5
El vaso de leche con Cola Cao sabe diferente. Los dos cruasanes saben diferentes. El aire sabe diferente.
Tiene el sabor de Yoly en la boca.
Su saliva en el paladar.
Su cuerpo en la memoria.
Su alma en la palma de la mano.
¿Dónde es el funeral?, oye la voz de Tomás.
¿Qué funeral?, refunfuña él.
Menuda cara. ¿Una mala noche?
No.
La noche perfecta, piensa.
Y de vuelta a la realidad, remata.
Necesita a John Lewis, a Art Pepper, a Bill Perkins, a Miles Davis, a Charles Mingus, a John Coltrane, a Charlie Parker, a Max Roach, a Sonny Rollins, a Art Tatum, a Dizzy Gillespie, a Lester Young, a…
Incluso un poco de blues.
Oh, sí, los tristes blues que suben por la espalda, se meten en la cabeza, bajan hasta el corazón y explotan en el vientre, donde más duele, porque dejan sin aliento.
Oh, nena, nena,vamos a hacerlo.Esta noche, sí, nena,vamos a hacerlo,hasta que nos rompa el alba,hasta que muramos de placer,hasta que nos alcancela muerte.Esta noche, nena, sí.Esta noche.
Tomás.
¿Qué?
¿Cuánto llevas casado?
Veintisiete.
Sonríe y suelta un bufido de sarcasmo.
La edad de Yoly.
Las putas casualidades de la vida.
¿Y qué tal?
Bien.
¿Solo bien?
Coño, que son veintisiete.
¿Sigues enamorado?
Supongo que sí.
¿Solo lo supones?
Es lo que hay.
Y lo que hay es lo que hay.
Exactamente.
Tomás se aparta. Otro cliente que le pide un pincho de tortilla. Las hace buenas. Su mujer las hace muy buenas. Tortillas y
veintisiete años. El bar de Tomás es una prolongación de su casa. Lástima de la tragaperras. Lástima de que a veces a un imbécil todavía le dé por fumar. Lástima que los días de fútbol el local se llene de fanáticos.
Todas las lástimas no son más que una.
El dolor.
¿Y si llama al señor Gonzalo para que lo haga otro?
Eso sería malo.
Muy malo.
Perdería su confianza y algo más.
Y el que matase a Yoly no lo merecería.
Tiene que ser él.
Sentir su cuerpo cálido por última vez.
Él y solo él.
Se lo debe.
Ya ha visto el piso, estudiado el edificio y la calle, calibrado las oportunidades. No ha de dejar huellas. Ni siquiera podrá orinar, aunque tire de la cadena.
Falta el momento.
En el aire suena «The Shoes of the Fisherman’s Wife Are Some Jive Ass Slippers», de Charles Mingus, incluida en el LP tardío Let My Children Hear Music («Deja que mis hijos escuchen música»), del año 72. Pero el tema lo compuso en el 65, para ser interpretado en el Festival de Jazz de Newport, aunque nunca llegó a ejecutarlo.
Charles dijo que era su mejor disco.
En 1972, antes de la crisis del petróleo de 1973, todo era bueno.
¡Dejad que mis hijos tengan música! Dejad que escuchen música en directo. No ruido. ¡Mis hijos! ¡Haz lo que quieras con los tuyos!
Charles Mingus.
Ahora están todos muertos.
Se recuesta un poco más en la butaca, pero tiene el cuerpo desnudo de Yoly en la cabeza. Escucha el poderoso bajo de Mingus, pero oye la voz de ella. Tiene las manos vacías, pero aún siente la carne dura entre sus dedos.
Y el sexo.
Todo él es sexo después de haber hundido el suyo en su coño.
Cuando acabe con el disco le tocará el turno a John Coltrane.
A Love Supreme.
Oh, Coltrane.
De noche los sueños son turbios.
Se agita en la cama, ametralla las visiones, despierta, las dos y diecisiete, Yoly encima, Yoly debajo, el poder de un momento que ya le ha hundido la daga de la eternidad en la memoria, allá donde se guarda todo, allá donde todo se hace omnipresente para volver y volver y volver, yendo del placer a la agonía, las tres y veintinueve, el reloj de dígitos rojos que alumbra en la habitación, boca arriba, boca abajo, duermevela, misterio, sangre, gritos, la polla en su boca, el coño en la suya, y cara a cara, viéndose sin creerlo, descubriéndose con susto y pasmo y sorpresa, las cuatro y nueve, sudor, agitación, más Yoly, muerta, muerta, muerta, las cinco y cuarenta y siete, más Yoly, viva, viva, viva, pero ahora está con el señor Gonzalo, y con el poli sin rostro, y con toda Barcelona haciendo cola en su apartamento mientras él espera para matarla, asesinarla con una pistola, un cuchillo, sus manos, sí, sus manos alrededor del cuello, la muerte más pasional, viendo cómo se extingue, despacio, y hablándole, lo siento, lo siento, lo siento, las seis y catorce, las seis y treinta, las siete y trece, las siete y cincuenta y tres, las ocho y veinte, las ocho y cuarenta, las nueve…
De noche los sueños son turbios.
