Capítulo V
HUBIERA sido inútil insistir para que la muchacha le dijera algo que pudiera marcarle la pauta de aquella lucha que él presentía. Myrna no estaba dispuesta a decir nada, aun cuando el vaquero parecía seguro de que la muchacha conocía, aunque no fuera con todos los detalles, algunas de las bajas maquinaciones de aquel ganadero que había llegado a la región de improviso, convirtiéndose en el rey del ganado.
Ella debía estar en el secreto de algunas cosas: pero el compromiso que parecía unirla a Randall sellaba sus labios.
Por esa razón el vaquero no hizo caso alguno de la mujer que caminaba a su espalda. Debía empezar por otro camino. Debía atacar sin piedad a los que consideraba sus más encarnizados adversarios, aun cuando le guiara también el temor de una posible equivocación. Había visto lívido el rostro de Hodiak cuando le recordó a su hermana, cuando le habló de ella en aquellos términos. Y puede que en aquella palidez hubiera mucho de la verdad que presentía.
Sin embargo, necesitaba estar seguro.
Llegaron a las afueras casi del Black Canyon.
Myrna estaba cansada. También lo estaba el vaquero. Y le presentó el caballo para que lo montara.
En todo el tiempo que duró aquella marcha de regreso, no cambiaron ni una palabra. Sólo cuando Slim se detuvo, señalándole la estrecha senda que conducía, una milla más allá, al rancho de ella.
—Podrás alcanzarlo pronto —dijo—. No es necesario que yo vaya.
—¿Vas a dejarme aquí? —reprochó ella.
—Eres una mujer valiente, decidida. Nada te pasará.
—Está bien, Joe Slim; creo que nunca más nos volveremos a ver.
—Tal vez no.
Espoleó al caballo y se alejó.
Cuando trepó a lo alto de la loma, sus ojos contemplaron la silueta de ella, allá a lo lejos, que se encaminaba hacia su rancho.
Le dolía haber terminado con Myrna de aquella manera, porque una de las cosas que le habían inducido a volver era ella. Pero ella estaba comprometida con un ganadero rico, con un hombre que dominaba por completo la región que un día, aún no muy lejano, había sido libre.
Pero así eran las cosas de la vida.
Debía regresar a Cedar Creek, encontrarse de nuevo con Thomas, conocer algunos detalles que el administrador del correo quizá supiera. No tenía prisa. La hora de la tarde en que ésta moría se acercaba. Y dentro de poco iba a ser de noche.
¿Cuántas horas había estado con Myrna? Ni siquiera podía suponerlo.
Habían perdido mucho tiempo en el camino. Sólo sabía que el día estaba en su mitad cuando llegaron a la vieja y abandonada cabaña del Black Canyon.
Aceleró la marcha del caballo.
Cubrió en poco tiempo la distancia que lo separaba de la ciudad. Buscó algunos atajos, a través de los cuales la distancia fuera menos larga, aun cuando los caminos eran mucho más ásperos, más difíciles de recorrer.
Cruzó una quebrada y entró en un desfiladero.
De repente, algo cayó sobre él.
Sin saber cómo se vio lanzado al suelo, desde la silla, golpeando con el cuerpo el duro camino, quedando aturdido por espacio de algunos segundos. Y cuando trató de incorporarse, alguien, a pocos metros de distancia, le apuntaba con un rifle.
La voz de aquel sujeto se oyó con toda claridad.
—¡Ya lo tenemos, muchachos!
Varios jinetes salieron de la penumbra del desfiladero.
Slim, desde el suelo, casi no podía ver sus rostros, ocultos por el ala ancha del «Stetson». Pero creía reconocer la voz de aquél que había hablado.
—Lanzaste bien el lazo —repuso uno.
—Esa es mi especialidad. ¿Vas a ahorcarlo aquí mismo?
—Quiero que lo vea Randall. Se muere de curiosidad por conocer al último de los Slim. Podéis atarlo y echarlo sobre el caballo. Iremos al rancho.
—¿A cuál?
—Al nuestro, imbécil.
—La muchacha no nos equivocó.
—¡Cállate de una vez!
Slim se vio levantado a empujones.
