Capítulo VII
SLIM escuchaba en silencio las manifestaciones de aquel hombre.
Desde la oscuridad, sin dejarse ver por el pistolero, lo observaba detenidamente. No le era posible ver sus facciones con naturalidad, pero veía su figura, inmóvil, con las manos en alto.
No dejó de apuntar a su enemigo con el rifle. Poco a poco fue saliendo de la penumbra, de entre los matorrales que, junto al tronco de los árboles, formaban un inmenso bosque.
Drew pudo verlo ahora. Pero no lo reconoció.
—Te has equivocado —recalcó el sudista—. ¿En qué?
—En mi escapada.
—¿Por qué te has equivocado?
—Porque pensaba hacerlo sin que nadie me detuviera. Y ahora….
—Crees que has fracasado, ¿verdad?
—¿Acaso no?
—Has ganado el cincuenta por ciento de esa fuga, Drew.
El pistolero miró hacia donde estaba la silueta de aquel hombre desconocido para él y creyó que no estaba seguro de lo que oía.
—Creo que eres un enemigo encarnizado de todos los que forman parte de la cuadrilla de Randall. Y sólo los Slim podrían odiar de esa manera a toda esa banda de indeseables.
—Acaso yo sea uno de ellos.
—¿Un Slim?
—Puede.
—Los he visto morir.
—¿También a Jack?
—Me quedé con los caballos cerca del desfiladero, de la misma manera que con el último de los Slim. Pero no intervine directamente en ninguno de esos asesinatos. Puede que esta manera de conducirme fuera demasiado significativa para que Laws y, sobre todo, Hodiak, desconfiaran de mi actitud.
—Conoces bien a esos hombres, ¿verdad?
—Creo que sí.
—¿Qué puedes decirme de Laws?
—Que es un tipo que sólo ambiciona el dinero. Sería capaz de venderse al demonio con tal de alcanzar una fortuna.
—Un asesino redomado, ¿no?
—Digamos mejor un hombre sin escrúpulos. Es ese tipo de sujeto que a Randall le viene como anillo al dedo, una clase de individuo que no retrocede jamás en sus planes, cuando se ha impuesto uno.
—¿Y Hodiak?
—Ése es comida aparte.
—Peor aún.
—Bastante más.
—Has vivido con él algún tiempo, según se desprende de tus manifestaciones.
—Desde que llegué al seno de esta cuadrilla. Antes de reunirme con Randall y sus gentes, yo era distinto.
—¿Un hombre honrado?
—Si no honrado, a carta cabal, podía considerarme un ser normal. ¿Quién no ha robado algunas reses para procurarse algunos dólares con los cuales llenar de comida el estómago? Pero ésos solos eran mis delitos. Me ofrecieron una buena prima por cada trabajo, aparte de un sueldo mensual de cuatrocientos dólares. Era una oportunidad que no podía rehusar y la aproveché. Sin embargo, debo ser sincero….
Se detuvo de repente.
La luz de la luna iluminaba el rostro del hombre que estaba frente a él. El cañón del rifle continuaba apuntándole al cuerpo.
—¡Slim! —exclamó. Y pareció tambalearse, ante aquella impresión recibida.
—No soy un ser del otro mundo —repuso el sudista, con voz fría—. Estaba vivo cuando me echaron al fondo del Gunnison y pude salvar la piel. Es posible que viva por milagro, porque las intenciones de Laws no eran las de dejarme con vida. Tengo razones sobradas para mataros a todos. Sin embargo….
Guardó silencio unos segundos.
Y avanzó algunos pasos, hacia el petrificado pistolero, agregando:
—Sin embargo, quiero hacer una excepción contigo, Drew.
—¿Vas a perdonarme el pellejo?
—¿Por qué no?
—A veces no entiendo a los hombres, Slim. Tienes motivos para matarme, lo mismo que a los demás. ¿Por qué ese cambio de actitud?
—Puedes llamarlo capricho. Dime algo más de Hodiak.
—Tendré una oportunidad, ¿verdad?
—Te la estoy dando.
