayable de Hodiak, que comenzó a caminar lentamente en dirección a la vivienda. Llevaba el rifle en las manos.
Joe lo siguió. Los dos rivalizaban en astucia. Slim le ganaba terreno, siempre atento para disparar contra él en el momento en que se volviera. Más no fue necesario llegar a aquel extremo.
De un salto, pegados a la pared de la vivienda, Slim cayó sobre él. Hodiak, con un rugido de rabia, volvióse, al mismo tiempo que caía sobre los troncos que formaban la pared de la cabaña.
No pudo hacer nada por defenderse.
Sin embargo, aún tuvo tiempo de ver el rostro de su enemigo, de observar el brillo plateado de aquella ancha hoja que, como un rayo exterminador, se abatía contra su cuello. El golpe fue terrible, seco, poderoso. La afilada hoja del arma atravesó la yugular de Hodiak, saliendo por la nuca, clavándose en los carcomidos maderos de la cabaña, donde lo dejó clavado, como si pendiera de un poderoso clavo.
Por un momento, Slim contempló la figura abatida, infame, de aquel hombre, el criminal más sádico de cuantos había conocido en su vida. Luego, con paso cansino, penetró en la vivienda.
Myrna seguía inconsciente.
Estaba viva, aun cuando Hodiak debía haberla maltratado, burlándose de ella, prometiéndole que mataría a su enamorado sudista en su presencia.
Cortó las cuerdas y la levantó del suelo, arrojando a un lado la hoz de segar con la que había separado las ligaduras. Luego roció su rostro con agua y cubrió su cuerpo con su propia chaqueta.
Ella volvió en sí.
De sus labios escapó un grito de alegría, al mismo tiempo que se entregó a un violento llanto. Slim la protegió. Sentía ahora una profunda lástima por ella, una honda pena por su hermana, por todas las que habían caído en manos de aquel criminal sin conciencia.
Y así permanecieron algún tiempo.
Unas horas más tarde, pasada la medianoche, se alejaron de allí. El caballo de Hodiak sirvió para hacer el recorrido hacia el rancho de los Lowell. Myrna necesitaba descanso, necesitaba recuperar sus nervios, apaciguar su espíritu.
Allí detrás quedaba el hombre que había sido la cabeza principal de aquella organización de delincuentes.
Y allí quedaría por mucho tiempo, hasta que el viento, la lluvia, las tempestades, arrancaran su esqueleto del lugar donde un brazo justiciero lo había clavado.
En adelante, aquella cabaña sería conocida por todos como la «cabaña del muerto».