Capítulo IX

SLIM acercóse hacia aquel objeto.

Era una sortija de oro.

Por un momento, los ojos del sudista quedaron clavados en aquel objeto, como si una fuerza poderosa le impidiera apartarlos de ella. Su mente trabajó con rapidez. Aquella sortija había estado siempre puesta en uno de los dedos de su hermana. Recordaba el día en que él mismo se la llevó desde Denver, donde habían vendido una partida de ganado, como un regalo especial por su cumpleaños.

No podía inclinarse para tomarla. Sin embargo, la empujó con el pie hasta debajo del camastro. Si lograba salvar la piel de aquella difícil coyuntura, tendría que averiguar por qué razón estaba allí, por qué su hermana estuvo en aquel lugar.

Un odio profundo lo dominó por entero.

A su mente acudieron las manifestaciones de Drew, de aquel pistolero que había sabido hacer la retirada a tiempo. Le había hablado de Hodiak, de sus procedimientos con las muchachas a las que engañaba, a las que lograba llevar a las montañas. Había pensado que todo aquello podía ser una acusación premeditada, más bien dictada por un odio feroz de Drew hacia el lugarteniente de la banda de Randall, que por una auténtica realidad. Sin embargo, el descubrimiento le daba la razón al bandido.

Trató, nuevamente, de soltar aquellas ligaduras, hasta convencerse de que era de todo punto imposible conseguirlo. Decepcionado, vencido por la adversidad, dejóse caer en el camastro.

Hacia el mediodía, uno de los hombres que se mantenía de vigilancia por los alrededores, le llevó algo de comer, mientras que un segundo, junto a la puerta, cerrada por dentro, con un rifle montado, vigilaba los movimientos del prisionero, al que su compañero le había liberado de la correa de cuero crudo que le maniataba.

Slim comió con calma, haciendo más largo el espacio de tiempo. Por ello el que manejaba el rifle le instó a que terminara.

Slim se volvió hacia los dos hombres.

—Espero que Hodiak me saque de aquí pronto —dijo, quizá con la intención de conocer cuáles eran los planes del bandido.

—Eso no debe preocuparte —repuso el del rifle—. Obrará de alguna manera contigo.

—¿No ha pensado que puedo escapar?

—¿Huir de aquí?

—Es posible.

—Eso no lo conseguirás nunca, amigo. Estamos vigilando. Y las órdenes que tenemos son las de liquidarte de un balazo en el momento en que inicies el menor intento de fuga.

—Van a ahorcarte, muchacho —repuso el otro, con una sonrisa criminal—. Huiste de las aguas del Gunnison, pero no lo lograrás de la cuerda.

—Estás muy seguro, ¿verdad?

—Desde luego. No volverás a verte libre sobre la silla de un caballo. Recuerda que has matado a algunos de los nuestros.

Slim no replicó.

No debía seguir aquella conversación, por numerosos motivos. No quería que aquellos indeseables se jactaran de la posición que ocupaban, en relación con la que él estaba sufriendo.

Por ello, dejóse atar las manos de nuevo, en silencio. El pistolero lo empujó hacia donde estaba el camastro, con un gesto de desprecio, al mismo tiempo que le lanzaba un insulto.

Slim se volvió.

Lo miró fijamente.

—Si alguna vez escapo, serás el primero en caer, amigo.

Hubo una maldición sorda.

Los dos hombres salieron, cerrando la puerta por fuera. Todo volvió a quedar en silencio para el prisionero, que volvió a centrarse en sus múltiples pensamientos.

A medida que el día fue transcurriendo, los pensamientos de Slim, acerca de su libertad, fueron más amargos. Estaba escrito que los Slim habrían de caer, todos ellos, a manos de aquellos indeseables, sin poder humano para vencerlos.

Había llegado su última hora.

En cualquier momento, Hodiak podía mandar matarlo. Pero…, ¿por qué el bandido no estaba allí? ¿Por qué no había ido a consumar su obra?

La verdad era que no lo comprendía.

Llegó la noche. La oscuridad dominó la ancha pieza de la cabaña. Los rumores del día se apagaron por completo. Allá a lo lejos, en la parte baja de las agrestes lomas que lindaban con la pequeña parte de desierto del Colorado, un coyote aulló repetidas veces.