—Creo que tendré que agradecértelo siempre. Cuando haya terminado, me iré lejos de aquí. Iba camino de mi rancho.
—No lo hagas.
—Tenía que recoger mis cosas.
—Y puede que recogieras en el camino un par de onzas de plomo. ¿Oyes?
Drew miró hacia la lejana revuelta del camino. Por un momento, concentró toda su atención en el casi imperceptible ruido que producían los cascos de un caballo.
—Alguien viene —dijo, con voz ronca.
—Puede que sea Laws.
—¿Cómo lo sabes?
—Ellos te vieron dudar. Por dos veces has tratado de estar lejos de los asesinatos cometidos por esos indeseables. Y esto quiere decir que desconfían de ti.
—No es motivo para que me sigan ahora. Pudieron hacerlo antes.
—Estabas en el pueblo, ¿no?
—Había estado junto con Hodiak, Laws y algunos de sus hombres.
—Se han dado cuenta de que has desaparecido.
Drew permaneció silencioso.
Reaccionó de repente.
—Es posible que lleves razón —dijo.
—Sígueme entonces.
—¿A dónde?
—Recoge las riendas de ese caballo y apártate del camino. Dejaremos que pase ese hombre.
Drew se apresuró a obedecer.
Los dos se internaron entre la maleza y los árboles.
Unos metros más allá de la estrecha senda que cruzaba el bosque, de cara al camino ganadero, hicieron alto. Aquella parte de la curva estaba iluminada por la luna.
—Ahí viene —dijo Slim, de repente.
Drew miró en aquella dirección.
—Es Laws —murmuró con voz ronca—. Podría abatirlo desde aquí de un tiro.
—Déjalo que siga.
—Se dará cuenta pronto de que no he llegado al rancho.
—Eso es lo que quiero.
—¿Para qué?
—Para que te busque.
Drew miró a Slim, sin acertar a comprender lo que tramaba.
—Ignoro lo que pretendes con eso.
—Que se aparte del rancho y de Cedar Creek, fuera de la compañía de sus secuaces. Me interesa atraparlo.
Drew no respondió. El jinete cruzó ante ellos, velozmente, inclinado sobre la silla del animal, para perderse, a los pocos segundos, en la distancia.
—Siéntate —ordenó el sudista. Le señaló el tocón de un pino, junto al pequeño claro del bosque.
El pistolero obedeció. También Slim tomó asiento cerca de él.
—Ignoro lo que tenías que recoger allí —dijo, con voz pausada—, pero entiendo que te interesa mucho más poner tierra de por medio. Las Montañas Rocosas son un buen refugio para hombres que huyen como tú. Y nadie te seguirá.
—No tengo un centavo en los bolsillos.
—¿Esperabas que te pagaran?
—Creo que no me habría atrevido a solicitarlo.
—Entonces, Drew, lárgate de aquí en cuanto amanezca, o cuando creas que estás en libertad de cruzar esa distancia que te separa de las montañas. Me refiero al corazón de las Montañas Rocosas. Sólo de esa manera estarás libre.
—Eso quiere decir que tú me dejas ir. ¿No es cierto?
—Puedes continuar el camino. Sin embargo, quisiera que respondieras a la demanda que te hice antes.
—¿Sobre Hodiak?
—Cuéntame lo que sepas de él.
—Sabes que es un asesino, un hombre duro.
—Hay algunas cosas más que me interesa conocer de él.
—No sé nada de su vida íntima.
—Sus relaciones con las mujeres.
Drew sonrió burlonamente.
—Creo que no podré decir más que lo que ya te he dicho. De todas maneras, Hodiak presumió siempre de conquistador. En algunas ocasiones exteriorizó sus fanfarronadas diciendo que, amorosamente, ninguna mujer se resistía a sus persuasiones. Alguien, precisamente Laws, le hizo saber si era de aquellos que utilizaban la soga y la montaña para dominar a las doncellas raptadas. Hodiak lanzó una carcajada y aseguró que aquel procedimiento nunca lo había puesto en práctica, pero que quizá lo pusiera alguna vez.
