CAPÍTULO PRIMERO
LA guerra había terminado.
Aquella noticia, recibida en el mismo campo de batalla, dejó suspenso, ofuscado, casi sin poder reaccionar, a Joe Slim. Casi no recordaba el tiempo que hacía que había abandonado la ciudad, que había corrido hasta el banderín de enganche para unirse a los que querían combatir por el Sur contra las tropas del Norte. Y, sin embargo, la hora del regreso había llegado.
A su espalda quedaban los campos totalmente destruidos, las ciudades convertidas en ruinas, centenares de muertos que se pudrían en las pantanosas tierras de la Louisiana y Georgia. Tras él quedaba el fantasma de una guerra que lo había mantenido alejado durante cuatro largos años de la suya natal, apartándolo de lo que eran sus quehaceres, su vida misma.
Y ahora, desharrapado, cansado moral y físicamente, regresaba.
Su mente trabajaba con rapidez. Quería recordar todo aquello que se había dejado en aquel territorio del Colorado; quería recordar a los suyos, a sus hermanos, a los hombres que siempre habían combatido a su lado en defensa de sus propios intereses. Pero de todo aquello sólo Dios sabía lo que quedaba en pie. Ni siquiera una carta había llegado a sus manos en los cuatro años terribles de la guerra.
Caminaba hacia su casa como el ciego que lo hace por una calle desconocida, sin saber lo que ha de encontrar a su paso, sin saber cuál será el resultado de su llegada.
Joe Slim parecía haber envejecido diez años en aquellos que había durado la lucha. Muchas veces, en las noches solitarias, junto a las posiciones batidas por la artillería enemiga, parecía haber visto en el resplandor de los incendios el rostro de ella, la extraordinaria belleza de sus ojos, la sonrisa de sus labios que no podía olvidar.
Pero de todo aquello era posible que no quedara nada para él.
Recordó entonces los nombres de algunos hombres con los cuales había competido cuando ella le aceptó como su novio. Aquellos hombres que en un tiempo fueron sus amigos, habíanse trocado en adversarios. Y él les había dejado el campo libre cuando se enroló en las filas de las tropas del Sur, creyendo cumplir con aquel acto un deber todo patriota.
Ahora, después de todo lo que había pasado, después de aquella guerra que los había conducido en línea recta hacia la derrota y la muerte, hacia la destrucción y la desesperanza, se daba cuenta que él, como muchos otros que se sintieron dominados por el influjo bélico de algo desconocido, no había hecho más que perder los mejores años de su vida en una tarea sin resultado positivo. Habían perdido la batalla. Era, para todos los del Norte y para todos los que simpatizaban con los abolicionistas, más que un rebelde, un hombre que había peleado con todas sus fuerzas para mantener enhiesta la bandera de la esclavitud. Y esto era algo que nadie le perdonaría jamás, como tampoco se lo perdonarían a los que habían combatido por la misma causa.
Cerca del repecho de una loma, Joe Slim acarició el cuello sudoroso del caballo. Sus ojos miraban con fijeza en dirección al oeste, hacia las grandes lomas tras las cuales serpenteaban las primeras estribaciones de las montañas, junto a las cuales discurrían las aguas del caudaloso río.
Parecíale el paisaje mucho más hermoso que nunca. Y sentía en su corazón una alegría extraña, algo que no acertaba a comprender, algo que no tenía una definición exacta en su vocabulario.
Habíase olvidado de las noches de vigilia, de los ratos amargos, soportando la vejación de los soldados norteños, arrojado, muchas veces, lo mismo que las ratas, de los lugares donde los soldados del Norte se refugiaban. Y ahora estaba en su tierra natal, aquella tierra del Colorado que tanto había añorado día a día, hasta completar la larga lista de cuatro años de sufrimiento y privaciones.
—Ya estamos llegando —exclamó, como si el caballo pudiera comprender sus palabras—. Ya estamos cerca de casa.
Golpeó cariñosamente el cuello del animal y lo obligó a caminar de nuevo. La senda era extraordinariamente estrecha, uno de aquellos caminos abiertos por los animales salvajes en la maleza y la aridez del terreno, muy poco frecuentado por los hombres.
Utilizaba los atajos salvajes para ganar tiempo, para ganar millas, para ganar días a la enorme jornada que se había impuesto desde el mismo campo de batalla, campo de su amarga derrota.
