Capítulo IV
NINGUNO se movió.
Todos habían podido darse cuenta de la enorme rapidez de aquel sujeto en desenfundar. Todos debían haber comprendido que razones muy poderosas obligaban a aquel sujeto a presentarse en el rancho en aquellas condiciones, deseando ver a una mujer, y ante la negativa obtenida, no dudaba en enfrentarse con todos ellos.
Por esta misma razón nadie intentó tocar las armas.
—Dígale a ella que salga —ordenó el sudista, dirigiéndose a aquel que le había interrogado antes—. Y que lo haga pronto, ¿entendido?
—Creo que se pasa usted de listo, forastero.
—Los Slim siempre fuimos demasiado listos.
—¿Slim?
—Ese es mi apellido.
El rostro del sujeto pareció empalidecer.
—Mi nombre es Joe Slim, amigos —agregó el sudista, con burlona ironía—. Y supongo que ese apellido les dice a ustedes muchas cosas. Soy el Slim que no iba a volver, aquel que cayó en la guerra bajo las balas nordistas, de los mismos que amparan a Randall en sus negocios de Cedar Creek. Pero he vuelto, afortunadamente. ¿Quiere hacerme el favor de decir a Myrna Lowell que Joe Slim está aquí? ¿O prefiere que le haga esta petición de distinta manera?
Sonrió ampliamente, agregando:
—Le aseguro que no me asustan los muertos, después de haber visto campos enteros cubiertos de hombres destrozados por la metralla. Y aún no se ha borrado de mi mente el recuerdo de esa campaña. No me gustan las bravatas, y por esta misma razón no debe pensar que mis palabras sean un puñado de bravatas. Hablo sinceramente, amigo, quienquiera que sea. Y a usted no le resta más que obedecer mis órdenes o darse por muerto.
Aquella voz impresionó a todos los presentes. Veían el cañón del revólver que les apuntaba rectamente, que no perdía el control de ninguno de los movimientos que hacían.
El hombre que había hablado se volvió.
Caminó hacia la escalerilla, bajo el porche.
Slim lo había estudiado a fondo.
Era el tipo clásico del rufián, del bandido a sueldo, del hombre sin escrúpulos. Su rostro, curtido por el clima, denotaba la huella indeleble de una vida que estaba transcurriendo en medio de la tempestad de las peores pasiones.
No sabía cómo se llamaba, pero le hubiera gustado saber su nombre, porque una sensación extraña, incomprensible, lo atormentó.
Oyó los pasos del sujeto sobre los peldaños de madera.
Le ordenó que se detuviera.
Y el tipo se volvió.
—Avísele desde ahí. No hace falta que entre en el edificio.
Casi al momento una voz llamó desde dentro:
—¿Qué ocurre, Hodiak?
Slim miró con fiereza.
¡Hodiak!
Era el nombre del sujeto que alguna vez debió salir con su hermana, el nombre del pillo que la había cortejado. Su revólver le apuntó rectamente a la cabeza. Vio cómo la sonrisa de Hodiak moría en sus labios, y cómo su voz, un poco entrecortada, decía:
—No hace falta que apunte de esa manera, forastero.
—No soy ningún forastero aquí.
—Dispense el calificativo.
—Ustedes son los forasteros. He venido a una ciudad que es la mía y a un rancho que me pertenece. ¿Hay alguna objeción en contra?
—Ninguna, desde luego.
—Entonces, responda a quien le preguntó.
—Hay un hombre que la busca, miss Lowell —exclamó el bandido. Y se apartó hacia un lado, como si con aquel gesto cediera el paso a la persona que aún no había aparecido por la puerta.
Slim no perdía de vista a los hombres. Miró bajo el dintel de la puerta, fugazmente, sin dejarse impresionar por la figura que salía de la edificación.
Y reconoció a la mujer.
Era Myrna Lowell.
Llevaba un vestido blanco que realzaba la hermosura de su talle, la belleza de aquella cara, vuelta hacia él, de aquellos ojos que no parecían estar convencidos de lo que estaban contemplando.
—¡Slim! —exclamó.
—Yo soy, Myrna —repuso el sudista, con voz tranquila—. Perdona que tenga que venir a tu nueva casa con estas trazas de matón empedernido. Pero tienes unos hombres a tu servicio poco amables, poco considerados, poco seguros de que, siendo unos granujas, debieran ser más educados con las personas decentes.