Drew se detuvo de repente.
Estaba serio, con el rostro congestionado por una terrible expresión.
—No quiero pensar que haya podido hacerlo con ella.
—¿Con quién, Drew?
—Con Luisa Slim.
Joe guardó silencio.
Aquella misma sospecha había caído sobre su ánimo, pero no había tenido valor para decirlo. Drew, en cambio, sí. Por esta misma razón él había buscado la oportunidad de que el bandido hiciera una afirmación como la presente.
—¿Crees que sería capaz? —preguntó, con acento ronco.
—Hodiak es capaz de todo lo malo.
—Eso me basta, Drew. Después de esto, fácil es concretar que Randall es otro lo mismo que ellos. Hay algo, sin embargo, que no acierto a comprender.
—¿Qué es, Slim?
—Myrna Lowell. Ignoro por qué esa mujer se ha atado a ese hombre.
—Todo lo que tienen se lo debe a Randall. De alguna manera tenía que pagarle ese favor. Y está dispuesta a casarse con él.
—Olvidó pronto la promesa que me hizo.
—Era fácil que lo olvidara.
Drew miró a su alrededor, recelosamente.
—Creo que podemos irnos —dijo el sudista. Y se alzó, echando a andar por la senda, seguido a corta distancia por el pistolero. Unos minutos más tarde se detenía, tomaba el caballo y, juntos, el sudista y el pistolero, avanzaron a través del boscaje, hacia el camino general.
Un par de millas más al oeste, en sentido opuesto a Cedar Creek, Drew se despedía de Joe Slim. Por un momento, el sudista lo vio galopar, amparado por la luz del astro nocturno. Luego, murmurando algunas palabras incomprensibles, hizo dar media vuelta al animal, tomando el camino de la ciudad.
Mientras cabalgaba, infinidad de pensamientos acudían a su memoria. Trataba de olvidar los instantes más amargos de su existencia, pero no podía, por mucho esfuerzo que estaba haciendo.
Todo cuanto había escuchado desde el momento en que llegó a la comarca de Cedar Creek formaba un compendio de sangrientas hazañas, una enciclopedia de lo que era el odio, el rencor, el ansia de fortuna, la ambición desmedida de unos degenerados que, al amparo de su causa por los destinos del Norte, habían hecho su agosto, habían alcanzado un límite de prosperidad, reseñado y avalado por actos sanguinarios, faltos de sensibilidad y de respetos humanos.
Lamentaba en su propio concepto el haber sido negligente, el haber creído que no había razón alguna para que los hombres lo trataran con ese desmedido rencor, con esa ansia de exterminio, como lo habían tratado a él, como habían tratado a todos los miembros de su familia. Estaba seguro de que, incluso su tío Bill, muerto de un disparo por la espalda, lo había sido a manos de los esbirros, de los pistoleros de Randall. Ya no podía caberle duda de lo que aquel hombre, desconocido aún para él, era capaz de llevar a cabo.
Sin embargo, aún le quedaba una conformidad: luchar y desenmascararlo.
No podía permitirse el lujo de ser sincero con aquellos cuya sinceridad no existía; no podía tener piedad ni clemencia con los que no conocían el concepto de estas maravillosas palabras. Y de sus manos, de su acción, de su hombría, debía salir el castigo y la muerte para aquellos que no habían respetado ni la vida ni la propiedad ajenas.
Entre todo aquel cúmulo de pensamientos, de ideas negras, prevalecía la que más daño había ocasionado a su amor propio, a su dignidad: la muerte de su hermana. De cómo habían sucedido los acontecimientos que originaron esta muerte, él no tenía la menor idea.
Las palabras de Drew acababan de infiltrar un enorme rayo de luz en sus pensamientos acerca de estas consideraciones. Hodiak podía haber empleado muchos medios contra ella. Incluso la cuerda y la cabaña aislada en la sierra.
Al llegar a éstas, que para él parecían conclusiones, un odio poderoso lo dominaba. Las espuelas herían los ijares del caballo. Y una sensación de terrible malestar inundaba su alma.