Ni siquiera se daba cuenta de lo que estaba pasando.
Las palabras de aquel sujeto le habían llegado a lo más profundo de su corazón. Myrna había denunciado a los del rancho su posición. Y aquéllos le habían tendido una emboscada.
Ignoraba cuánto peligro encerraba todo aquello. Casi se sentía contento de que lo hubieran detenido, de que lo llevaran preso a alguna parte. El necesitaba saber de una vez a qué había de atenerse.
¿Cuáles eran las razones de Randall para poder atentar contra su vida?
Randall ni siquiera lo conocía.
* * *
La noche había cerrado por completo cuando llegaron a las inmediaciones del rancho. Algunos hombres salieron al encuentro de los recién llegados. Una voz dejóse oír entonces, y Slim la reconoció como la de Sam Hodiak.
—¿Dónde lo cazasteis? —preguntó.
—En el último desfiladero, camino de la ciudad.
—Llevadlo dentro.
—¿Piensas avisar a Randall?
—Uno de vosotros debe ir al rancho.
—Iré yo mismo, Hodiak.
—De acuerdo.
Slim se vio desmontado de la silla, llevado hasta el interior de la vivienda, atado con la fuerte cuerda del lazo. Algunos hombres estaban sentados alrededor de la mesa, en la pieza principal de la edificación. No había ninguna mujer presente.
Slim contempló el rostro curtido de Hodiak. Vio sus ojos resplandecientes, casi inyectados en sangre.
—Nunca pensé que pudiéramos vemos tan pronto —dijo, con acento burlón—. Y, sin embargo, esa es la triste realidad para ti. ¿Queréis atarlo a esa viga?
Algunos de sus hombres obedecieron.
Joe no opuso resistencia.
Sabía que estaba en manos de gentes sin escrúpulos, pero quería saber hasta dónde eran capaces de llegar. Todo su esfuerzo radicaba en tener una revelación, una idea, por vaga que fuera, de que su hermano Jack no había vendido libremente su rancho, sino que había sido obligado a ello, que había sido asesinado por aquellos miserables, como probablemente también lo fue su hermana.
Hasta que esta revelación no se produjera, no podía atacar a gentes que podían ser completamente inocentes de lo que él presumía.
Lo que le habían dicho de ellos no probaba nada. La desaparición de Jack tampoco ponía en claro ciertos detalles.
Ahora, cuando estaba en manos de aquellos hombres, comenzaba a ver claro.
¿Debía esperar aún?
Se sintió atado a aquella viga.
Oía las palabras de Hodiak hablando a sus gentes, dándoles órdenes.
Por fin, volvióse hacia él.
Había en su rostro una mueca de burla, de desprecio, cuando dijo:
—Nunca debiste volver a esta tierra, Slim.
—Tenía que hacerlo —repuso el sudista.
—Nada te sujeta ya a ella.
—Eso es cuestión mía, ¿no crees?
—Es cuestión de todos. Tu hermano vendió ese rancho. Búscalo a él y pídele cuentas de sus actos.
—¿Dónde está?
—Nadie lo sabe. Cobró y se largó de aquí, sin dejar rastro.
—¿Qué dices de mi hermana?
—La conocí casi accidentalmente. Nada tengo que ver con su muerte.
—No respondiste eso cuando te acusé.
—Me tenías encañonado con un revólver. Entonces creí que era mejor callar. Ahora puedo decírtelo.
—La encontraron con el vestido destrozado, muerta, en medio de las montañas.
—Eso no es cierto. ¿Quién te lo dijo?
—Mi hermano.
—¿Jack?
—Recibí una carta suya.
—Estás loco. Jack aseguró que no sabía de ti. Le habrías escrito de haberte escrito él.
¿Por qué no lo hiciste? Está muy claro, Slim; porque no recibiste ninguna.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso interceptaron el correo?
—Estás demente, muchacho. Nadie se atrevería a eso.
—Nadie que no tuviera interés en hacerlo. La carta que mi hermano me escribió no salió de este pueblo. Me la dieron cuando llegué.
—Estás mintiendo.
—Digo la verdad.
—¿Dónde está esa carta?
