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El teléfono de Yoly rompe su silencio.

Comprueba el número. La Agencia Stela.

Hola, dice. Yolanda no puede ponerse ahora mismo. Puedo tomar nota.

Dile que me llame.

Espera. Tapa el punto vocal con la mano, tres segundos; luego añade: Dice que me des a mí el recado.

Pausa.

¿Quién eres?

Víctor.

Pausa.

Vuelve a tapar el punto vocal, pero ahora grita de forma que la voz se filtre por él:

¡Ya voy, cariño, es que no quiere dejar el recado!

¿No puede ponerse ella?, insiste la mujer de la agencia.

Está en la ducha, y tenemos prisa.

La última pausa.

Hotel Majestic, mañana a las siete. Cena y noche. Renan.

Muy bien, gracias.

De todas formas, que me llame.

Mañana. Hoy estamos de celebración.

Corta la señal.

La noche es agradable. Invita al paseo. Una noche cálida y hermosa.

Yoly sigue fría en su bañera.

Y mañana es una larga, muy larga distancia.

La primera vez que mató a alguien fue por venganza.

Porque se mata por tres razones: amor, dinero o venganza. Las demás son estúpidas; entre ellas, la guerra.

Mató a Florencio Pedragosa Aguirrechotorena, que no era catalán ni vasco, sino de Soria, y había embarazado a una chica preciosa, guapa, angelical, de las que nunca había roto un plato y se había dejado romper el himen por él, un sinvergüenza, un hijoputa, un cabrón, un cerdo que le habló con dulzura al oído y, mientras ella suspiraba, se la endilgó y se corrió de gusto como solo se corre uno de gusto la primera vez que se lo hace a una virgen y por eso la embarazó y luego le dijo que el problema no era suyo, sino de ella, y ella tuvo que buscarse la vida y acabar en una habitación oscura como un matadero de la que salió desangrada y ya medio muerta antes de que la encontraran muerta del todo en una callejuela asquerosa con media docena de ratas comiéndole el coño que antes le había comido el sinvergüenza, hijoputa, cabrón y cerdo de Florencio Pedragosa Aguirrechotorena, con la diferencia de que, una vez muerta, ya no le importaba, o sí, o qué más daba.

Por eso lo mató.

Y no sintió nada.

Descubrió que era como comer y luego cagar.

Nada.

En un tiempo deseó ser un Ángel Vengador.

Superman, Spiderman, Batman, Leoman, todos los Algoman de los cómics.

Pero no era un superhéroe.

Era solo un tipo que mataba bien.

Limpio.

Eficaz.

Frío.

Tan frío que ahora no se reconoce.

Porque ahora está caliente, le hierve la sangre, vuelve a experimentar lo mismo que aquella primera vez, el deseo de matar por venganza.

Han querido colgarle justo el único crimen que no ha cometido.

¿Quién?

¿Por qué?

Nadie sabía que estaría allí, con ella, follando.

¿Casualidad?

Y una leche.

No hay casualidades como esas en la vida.

Así que es lógico pensar que lo han seguido, que quien sea ha esperado el momento, y que luego ha entrado con una llave del piso de Yoly.

Quizás los ha visto hacerlo.

Sin prisas.

Conjeturas.

O ese quien sea ha entrado de noche, para sorprenderla, y se los ha encontrado follando, follando, follando.

La oportunidad perfecta.

Más conjeturas.

Y quiere, quiere, quiere matar.

Cuanto antes.

Porque, a fin de cuentas, está en el ojo del mismo huracán.

¿Nerea Soler?

Sí, dígame.

Mire, la llamo de Seur. Tenemos un paquete para usted, pero las señas se nos han medio borrado por un pequeño problema y… ¿podría confirmarnos su dirección? Perdone, ¿eh? Y siento llamarla a estas horas, pero es que no solo ha sido su paquete, sino varios, y estamos organizando el reparto de mañana, ya ve.

¿Quién me lo manda?

Un tal Venancio Marimón Fernández.

Cruza los dedos.

Si es como Yoly, los nombres de los clientes acaban perdidos en el olvido. Si no lo es…

Tome nota.

Le da las señas.

¿Estará usted mañana en casa?

No, pero en el edificio hay conserje.

Muy amable, gracias. De verdad que sentimos…

Bien, bien.

Corta la comunicación.

De fondo se oía un televisor.

Nerea está en casa.

Odia los coches que circulan con las ventanillas abiertas y el bum-bum de su música hortera atronando el aire a toda pastilla. No multaría a sus dueños u ocupantes; los condenaría a ser atados a una silla con dos altavoces gigantes a ambos lados y una buena dosis de bum-bum prolongado por espacio de una semana.

