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¿Sabe lo que dicen los de Alcohólicos Anónimos cuando se presentan?

Sí.

Me llamo Tal y Tal y soy alcohólico. Eso dicen.

Es un primer paso hacia la curación, el más difícil.

Una vez le dije mi nombre, pero no le dije la segunda parte de la frase.

¿Y cuál es la segunda parte?

Tengo miedo.

La doctora Constanza guarda silencio.

Dilo, lo rompe.

¿Qué diga qué?

La frase entera.

Hola, doctora, me llamo Leo y tengo miedo.

¿De qué tienes miedo, Leo?

Tengo miedo a muchas cosas: a no sentir, a no poder escuchar jazz, a irme sin más… Sobre todo, a irme sin más, a desaparecer, a no dejar ninguna huella. Eso duele.

¿Por qué?

Piensas, coño, nadie se acordará de ti cuando estés muerto, como el título de aquella película de Victoria Abril. Pero es cierto.

Esa es la maldita cosa, ¿sabe?, que nadie se acordará de uno, y no ya dentro de cien años, sino dentro de diez, o menos, dentro de apenas unos días. Se cierra el telón, apaga y vámonos. Suena a trascendencia filosófica y todo ese rollo, pero es la verdad. Un auténtico asco. Lo malo del caso es que hasta hoy no lo he sabido.

La vida está llena de círculos que vamos abriendo y cerrando. Cuando se cierra el último decimos adiós. ¿Qué ha sucedido hoy para que te dieras cuenta de que tienes miedo?

Tengo que cerrar una puerta.

¿Qué clase de puerta?

Con el pasado, con lo que he sido, con lo que soy.

Nos pasamos la vida cerrando puertas. Es igual que lo de los círculos, pero en sentido más radical. Los círculos se cierran cuando completamos un recorrido; las puertas, cuando cambiamos y entramos en otro estadio, otra dimensión de nosotros mismos, otra era.

Sí, es exactamente eso. Yo tengo los sentimientos y usted las palabras.

¿Qué implicará el cierre de esa puerta?

Perderé mis raíces, mi identidad. ¿Quién dijo eso de que había que matar al padre para ser libres?

Freud.

Pues ese tal Freud lo diría en sentido metafórico, pero es cierto.

Pero tu padre murió hace mucho.

Hay otra clase de padres. Estás con alguien un tiempo, unos años, y de pronto abres los ojos y todo lo que era blanco es negro y lo que era negro es blanco. No sé si me entiende.

Te sigo.

Eso no es lo mismo que entender.

Aún no sé si hablas en sentido figurado, en elipsis o…

Hablo como lo siento, como que es lo que está pasando, lo que voy a hacer. ¿Ha matado usted a alguien, doctora?

¿Has matado tú a alguien?

Sí.

¿Físicamente?

Sí.

Un, dos, tres segundos.

¿Qué sentiste?

Nada.

No te creo.

Créame.

Tuviste que sentir odio, ira, perder la cabeza…

Era un trabajo.

¿Es por eso por lo que viniste a verme?

No.

Entonces, ¿por qué fue?

¿Ha visto Los Soprano?

¿Te refieres a la serie de televisión?

Sí.

No, no la he visto.

Lástima.

¿Por qué?

Es una buena serie.

No veo la televisión, y menos las series. Dime, ¿qué tiene que ver Los Soprano con que vinieras a verme?

El prota va al psiquiatra.

¿Querías imitarlo?

En parte. Creí que podría leerme la mente sin necesidad de que yo se la abriera.

Eso es imposible.

Yo leo en la suya.

¿Ah, sí?

Siente interés por lo que escondo, soy un reto. Quizás esté loco. Quizás un día escriba un libro sobre mí.

¿Te sientes importante?

Sí y no. Podría escribir un libro si lo supiera todo de mí. Lo malo es que no hay tiempo.

Tenemos más visitas.

No, esta es la última.

Sí, Raquel fue la primera que se lo dijo.

Que veía el miedo en sus ojos.

¿Y si siempre tuvo miedo?

¿Y si por eso se hizo asesino a sueldo?

Matar para vivir.

Creyó que no tenía conciencia hasta que descubrió que sin Raquel no era nada.