Pasada la medianoche alcanzó la ciudad.
Slim encaminóse en línea recta, ocultándose de los pocos transeúntes que deambulaban por la calle Mayor, hasta el establo y cuadra de alquiler. Allí encontró, como de costumbre, a Creig. El hombre estaba durmiendo y la llamada del sudista lo despertó.
Restregándose los ojos, salió a su encuentro.
Al reconocerlo, mostró en su rostro la sorpresa.
—¡Rayos, Slim! Pensé que estabas muerto. Oí decir que te habían liquidado.
Estas últimas palabras se le escaparon, porque pareció titubear.
—¿Quién dijo eso? —preguntó, mirándolo, fijamente.
—No hagas caso de lo que diga.
—Tengo que hacerlo, Creig, porque intentaron matarme. ¿Dónde y a quién se lo oyó decir?
—Creo que era uno de la partida de Randall.
—¿Aquí en Cedar Creek?
—En la taberna.
—¿Conocía al hombre que lo dijo?
—Lo he visto muchas veces, pero no recuerdo haber oído su nombre.
—Está bien, Creig. Tenga cuidado de mi caballo. Puede que lo necesite en un momento dado y quiero que mantenga abierta la puerta del establo, por una necesidad perentoria.
—¿Es que va a ocurrir algo… desagradable, Slim?
—Pienso que pueden ocurrir muchas cosas. ¿Ha visto usted a Hodiak por aquí?
—¿Hodiak? No; hace tiempo que no lo veo.
—¿Ha salido usted hoy de este establo?
—He estado paseándome por el pueblo casi toda la tarde. No he visto a ninguno de la banda de Randall.
—No sabe cuánto me alegra la noticia.
—¿Por qué?
—Estoy cansado y no tengo gana de meterme en líos.
—Acabas de decir que pueden ocurrir acontecimientos imprevistos.
—Todo es posible, Creig.
—Randall y sus hombres son demasiado fuertes….
—¿Demasiado fuertes?
—Para un hombre solo como tú.
—Aunque esté cargado de razón, ¿verdad?
—La razón no es la que cuenta en esta comarca, amigo mío. Es la fuerza de las armas la que manda y establece un código distinto de los demás. Luchas sin amigos, sin protección, sin….
—Usted es amigo mío. Al menos, así lo pensé siempre.
—Lo soy, Slim, sin duda alguna.
—Y yo le agradezco esa amistad. Cuando un hombre está solo, cualquiera que se le acerque ofreciéndole su amistad, es algo que no puede valorarse. Usted es uno de los pocos que tengo.
—El otro es el administrador, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—También es un gran amigo mío.
—Pensé que casi no se conocían.
—No digas eso, muchacho. Thomas Adams es un buen hombre y juntos hemos cabalgado muchas veces. Sobre todo cuando aseguraba que el correo en la diligencia era detenido por elementos desconocidos. Nunca pudimos atrapar a los que llevaban a cabo esta labor, si es cierto que lo hicieron.
—Thomas no opina como usted.
—¿Que no opina lo mismo? ¿De qué?
—De esa amistad.
—Debo ser sincero. Hace algún tiempo que no nos visitamos.
—No me importa lo que haya pasado entre ustedes.
—No tiene ninguna importancia. Puede que fuera porque siempre declaré en contra de los rufianes de Randall.
—Comprendo. Es usted un buen ciudadano, Creig.
El dueño del establo sonrió.
Slim cambió con él algunas frases más y se despidió.
Cuando caminaba por la calle, pegado a las edificaciones, sus pensamientos eran embarullados. No acertaba a comprender la actitud de Creig y no tenía un juicio de causa concreto para poder valorar la manera de obrar del sujeto, de la gravedad que para él podían tener las consecuencias de un engaño, engaño que podía colocarlo nada menos que en manos de sus enemigos.
Y si esto volvía a suceder, estaba perdido.
Parecía recordar las palabras de Adams cuando te habló de Creig. Él no tenía fe en aquel sujeto. Y debía seguir las mismas directrices marcadas por el administrador del correo.
