12

Otra ducha.

La mañana.

Sol.

Silencio.

La camisa limpia le sienta bien. Los calcetines, lavados la noche anterior, todavía están ligeramente húmedos, pero se los pone igual. La sala, con las Nereas fotografiadas, lo acoge con una sensación de falso hogar.

No es una casa para vivir.

Es una casa para estar.

Follar.

Bueno, en todas las casas se folla o te dan por el culo.

Se prepara algo en la cocina. Un vaso de leche fría. Come un poco más de pan de molde y queso. Espera. ¿A qué hora se despierta una mujer que ha terminado rendida por las lágrimas? ¿A qué hora se despierta una mujer que probablemente vive la noche más que el día? ¿A qué hora la vida penetra en un cuerpo como el suyo?

Quizás mejor sería largarse ya.

No.

No puede.

Necesita saber algo más de Mario Montfort.

Examina los discos. Buen jazz. Muy bueno, aunque picotea un poco de aquí y de allá, sin excesivo criterio. Los maestros junto a algún advenedizo.

¿Y si Nerea no despierta hasta mediodía?

Se mueve como un león enjaulado.

Camina hasta su habitación. Entreabre la puerta sin hacer ruido. Ella duerme boca abajo, silueteada por las líneas horizontales del sol que se cuela por la persiana a medio subir o medio bajar, según se mire. Lleva un pijama blanco, muy blanco, calzón corto y la parte superior. El culo es muy redondo; las piernas, muy largas; el cabello le cubre media cara. No es tan distinta de Yoly, piensa. Las dos son mujeres de bandera, piensa. Las dos decidieron que su vida tenía un precio, piensa. Destila morbo, piensa. Todo en ella fluye hacia el deseo, piensa.

Cierra la puerta y regresa a la sala.

Pone música, muy muy baja.

El piano de Art Tatum desgrana «Out of Nowhere».

Hola.

Se ha puesto la misma bata corta del primer día.

Hola.

¿Qué hora es?

Tarde.

Lo siento.

Va descalza. Ahora sí le ve los pies.

Y le gustan.

Mucho.

Se pasa una mano por los ojos, con naturalidad. No le importa que él la vea así.

No quería irme sin más.

Claro.

Anoche no me describiste a Mario Montfort, ni me dijiste dónde puedo encontrarlo. Solo dijiste que era alto, chulo, macarra y de treinta y muchos.

Tiene el pelo negro, demasiado negro para ser natural. La nariz ligeramente desviada a la derecha. La mandíbula cuadrada. Los ojos algo juntos. Las cejas espesas. Una cicatriz en la frente, pequeña pero suficiente. Yoly me habló de la Central, en Via Laietana.

¿Sabes si está casado o si vive con alguien?

Yoly me dijo que vivía solo.

¿Dónde?

Ni idea.

Me las apañaré.

¿Te vas ya?

Sí.

Se muerde el labio inferior y con la mano derecha presiona su brazo izquierdo. Está perdida. No sabe qué quiere.

Volveré.

¿Cuándo?

Cuando sepa algo.

¿Y si no averiguas nada?

Lo averiguaré.

Es su confianza la que la serena.

A esta hora la mujer que limpia el piso de Yoly ya debe de haber encontrado el cuerpo, se estremece. ¿Y si la policía…?

No son tan rápidos.

Pero me llamarán.

Diles la verdad en cuanto a ese día: fuisteis a comer, al gimnasio, y luego ella volvió a su casa. ¿Tienes coartada?

Sí.

¿Alguien de quien puedas dar un nombre?

No.

¿Eres buena actriz?

¿Por qué lo preguntas?

Con ellos debes fingir, así que se trata de lo mismo. No hace falta que le diga quiénes son «ellos». Y llora. Llorar siempre es bueno. Cualquier poli querría que lloraras en su hombro.

¿Amaneces siempre tan capullo?

Solo cuando paso la noche en casa de una mujer sin tocarla.

Vale, vete.

Recoge la chaqueta y pasa por su lado. La última mirada es de cristal.

