Capítulo III

THOMAS ADAMS se impresionó un poco ante la fría mirada de aquel hombre. Mantuvo, sin embargo, su mirada, y dijo:

—No conseguiría nada con engañarte.

—Lo sé. ¿Dónde está la carta?

—La he guardado con interés, quizá porque estaba seguro de que este momento llegaría.

—¿La leyó?

—No pude contener la curiosidad.

—¿Es importante?

—Según se han desarrollado después los acontecimientos, sí.

Adams se levantó.

Recogió los utensilios que habían servido para 3a cena y luego penetró en una de las habitaciones. Cuando reapareció de ella, llevaba en las manos un sobre arrugado, amarillento, que dejó sobre la mesa.

—No te gustará esa lectura, muchacho —dijo, mientras Joe abría el sobre, extrayendo de él el papel manuscrito—. Creo que Jack te daba un aviso importante a través de sus manifestaciones escritas. De todas maneras, tú sabrás sacar las consecuencias que mejor te acomode.

Se recostó en la butaca, donde había permanecido sentado, y encendió un nuevo cigarrillo. Entre volutas de humo observaba el rostro del sudista, que había comenzado a leer la misiva.

La carta de Jack Slim estaba redactada en estos términos:

«Cedar Creek, 1865.

«Querido Joe: Esta es, posiblemente, la quinta o sexta carta que te escribo, sin haber tenido ninguna respuesta. No sé si es que te han matado o si el continuo desplazamiento de tu unidad impide que las cartas lleguen a tu poder. Pero debo intentarlo de nuevo, con el deseo de encontrar mejor fortuna. Según tengo entendido, la guerra casi toca a su fin. Las noticias que nos llegan es de que los confederados pierden terreno y están casi cogidos por todos los frentes. Quiera Dios que puedas regresar aquí alguna vez. Las cosas del rancho no andan nada bien. Hemos tenido muchas pérdidas en el ganado debido a los abigeos, y mantenerlo por más tiempo es casi imposible, máxime cuando recibo presiones continuas para que venda. Anoche mismo dispararon contra mí algunos tiros de rifle, que por una casualidad no dieron en el blanco. Pero sé que esto no traerá nada bueno. Luisa murió hace algunos meses. Su muerte ha sido una desgracia para todos y encuentro que en ella ha habido algo muy extraño. Estuvo varios días fuera de casa. Por mucho que la busqué, no pude encontrarla. La trajeron con el vestido convertido en harapos y señales de haber luchado contra las fieras de la montaña. No he podido adivinar qué fue a hacer allí. La verdad es que los últimos días antes de su desaparición estaba completamente sumida en sus pensamientos, negándose a hablar conmigo. La veía llorar algunas veces. Pero por mucho que lo intenté, no pude sacarle lo que le ocurría y me temo que esto sea para nosotros un misterio. He tratado de indagar acerca de sus movimientos, de las salidas del rancho, permaneciendo ausente mucho tiempo. La he oído nombrar a un hombre, cuyo apellido ahora no me salta a la memoria, pero deduzco, de todo ello, que Luisa ha sufrido un desengaño amoroso. Volviendo a lo del rancho, quiero que sepas que no venderé por nada del mundo, hasta que tenga noticias de tu muerte, si es que has caído en el campo de batalla. Cuando vengas espero que todo esto quede solucionado.»

La carta se extendía en muchas consideraciones más, que no sacaban de dudas al sudista. Pero era evidente que en todo aquello había habido anormalidades importantes y que él estaba en el derecho de averiguar de alguna manera.

Dobló cuidadosamente el escrito y miró a su amigo.

El administrador de Correos estaba silencioso, mirándolo, a su vez, muy fijamente.

—No acierto a comprender —dijo— cuál era la enfermedad de Luisa. Lo que dice esta carta es completamente contradictorio con lo que me han dicho los demás. Creig aseguró, cuando le pregunté el médico que la había visto, que no sabía si el médico fue a verla. Jack asegura en esta carta que murió en la montaña, aun cuando anteriormente debió caer enferma. ¿Qué dice usted a todo esto, Adams?

—No lo sé. La clave de ese asunto no está aquí, ni siquiera en las letras de esa misiva. —Lo sé.

—¿Qué piensas hacer?