—La tengo encima y puedes leerla.
Hodiak avanzó hacia él, registrándole los bolsillos de la chaqueta. En unos segundos sacó el sobre, extrajo el papel y lo leyó.
—Esto significa una acusación.
—Contra vosotros.
—Una mentira, Slim.
—¿A quién debo creer? Jack era mi hermano.
—Pero él perseguía el valor total del rancho. ¿Es que no lo comprendes?
—Jack jamás hubiera hecho eso.
Hodiak pareció reflexionar unos segundos. Después, con gesto duro, exclamó:
—Puede que esta carta no sea auténtica.
—¿Piensas que la falsificaron?
—¿Acaso es imposible?
—Conocía la letra de él.
—Mejor es que conozcas bien a quien te la entregó.
—Quien lo hizo merece toda mi confianza.
—¿Quién fue?
Slim sonrió.
Se daba cuenta de que aquella manera de proceder desenmascararía a aquellos hombres, pero, al mismo tiempo, se condenaba él mismo. Si, como presumía, las gentes de Randall habían hecho desaparecer a Jack, tratarían por todos los medios de cerrarle la boca a él, de exterminarlo, como habían exterminado al otro, siquiera fuese para garantizar su impunidad. Por ello no dejó de observar, detenidamente, el rostro del bandido.
Hodiak se había acercado aún más a él. Continuaba sosteniendo en su diestra la carta de Jack Slim. Miraba a su prisionero con ojos turbios, con el odio y la ira retratados en su semblante.
Los demás hombres de su banda permanecían silenciosos, a pocos metros de distancia. —¿Quién te la entregó?
La pregunta fue recia, con un acento de amenaza latente.
—Un amigo —repuso Slim, con voz grave.
—¿De Cedar Creek?
—Es posible.
—¡Responde como es debido a mis preguntas!
—Ya lo estoy haciendo. ¿Por qué te interesas por ese sujeto?
—Es pura curiosidad.
—¿No será otra cosa, Hodiak?
—Jack aseguró que ni una sola vez te había escrito. Tampoco tú. Por esto me temo que esta carta sea un timo. Dime quién te la dio y sabremos si es verdadera o no.
—No sé cómo se llama ese hombre.
—¿Y dices que es amigo tuyo?
—Eso es.
Hodiak lanzó una imprecación.
Los músculos de su rostro se alteraron.
—Nunca hice azotar a un hombre para que dijera lo que tenía que decirme —repuso, fríamente—. Tampoco quisiera hacerlo contigo, Slim. Sólo quiero el nombre de ese sujeto para traerlo aquí, para que diga si es verdad o mentira lo que esta carta contiene. Debes tener presente que Randall y sus hombres tienen muchos enemigos en la comarca.
—Si los tienen, es porque se los han ganado.
—O porque Randall supo hacer una fortuna inmensa, con la mitad del esfuerzo de los demás.
—¿Robando?
Hodiak lanzó un juramento, abofeteando al prisionero.
—No consiento que nadie llame ladrón a Randall en mi presencia. Y menos tú, sudista. Slim se mordió los labios.
Experimentó el gusto salado de la sangre que brotaba de sus labios, reventados por el golpe. Oyó las maldiciones soeces de Hodiak, la cadena de maldiciones que brotaban contra él. Si no era un asesino, un ladrón, un pistolero despiadado, ¿por qué tenía que llegar a aquel extremo?
Esto parecía revelarle lo que él estaba temiendo.
Hodiak lo aferró por el cuello de la camisa, gritando:
—¡Di el nombre de ese tipo, pronto!
—No lo sé.
—¡Ranking!
—Aquí estoy —repuso el aludido.
—Haz hablar a este testarudo.
Slim fijó sus ojos en el rostro del hombre llamado Ranking. No recordaba haberlo visto hasta el momento presente. Pero su catadura, sus modales, la fría sonrisa de su boca, todo en él atestiguaba a un peligroso hombre de pistolas.
Caminó hacia la pared de troncos del interior del comedor del rancho y descolgó de la pared un lazo de embreada cuerda. Debajo de él había un látigo, uno de aquellos látigos empleados por los mayorales que conducían diligencias a todo lo largo y ancho del país. Retrocedió algunos pasos.