El sol estaba declinando. El enorme disco de fuego hundíase en el ocaso detrás de las enormes moles de las montañas, cuyas cimas aparecían cubiertas de nieve perpetua. El aire era más frío, moviendo los jirones de su uniforme confederado destrozado por la continua brega.
Slim pensó que debía cambiarlo en alguna parte, antes de llegar al pueblo. Esperaba que no lo reconocieran, que no recordaran en él a un vaquero que hacía cuatro años, en plenitud de su fortaleza física, abandonaba su tierra para ir a otras a defender los intereses de una nación que combatía. Ahora estaba arruinado moral y materialmente. Las fiebres tíficas hicieron de él un individuo macilento, de rostro fláccido, de manos membrudas, casi sarmentosas. Pero en sus facciones curtidas por todos los climas aún conservaba algo de su antigua belleza varonil, algo de lo que un día fuera.
Todos estos pensamientos arrancaron de los labios de Slim una sonrisa mordaz, casi burlona.
Estaba pagando las consecuencias de su falta de experiencia, las consecuencias de una juventud fogosa, que todo lo arrollaba. Ahora, con aquellos cuatro años de amarga experiencia, era un hombre distinto, un hombre nuevo, por lo menos en cuanto se refería al saber humano.
Había aprendido en aquel tiempo a ser ruin, duro, inflexible, aun cuando no olvidara nunca que se debía a la buena vecindad y al buen comportamiento con sus semejantes. Pero todo el mundo iba a su apaño. Nadie se sacrificaba por nadie, nadie se quitaba de la boca la comida para dársela a otro. La lucha por la existencia era dura y nadie mejor que él lo sabía. Por esta misma razón estaba dispuesto a luchar, a levantar lo que se hubiera caído de su rancho, de sus posesiones, de sus intereses, y comenzar de nuevo con mano firme, sin retroceder un paso ante ningún obstáculo. Le habían enseñado a combatir, a luchar, a ser un hombre duro. Y así se presentaría ante aquellos que pregonaron el ideal, pero que se echaron hacia otro lado cuando la patria los llamaba.
Sonrió de nuevo.
¿Qué entendían aquellas gentes de patria?
El egoísmo imperó siempre. ¿Por qué iba a ser distinto ahora?
Aceleró la marcha de su corcel. Tenía prisa en llegar. Necesitaba saber lo que había pasado, el porqué de aquel largo silencio que le había abrumado y que aún le seguía impresionando. Tenía que saberlo todo. Y en su fuero interno Joe Slim consideraba que no podía haber ocurrido nada bueno.
Cuando las estrellas comenzaron a encenderse en el infinito espacio celeste, avistó el pueblo que buscaba. Detuvo entonces al caballo. Una extraña sensación lo dominaba por entero.
Hacía tanto tiempo que no veía aquel pueblo que hasta se le antojó distinta su estructura. Incluso era posible que las gentes hubieran cambiado por completo, que muchos de sus habitantes le fueran desconocidos. De igual manera había cambiado la calle principal, aquella calle por la cual tantas veces él hizo correr a su caballo a galope o se enfrentó con un pistolero que tuvo la mala fortuna de desafiarlo.
Pero todo aquello era presa para el olvido.
Ahora empezaba una nueva vida, una vida peor, quizá, que la anterior, una vida de reorganización a la cual debía adaptarse en todos los conceptos. Y él estaba dispuesto a luchar.
Lentamente, con cansino paso, el caballo avanzó hacia la larga y ancha calle Mayor. Veía el jinete la luz de las farolas de petróleo, los anuncios luminosos de los establecimientos, el ir y venir de las gentes a aquella hora de principio de noche. Veía todo aquello con ojos nublados por el cansancio, la falta de sueño, la enorme preocupación que le atormentaba. Pero ningún temor lo detendría.
Cuando el animal comenzó a pisar la dura calzada, una emoción profunda lo dominó.
Sus ojos contemplaban a derecha e izquierda las nuevas edificaciones y las antiguas. Pero nada parecía sorprenderle tanto como el auge que había adquirido Cedar Creek en el tiempo transcurrido.
Los pasos del caballo, lentos, tardíos, le permitían contemplar a placer todo el trayecto. Observó que en la ciudad habían abierto sus puertas otros establecimientos de bebidas. Se dio cuenta de que había dos salas de juego y que las abacerías y otros establecimientos parecían haber prosperado enormemente.
Buscó la antigua posada, en la que algunas veces había pernoctado antiguamente. Sabía que se alzaba casi al lado opuesto de la población y que su dueño era Ralph Creig, un conocido suyo de antaño, un hombre, según había podido estimar en aquel tiempo.