¿Cuándo se olvidó la gente del jazz?

El niñato lo mira desde su momentánea parada en el semáforo.

Se mueve como el indio de aquel anuncio de coches en la tele, hace años.

O como ese perro que otros tantos horteras ponen en el coche, y que mueve la cabeza flotante sobre el tronco.

Sí, sí, sí, quiere matar y no le importaría empezar con ese imbécil.

¿Qué hay, viejo?, lo desafía con un grito el del coche.

Y él aparta un poco la chaqueta.

Como si fuera a sacar una pistola.

El imbécil sale corriendo, todavía en rojo, y tiene que esquivar un coche que se le cruza diez metros más allá. Ni el abrumador bum-bum evita que se escuche el grito del conductor rival.

¡Cabrón!

Se olvida del niñato. Cruza la calle. La casa de Nerea Soler es casi tan selecta como la de Yoly, pero menos noble, nueva, a un paso de la Sagrada Familia, la obra inacabada, mezclada y traicionada más espantosa y venerada del mundo, tan eterna en sus cien años como las Pirámides o la Gran Muralla y tan genuina para los turistas como la bandera que los malditos yanquis colocaron en la Luna en 1969.

Llama a un piso y a otro y a un tercero.

A cualquiera menos al segundo primera.

¿Sí?

Abre. Me he dejado la llave.

Y le abren.

Sube a pie, sin hacer ruido.

Pone el oído en la puerta de madera.

Luego pulsa el timbre.

Nerea Soler es una buena fotocopia de Yoly.

O, mejor dicho, el resultado de un escaneo perfecto.

No tiene los ojos ni la mirada de Yoly, no tiene los labios de Yoly, no tiene el cabello de Yoly y no puede comparar sus pies con los de Yoly porque lleva unas zapatillas peludas en forma de conejo.

Simbólico.

Pero es tan alta como Yoly, tan hermosa como Yoly, de formas perfectas como Yoly, el pecho medido como Yoly y el morbo envolviéndola como envolvía a Yoly.

Rubia.

Rubia de verdad.

Lleva una bata anudada en la cintura, escote en V, corta por encima de las rodillas. Acaba el día, pero ella parece salida de una ducha, una sauna, un todo armónico que la ha dejado como nueva.

Salvo por el hecho de que va sin maquillar.

Y su belleza resulta pura.

Hola, Nerea.

Ella frunce el ceño. Ladea la cabeza. Se mantiene expectante.

Soy amigo de Yolanda, dice.

Ah, asiente inmóvil.

¿Puedo pasar?

No.

Por favor.

¿Por qué?

Tengo que hablar contigo.

¿De qué?

Ayer saliste con ella, comisteis en El Café de la Academia. Puede que te hablara de mí.

Lo observa con más detenimiento.

Es como si lo reconociera.

¿Tú eres…?

Sí.

Vaya.

¿Me dejas entrar?

No estoy preparada, pero si me das quince minutos…

No es eso.

¿Ah, no?

Solo hablar. Es importante.

Otra larga mirada, indisimulada, de arriba abajo. No tiene su mejor aspecto, no ha pegado ojo, no se ha afeitado, tiene el chichón en la cabeza y lleva el traje que da pena. Aun así…

No te conozco, dice en un último intento por evitar lo inevitable.

Sí me conoces, dice él. Si Yoly te habló de mí y de lo que hicimos, me conoces.

Solo los íntimos la llaman Yoly.

Ya ves.

Se rinde. Se muerde el labio inferior y se rinde. Le franquea el paso y él entra en otro paraíso terrenal. El piso es más pequeño, pero también más poblado. Las fotografías son igualmente explícitas, un canto al ego, espejos que solo reflejan una imagen, eterna, perfecta. En la sala hay un desnudo de tamaño natural, al detalle.

Traga saliva.

En la sala hay algo más: suena la música.

Jazz.

«One For Newk»…, y suspira.

Logra impresionarla.

¿Te gusta el jazz?

¿Hay algo más que el jazz?

Me tomas el pelo, dice cruzándose de brazos.

Él señala el reproductor:

El tema es de Joe Zawinul, que triunfó en la escena jazz-rock de los setenta con Wayne Shorter en Weather Report, pero aquí lo interpreta Cannonball Adderley, que murió el 8 de agosto de 1975, a los cuarenta y seis años, en el hospital de Gary, Indiana, la misma ciudad en la que había nacido el pobre de Michael Jackson. Era un

tipo rechoncho y alegre, fiel al bop duro que tocaba con un toque funk.

De sus hermosos labios surge una palabrota que suena a miel y a rendición.