De que en la ciudad no quedaba nadie de la banda de Randall, era posible. Laws estaba ausente, así como Drew, quien caminaba en aquel momento hacia el corazón de las Montañas Rocosas, en busca de la salvación. Hodiak podía haberse marchado también con los demás sujetos de su banda, por lo menos, con aquellos que gozaban de su estrecha consideración y confianza.
Sin embargo, no se confió.
Su plan de acción estaba detenidamente estudiado.
No había más que un camino: luchar y matar, para salvarse.
Detúvose antes de llegar a la esquina que comunicaba con la calle Mayor. Allí examinó el revólver. Luego, sus ojos buscaron ansiosamente el establecimiento de bebidas del que Drew le había hablado en algún momento de su larga conversación.
Observó el rótulo luminoso: «El ocaso indio». Debajo de aquel rótulo, el nombre de su dueño, casi borrado, por lo que no pudo ni siquiera deletrearlo. Y la verdad era que poco le importaba cómo se llamase.
Ansiosamente, pero con redoblada cautela, avanzó.
Una voz interior parecía decirle que Creig no sabía nada acerca de la cuadrilla de Randall, que no había visto a sus secuaces, porque no se había movido de su cuadra de alquiler, so pena que estuviera engañándolo, cosa también muy probable.
Por ello caminó silenciosamente, ocultándose con las sombras de las edificaciones.
Le pareció extraño que el establecimiento no hubiera cerrado sus puertas aún. Y eso demostraba que todavía los parroquianos estaban jugando y bebiendo, prolongando una velada de por sí demasiado larga.
Pasó de una acera a otra. Cruzó por delante de la casa del abogado que había entendido en el asunto de la venta del rancho.
Recordó entonces la conversación que mantuvo con él.
Unos metros antes de alcanzar la puerta del local, hizo alto.
Templó sus nervios. No podía permitirse el capricho de ser sorprendido de nuevo, por la sencilla razón de que entonces sería una bala, no una caída al río, lo que acabaría con su vida.
Sin embargo, debía arriesgarse.
Llegó junto a la amplia ventana y miró a través de los cristales empañados. Pasó la mano por uno de ellos, el círculo suficiente para poder mirar al interior del local. Solamente estaban en él, junto con el dueño, varios hombres. Sintió una extraña emoción al reconocer a uno de ellos: Ranking.
Era el que le había azotado sin piedad.
La mano, maquinalmente, posóse en la culata del «seis tiros».
Podía empezar por aquel granuja a hacerse justicia a sí mismo. Sin embargo, cuando llegaba cerca de los batientes, el estampido de un disparo de rifle lo detuvo. La bala pegó contra una de las hojas de madera.
Slim se arrojó al suelo, comenzó a girar sobre sí mismo, hasta alcanzar el bordillo de la acera. Antes de que hubiera llegado a él, por dos veces el mismo rifle escupió plomo, rebotando las balas en el pedregoso suelo o sobre las tablas de la acera, sin herirlo por milagro.
Allí casi se incorporó.
Saltó hacia las ruinas de una de las viviendas cercanas y echó a correr hacia ellas, ocultándose en su interior.
No obstante, jadeante, trémulo por aquel gigantesco esfuerzo que le había salvado la vida de momento, se colocó de rodillas junto a una de las aberturas entre el muro de adobes y miró al exterior. No vio a nadie. Ni siquiera una sombra sobre la cual disparar o intentar hacer blanco.
El rifle no tronó. No hacía falta que hiciera fuego de nuevo para que el sudista comprendiera que lo estaban esperando, que habían acechado su paso y que aprovecharon el momento en que iba a entrar en el saloon para matarlo por la espalda. Ni siquiera tenía noción del por qué la primera bala no lo atravesó de parte a parte.
Trató de serenarse. Y lo logró en poco tiempo, volviendo a su acostumbrada serenidad. No hacía falta pensar, devanarse la sesera, para saber quiénes eran aquellos que estaban al acecho.