Después, un ominoso silencio lo envolvió todo.

Hacia la medianoche oyó pasos por las cercanías de la cabaña. Trató de levantarse, pero no pudo al primer esfuerzo. Las muñecas le dolían horriblemente, porque la presión de la correa de cuero crudo se habían contraído con el calor, haciendo más persistente su acción dolorosa.

Los ruidos se propagaron hacia la parte trasera de la vivienda. Luego todo volvió a quedar silencioso.

Alguien se había detenido junto a la puerta de entrada. Oía el ruido del grueso cerrojo exterior al ser corrido, al mismo tiempo que el chirriar de los enmohecidos goznes de la hoja de madera. Luego, en el vano de la puerta, iluminado por la luz de la luna, perfilóse la silueta de una persona.

Llevaba entre las manos un rifle.

Slim miró aquella aparición sin inmutarse. Si el hombre que entraba estaba dispuesto a liquidarlo, podía hacerlo a placer, en vista de que se hallaba imposibilitado de todo movimiento. Pero no levantó el arma. Tampoco cerró la puerta o intentó encender una luz.

Lo vio avanzar hasta unos pasos de él, cautelosamente, diciendo:

—¡Slim!

El sudista se estremeció.

—¡Myrna!

—¡Calla! ¿Puedes levantarte? ¿Estás bien?

—No me han tratado mal. ¿Qué significa esto?

—Ya lo sabrás todo. ¡Andando!

Le ayudó a incorporarse y echó a andar hacia la salida.

Joe tenía en sus labios infinidad de preguntas, pero no se atrevió a formular ninguna. Continuaba con las manos atadas a la espalda y, en caso de un ataque imprevisto, la muchacha se vería sola para defenderse y defenderlo a él. Urgía, por supuesto, salir de aquel lugar cuanto antes.

Por ello la siguió con toda rapidez. Junto a la puerta de la cabaña, de cara a la pronunciada pendiente que llegaba hasta los desfiladeros y los «cañones», la joven le indicó que se detuviera. Sus manos trataron de quitar el cuero de las muñecas de él, pero sus esfuerzos resultaron estériles. Entonces, Joe la vio encaminarse hacia uno de los dos hombres que yacían junto a la esquina. De uno de ellos separó el cuchillo de monte de la funda y regresó al lado del prisionero.

No quería pensar que ella hubiera sido capaz desmatar a aquellos individuos a sangre fría, aun cuando consideraba, y siempre la había considerado así, a Myrna, como una verdadera mujer del Oeste. Quizá por esa misma razón no acertaba a comprender por qué ella había faltado a su palabra.

Puede que hubiera tenido poderosas razones para obrar de aquella manera.

Se frotó fuertemente las muñecas.

—Hay dos caballos a la espalda de la cabaña —dijo la joven—. El mío está allí también. Tenemos una larga jomada de camino.

—¿A dónde quieres que vayamos?

—Al rancho de Randall.

Joe, que había iniciado la marcha, se detuvo.

Miró estupefacto a la muchacha.

—¿Has dicho al rancho de Randall?

—Eso es.

—¿Por qué allí?

—Porque será donde menos nos busquen.

—Antes quiero recoger algo que dejé ahí. Espera.

Retrocedió y entró en la cabaña. Unos segundos más tarde seguía a la joven, que preguntó:

—¿Para qué entraste?

—Tenía que hacerlo. Había un objeto perdido.

—¿Un objeto?

—Lo verás cuando lleguemos a ese rancho.

No cambiaron una palabra más. Al cruzar cerca de los dos hombres derribados en tierra, el sudista comprobó que no estaban muertos. La manera como la muchacha se había deshecho de ellos era un enigma indescifrable.

Subieron a los caballos.

Myrna dio pruebas de su conocimiento del terreno.

Slim la dejó cabalgar delante.

La senda que seguían perdíase entre los altos matorrales, hacia la parte baja de los «cañones». Una milla más allá, las aguas del Gunnison River deslizábanse entre paredes de basalto, formando «rápidos» y cascadas peligrosos.