—¿Qué es lo que… quieres, Joe?
—Verte.
—Ya me estás viendo, ¿no?
—Y hablarte.
—No creo que sea el momento más oportuno, ¿verdad?
—Lo es.
—Estoy tan ocupada que….
—No lo estabas tanto hace algún tiempo, ¿recuerdas?
—Pero han pasado cuatro años.
—Y pico.
—Cuatro años es demasiado tiempo para….
—Para esperar a un fantasma. Sin embargo, ese fantasma está aquí. Y quiero conversar contigo en alguna parte donde haya menos mirones, donde no vea la cara criminal de cada uno de esos «honrados» vaqueros que nos contemplan, sobre todo de ése a quien tú has llamado Hodiak. Creo que me hablaron de él en la ciudad como uno de los tipos más listos para enamorar a las mujeres.
El rostro de Hodiak empalideció.
Se movió, inquieto, sobre el peldaño donde estaba, colocándose casi de lado.
—Son trucos muy gastados —dijo el sudista, con voz ronca—. Así es cómo los pistoleros profesionales sorprenden a sus víctimas, aparentando una indiferencia mortal. Pero conmigo eso no vale, Hodiak. Conozco a las gentes de tu calaña. Puedo asegurarte que algún día tú y yo hablaremos extensamente de un asunto que me interesa. Ahora, Myrna, dime lo que prefieres.
—Quiero que te vayas.
—¿Me echas?
—Sí.
El rostro de ella se había tomado lívido.
—Sería muy natural que me marchara —repuso el sudista, con acento tranquilo—. Pero no he hecho este viaje para volverme con las manos vacías, es decir, sin saber lo que deseo que tú me digas. Hubo un tiempo en que fuimos muy amigos, en que no había secretos entre nosotros. Y quiero que aquello vuelva de nuevo, aun cuando sólo sea por última vez.
—Ya te he dicho que aquello pasó hace mucho tiempo.
—No tanto como para olvidar ciertas cosas. ¿Vendrás?
—No tengo que ir a ninguna parte.
—Está bien. Creí que sería fácil convencerte y consideré también que me sería posible abandonar este rancho sin dejar patas arriba a algunos de sus defensores. Pero en vista de que insistes en seguirme, de que no quieres mantener conmigo un careo que es necesario, tendré que llevarte por la fuerza. Y para hacerlo, es necesario que, por lo menos a ese Hodiak, el más significado del equipo, le meta un par de onzas de plomo en el cuerpo.
Levantó el arma.
Hodiak se volvió hacia él. Sus ojos despedían llamaradas.
—Ella lo ha querido, Hodiak. Necesito salir de aquí indemne, como he venido…
—Ninguno de mis hombres se moverá de donde está.
—Lo sé; pero no puedo esperar lo mismo de ti. Tú eres un granuja traidor acostumbrado a sorprender a las gentes, muy acostumbrado a engañar a las doncellas que se cruzan a tu paso. Como a Luisa Slim, por ejemplo.
Las piernas del bandido temblaron, como si carecieran de fuerza para sostenerlo.
Sus manos, lentamente, se fueron deslizando hacia la culata de sus armas. Slim, casi sin darse cuenta, lo había puesto en el compromiso de tener que defender su vida. Y parecía dispuesto a hacerlo. Sin embargo, ella trató de cruzarse entre los dos, gritando:
—¡Quietos! Iré contigo, Slim.
Slim sonrió.
—Eso está mucho mejor —dijo, socarronamente—. Me gustaron siempre las mujeres capaces de resolver los problemas más difíciles. Y es cierto que tú sabes hacerlo, Myrna. Cuando quieras.
Ella pareció titubear todavía.
—Te estoy esperando —agregó el sudista.
Esto pareció decidirla.
Sin embargo, cuando ella llegó al lado de Slim, éste se volvió hacia Hodiak y sus secuaces.
—No quiero que me sigan tus hombres. Respondéis, ante Randall, de la seguridad y de la vida de esta mujer. Si a ella le ocurriera algo por vuestra culpa….
Sonrió burlonamente, agregando:
—Por esta vez, Hodiak, has perdido la partida, y hasta es posible que te cueste el pellejo si intentas algo. Es mucho mejor que te quedes donde estás y esperes el resultado de los acontecimientos.