Creig le proporcionaría, cuando se diera a conocer, lo que necesitaba para cambiar de atuendo. Hasta era posible que le informara de muchas cosas que necesitaba conocer.
Cruzó el pueblo de norte a sur y alcanzó el lugar donde se levantara la posada. Le pareció que ésta no había cambiado en su fisonomía anterior en el correr de los años y que tampoco su dueño podía haber desaparecido en aquel lapso de tiempo.
Bajó del caballo y sujetó las riendas a la argolla de hierro pendiente de la pared.
Luego, con movimiento de autómata, pasó al interior del edificio.
Llamó.
Un hombre apareció, poco después, ante él.
Debía tener más de cincuenta años. Caminaba encorvado y su rostro enjuto mostraba la huella indeleble de una vida dura, de una vida de sacrificios y de sobresaltos. Miró al recién llegado como si fuera un objeto raro, de arriba abajo, con sus ojillos grises e inescrutables.
—¿Qué desea usted? —preguntó.
—¿Sigue usted llamándose Ralph Creig?
—Que yo sepa, no he cambiado de nombre. Pero ya que me conoce, ¿quién demonios es usted?
—Llámeme Slim. ¿Me recuerda?
—¿Slim?
—Ese es mi apellido.
—Hubo muchos Slim en este pueblo, hasta no hace muchos meses. Ahora ya no queda ninguno, según tengo entendido. ¿Qué Slim eres tú? Espera, no me lo digas. Tú eres el que se marchó a la guerra, ¿verdad?
—Así es, Creig. Yo soy Joe.
—Menos mal que encuentro a alguien que sigue conociendo al viejo Creig. ¿Y cómo te va, muchacho? ¿Quieres decirme a qué has venido?
—Este es mi pueblo, ¿no es cierto?
—Lo es. Y haces bien en acordarte de que naciste aquí. Recuerdo que teníais un hermoso rancho, el mejor de todos estos contornos, al norte del Black Canyon.
—¿Es que no lo tenemos, Creig?
—Creo que no.
Slim se mordió los labios.
Una de las consideraciones que se había hecho Cuando empezó su odisea del regreso a Cedar Creek, había sido aquella; y ahora estaba viendo que no se había equivocado.
—Mi rancho ya no existe, ¿no es eso, amigo?
—No he dicho que dejara de existir.
—¿Es de otro, acaso?
Esta vez el posadero no respondió. Miró con fijeza a su interlocutor y le hizo una seña para que lo siguiera. Slim avanzó detrás de él. La posada no había cambiado en nada. Seguía en las mismas condiciones de siempre. La misma pintura de las paredes, la misma escalera con sus carcomidos peldaños que seguían hacia la planta inmediata, idéntico comedor y hasta los mismos cacharros empleados para los clientes. Lo malo sería si las camas eran las mismas, con sus chinches en el comienzo del verano, con las bandadas de moscas y tábanos en la época de la canícula.
No hizo ninguna advertencia a este respecto, porque su interés estaba bien centrado en las palabras de Creig. Su rancho seguía en el mismo lugar en que él lo había dejado unos años antes. Pero aquel rancho ya no era suyo, según podía comprenderse de las manifestaciones del posadero.
Creig le indicó un taburete y Slim se dejó caer en él cansino, vencido por el agotamiento. Levantó la cabeza y miró al hombre.
Este debió comprender su mirada, porque dijo:
—Ya no es vuestro rancho, Slim. Lo vendieron hace algunos meses.
—¿Quién lo vendió?
—Debió ser tu hermano Jack.
—¿Mi hermano? Jack sabía que no podía tomar ninguna determinación sin mi consentimiento. Él debía esperar hasta que yo regresara.
—Esperó cerca de cuatro años.
—¿Se cansó, acaso?
—Puede que se cansara de todo, menos de esperar tu regreso.
—No comprendo lo que quiere decir.
—Había muchos compradores para el rancho.
—No sabía que tuvieran tanto interés en mis tierras.
—Habían descubierto petróleo.
—¿Quién le dijo eso? ¿Lo vio?
—Lo comentaron cuando el joven Slim lo vendió, aun cuando yo nunca creí que eso fuera verdad. Le dieron dos cuartos por las tierras, por el ganado, por todo lo que había dentro de las edificaciones, y, de la noche a la mañana, Jack Slim desapareció sin dejar rastro.
—Jack desapareció sin que nadie lo viera, es cierto, pero…, ¿dónde está ella?