No hubo ninguna frase entre ellos, a pesar de que la curiosidad dominaba a Joe en todo momento. No quería romper el silencio de la joven, cuyos pensamientos estaban centrados en el plan arriesgado que había forjado para sacarlo del difícil atolladero en que se hallaba.

Ni siquiera sabía por qué lo había hecho.

Poco tiempo después, siempre al amparo de la luz plateada del astro nocturno, alcanzaron la línea serpenteante de desfiladeros. Ella se detuvo un momento y lo esperó.

—Hemos dado un gran rodeo —dijo, con voz firme.

—Lo sé. ¿Por qué razón?

—Teníamos que evitar a Hodiak y sus hombres.

—¿Qué sabes de ellos?

—No te vi cuando te llevaron al rancho.

—Tampoco yo a ti.

—Hodiak callóse la noticia de que te habían detenido en la cuadra de alquiler de ese granuja de Creig.

—¿Creig?

—Fue quien te denunció a las gentes de Hodiak.

Slim no replicó. Sonrió burlonamente.

—Suponía que alguien me estaba vendiendo a esos miserables, pero nunca pensé que pudiera hacerlo Creig. Parecía mostrarse enemigo acérrimo de Hodiak, de Randall y de sus peones o pistoleros.

—Ese fue el fuerte de su juego. Pero Creig ha estado metido siempre en los manejos de Sam Hodiak.

—Di mejor en los de Randall.

—¿Randall? Estás equivocado respecto a él.

Slim la miró fijamente, sin acertar a comprender una palabra.

—No vayas a decirme ahora que Randall es una hermanita de la caridad.

—Un hombre digno de lástima.

—¿Te has vuelto loca? ¿Qué tienes que ver con él?

—No tengo que ver nada, Slim.

—Ibais a casaros.

—Y es cierto.

—¿Entonces?

—Él me ha hecho desistir.

—No comprendo a ese sujeto. ¿Que se ha negado a ser tu esposo?

—Ciertamente. Pero a cambio de que viva a su lado.

—¡Rayos! ¿Es que quieres volverme loco?

—Quiero que compruebes las cosas por ti mismo. Randall ha sido un segundo padre para mí. Cuando murió el mío, cuando comprendió que estábamos en la miseria, levantó un nuevo rancho para mí. Dio toda clase de facilidades a mi madre para que, con el tiempo, pagáramos el importe de ese rancho, es decir, del coste de las innovaciones que hizo en nuestra finca. Randall es un buen hombre. Hay gentes que se valieron de su apellido, de su estado, para sacar a relucir el poderío de una banda en la que Randall jamás tuvo arte ni parte.

—Nada de lo que me dices es comprensible.

—Lo comprenderás cuando te diga que es Hodiak el que manda.

—¿Hodiak?

—Es un verdadero demonio con espuelas.

—Conozco casi todo lo que ha hecho. Hallé en esa cabaña una sortija que le compré a Luisa en un viaje que hice a Denver. Me dijeron que mi hermana fue encontrada muerta en la montaña. Ahora comprendo cuál fue su muerte, quién contribuyó a ella.

Myrna lo miró con fijeza.

Puso en movimiento al animal. Slim cabalgaba ahora a su lado, lentamente, hasta penetrar en el desfiladero, cuyas altas paredes apuntaban rectamente hacia el cielo. Allí la oscuridad se hizo casi más profunda. Sin embargo, aquellos animales avanzaron sin un tropiezo, hasta la salida. Detrás de aquel «cañón», otros se abrieron ante los cascos de las bestias.

—Tenemos muchas cosas de que hablar —había dicho ella—. Cosas que no es posible que comprendas, pero que son ciertas. Nunca te olvidé, Joe.

—Estás hablando por decir algo. Me recibiste de muy mala manera aquella tarde o aquella mañana, no recuerdo bien, que fui a verte. Te pusiste de parte de las gentes de Hodiak, ¿recuerdas?

—Nos hubieran matado a los dos. Tenía que hacer mi trabajo.

—¿Por qué Hodiak estaba allí?

—Él es el amo.

—¿El amo de qué?