De día la realidad es amarga.
Dura.
Pesadilla real.
Está de mal humor, de mala gaita, de mala leche, de mal de todo.
Ha estado con muchas tías y de pronto…
¿Qué?
¿Por qué ella?
¿Por qué Yolanda Arias Velasco?
La puta vida que puede cambiar en un puto momento.
Pasa por delante de su casa.
Estudia de nuevo el terreno.
¿O es una excusa?
Calcula el movimiento urbano, la densidad de tráfico por la mañana y por la tarde y por la noche. Calcula hasta la intermitencia de los semáforos más próximos. Calcula el flujo vecinal.
Ella no aparece.
O duerme mucho, o no está, o anda de un lado para otro trabajando.
Trabajando.
Cabrones hijos de puta con dinero que pueden pagar algo así.
Algo como ella.
Cabrones hijos de puta como el señor Gonzalo.
Y el poli.
¿Por qué el poli?
¿La pilló en algo y es la forma que tiene ella de pagarle para que no la meta en la cárcel?
Tendría sentido.
Otra vigilia.
Hasta que la ve salir.
Yoly camina por Ganduxer hacia Mitre. Los hombres vuelven la cabeza a su paso. Las mujeres vuelven la cabeza a su paso. Los hombres admiran. Las mujeres miran. Yoly camina ajena, el cabello libre, gafas oscuras, paso firme. No viste como una diosa, pero es una diosa. Su traje es sencillo; su cuerpo, no. La ropa es discreta; sus movimientos, no. Calza zapatos bajos, lleva la falda por encima de las rodillas, cuelga un bolso relativamente grande por encima de su hombro, levanta una mano y el mundo se detiene. El taxi también. Se cuela en su interior, iluminándole la vida al taxista, y él apenas si tiene tiempo de detener otro, pillado de improviso por lo rápido del gesto.
Siga a ese taxi.
El hombre lo mira con recelo.
¿Policía?, pregunta.
Marido, dice él.
¿De la que ha subido?
Así que el taxista también la ha visto.
Sí.
Ya.
Un «ya» explícito.
¿Por qué no le ha dicho que era policía? Mejor que un marido que sigue a su mujer. Eso implica cuernos.
El taxista se concentra, pero de tanto en tanto sigue observándolo por el espejo retrovisor.
Mitre, Ronda del Mig, Travessera de Les Corts, el campo del Barça, calle Arizala…
Los taxis se detienen. Los dos bajan. Yoly camina Arizala abajo, por la izquierda, hasta que alcanza un portal discreto. No parece la casa de alguien que pueda pagar lo que vale. Y no lo es. Entra con su propia llave. Él espera cinco minutos. Luego va tras sus pasos aprovechando que la puerta se abre de nuevo. Sale una mujer. Se cuela en el vestíbulo y examina los buzones.
Tercero segunda.
Blanca Velasco.
Blanca.
La mujer de Gabri.
Yoly ha ido a ver a su madre.
Así de simple.
Regresa a la calle y detiene un taxi en la misma puerta.
Blanca Velasco era una chica guapa y dulce. Merecía algo más que un Gabriel Arias. Cuando Gabriel Arias se la presentó, Blanca Velasco era Blanquita y él ya era Gabri. De eso hacía una eternidad. Todos eran jóvenes. Gabriel Arias había embarazado a Blanca Velasco con diecinueve años. El día que fueron al Tibidabo, Yoly tenía cinco y ellos veinticinco. De eso hacía veintidós años. Gabriel Arias se había marchado a la Eternidad y ahora Blanca Velasco vivía en la calle Arizala con más o menos su misma edad, cuarenta y siete años. Probablemente Blanca Velasco seguía siendo guapa, aunque menos dulce. Probablemente Blanca Velasco viviera con otro hombre. Uno que se recreaba la vista cada vez que su hijastra aparecía por casa.
Coño, Gabri…, suspira.
¿Diga, señor?, pregunta el taxista.
Nada, perdone, pensaba en voz alta.
Eso es malo. El taxista sonríe.
Acabo de escaparme de un frenopático.
Su humor no siempre es bien entendido.
Háblame de tu madre.
Murió.
Eso ya lo sé.
Entonces…
¿Te quería?
Supongo que sí.
¿Solo lo supones?
Era mi madre.
¿Qué recuerdas de ella?