—Tu hermana murió.
—¡Dios mío! ¿Cuándo?
—Un mes antes de que Jack vendiera a Randall.
—¿De qué?
—No llegamos a saberlo. La verdad es que la muerte de esa muchacha y la desaparición de Jack dejó un ambiente extraño en este pueblo. Muchas mujeres, y ya sabes cómo son las mujeres, se preguntaron de qué había muerto la muchacha. Pero nadie supo dar una noticia exacta al respeto. Lo cierto es que aquellos dos Slim desaparecieron, como habías desaparecido tú, como un par de años antes desapareció tu tío Bill.
—¿También él?
—Le clavaron un par de onzas de plomo en el abdomen.
—¿Un asesinato?
—Los que lo vieron aseguraron que no. Lucharon y él perdió la partida.
—Me alegra que me dé detalles, aun cuando sean noticias demasiado amargas para mí. Creo que tendré que ir a ver a ese Randall para que me diga en qué condiciones mi hermano vendió el rancho.
—Es un asunto terminado.
—Pero creo tener derecho a saber algunos pormenores.
—Si él no quiere decírtelos por las buenas, tendrás que desistir por las malas.
—No le comprendo, Creig.
—Es muy fácil, muchacho. Sabe imponer su voluntad, si se le antoja.
—Me alegra saberlo. ¿Y cuáles son sus procedimientos?
El posadero sonrió. Miró al sudista de una manera dubitativa y repuso:
—Debes tener hambre y sueño. ¿Por qué no comes y descansas?
—No necesito dormir.
—¿Entonces?
—Comeré algo y me cambiaré de ropa, si es que tiene ropas a mi medida en alguna parte de la posada.
—Hay un almacén cerca de aquí. ¿Tienes dinero?
—Sólo unos dólares.
—Serán suficientes. Pobre regresas de la guerra, amigo, cuando en Cedar Creek se necesitan dólares, cuantos más mejor. Las cosas han cambiado mucho desde que te marchaste. Los precios han subido algo, no mucho, pero es cierto que la industria abarca mayores ramas, los que venden necesitan cobrar al contado y nadie se fía de nadie. Ya no hay la costumbre de antaño. Cualquiera podía comprar fiado en una abacería. Ahora no es fácil obtener crédito de nadie. En esto, Cedar Creek se ha vuelto mucho más implacable con sus gentes. Es la ambición, Slim, ¿comprendes?
—Creo comprenderlo bien, Creig. Pero no tengo más remedio que vestirme. Tenga el dinero y tráigame algo.
—Primero debes comer alguna cosa. Ven.
Slim lo siguió.
No experimentaba ninguna sospecha por aquel tipo, al que creía que estaba diciendo la verdad. Tampoco había razón alguna para que le mintiera, a él que regresaba de la guerra más pobre que una rata.
Llegaron al comedor.
Creig le sirvió un poco de comida, que Slim terminó antes de que el viejo posadero llegara a la puerta de la abacería en busca de las ropas para su huésped. Cuando volvió, Slim lo estaba esperando impaciente.
—Aquí traigo lo que necesitas —dijo, jovialmente—. Espero que todo te venga al pelo. —Y si no tendré que aguantarme. Venga.
Se cambió en una habitación inmediata.
Aun sin afeitar, con el rostro sucio, el hombre parecía totalmente distinto cuando apareció a los ojos del posadero, que celebró la metamorfosis. Luego, con voz pausada, dijo:
—Ignoro cuáles son tus planes ahora, Slim, pero me gustaría saber lo que vas a hacer… por el momento.
—Quiero indagar sobre todo eso que me ha contado.
—Sería mejor que lo dejaras para mañana.
—No me gusta esperar. No puedo dormir cuando tengo algo que hacer y lo demoro. —Tengo algunas cosas que contarte, cosas de la ciudad, muchacho. No puedes ir con los ojos cerrados por ahí, sin saber antes a lo que te expones. Las cosas han cambiado mucho en Cedar Creek, y es necesario que lo comprendas, que sepas a qué atenerte. —Tenía muchos amigos cuando me fui.
—Lo sé. Pero, ¿sabes si esos amigos continúan aquí? Han venido muchas gentes nuevas a la ciudad. Habrás comprobado que el pueblo aumentó mucho en los últimos años y que hay gentes que nunca has visto. De esas cosas quisiera hablarte largo y tendido.
—¿Por qué no empieza ya?
—No hablaremos aquí.