—De todo lo que la supuesta banda de Randall maneja. Randall es un hombre que no figura para nada, que en nada toma parte, que en nada se ha metido nunca. ¿Lo has visto alguna vez?

—Nunca.

—Te sorprenderá cuando lo veas.

—¿Es un hombre excepcional?

—Posiblemente, desde el ángulo que se mire.

—¿Qué le ocurre?

—Es mejor que tú lo compruebes. Pero, puedo decirte que todo lo que le pasa se lo debe a Hodiak. Hodiak vino con él hace algunos años, a raíz de marcharte tú a la guerra. Randall era un hombre bueno, un hombre con muchos miles de dólares que empezó a pagar a las gentes lo que le pedían por sus tierras, sin regatear un centavo. Nombró a Hodiak capataz. Y Hodiak, en vez de crear el mejor equipo de vaqueros de toda la comarca, creó la peor cuadrilla de bandidos que hemos tenido en esta parte del Colorado en muchos años. Ahora puedes explicarte por qué Sam Hodiak estaba en mi rancho, por qué lo dominaba todo, por qué no dejaba, tanto a mi madre como a mí, movemos a parte alguna. Creó la plaza de sheriff y nombró a un pistolero, a un asesino profesional: Brand, del cual se ha servido, como instrumento de la justicia, para llevar adelante los planes de expoliación y de asesinatos, los planes amorosos más siniestros y morbosos. Hace dos noches intentó abordarme en el rancho. Cerré la puerta de mi habitación y no pudo entrar en ella. Desde este momento comprendí que estaba en un constante peligro, que debía huir de allí. Sorprendí, como te he dicho, la conversación que mantenía con sus secuaces. Alabó la diligencia de Creig al dar el aviso de que estabas en el pueblo. Y por esta razón te detuvieron. He corrido a galope tendido hacia la cabaña. Vi a uno de los hombres apostado cerca de la vivienda y me acerqué a él. El sujeto creyó que mi visita era una visita de cumplido, o tal vez portadora de alguna orden de Hodiak para ellos. Se mostró muy amable conmigo. Y cuando se descuidó, lo derribé de un golpe en la cabeza. El otro estaba cerca del manantial. No sabía qué hacer. Si regresaba y me encontraba junto a su compañero caído, sospecharía de mí, y todo estaría perdido.

La joven detúvose un momento.

Bajó la cabeza.

Y prosiguió:

—Tuve una idea que consideraba, desde un principio, demasiado difícil de que saliera bien. Bajé hacia el manantial corriendo. El hombre que estaba allí me reconoció y salió a mi encuentro. Me detuvo por un brazo, para que no cayera. Y le dije que alguien debía haber disparado contra su compañero, porque estaba tendido en tierra, al parecer sin vida.

—¿No te preguntó qué hacías allí?

—Lo hizo. Me miraba como si dudara de mis palabras. Y esto me hizo estremecer. Sin embargo, aquel temblor que experimentaba, fue considerado por él como el mismo miedo que sentía por haber visto caer a un hombre. Este mismo temblor me eximía de sospechas por su parte. Regresó conmigo y juntos llegamos hasta donde estaba el centinela. Me hizo avanzar a su lado casi arrastrando, para evitar que quien había atacado a su camarada, nos atacara a nosotros.

Sonrió, volviendo la cabeza hacia el sudista.

—Lo demás debes adivinarlo, Slim.

—Le diste también a él.

—Un golpe demasiado fuerte. Ni siquiera abrió la boca para lanzar un quejido.

—No lo habrás matado, ¿verdad?

—Debe tener la cabeza demasiado dura.

—¿Por qué viniste aquí?

—Esperaba que me hicieras la pregunta. A los hombres os encanta que os adulen, sobre todo si la aduladora es la mujer de vuestros sueños. Lo hice porque tenía que darte una lección de amor propio y del otro. Porque te quiero, Slim.

El sudista parecía paralizado sobre la silla del caballo.

No acertaba a despegar los labios, a decirle a aquella mujer lo mucho que había pensado en ella, lo mucho que aún continuaba amándola.