—Debo ordenar mis ideas y pensamientos.

—Como quiera que los coordines, siempre tendrás presente que Jack tenía enemigos de mucho cuidado.

—Lo sé. Y sé también por dónde debo empezar. Ahora quisiera que respondiera a una pregunta.

—A todas las que quieras, amigo.

—¿Cómo se ven aquí a los sudistas?

—Este es un punto primordialmente federal.

—Comprendo. Eso quiere decir que me atacarán por dos lados: por el político y por el de desafecto a la Ley. No he oído decir que hubiera sheriff aquí.

—Su nombre es el de Brand, James Brand.

—¿Usted lo conoce?

—Poco.

—¿Quién es?

—Vino a raíz de la llegada de Randall.

—Debe ser de su facción.

—Por lo menos es amigo.

Slim sonrió.

Todo cuanto estaba averiguando se volvía, irremisiblemente, contra él. Luchar contra aquellas gentes organizadas era morir. Pero también era morir quedarse quieto, esperando pacientemente algo que no tenía una solución pacífica. Podía ir a casa de míster Randall y pedirle explicaciones de la venta de su rancho, de cómo llegó a un acuerdo con su hermano Jack; pero esto de nada serviría. Randall tendría bien presente la forma de contestarle. Y todo sería hundido en el más profundo misterio.

—Me gustaría poder echarte una mano —dijo el administrador.

—Usted no debe complicarse la vida.

—Sería para mí un placer verlos revolcarse como las víboras con la cabeza aplastada.

Se alejó, sacando de la alacena una botella de whisky, que colocó en la mesa, llenando un par de vasos.

—Bebe y dime qué vas a hacer ahora.

—Irme de aquí.

—No tienes donde hospedarte, ¿verdad?

—Creig me ofreció su casa.

—¿Crees en ese tipo?

—¿Por qué no iba a creer?

—Ha tenido demasiado contacto con las gentes de Randall.

—A pesar de eso me parece leal.

—Mejor será que te quedes aquí.

—Lo comprometería.

—Nadie te vería aquí.

—¿Es que tengo que ocultarme?

—Eres un Slim.

—¿Y qué importa eso?

—Si han matado a tus hermanos, tratarán de hacer lo mismo contigo.

—¿A mis hermanos? ¿Cree que también a Luisa?

—No sería nada extraño.

—Está usted poniendo las cosas al rojo vivo, Thomas.

—Lo sé. Pero no hago más que pregonar lo que siento, que dar una opinión de lo que esas gentes me merecen. Es posible que me equivoque. Pero es necesario que camines con los ojos bien abiertos, que no seas tú, precisamente, el que vaya ciego a una muerte segura. No te fíes de nadie, muchacho.

—Lo haré. Quisiera conocer o hablar con alguien que arrojara un poco de luz en todo esto. No tengo amigos, como los tenía antaño. Todos los que me ayudaron, todos aquellos que eran mis consejeros, han muerto o han abandonado estas tierras en busca de otras más propicias. Estoy materialmente solo.

—Solo no.

—Ya sé que puedo contar con usted….

—Para todo, Slim.

—Estoy seguro de ello; pero usted tiene una misión muy importante que cumplir aquí. Se debe a este trabajo. Sin embargo, quizá pueda informarme de algunas cosas más. Usted debió conocer a una mujer, a una muchacha llamada Myrna Lowell. ¿Qué sabe de ella?

—¿Era amiga tuya?

—Era mi prometida.

Adams sonrió, burlonamente.

—¿Por qué se ríe? —quiso saber el sudista.

—Porque todas las cosas se ponen en contra tuya.

—¿Qué le ha pasado?

—Nada, que yo sepa.

—¿Hace mucho que no la ve?

—Ayer, sin ir más lejos.

—Está casada, ¿verdad?

—No. Pero se casará.

—¿Con quién?

—Adivínalo.

Slim permaneció pensativo.

Al cabo de unos segundos movió la cabeza indolentemente, diciendo:

—No caigo en quién pueda ser.

—Tu amigo Randall.

—¿Qué está diciendo?

—Lo que oyes.

—No es posible.

—Lo es. Por lo visto, ese tipo vino aquí a destruir todo cuanto te correspondía. ¿Recuerdas haberlo visto antes de ahora?