Una mierda.

Una mierda capaz de llorar.

Él.

Círculos y puertas.

Se trata de eso.

Abrir y cerrar.

¿Quién se da cuenta de que está cerrando la última puerta?

¿Por qué es la última visita, Leo?

Porque ya no habrá más. Pase lo que pase, ya no habrá más.

¿Pase lo que pase?

Si muero, es un adiós. Si vivo…, creo que me iré lejos. A Colombia, aunque antes pasaré por Nueva Orleans para emborracharme de jazz.

¿Por qué a Colombia?

Porque en una encuesta que hicieron hace un tiempo salió que era el país con la gente más feliz del mundo.

¿A pesar del narcotráfico, la guerrilla, la violencia, los secuestros, los desplazados internos, las minas antipersonas enterradas…?

Sí; a pesar de todo eso, salió que era el país con la gente más feliz del mundo. ¿No lo entiende? Nada puede con ellos.

¿Eso no es desesperación?

No, es inocencia.

¿Vas a huir, Leo?

No.

Cuando uno deja sus raíces, suena a huida.

Yo lo entiendo como un lavado, una regeneración, un renacer.

¿Crees que puedes morir?

Tal vez.

¿Qué vas a hacer?

Justicia.

Sabes que eso no es cierto.

Oh, sí lo es.

La justicia es algo intangible pero muy muy frágil, tan frágil que suele romperse siempre porque nadie sabe cómo utilizarlo.

¿Sabe por qué la representan siempre ciega, con una espada y una balanza? Porque la muy cabrona suelta tajos a diestro y siniestro, y la balanza solo le sirve para saber cuándo se está pasando.

Eso es humor negro de grueso calibre.

Para hacer justicia debes abrir bien los ojos y apuntar al corazón, saber a quién le das y por qué, sobre todo por qué.

Me parece que estoy empezando a preocuparme.

No lo haga, la mira. Estoy bien, sonríe. Mejor que nunca, proclama. Me estoy abriendo, doctora, insiste. Solo tiene que dejarme hablar y escuchar, se justifica. Ya no ha de decir nada, afirma.

Y ella, mujer, profesional, médica, se asoma a sus ojos y a su alma como jamás se había asomado hasta ese momento, porque la mezcla de loco y cuerdo que tiene delante se convierte en una supernova.

Un agujero negro capaz de devorarla.

El paciente incompleto.

Al pensar en ello, recuerda una película paralela, El paciente inglés.

Los restos de un ser humano abrasado narrando su historia a la enfermera abrasada por la vida.

De El paciente inglés al paciente incompleto.

Ese es su Leo.

Lo contempla absorta.

Todos estos meses he sido una válvula de escape, dice.

¿Quién no necesita de una mano en la oscuridad?, dice él.

Has ido abriendo rendijas para dejar salir la presión, nada más.

¿Sabe lo de Alejandro Magno y eso del nudo gordiano?

Sí.

Entonces, vamos, ¿a qué espera? Saque la espada.

¿Buscas liberarte, absolverte, perdonarte, culparte…, castigarte?

El miedo es libre.

No, el miedo es esclavo de todas nuestras inseguridades.

Yo jamás me he sentido inseguro. Asustado, quizás.

¿Crees que todo se ha reducido a ese miedo?

Sí.

¿Por qué?

Me lo dijo Raquel.

¿Quién es Raquel?

El amor de mi vida, el primero, el único.

¿Te marcó?

Oh, sí.

Pero la vida es una carrera de larga distancia y con obstáculos, una sucesión de amores…

No. La vida es una maratón. El primero que la corrió llegó, dio el mensaje y se murió. Ahora es lo mismo, pero sin mensaje. ¿Está usted enamorada, doctora?

Sí.

¿Qué número hace en su historial?

No es justo numerar el amor.

¿Que no? La gente dice «mi tercera mujer», «mi cuarta novia», «mi nueva relación»… ¿Cuántas veces nos enamoramos en la vida? ¿Dos, tres, cinco, catorce, una, ninguna? ¡Claro que es justo! Se puede vivir un único amor dividido en nueve mujeres, nueve partes, nueve formas de sentirlo. Y también se pueden vivir nueve amores, tan diferentes que son igual que nueve existencias completas. Todo depende del enfoque o las circunstancias. Nueve, dos, catorce, uno, veintisiete…

Siempre es la misma vez.