Mientras espera, cerca de la Central de policía, examina la lista de números telefónicos extraída del móvil de Yoly. Hace un intento con los más utilizados, además del de la Agencia Stela, que ya conoce.

¿Dígame?, pregunta la primera voz.

Blanca, su madre.

Corta.

Residencia Aurora, ¿dígame?, pregunta la segunda voz.

El lugar en el que tiene internada a su abuela.

Perdone, me he equivocado.

Llama a un tercer número, pero sabiendo quién va a responderle.

¿Sí?

No soy un capullo, le dice.

Ya.

¿Trabajas esta noche?

Silencio.

¿Nerea?

No, no trabajo. Y aunque tuviera algo, no podría. ¿Dónde estás?

Esperando a Mario Montfort.

Estás loco.

No, pero me da igual.

Suerte.

No abras la puerta a nadie, por si acaso.

Eso, dame ánimos.

Solo es precaución. Chao.

Chao.

Mario Montfort sale de la comisaría casi dos horas después. Alto, chulo, macarra. Sí. Camina como si la calle fuera suya. Pisa como si las baldosas y el asfalto los hubieran puesto para él. Va solo. Mueve los hombros de un lado a otro al andar, oscilando igual que un péndulo debido a sus zancadas, más largas de lo normal. Debe de ser inspector, por lo menos. El traje es elegante a lo Corte Inglés. Emidio Tucci. O sea, elegante para lo que es él. Alto, chulo, macarra. Sí. Lo sigue desde el otro lado de la calle, pero no va muy lejos. Se mete en un restaurante. El camarero lo recibe con una sonrisa. Tiene mesa. Él no. Mientras Mario Montfort come como un señor, a él le toca la barra. Una ensalada y pescado. El policía en cambio es de tres platos, y pan. No prueba el vino. Se toma su tiempo y cuando sale, feliz, regresa a la comisaría. Otra hora de espera. Nada. Mario Montfort no parece estar dispuesto a pisar la calle ese día. Mario Montfort, el tipo alto, chulo y macarra que le complicó la vida a Yoly, ha decidido que hoy Barcelona no lo necesita. Por suerte, Barcelona parece tranquila, tal cual, sin la histeria de saberse vulnerable. Claro que Barcelona a lo peor no lo sabe. No sabe que hay tipos como Mario Montfort que velan por ella. Todas las

ciudades son femeninas. Son «las ciudades». «Las» o «la». En cambio, todos los cabrones son masculinos. «Los» o «el». Otra hora más. El día que empieza a perderse.

Suena el teléfono.

Nerea.

¿Qué hay?

La mujer de la limpieza está enferma. Hoy no ha ido a casa de Yoly.

Calibra la información.

Bien.

Me han llamado de la agencia. Yoly tenía una cita esta noche. La están buscando.

Hotel Majestic, a las siete. Cena y noche. Renan.

¿Cómo sabes eso?

Me dieron el mensaje a mí.

Sonia está perdiendo facultades.

¿Quién es Sonia?

La que coordina el trabajo en la agencia.

¿Y quién manda?

La señora Claudia.

Dame la dirección.

¿Por qué?

Por si acaso.

¿Sigues con Montfort?

Sí.

¿Frente a la Central?

Día perdido.

Tengo un regalo para ti.

Nerea empieza a sorprenderlo.

¿Ah, sí?

Su dirección.

¿Cómo la has conseguido?

Yoly me comentó que desde la ventana veía la entrada de los cines Verdi, en Gràcia. Lo he recordado hace un rato. He ido hasta allí y ha bastado con ver los buzones de las casas.

Bien…, suspira.

Le da el número. Lo memoriza. Hora de dejar la vigilancia frente a la comisaría de policía. Hora de las sorpresas.

Gracias, Nerea.

Ni siquiera sé por qué lo hago.

Yo sí.

Primero, a su piso, a buscar un arma.

La escoge pequeña, manejable, limpia.