—Nunca oí ese nombre. Nunca tuvimos enemigos declarados, gentes que sintieran odio hacia nosotros.

—Entonces, Slim, no sé a qué atribuir todo esto. Lo que ha pertenecido a los Slim ha pasado a manos de ese sujeto. ¿Es un capricho del destino, una jugada fatal de tu propia fortuna? Nadie lo sabe. Lo esencial es que Randall es tu más encarnizado adversario, aun cuando ninguno de los dos os hayáis visto frente a frente. Y no tendrás más remedio que combatirlo con saña, si deseas recuperar, al menos, lo último que te queda: esa mujer.

—Usted me está incitando al combate.

—Te estoy poniendo en condiciones de saber cuál es la verdad y hasta dónde llega la responsabilidad de tu misión. He visto a Myrna ayer mismo, como te he dicho. Si estaba hermosa cuando tú la dejaste, hoy es una de las más bellas de toda esta comarca. Randall blasona, orgulloso, de tener pronto por esposa a la mujer más linda de la región.

—¿Y qué puedo hacer yo? Ella debe corresponderle.

—Ella creerá que fuiste muerto en la guerra.

—Pero no lo sabe con seguridad.

—¿Y qué importa? Hoy Randall es la principal fortuna de esta región. Conoces las mujeres, el dominio que en ellas ejerce el poder y el oro. Debe estar fascinada por ese granuja, demasiado viejo para una muchacha que empieza a florecer.

—¿Sigue viviendo en el mismo sitio?

—No.

—Tenían un rancho al oeste de donde se levantaba el mío.

—Lo tienen en otra parte, junto al Gunnison River, a unas millas del Black Canyon. Pero un rancho maravilloso, casi tan importante como el de Randall mismo. Este unificó las tierras de los ganaderos que vivían por aquella parte del país, y luego ofreció al padre de tu novia, que por cierto ha muerto, en un precio bastante bajo, toda aquella riqueza. Nos pareció a todos un convenio, una venta de la mujer a la que Randall aspira. Pero ella parece dispuesta al sacrificio, siquiera sea porque sólo vive su madre y debe velar por ella.

—No comprendo bien lo que quiere decirme.

—Es demasiado sencillo, Slim. Si Myrna se negara a ser la esposa de Randall, éste no tardaría mucho tiempo en arrojar a las dos mujeres de aquel rancho.

—Usted dijo que lo vendió.

—Ciertamente, pero deben existir cláusulas a cumplir entre ellos, en un convenio amistoso. Y puede que una de esas cláusulas sea la boda de Myrna con el ganadero.

—Puede que lleve razón. Ahora me alegro mucho de haber venido a verlo, Adams. Usted, en menos tiempo, ha abierto una mayor pista a todo esto. Debo comenzar por abajo, y, sobre todo….

—Sobre todo, no dejarte sorprender. Un paso en falso puede costar la vida de un hombre.

Slim sonrió.

Adams seguía como siempre.

Nada le haría cambiar su manera de ser, su forma de ver las cosas y de ajustarse a ellas.

—¿Tienes dinero? —preguntó, de repente.

Slim lo miró un instante.

Después bajó la cabeza.

—No tienes ni un centavo, ¿verdad?

—Usted lo ha dicho.

—Te haré un préstamo.

—No quiero que se moleste.

—He dicho un préstamo, Slim: un préstamo que me pagarás cuando ese rancho vuelva a tus manos, cuando hayas logrado desenmascarar a Randall.

—¿Y si cambiara de parecer?

—¿Qué quieres decir?

—Si tomara mi caballo y me olvidara de todo.

—Eso no lo harás nunca.

—Está muy seguro, ¿verdad?

—Como de mí mismo. A menos que hayas cambiado.

—Nunca podría cambiar mi manera de ser.

—La guerra te endureció mucho.

—Bastante.

—Te hará falta esa dureza para pelear. ¿Tienes bastante con cincuenta dólares?

—Me sobra.

—La tarea es larga. No pienses en trabajar mientras ese asunto dure. Nadie te abrirá los brazos cuando, muerto de hambre, vayas a pedir trabajo.

—Estoy seguro.

—Se encargarán Randall y sus secuaces de que esto suceda.

Entró en la habitación, de la que salió, trayendo con él una llave. Manipuló en la caja fuerte y sacó de ella algunos billetes de Banco, que depositó encima de la mesa.