Hizo retroceder al caballo hacia el portillo. La muchacha echó a andar delante de él. Slim ni siquiera por un momento dejó de controlar a aquellos individuos. Estaba convencido de que al menor descuido podían matarlo. Y lo liarían sin piedad, como Randall los había enseñado. Por esta misma razón los movimientos de Slim fueron seguros.
No volvió la cabeza hacia el camino hasta que estuvieron cerca de los árboles; entonces, sin dejar de apuntar con el arma hacia los que se hallaban en las inmediaciones del porche, le ordenó a ella:
—Sube a la silla.
—¿A dónde me llevas, Joe?
—Lo sabrás cuando hayamos llegado a nuestro destino.
—Creo que te estás excediendo demasiado.
—¿Quieres a Randall mucho?
—Eso no te importa.
—No me importa las relaciones que tengas con ese tipo —repuso el sudista, con acento ronco—, pero sí me importan los planes que se han desarrollado aquí, y de los cuales tú debes tener conocimiento.
—Yo no me he mezclado en nada.
—Es posible que no. Pero lo averiguaré, de cualquier manera.
La vio subir a la silla.
Unos segundos después, junto al recodo de los árboles, Joe Slim saltó a la grupa, hundiendo las espuelas en los ijares del caballo. La joven casi estuvo a punto de caer de la silla. Sin embargo, el vaquero la sujetó con fuerza por el talle.
—Has perdido mucho de tu gran elasticidad cuando montabas a caballo —dijo, con soma—. Se conoce que Randall no quiere que te estropees haciendo ejercicios duros.
—Randall no se mete en mi vida para nada.
—Lo hará cuando pueda.
—Eso es cuenta de él y… mía.
Slim sonrió.
Era evidente que habían ocurrido muchas cosas desde que él abandonó aquella comarca para establecerse en otras regiones, al servicio de una causa que siempre había creído justa.
Llegaba a aquella tierra en la que siempre había vivido como un novato más. Hasta las costumbres parecían haber sufrido una notable metamorfosis, hasta los hombres parecían haber cambiado completamente su carácter, sus ideas, la fuerza de voluntad que siempre los había calificado.
Silenciosamente, sosteniendo en una mano las riendas, sujetando a la mujer con la otra, dejó que el corcel corriera en libertad. Tras ellos quedaban los árboles del bosque, velozmente, como si ellos fueran los que se estaban deslizando sobre una tierra completamente cubierta de follaje verde y húmedo.
Cuando el bosque quedó a su espalda, Slim trató de orientarse mejor.
Hacia la parte baja del repecho de la loma, descubrió la tortuosa corriente del Gunnison. Más allá, cubiertas por la neblina producida por el calor sofocante del día, las vastas alturas que daban paso al Black Canyon, uno de los «cañones» más salvajes de cuantos había conocido.
Hacía muchos años que no lo pisaba. Pero la configuración geológica poco había cambiado en aquel tiempo. Puede que la tierra hubiera dejado algunas depresiones más profundas; puede que los hombres del «Randall Ranch», como los de otros ranchos cercanos, hubieran talado árboles. Todo, en su apreciación personal, continuaba lo mismo.
Esperaba que continuara lo mismo aquella vivienda en la que muchas noches había tenido que guarecerse de las inclemencias del tiempo, del acoso de los indios y de los cuatreros. Y hasta era posible que ninguno de los secuaces de Randall hubieran descubierto su existencia.
Todo esto cruzaba por la mente del vaquero con rapidez, mientras el caballo devoraba las millas. El sol había trepado a la mitad de su carrera. Los ardorosos rayos caían sobre la tierra a plomo, calcinando el camino polvoriento, secando los matorrales apartados de los lugares húmedos del suelo.
Pensó que nunca, como en aquel momento, el verano había sido más inclemente.
Volvió la cabeza.
Ningún jinete le seguía y esto le satisfizo.
Hodiak debía estar aún rumiando el significado de sus palabras, de aquellas palabras que auguraban una amenaza fatal. Le había nombrado a Luisa. Y si Luisa había sufrido algún mal de aquel sujeto, era seguro que Hodiak haría lo posible por anticipársele en la lucha.
¿Por qué no lo habían perseguido?
Era algo que no tenía respuesta para él.
El caballo penetró en la entrada del Black Canyon.