—¿No? ¿A dónde quiere que vayamos?
—Fuera de la ciudad.
Slim miró al posadero, sin saber el alcance de su proposición. Debió advertirlo el avispado sujeto porque dijo:
—No debes tener miedo, muchacho.
—No lo tengo.
—Ni preocuparte tampoco por mí. Te diré una cosa. Has visto cómo todo el mundo ha progresado en Cedar Creek menos yo. ¿Puedes explicarte eso?
—Tal vez sea porque usted demostró siempre poco apego a los negocios. Le oí decir en algunas ocasiones que con su posada tenía bastante. Han debido llegar nuevos hoteleros que lo han desplazado. ¿Estoy equivocado, Creig?
—Yo diría que no solamente equivocado, sino falto de sentido común.
—No quise ofenderle.
—Estoy seguro de ello.
—¿Por qué no progresó?
—Porque no puedo hacer nada. Me ataron de pies y manos. ¿Y sabes por qué?
—Me gustaría que lo dijera.
—Porque no quise transigir con la injusticia. Participé en algunos juicios en los cuales se juzgaron a vaqueros de la facción de Randall y serví de testigo. Los condenaron a penas sin importancia, aun habiendo sido comprobada su participación en robos de ganado. Una noche dispararon contra mí y a punto estuvieron de matarme. Desde entonces, jamás levanté la cabeza. No quise asistir a nuevos jurados y mucho menos ponerme delante de las gentes de Randall. No quiero tampoco que tú estés aquí, Slim.
—Nada tienen contra mí.
—Pero lo tendrán.
Slim lo miró fijamente.
—¿Qué sabe usted de importancia, amigo? —preguntó.
—La cabaña está en el bosque —fue la respuesta—. Emplearemos poco tiempo en llegar a ella. Allí tengo provisiones y un par de camastros mejores que los que hay en esta posada. Nadie sabe que voy por allí en algunas ocasiones y nadie va a espiar lo que hablemos. ¿Quieres aceptar esa hospitalidad, Joe?
—Creo que no tengo ninguna otra opción. Estoy arruinado y me debo a su hospitalidad, aun cuando no me gustara aceptarla.
—Llevaremos los caballos.
Creig se encaminó hacia la puerta. Tomó de detrás de ésta la llave de hierro que encajaba en la cerradura, y cerró con un golpe, echando dos vueltas de llave. Luego, colocándose al lado del sudista, dijo:
—Saldremos a ese callejón.
—¿Por qué tantas precauciones?
—No me interesa que nos vean juntos.
—Creo que tendrá sus razones especiales.
—Las tengo. Y de mucho peso.
—Está bien. Me está usted intrigando demasiado, Creig, y creo que la desaparición de mi hermano tiene mucho de que hablar. Usted ha dicho que no sabe nada y es posible que diga la verdad, que admito. Pero tengo en el magín la idea de que debo cerciorarme de muchas cosas. Puede que la investigación de este asunto me lleve a la conclusión de que tengo en Cedar Creek más enemigos de lo que había calculado en un principio, pero debo exponerme.
—Un hombre debe exponerse cuando lucha por algo positivo.
—¿Y no es positivo saber dónde y de qué manera se apropiaron de mi rancho?
—Para todo el mundo fue una buena inversión por parte de Randall, el hombre más poderoso de la comarca. Debes seguir ese mismo ejemplo para evitarte complicaciones, aun cuando investigues por tu cuenta.
—No le comprendo, a veces, Creig.
—Me comprenderás cuando llegue el momento. Ahora lo importante es largarnos de este lugar. ¿Alguna nueva objeción?
—Creo que solamente debo hacerle una.
—Pues hazla pronto.
—No me gusta esconderme de nadie.
—Tampoco a mí.
—Lo que vamos a hacer es escondemos.
—Eso es lo que tú crees. No vamos a escondemos más que de una sola persona: De Buck Randall. Y te conviene hacerlo. Lo que haya habido a partir del momento en que se compró el rancho de los Slim, nadie lo sabe. Sin embargo….
—¿Qué?
—Andando.
Tomó el caballo de la brida y avanzó con paso rápido, seguido del sudista. Unos minutos más tarde desaparecían entre los árboles, como dos sombras, dejando a su espalda la iluminada ciudad.
Mientras caminaba, Slim íbase haciendo infinidad de conjeturas. No sabía por dónde comenzar, aun cuando estaba seguro de que la clave de todo aquello se hallaba en manos de Creig.