—No digas a nadie que te los di.

—Callaré como una tumba.

—Y un último consejo.

—¿Cuál?

—No dejes que nadie te gane por la mano cuando tengas que utilizar ese cacharro.

—Lo tendré muy en cuenta.

—¿Quieres quedarte?

—No.

—¿Irás con Creig?

—No quisiera.

—¿Entonces?

—Iré por mi caballo.

—Lo tienes en el establo, ¿no es cierto?

—Sí.

—Tengo dos en la cuadra. Uno de ellos es excelente.

—Me parece demasiado abuso.

—Tómalo. Ya me lo devolverás. Pero antes quisiera saber a dónde encaminarás los pasos.

—Tengo que ver a una persona.

—A Myrna.

—Exactamente.

—¿Para qué quieres perder el tiempo?

—Necesito saber lo que piensa. ¿Dijeron algo de la boda?

—Se casarán la semana que viene.

—¿Qué día?

—El domingo.

Slim meditó un momento.

—Faltan tres días —dijo, secamente.

—Ella estuvo ayer de compras.

—¿Le habló?

—Desde que anda con Randall no habla con nadie. Debe tener de él esa consigna.

—Yo sí lo conseguiré.

—Ten mucho cuidado.

—¿Por qué?

—No olvides nunca a Randall y a sus secuaces. Olvidarlos es poner el cuello debajo de la rama, con el dogal por corbata.

—Le agradezco el aviso. ¡Hasta la visita, Adams!

—¡Buena suerte, amigo!

* * *

Joe Slim cruzó el pueblo sumido en el silencio.

La hora de la noche era avanzada.

Las puertas de las viviendas estaban herméticamente cerradas. Los establecimientos de bebidas habían echado afuera a los últimos parroquianos borrachos y las luces de sus llamativos anuncios también se habían apagado, como se habían apagado los faroles que unas horas antes iluminaran la calle Mayor de Cedar Creek.

La luz de la luna iluminaba el paisaje. Al oeste, la gigantesca mole de las Montañas Rocosas, la lejana Divisoria Continental, ofrecían un marco impresionante. Las estrellas reverberaban en el cielo y un airecillo frío azotaba el rostro del sudista, cuya mente estaba sumida en profundos pensamientos.

Pudo comprobar más tarde que el administrador de Correos no le había engañado.

Aquel caballo que montaba era un animal pujante, de largo paso, resistente y poderoso. Obedecía maquinalmente al dominio de su mano. Vio también que en la silla que Thomas Adams le había dejado había un rifle de repetición, uno de aquellos «Winchester» de cañón corto, cuya bala abría un orificio gigantesco cuando daba en un blando blanco.

Fue dejando a su espalda las casas de la ciudad.

A medida que el hombre se alejaba, aquellos pensamientos se fueron esfumando. Le escocían las palabras que había escuchado de labios de Adams, sobre todo las que se referían a la mujer en que él había puesto su cariño. El brillo del oro, la mejor posición social, la habían vencido. Y ahora era la prometida de aquel sujeto al que no conocía, pero que bien podía estar mezclado en la muerte de sus hermanos.

Las gentes del pueblo, los dos hombres con los que había hablado, le habían dicho que Luisa murió de una enfermedad. Él no quería cambiar esta suposición, porque bien pudo su hermana estar enferma, y esta misma enfermedad, la desesperación que debía haberse apoderado de ella, la hicieron abandonar el rancho, perderse en las montañas y perecer.

Ahora que recordaba detenidamente a Luisa, Slim estaba convencido de que su hermana era incapaz de suicidarse. Siempre la había visto jovial, cariñosa y alegre. Ni una sola vez pudo pasar por su mente la idea de abandonar su casa, sabiendo los peligros a los que estaba expuesta en las agrestes montañas y en la impenetrabilidad de sus grandes bosques. Y, sin embargo, según aseguraba Jack en aquella carta, que guardaba en el bolsillo, junto a los billetes de Adams, su hermana había sido traída del bosque, con las ropas convertidas en jirones.

No podía comprender aquello, por muchas vueltas que le daba a la cabeza.

El corcel avanzaba al paso corto.