Se cambia de ropa. Se deja la camisa que le ha dado Nerea. Lo hace por cortesía. Se pregunta quién se la habrá dejado en su casa. O si es nueva, para una emergencia. Las preguntas son siempre molestas cuando surgen, rebotan de un lado a otro de la mente y mueren de inanición en el suelo del cerebro. Molestan porque dejan un poso, una mala digestión.

Primero Yoly, ahora Nerea.

Un mundo peligroso.

Lo sabe.

Bien que lo sabe.

Sobre todo cuando el deseo estalla, cuando la libido emerge, cuando la bragueta se mueve porque el pájaro se inquieta.

En la calle detiene un taxi.

Cines Verdi.

No voy a poderle dejar delante, ¿lo sabe?

Sí, lo sé.

Bien, señor.

Allá va.

La casa es típica del barrio, pequeña y antigua, aunque ahora Gràcia se haya vuelto cosmopolita, rutilante, peatonal. Un barrio que ya no sabe a pueblo, sino a microcosmos urbano y luminoso, con tiendas de lujo compitiendo por espacio junto a los restos de los viejos comercios, remozados para el siglo XXI. Alrededor de los Verdi pululan los amantes del cine con sabor, en versión original, mezcla de jóvenes con ideas propias y residuales amantes mayores del séptimo arte. Hablan, entran, salen. Representan el lado más amable de la Barcelona abierta.

Les da la espalda.

Tiene que entrar en la casa, en el piso. El piso de un inspector de policía.

Un poli cabrón.

Corrupto.

No hay portera, hay timbres y un interfono. No se arriesga a llamar a ningún piso. Espera. Dos pasos arriba, dos pasos abajo. Espera. Espera hasta que la puerta se abre y por ella aparece una mujer que rebasa la mediana edad. Calcula la distancia, los movimientos. La mujer pasa por su lado y la puerta sigue cerrándose despacio. Tiene tiempo de meter el pie y colarse dentro.

Si Yoly veía los pisos desde la ventana, entonces se trata del entresuelo.

Y lo es.

Lo pone en el buzón.

Sube el tramo de escaleras, comprueba la puerta. Tres cerraduras. Y de seguridad. Nada que hacer. Toca vigilia.

Mario Montfort puede regresar a su piso a las tantas.

O no hacerlo.

Da lo mismo. Toca vigilia. Está acostumbrado. Todos sus cadáveres han requerido tiempo, y siempre lo ha tenido.

Menos ahora.

No puede quedarse en el rellano.

Sube al último piso.

Una puerta da al terrado, y no está cerrado con llave.

Asomado a él, se ve la calle.

La calle por la que, tarde o temprano, aparecerá el poli.

Lo peor de las esperas son los pensamientos.

Otra vez.

Yoly, que sigue en su bañera, cubierta de sangre, fría.

Nerea, que sigue en su casa, cubierta de miedo, caliente.

El señor Gonzalo le mandó matar a una inocente.

Y todo por un poli cabrón, cabrón, cabrón.

Los minutos son muy largos cuando de lo que se trata es de una cuenta atrás.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac.

Ocho y doce minutos.

Ahí está.

Alto, chulo, macarra.

Con su bamboleo, sus pasos largos, su tempo.

Sale del terrado y regresa a la escalera. Cuatro plantas más abajo escucha el ruido de la puerta del piso al cerrarse. Desciende despacio, con los músculos en tensión, por si aparece alguien más. Llega al entresuelo y coge la pistola.

Llama al timbre.

Mario Montfort puede preguntar quién es.

Pero no lo hace.

Es un poli.

Un poli con una maldita placa.

La puerta se abre y la mano armada cruza el umbral.

El cañón se incrusta en la desguarnecida frente.

Bizquea.

Pero ¿qué…?

Todo es muy rápido, mucho. El paso al frente, la mano armada que sube y baja al encuentro del rostro. El impacto. El gemido que se confunde con el sonido de la puerta al cerrarse. La caída al suelo, como un fardo. El segundo golpe. El tercero. La primera sangre.

Mario Montfort ya no es alto, ni chulo, ni macarra.

Se va.