Entonces ¿por qué hay una mujer a la que nunca olvidas, casi siempre la primera, o la que te marca en la adolescencia o la juventud?

Porque la primera herida es la que más duele. Antes no sabemos lo que es el dolor.

Acabo de conocer a dos mujeres que han sido así. Dos heridas abiertas, profundas.

¿Dos?

Una ha muerto. La otra vive.

Entonces…

¿No le he dicho que yo también estoy muerto, doctora?

El día que Raquel se casó, embarazada, él estuvo al otro lado de la calle, frente a la iglesia.

Estaba preciosa.

De blanco y con bombo, pero preciosa.

Él se llamaba Bernabé y era un buen tipo.

Oh, sí. Eso: un buen tipo.

Serio, formal, trabajador, estable, atractivo, buen hijo, buen nieto, buen sobrino, buen primo, buen ciudadano, buen candidato a una vida casi perfecta con la mujer perfecta y con hijos imperfectos.

Un año después lo tuvo a tiro.

Llegó a sacar la pistola, a ponérsela en la espalda, a sentir el deseo, la quemazón. No era un encargo. No iba a cobrar por ello. Era solo mono. Mono de pegarle un perfecto tiro y mandarlo al perfecto mundo del más allá perfectamente eterno. Rozó el gatillo. Entonces el vagón de metro hizo un vaivén, todos oscilaron de un lado a otro, el cañón del arma se le incrustó en la carne, se volvió, lo miró y sonrió. Sonrió estúpidamente. Sonrió con la misma sonrisa con la que había enamorado a Raquel y con la que debía de jugar con su hijo. Sonrió y lo desarmó, porque nadie puede matar a alguien que le sonríe antes de mandarle al otro mundo. Y, además de sonreír, le dijo: Parecemos sardinas en lata, ¿verdad?, y el dedo dejó de oprimir el gatillo, perdió fuerzas, y respondió: Oh, sí, hoy va muy lleno, y Bernabé hizo el comentario más estúpido del universo en un mes de agosto: Hace calor, y él se dejó llevar por la inercia, mientras la mano derecha guardaba la pistola invisible entre la gente y la izquierda se sujetaba a la barra, así que agregó: Calor es poco, y Bernabé: Un día nos fundiremos todos y al llegar a la estación habrá charquitos de sudor, y él: Y que lo diga, y Bernabé: Tenga cuidado, no le roben la cartera, y él: Descuide, y Bernabé: ¿Le he visto en alguna parte?, y él, pensando en si Raquel aún pudiera guardar sus fotos: No, no creo, y Bernabé: Pues soy buen fisonomista, y él…

Él…

Coño, ese día se dio cuenta de que todavía quería a Raquel.

Por eso no lo mató.

Por eso y porque era inocente.

Se mata al santo por diablo, al diablo por santo y al diablo por diablo, nunca al santo por santo.

Jamás volvió a verlo.

Ni a Raquel.

¿Qué sientes ahora mismo, Leo?

Paz y alivio.

¿Crees que esto es una confesión, una liberación…?

Se lo piensa. Reflexiona. Nunca había sentido la necesidad de hablar hasta ese momento.

Todo porque cree que va a morir, de una forma u otra.

Además.

Porque lo hará, matará, pero pagará por ello.

¿Justicia poética?

Chorradas.

El puto destino.

Eso del quid pro quo y tal.

Más bien siento que le estoy abriendo una ventana a una amiga.

¿Es lo que soy para ti, una amiga?

Sí.

¿No tienes amigos o amigas?

No.

¿Siempre solitario?

Sí.

¿Por qué?

No lloras por lo que no sientes.

¿Y esas dos mujeres?

En apenas unos días, ya ve, lo dice con admiración. ¿No es increíble? Dos y juntas. Y, además, a una la había conocido cuando era una niña. Dos mujeres y el lío más espantoso. Como rodar por una pendiente sin poder detenerte.

Así que se trata de eso, del amor.

No, no lo simplifique.

¿Un despertar?

Mejor.