Ignoraba el jinete si ella había estado en aquel lugar alguna vez. De todas maneras, observó la mirada extrañada de ella, la estupefacción que se pintaba en su semblante. Y lo miró un momento, como esperando una explicación.
El no dijo nada.
Quería esperar a cuando hubieran alcanzado aquella vivienda casi oculta del resto del mundo. Entonces tendría tiempo de discutir, de porfiar, de exigirle que le contara toda la verdad de aquella trama.
Hizo un examen de sus ideas y pensamientos.
El corcel continuó cabalgando por espacio de una hora. Era evidente que había reducido bastante la rapidez de la carrera, debido al cansancio, al llevar doble carga sobre la silla.
Ni una palabra brotó de labios de ambos.
Cuando se detuvieron, la cabaña estaba delante de ellos. Parte de la techumbre se hallaba destruida, quizá por el efecto de los elementos desencadenados durante las estaciones invernales, a través de tanto tiempo.
La puerta, casi arrancada de sus goznes, permanecía echada hacia adentro.
Slim saltó de la grupa y, llevando las bridas de la mano, acercó el animal hasta la misma entrada. Una vez allí se volvió hacia la muchacha, diciendo:
—No es un palacio, sin duda alguna, pero sí es una cabaña y un lugar muy tranquilos. ¿Quieres bajar?
Ella no replicó.
Slim llevó el caballo hacia el lado opuesto de la pequeña explanada en que se levantaba la vivienda. Allí lo trabó, quitándole la silla. Desde la puerta de la cabaña, Myrna contemplaba esta escena.
Cuando regresó, la joven estaba en el mismo lugar.
Slim paseó la mirada por los alrededores.
Abajo, a una distancia de casi tres mil metros, en sentido inclinado, corrían las aguas turbias del Gunnison River, por un cauce bordeado de algunos árboles frondosos, de alta maleza, quebrándose, muchas veces, la monotonía de su paso por los formidables rápidos que lanzaban las aguas a la profundidad de sus cascadas.
Todo aquello, para Myrna, hubiera resultado maravilloso en otras circunstancias. Sin embargo, ni siquiera le llamaba la atención el paisaje.
Miró fijamente al hombre.
El pasó por su lado, sin mirarla, enderezando la puerta de madera. Luego, con paso lento, entró en la estancia.
Los pocos muebles estaban desvencijados. La alacena, que había perdido las puertas de madera fina, se hallaba cubierta de polvo, de telarañas. El camastro que en otro tiempo pudo ser el orgullo y la comodidad de un hombre solitario, ahora estaba podrido, deshecho, semiamontonado en un extremo.
—Es evidente que alguien vino por aquí —dijo el vaquero, en alta voz—. Y no dejó esto en muy buenas condiciones para que otra persona pudiera acomodarse. ¿Quieres pasar, Myrna?
—La invitación no me seduce —dijo ella, de mal talante.
—Es una invitación amistosa.
—¿Qué quieres de mí?
—Sólo quiero un poco de ayuda y comprensión.
—¿Comprensión? ¿Ayuda? Ninguna de estas dos cosas puedo darte. Hace tiempo que la comprensión pasó a ser, en mí, un artículo de lujo. ¿Qué clase de ayuda deseas, Joe?
—La necesaria para saber qué fue de mi hermano Jack.
—Tu hermano Jack era un antipático vaquero.
—No decías lo mismo hace años.
—Bueno; entonces, las cosas rodaban de distinta manera.
—¿Sabes de qué murió mi hermana?
—Nunca me preocupé de ella. Pasaron muchos meses sin verla.
—Desde que Randall llegó a hacerte la corte, ¿verdad?
—Eso es cosa mía.
—Randall es un viejo.
—Di mejor un potentado ganadero.
—O un buen jugador. ¿Por qué te casas con él?
—Puede que sea porque lo ame.
—Eso no es cierto, Myrna. No puedes querer a ese vejestorio.
—Me ha dado lo que nunca poseí.
—¿Te refieres al rancho?
—Y al dinero.
—Lo vendes todo por el oro, ¿no es cierto?
—Eso es cuenta mía.
—Creo que ya me lo has dicho alguna vez.
—Pero te gusta que te refresquen los oídos.
—Me gusta la sinceridad. ¿Has olvidado lo nuestro?
—Por completo.