¿A qué viene esto ahora?
Quiero que me hables de ellos.
¿De mis padres?
Sí.
No sé.
La doctora Constanza parece ponerse seria.
Leo, vienes aquí, te tumbas, porque te encanta tumbarte, y hablas, hablas, hablas, pero no dices nada, o apenas muy poco, solo hablas. Un año hablando y todavía no hemos llegado a las raíces: tu padre, tu madre…
Mi padre quería que fuera abogado.
¿Por qué no lo fuiste?
Se encoge de hombros.
En parte, ahora es juez.
¿Y ella?
Ella quería que fuera feliz. Me decía que eso era lo único que contaba en la vida.
¿Tu madre era feliz?
No.
¿Y tu padre?
Tampoco.
¿Por qué?
Todas las noches él tenía que suplicarle sexo.
¿Los oías?
Sí.
¿Y solo por eso no eran felices?
Claro.
¿Sabes por qué ella no quería hacerlo?
No.
¿Cómo murieron?
Ella de cáncer. Él asesinado.
¿Asesinado?
Sí, asesinado.
¿Cómo…?
Era contable de una empresa. Descubrió algo, un fraude, dinero negro en un paraíso fiscal, algo así. Yo era muy niño. No habría hecho nada, era un cobarde, pero alguien pensó que mejor tenerlo muerto y lo mataron. Un asesino a sueldo. Jamás lo pillaron.
¿Y la empresa?
Se fue a la mierda. Desaparecieron todos. Como el humo.
¿Te sientes frustrado por ello?
Se encoge de hombros.
Te arrebataron a tu padre. Eso siempre pesa, dice ella.
Vuelve a encogerse de hombros.
Nadie es tan fuerte, Leo.
Es extraño. Sigue siendo extraño que la doctora Constanza le hable de tú y él a ella de usted. No lo pactaron. Salió así. Y así se ha mantenido. ¿Por qué? Ni idea. ¿Qué sentido tiene eso? Ni idea. ¿Es porque ella es médica, psiquiatra, lo que sea, y él no es nadie?
¿Lo llevas dentro?, insiste.
Todo lo llevamos dentro, ¿no?
Hay pesos que no sabemos que lo son hasta que nos aplastan o logramos sacarlos fuera.
Yo no quiero sacarlos fuera.
¿Por qué?
Porque son los pesos que me hacen ser como soy y me mantienen con vida.
Tienes mucha rabia soterrada, ¿lo sabes?
La rabia es energía.
A veces parece que en ti el bien y el mal se confunden. Es como… si no tuvieras conciencia de lo uno o de lo otro.
La tengo.
¿Por qué eres tan frío?
Frío.
No, no es frío.
No, no soy frío.
Eres como una llama, quema por fuera pero su corazón es helado.
Entonces soy todo lo contrario, yo quemo por dentro y es el exterior el que parece frío.
¿Te ves así a ti mismo?
Sí.
¿Cómo crees que te ven los demás?
Ni lo sé ni me importa.
Cuando estás con una mujer, ¿piensas en tus padres?
No.
¿En él, pidiendo sexo, o en ella, negándolo?
No.
¿En qué piensas?
En correrme.
¿Solo en eso?
Son los diez segundos más grandiosos de la vida.
¿Y el placer?
El placer es lo que va antes de eso, los prolegómenos, el éxtasis, compartir, dar, recibir, ser, existir… Pero el orgasmo es otra cosa diferente. Un grito. La prueba de que estamos vivos.
¿Vivos?
Sí, vivos. El orgasmo frente al hecho de que vamos a morir. La vida frente al terror.
Una teoría peculiar.
Todo Dios tiene la suya, ¿no?
Una pausa.
La doctora Constanza parece haberle cogido y no lo suelta.
Háblame de un día que recuerdes con tu madre.
Se lo piensa.
Un día.
Mi madre diciéndome que tenía cáncer y se moriría dentro de unos meses.
¿Y un día feliz?
Se lo piensa.
Un día feliz.
Mi madre diciéndome que se había vuelto a enamorar.
¿Llegó a…?
No.
¿Por qué?
Él estaba casado.
Entiendo.
No, no lo entiende.
¿Por qué no he de entenderlo?
Le di una paliza al tipo y no volvió nunca más.
¿Le diste…?
Sí.
Otra pausa.
Otra vuelta de tuerca.
¿Cómo era tu padre?
Gris.
¿Y tu madre?
Hermosa.
¿Los echas de menos?
Otra noche.
Las mismas pesadillas.
Y lo que más teme.
Lo que peor parece.
El cáncer de la angustia.
La obsesión.
Por la mañana ya lo ha decidido.
El resto del día es una espiral.
Infinita.
Pero las horas pasan.
Y llega la noche.