Hodiak empujó la mesa hacia un rincón de la estancia, tratando de dejar espacio libre para que Ranking pudiera moverse a placer. Slim lo observaba, apretados los dientes, seguro de que nada podía hacer para evitar aquel castigo.
Había cometido una grave falta en contra suya, denunciando la existencia de aquella carta, cuyo contenido se había aprendido de memoria. Pero tenía que correr el albur. Y lo había corrido, sin duda alguna. Ahora, las reacciones de aquel hombre, el mismo odio y rencor que parecían brotar de sus ojos, lo denunciaban como un posible adversario, como un asesino y un ladrón en contra de los Slim.
Esto era lo que él necesitaba saber.
Y estaba a punto de conseguirlo.
Ranking se había retirado el espacio de terreno suficiente para descargar los golpes del látigo embreado. Lo chasqueó con varios golpes secos, que restallaron en medio de la pieza. Luego, remangándose la camisa, miró con fijeza al reo, diciendo:
—Eres testarudo, ¿verdad?
Joe no replicó.
Contemplaba ahora a Hodiak. Sus labios se movieron, antes de que el primer golpe restallara contra su cuerpo. Y exclamó:
—No me había equivocado, Hodiak. No eres más que un embustero, un ladrón y un criminal. Y vosotros robasteis el rancho a mi hermano. Vosotros….
No pudo continuar.
Un poderoso golpe del látigo le hizo enmudecer. Rechinó los dientes con fuerza, como si fueran a romperse, y lanzó algunas imprecaciones sordas. Ranking volvió a atacarlo, con mayor denuedo que antes. A cada golpe de aquel látigo Slim apretaba con más fuerza los labios, sintiendo enormemente que de sus labios brotara un grito de dolor.
No tenía miedo a aquellas gentuzas, aun cuando estaba seguro ahora de que todos sus deseos se cifraban en matarlo, en hacerlo desaparecer, como lo debieron hacer con su hermano Jack. Y por esta misma razón, por conseguir dejar en el anónimo al hombre que le había hecho revelaciones de aquella carta, se hallaba dispuesto a ir a la tumba sin pronunciar su nombre.
Sin embargo, el suplicio a que estaba siendo sometido era infernal. De haber tenido un instante de tiempo, de libertad, habría caído sobre aquellos miserables hasta exterminarlos, hasta acabar con todos ellos. Pero se daba cuenta ahora de que había obrado demasiado a la ligera, de que había confiado en que sus enemigos fueran lo suficientemente honrados para presentarse ante él cual eran, aun cuando después se desarrollara entre ellos una pelea a muerte.
Sin embargo, acababa de pecar de ingenuo.
Puede que los avatares de aquella lucha mortal en la guerra pasada, hubiera dulcificado considerablemente el odio a no matar. Sin embargo, se da cuenta, quizá demasiado tarde, que la lucha que estaba entablando en aquel momento era mucho más difícil, más terrible que cualquiera de las que había librado en los campos de batalla.
Ni siquiera la mujer a la que había amado, a la que esperaba encontrar a su regreso esperándolo, rogando a Dios por su vida, había sido lo suficientemente constante para darle aquella alegría. Ella misma parecía haberse vuelto contra él, haberse puesto al lado de sus mortales adversarios.
Sintió que sus párpados se cerraban, que todo a su alrededor tomábase negro, impenetrable. Y dejó de sentir los golpes de Ranking, manejando el látigo contra su cuerpo.
Para aquel hombre, la transición del sentido a la pérdida de la sensibilidad de cuanto le rodeaba, había sido un maravilloso momento. No le ardían las carnes laceradas por la correa embreada, ni oía el rumor de las maldiciones de Hodiak cuando pedía más fuerza en los golpes que Ranking propinaba, quizá con el anhelo de hacerle pronunciar el nombre de quien le había entregado la carta de su hermano.
Cuando abrió los ojos no estaba ya en el edificio del rancho.
Las gentes de Hodiak, quizá obedeciendo órdenes del pistolero, lo habían sacado de la edificación. Era todavía de noche, aun cuando no sabía, a ciencia cierta, el tiempo que llevaba en aquellas condiciones.