Slim salió de la cabaña. Se quedó delante de ella. La joven lo miraba de una manera desafiante.
—¿Lo has olvidado… todo?
—Creo que sí.
—Pero no estás segura. ¿Por qué no confiesas que no quieres a ese sujeto?
—Quiero todo lo que me ha dado.
—Lo sé. Tenías un rancho miserable, un rancho que no servía para nada. La ruina estaba ante vosotros, como un espectro. ¿Fue tu padre quien hizo ese negocio?
—Mi padre compró a Randall ese rancho.
—Me lo dijeron. ¿De dónde sacó tu padre lo que vale?
—Eso era cuenta suya.
—Por lo visto, las cosas han cambiado mucho para vosotros. Ahora sois ricos, con un equipo que, más que servidores vuestros, son vigilantes que no os pierden de vista. Y todo eso por conseguir una meta segura.
—No busco ninguna meta, porque ya la tengo.
—No me refiero a ti, sino a Randall. Cuando te hayas casado con él, el rancho volverá a ser suyo. Entonces tendrá las dos cosas que ambiciona. La otra eres tú.
—Lo hago por voluntad.
—Siempre dijiste que me querías.
—Es cierto.
—Y todo se olvidó.
—Has tardado demasiado.
—No fue por culpa mía.
—No pude esperar tanto tiempo. Todos creían que te habían matado.
—¿Por qué razón no tuviste fe?
—No se puede vivir sólo con la fe puesta en una persona que se ha convertido en un fantasma. Te esperé mucho tiempo. Ni siquiera recibí una carta tuya. No creí que hubieras sobrevivido a aquella matanza.
—Sin embargo, estoy de vuelta y aún es tiempo.
—¿Para lo nuestro?
—Eso es.
—Demasiado tarde.
—Tienes derechos contraídos, ¿verdad?
—Tengo una palabra empeñada.
—Comprendo.
Se recostó en la pared de la vivienda, observando detenidamente a la muchacha.
Ella hablaba sin pasión. Casi no podía mantener los ojos levantados, quizá porque luchaba con algo extraño que no podía vencer. Slim comprendió que en el corazón de la muchacha se estaba librando una poderosa batalla. Por ello, bajando la cabeza, echó a andar hacia donde estaba su caballo.
—Nos iremos —dijo, sin volver la cabeza—. He vuelto para hablar de ti y de mí, pero ya veo que eso es perder el tiempo.
Volvióse de repente.
—Quiero que me hagas un favor. He regresado a estas tierras y, siendo entonces rico, ahora me encuentro más pobre que una rata. Tú has estado en Cedar Creek todo este tiempo. Dime, Myrna, ¿qué pasó con mi hermano?
Ella dudó antes de responder.
Slim se le acercó, lentamente.
—¿Qué pasó para que vendiera el rancho?
—No lo sé.
—Jack dejó una carta. En ella me decía que le presionaron para que vendiera.
—No estaba enterada de eso.
—¿No hablaste nunca con Luisa?
—Una o dos veces.
—Supongo que ella no te dijo nada.
—Era muy reservada.
—¿De qué te habló?
—De Hodiak.
—¿De ese bandido?
—Estaba enamorada de él.
—Luisa era sólo una niña. No sabía, en verdad, lo que quería.
—Tenía edad suficiente para saberlo.
—¿No crees que eres demasiado dura con ella?
—Es posible.
—Te has vuelto mala, Myrna.
—¿Crees que sí?
—Bastante perversa. Me han dejado arruinado. Tú eres la única persona en la cual podía confiar; pero te has pasado al bando contrario y vas a contraer matrimonio, quizá con mi peor enemigo. Me han dicho que te casas dentro de unos días.
Ella sonrió.
Lo miró fijamente.
—El domingo —dijo, con sequedad.
—Dentro de tres días, Myrna.
—Seré la señora de Randall.
—No me queda más que darte la enhorabuena. Mi hermana anduvo con Hodiak. ¿Qué le has oído hablar a él?
—Fue una de tantas.
Slim no replicó. Recorrió en varias zancadas la distancia que lo separaba del caballo, el que llevó junto a la joven, cuando estuvo ensillado.
—Iremos andando hasta la salida del «cañón» —dijo el vaquero—. Todavía está muy cansado.
Y echó a andar, sin preocuparse de si Myrna Lowell lo seguía.