Antes has dicho que sentías paz y alivio. Paz de espíritu, pero alivio… ¿de qué? ¿Por qué?

¿Sabe lo que es una espiral infinita?

Sí.

Pues eso. Ni me percataba de que daba vueltas y más vueltas en círculos, sin llegar a ninguna parte, conforme con todo, estable, bueno y seguro en lo mío, que es más de lo que mucha gente puede decir de lo suyo. Ya sé que la mayoría también da vueltas en círculos sin enterarse, pero ese es su problema. Yo acabo de detenerme. Usted y yo nunca seremos la doctora Melfi y Tony Soprano, y eso está bien. Tampoco mi historia acabará como acabó la serie, con Tony, su mujer y sus hijos, en un bar, pidiendo comida y bebida. Pum. Fundido en negro y sube la música. Ya está. Adiós a un montón de años siguiendo sus peripecias cada semana. Mucha gente se cabreó por ese final. Querían que la cosa acabara a tiros porque para algo era una película. Y no. ¿Quién imita a quién?, ¿la vida a la ficción o la ficción a la vida? En la vida real es donde hoy están los tiros. Hay más balas en ella, créame. Encima, si yo fuera Tony Soprano y usted la doctora Melfi, ahora la escena se cortaría, no terminaría porque en el cine o la tele ninguna escena acaba del todo, habría un plano suyo o un plano mío, soltando una frase de esas que cortan el aliento, y a otra cosa. En cambio usted y yo seguimos aquí, no sube ninguna música y esto sigue y sigue y sigue. No sé si me entiende, no sé si puedo explicarme mejor, siento que estoy hablando más de lo que he hablado en estos meses, pero que no soy capaz de articular nada con sentido…

Te equivocas. Sigue.

¿De verdad?

Sí, Leo. Sigue.

¿Puedo contarle una historia?

Sí.

¿Todavía queda tiempo?

Queda tiempo.

Cierra los ojos, entrecruza los dedos por encima del pecho.

Empieza a hablar, despacio:

Un hombre es conducido a la habitación de un hospital con los ojos vendados. Está muy disgustado. Más aún, está enfadado. Se queja amargamente de su caso, de su problema. Han tenido que practicarle una intervención y durante unos días no podrá ver. ¡Estará ciego! Oh, eso le parece muy duro, lo peor del mundo. Es como si le robaran unos días de su vida. Cuando acaba de protestar, la enfermera le dice que a su lado hay otra cama con otro paciente. Después los deja solos. El ciego temporal le pregunta si también está en las mismas y su compañero le dice que no, que él se irá pronto y que puede ver perfectamente. Entonces el ciego temporal le pide que le describa el entorno y el otro lo hace. Hay una ventana. ¿Y qué se ve por ella?, pregunta el ciego temporal. Un parque lleno de niños, con sus madres, muchos árboles, parejas que pasean y se arrullan, hombres y mujeres paseando perros, palomas, responde su nuevo amigo. ¡Oh, cuente, cuente, no ahorre detalles!, le pide el ciego temporal. Y así es como no solo ese día, sino los siguientes, su compañero de habitación le cuenta todo lo que él ve por la ventana, y con minuciosidad: cómo visten las mamás, a qué juegan los pequeños, qué parejas parecen más felices… Todo. Casi hora tras hora. Todo. En la habitación solo se oye su voz. Día tras día. Hasta que llega el momento en que al ciego temporal se lo llevan para quitarle las vendas. El hombre abre los ojos y se siente feliz, exultante. ¡Ya puede ver! ¡Es feliz! Se va a su casa. A los dos días regresa al hospital para una revisión, y entonces se le ocurre ir a la habitación

para ver a su compañero y darle las gracias. Pero en la habitación no hay nadie. ¿Y el paciente que estaba en esta cama?, le pregunta a la enfermera. Murió ayer, dice ella. ¿Cómo es posible?, se queda sorprendido el que fuera ciego temporal, si me dijo que se iría pronto. Así es, responde la mujer, tenía una enfermedad terminal y le quedaba muy poco. Y mientras la enfermera le revela esto, el hombre mira la ventana y se da cuenta de que al otro lado no hay nada, solo una asquerosa pared de ladrillos rojos y sucios.