La luz de la luna le iluminaba el rostro. Abrió los ojos de nuevo.
Los hombres que se habían constituido en sus centinelas, al parecer, estaban a pocos metros de aquel lugar. Tenían encendida una pequeña fogata y se hallaban sentados a su alrededor, conversando animadamente.
Las palabras llegaban hasta el herido, aun cuando no concretaba su significado.
Un sexto sentido le hizo permanecer inmóvil, sin demostrar a sus enemigos que podía verlos y escucharlos. Lo tenían junto al tronco de un árbol y sus manos y sus pies estaban fuertemente atados.
Poco a poco, la lucidez se hizo dueña de su mente. Veía con mayor naturalidad. No podía comprender lo que estaba diciendo, aun cuando no sabía por qué razón debían estar haciendo comentarios respecto a él.
Uno de aquellos individuos se levantó.
Por un momento miró hacia el estrecho camino que se abría junto a la maleza. Luego, pasados algunos segundos, lo miró a él y luego a sus camaradas, diciendo:
—Este tipo no vuelve en sí. Ranking debió pegarle demasiado fuerte. Hasta es posible que lo haya matado.
—Nada se habría perdido con eso —repuso otro.
Estas palabras no escaparon de los oídos del prisionero. No recordaba el acento de aquella voz y comprendió que muchos de los bandidos de Hodiak habían permanecido silenciosos todo el tiempo que duró su castigo. Por esto no sabía cuáles eran, aun cuando poco le importaba ahora.
—Debes echarle un jarro de agua fría —dijo el que había hablado en segundo término—. Si no reacciona al momento, es que está más muerto que mi abuela.
—No hay agua más que en el fondo del «cañón». ¿Por qué no lo arrojamos a él?
Después de todo, seguirá el mismo camino que el otro.
Aquellas frases dejaron sorprendido al sudista. ¿Eran una revelación?
Aun cuando así lo consideraba, no se movió de su sitio, no movió uno solo de sus músculos. El tipo que se había levantado avanzó hasta colocarse a pocos pasos de él y lo examinó detenidamente.
—Parece muerto —dijo con fúnebre acento.
—Si está muerto, peor para él —anunció el segundo pistolero.
—Hodiak debe decir lo que hacemos con él.
—Ya lo ha dicho.
—Arrojarlo al «cañón», pero…, ¿cuándo?
—Al amanecer.
—¿Atado?
—No.
—Hay mucha agua ahí abajo. Se ahogará si es que de verdad está muerto.
—O para nadar si es verdad que está vivo.
—¿Vas a quitarle las cuerdas?
—Sí.
El individuo pareció mostrar su desagrado con algunas interjecciones que no hicieron mucha gracia al que los mandaba.
—¿Tienes algo que oponer? —dijo éste.
—No se me había ocurrido por qué Hodiak quiere que se le mande al fondo de ese «cañón» sin cuerdas.
—Es muy sencillo; las gentes considerarán que es un asesinato. Yendo desatado, pueden considerarlo como un accidente.
—Un accidente con la espalda destrozada, ¿verdad?
—Es posible que Hodiak no reparara en ello —arguyó el otro, cabizbajo—. De todas maneras —agregó, con acento firme—, lo importante es que esté muerto. Randall se alegrará de que le hayamos quitado al único que podía venir a reclamarle ese rancho, el mejor rancho de cuantos se levantan en esta comarca.
Aquellas manifestaciones hicieron que el prisionero se estremeciera.
Una vez más, sus puños, sujetos por aquellas recias cuerdas, se apretaron con una furia indomable; una vez más comprendió que estaba perdido, que había cometido la peor torpeza de su vida al querer averiguar un asunto con su calma acostumbrada, de buena manera, sin emplear, como ellos debían haber empleado siempre, la violencia.
Impotente, inmóvil como si fuera una piedra, tragó trabajosamente. Jack debía haber confiado, como él acababa de hacerlo. ¿Y qué había pasado después? Que Jack ya no existía, que Jack debía descansar en alguno de aquellos «cañones», comido por los buharros y los buitres.