Frente a él, las laderas de las montañas semejaban gigantescos fantasmas en la penumbra nocturna. Veía la blancura del camino, un camino cubierto totalmente de polvo, serpenteante, bordeado de tupida maleza. Y pensó que aquel era un lugar ideal para tender a un hombre una emboscada.

No tuvo una noción exacta del tiempo que duró aquella marcha.

Cuando se detuvo, al lado opuesto del río, sus ojos contemplaron la anchurosa pradera de pastos, al fondo de la cual se alzaban las instalaciones de una hacienda.

No dudó al considerarla.

Debía ser la que Randall había puesto a disposición de su prometida, mediante un extraño acuerdo con su padre. Y hasta pensó que, en una persona falta de escrúpulos, aquel rancho bien merecía un sacrificio como el que ella estaba a punto de realizar.

Quitó la silla al caballo, que trabó, dejándose caer junto a los árboles, sobre la manta de la silla. Durmió algún tiempo. Cuando despertó las rosáceas tonalidades del amanecer se columbraban por encima de los altos picachos de las montañas que tenía enfrente.

Ensilló al animal y avanzó hacia el sendero.

Allí se detuvo.

El tronco de los árboles lo guarecían contra las miradas ajenas. Ahora podía ver, con mayor claridad, con mejor juicio de causa, las instalaciones de aquel rancho nuevo, que nunca había contemplado hasta el momento presente.

Myrna Lowell podía estar orgullosa de él.

Montó de un salto y avanzó hacia las instalaciones.

Probó que el rifle estuviera dispuesto, así como el revólver que llevaba en la funda. Si estaba ella en el rancho era posible que pudiera evitar cualquier tropiezo; pero teniendo en cuenta las advertencias de Creig, y, sobre todas, las de Thomas Adams, no debía confiarse un solo instante.

Sus ojos se clavaron en las instalaciones que, a medida que acortaba la distancia que lo separaba de ellas, se perfilaban con mayor naturalidad. Vio a algunos hombres moverse junto a los grandes corrales que se extendían más allá de los heniles. Pero, al parecer, ninguno de ellos lo había advertido.

Dejó que el animal caminara libremente.

Dio la vuelta a la ancha cerca de alambres y pasó a través del portillo, esta vez de cara a la entrada de la hacienda.

Los hombres que se hallaban junto a los corrales se reagruparon, caminando hacia la explanada ante el porche.

Slim no detuvo la marcha del caballo. Sin embargo, sus ojos examinaban a cada uno de aquellos individuos, sin perderlos ni un momento de vista. Los veía con toda precisión y comprobó pronto que no todos eran vaqueros. Más de uno de los seis que estaban allí reunidos eran pistoleros. Lo adivinaba, no solamente por su traza, sino por la colocación de las armas que pendían de la canana, sujetas las fundas por una correa de cuero a los muslos.

Cansinamente echó pie a tierra, quedándose junto al caballo, sosteniendo en las manos las bridas. Uno de aquellos individuos adelantóse unos pasos. Lo miraba de la misma manera que se mira a un objeto raro, a una especie nunca apreciada. Sonrió, dejando al descubierto la doble fila de sus dientes amarillentos.

—¡Hola, amigos! —saludó el sudista.

—¿Busca algo, vaquero? —preguntó aquel sujeto, con soma—. No vaya a decirme que está buscando trabajo.

—No —negó el sudista con la palabra y con un movimiento de cabeza—. He venido a ver a una persona.

—¿Sí? ¿A cuál?

—A miss Lowell.

—A miss Lowell —repitió el sujeto, pasándose la mano por la espesa barba, áspera como las púas de un puerco espín—. ¿La conoce?

—Hace tiempo que la conocí. Trabajé en el rancho de su padre —mintió.

—Ella está muy ocupada ahora. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Creo que no.

—Entonces tendrá que venir otro día. Se acerca el momento de su boda con míster Randall y no le gusta que la entretengan.

—Soy un viejo amigo. Tengo necesidad de verla.

—Mejor será que se marche, amigo. Ya sabe cuál ha sido mi respuesta. ¿Acepta la proposición?

—Creo que no tendré más remedio que hacerlo.

Volvióse hacia el caballo, con ademán de montar en la silla. Pero se volvió con la velocidad de un relámpago, encañonando a aquellos sujetos con el «seis tiros».