—Otra vez, cuando una mujer te diga que te espera, no dudes de ella —repuso la muchacha, respetando el extraño silencio de él—. No llegaste a conocerme lo suficiente para sacar la conclusión de que siempre cumplo lo que prometo.

—Me dijeron en el pueblo que ibas a casarte con Randall.

—Randall jamás me pidió eso.

—¿Entonces?

—Fueron bulos, maniobras de Hodiak.

—¿Qué ganaba con esos embustes?

—No lo sé. Pero debía tener poderosas razones para obrar de aquella manera.

—¿Acaso pensaba llevarte lejos de aquí, como hizo con otras mujeres?

—Nadie hubiera podido evitarlo.

—¡Maldito sea mil veces!

—Maldito, sí. Un hombre sin conciencia, Joe; un hombre que te matará en la primera oportunidad que se le presente.

—Una vez te pregunté por mis hermanos.

—Lo sé.

—No me dijiste nada de ellos, sobre todo de mi hermana.

—No podía hacerlo.

—¿Quién te lo impedía?

—La ignorancia.

—Me denunciaste a ellos y me aprisionaron.

—¿Has sido capaz de creer esa patraña? Te habían seguido y te sorprendieron. Eso es todo, Joe. ¿Por qué iba a engañarte yo? Aquella misma noche, después de que te lanzaron al fondo del «cañón» del Gunnison River, tuve una fuerte disputa con Hodiak. Me amenazó con utilizar la cuerda y una cabaña solitaria de la sierra si seguía considerándote como a un ser querido. Me dijo que alguna vez silenciaría mis labios para siempre, pues estaba demasiado metida en sus negocios particulares.

—¿Por qué estabas en contra mía cuando te arranqué del rancho?

—Por despecho.

Slim sonrió.

—Una mujer, cuando tiene despecho de alguien, es peligrosa, demasiado peligrosa. Y tú lo fuiste en aquella ocasión.

—Te prometo que no volverá a suceder más.

—Espero que así sea. Contando con que todo termine bien. Todavía estamos en el comienzo de este asunto. Y las cosas pueden rodar de distinta manera de como nosotros lo estamos deseando.

Habían dejado a su espalda el último de los desfiladeros, angosto, por donde solamente cabían dos caballos en pareja. A la derecha del camino, las aguas del río se deslizaban en una corriente poderosa, levantando una montaña de espuma.

Slim miró hacia el frente.

—Estamos llegando —dijo, con voz lenta.

—Es cierto.

—¿Quién hay ahí, aparte de Randall?

—Pocos vaqueros.

—¿Adictos?

—A él. Hodiak tiene a los suyos en constante movimiento. Pocos de los secuaces de Hodiak conocen al ganadero, pero saben, por lo que él les ha imbuido, que es un hombre demasiado fiero y peligroso. Y, en verdad, Buck Randall es un buen individuo, un hombre sano de corazón.

—No era ese el concepto que tenía formado de él.

—Tendrás que tenerlo en adelante.

Al fondo, bajo la luz de la luna, recortábanse las instalaciones del rancho de Buck Randall. No había luz de lamparilla por ninguna parte y todo parecía sumido en la más completa calma. Algunas reses deambulaban en uno de los grandes corrales, pero Slim dedujo que el grueso de la poderosa manada del ranchero debía estar en la angosta vega que se extendía cerca del río, entre un nutrido grupo de álamos temblones.

Siguió a la muchacha. Un hombre salió a su encuentro, cuando alcanzaron la explanada. El hombre debía ser un simple vaquero, porque saludó a la joven amablemente. No llevaba armas de fuego. Ella le indicó a Joe que bajara de la silla y le hizo seguirla, mientras preguntaba al otro:

—¿Está levantado?

—Lo dejamos en el comedor hace un par de horas. Hoy estaba muy cansado.

Myrna no respondió. Entraron en el edificio. El comedor se hallaba iluminado por la luz de un candelabro de petróleo. Slim descubrió entonces una silla de ruedas. En ella estaba un hombre, quizá de unos cincuenta y tantos años. Su rostro lo cubría una espesa barba blanca.

El sudista se quitó el sombrero y sintió que la lengua se le trababa. Y miró a Myrna, desconcertado.