Joder…

Se sienta y cruza las piernas. La bata se abre un poco más. Muestra unos muslos duros, trabajados. Las rodillas son huesudas; las pantorrillas, delgadas. No se siente incómoda por enseñar el cuerpo, y menos a un extraño. Se siente incómoda por no ir maquillada. Pero lo resiste. Hay un punto de vulnerabilidad en ello. Indefensión y quizás inseguridad. Cuando le mira la entrepierna él sabe que sí, que Yoly le ha hablado de su primera noche. Y le ha hablado bien.

Recuerda el poema.

No, nadie le ha dedicado un poema jamás.

¿Vas a contarme qué estás haciendo aquí?, pregunta.

Ocupa una butaca frontal. Los separa un metro. Suficiente. El desnudo integral queda a la izquierda. Nerea al natural, aun con la bata, es mucho mejor. El cabello rubio y alborotado le da un aire sofisticado y también rebelde.

Contestaré a todas tus preguntas si antes contestas a las mías.

Ella alza una ceja.

¿Por qué tengo que hacer esto?

Porque lo que he venido a decirte es importante, y lo que tengo que preguntarte lo es más.

Tú eres el de Seur, ¿verdad? Sonríe.

Quien calla, otorga, y él otorga.

¿Te has colgado por Yoly? Sonríe aún más.

No se trata de eso, dice él.

¿Te ha dicho ella dónde vivía yo?

Sí.

¿Así, sin más? ¿Lo hacéis y os ponéis a hablar de mí?

Quería que te llamara.

No me dijo eso. No me dijo nada. Solo me habló de ti. Eres un tipo raro y a mí los tipos raros no…

Espera, la detiene.

¿A qué te dedicas…, Ángel?, pregunta tras hacer memoria.

Le dijo a Yoly que se llamaba Ángel, sí. Le viene de golpe a la cabeza.

Muy eufemístico.

Inversiones, responde.

¿Cómo llegaste a Yoly?

Un amigo.

No pareces la clase de hombre que necesite pagar por una mujer.

Yoly fue… especial.

Eso parece.

Necesito saber algo.

¿Qué?

Ayer comisteis juntas. Le dejaste un mensaje en el móvil diciendo que llegarías quince o veinte minutos tarde.

Silencio.

Luego ella fue de compras, o tal vez ya llevara las compras a la comida, y se marchó al gimnasio, el Iradier.

Silencio.

¿Es así?

Asiente con la cabeza.

¿Fuiste con ella de compras?

Sí.

¿Y al gimnasio?

Sí.

Lo que necesito saber es si sale con alguien, dice cambiando el sesgo del interrogatorio.

Nerea sonríe abiertamente.

Te has colgado por ella, amigo.

No es eso.

Oh, sí lo es, lamenta. Y vienes aquí a sonsacarme sin que ni siquiera te conozca, protesta. Y Yoly es mi amiga…, suspira. ¿No crees que ya eres mayorcito para juegos de adolescente?, remata.

No es eso.

Anda, vete, y descruza las piernas para incorporarse.

Tuvo una historia con un poli, la detiene.

¿Y?

¿Quién es? ¿Cómo se llama?

Nerea lo taladra con unos ojos fríos.

Tú no te dedicas a hacer inversiones, guapo, le dice.

Dime quién es ese poli, dónde lo encuentro, qué clase de relación tenía con ella, y me voy.

¿Por qué no se lo preguntas a ella?

Te lo pregunto a ti.

Pues yo no sé nada.

Mientes.

Ya no espera más. Se pone en pie.

Lárgate, ¿quieres?

No te das cuenta de lo importante que es esto.

Lo siento.

Se siente acorralado. Si le dice la verdad, la pierde. Si no se la dice, también. Duda. Nerea ya está en la puerta de la sala. Ahora hay en su rostro algo salvaje, más físico, más animal si cabe. Su cuerpo parece vibrar. Si no hubiera conocido a Yoly, habría dicho que es la mujer más hermosa que jamás ha tenido delante. Una mujer hecha carne. Después de haberla conocido, es la segunda.

Pero con Yoly muerta se convierte en la primera.

Va a decirle la verdad.

Va a disparárselo en mitad del cerebro.

Y de pronto cambia de idea.

Ángel…

Está bien.

¿Es tu verdadero nombre?

Se encoge de hombros.

Al pasar por su lado advierte algo que no ha captado en el momento de su llegada.

El olor.

El aroma.

Hay fragancias que incitan, son gritos.

Suerte, le desea con la puerta abierta.

No le responde.

Sale al rellano.

La puerta se cierra.