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El zumbido.

La mayoría de los móviles tienen sonidos espantosos, canciones horteras, extraños tonos, todo lo imaginable para demostrar hasta qué punto la naturaleza humana es insoportable.

El suyo solo zumba.

Zumba y vibra.

Abre un ojo y ve la hora.

La una y cincuenta minutos.

¿La una y cincuenta minutos de qué?

La habitación está a oscuras. No hay un resquicio. Siempre duerme así, profundamente.

Mueve la mano, agarra el móvil.

Es él.

Aprieta las mandíbulas y el puño de la mano libre.

Todo el mundo teme que le graben las conversaciones telefónicas, y en cambio el señor Gonzalo pasa, con dos cojones. Por más que nunca hable con pelos y señales.

Vuelve la arcada.

Vuelve Yoly.

Vuelve todo.

Pero es un trabajador, un profesional. No puede permitirse lujos. La diferencia es siempre la misma: vivir o morir.

¿Señor Gonzalo?

¿Cómo estás, muchacho?

Tiene cuarenta y siete años; el señor Gonzalo, setenta y dos o setenta y tres. Y le llama «muchacho».

Bien.

¿Noticias?

Sí.

¿Ya?

Se agita. Una parte grita, la otra se automatiza. Después de todo, son muchos años. Una vida. No puede decirle la verdad. No puede decirle que otro ha hecho el trabajo.

¿Qué otro?

Otro.

Sí, dice.

Pausa.

Bien…, dice su jefe con un suspiro. ¿Algún problema?

No.

¿Un buen trabajo?

Sí.

¿La miraste a los ojos?

Sí.

Tienes huevos.

Los dejé en casa.

El señor Gonzalo se ríe.

Es un hombre feliz.

Oh, sí; es un hombre feliz.

Pásate cuando quieras. Le diré a Matías que te ponga un plus.

No hay prisa.

Lo sé, Leo. Ni desconfianza.

Igual me tomo unos días libres.

¿Tú?

Sí.

Eso sí que es una novedad.

Bueno…

No apagues el móvil.

No, claro.

Pareces cansado.

Dormía.

Tú sí que sabes, dice. Ojalá yo pudiera dormir a las dos del mediodía, dice. Aunque tu trabajo es muy selectivo, dice, y se ríe, y sigue feliz, relajado.

Se tiró a Yoly y ya la ha olvidado.

Pura piedra.

Buenos días, señor Gonzalo.

Gracias, Leo.

Corta la comunicación, deja el móvil en la mesita, se queda unos segundos mirando los dígitos rojos y luego vuelve a cerrar los ojos.

Chisss…

Seguro que Sun Tzu dijo algo de lo que había que hacer antes de toda batalla, de toda guerra, de todo suicidio.

El poema.

Nadie le ha escrito jamás un poema.

Y ella lo ha hecho.

Bueno, un poema, o lo que sea, o lo que parezca. Ahí está su letra, menuda, primorosa, delicada.

Un extraño en mi cuerpo.Todos son extraños en mi cuerpo.Nubes que pasan sin mojar.Pero hoy, esta noche,el extraño se ha hecho carne.Hoy, esta noche,el sexo me ha dado algo.Hoy, esta noche,una fuerza incontroladame ha hecho sentir gozos y sombras,miedos y magias.Adiós, desconocido.Lo que ha estallado entre los dosqueda, desaparece, es y no es.Sé que mi alma vive en soledad pura.No soy ladrillo de ninguna casa.Soy la montaña que nadie escaló jamás.Cielo sin nubes de un valle encantado.Pero has navegado por mi cuerpo.Buceado en mis mares.Escalado mis valles y montañas.Y he descubierto que sigo viva.

¿Quién te hizo esto, pequeña?, dice apretando los dientes.

¿Y por qué?, dice apretando los puños.

Mierda… Ahora aprieta su alma.

Primero, el dietario.

Días, fechas, citas, horas, nombres.

Nombres escuetos: Manu, JM, Nero, MA, Candi, Joma… Joma es el único que se repite tres veces en las dos últimas semanas.

Hoteles.

Fines de semana en Cannes, París, Roma, Palma de Mallorca…

Una mujer de lujo que exhibir.

Segundo, la agenda telefónica.

Manu, JM, Nero, MA, Candi, Joma y los demás no están en ella. Solo son notas en el dietario, citas, sexo de pago y caro, muy caro. Ninguna pista. Ningún indicio. Discreción. En la agenda, no muy llena, todo parece familiar. Mamá, abuela, Lidia, Menchu, Clara…

Pero no hay direcciones.

Tercero, el móvil.

Marca el 123 y escucha los últimos mensajes.

La voz impersonal le anuncia: «… Mensaje número uno, recibido ayer a las…».

«Yolanda, soy yo, Nerea. No hace falta que me llames. Solo es para decirte que llegaré un poco tarde para comer, quince o veinte minutos. Quedamos en El Café de la Academia, ¿verdad? Venga, un beso. Nos vemos».

«Hola. Nada, solo quería saber de ti».

«Soy yo. Escucha…, esto no tiene sentido. Si no me llamas, iré a tu casa y me importa muy poco que eso te cabree. Tenemos que hablar. Yo… Vale, da igual. Llama».

Tres mensajes. Su cita para comer y dos hombres, uno de voz amigable y otro de voz enfadada. El número de Nerea está en la agenda.

¿Una amiga que sabe?

¿Una amiga que no sabe?

¿Cómo la interroga?

¿Cómo los interroga a todos?

¿Se mete de cabeza en la tormenta?

No hay mensajes SMS.

La lista de llamadas no es precisamente amplia, como si hubiera hecho limpieza hace poco. Se remonta a unos pocos días. Tres. «Registro de llamadas», «Llamadas perdidas», «Llamadas recibidas», «Llamadas enviadas»…

Anota nombres, números, busca coincidencias.

Queda poca batería, se agotará a lo largo de las siguientes horas, y cuando el teléfono enmudezca, perderá ese contacto. Su cargador no sirve. Examina todas las opciones por si la clave de acceso estuviera escondida en una de ellas.

Nada.

Sea como sea, no hay vuelta atrás.

Va a dejar el móvil.

Y en ese momento rompe el silencio estallando en su mano.

¿Sí?

Silencio.

¿Quién es?

Creo que… me he equivocado, dice una voz de hombre.

¿Una de las de los dos mensajes?

Examina la pantalla. Anota el número. Coincide con otros, siempre en forma de llamada recibida.

Bien.

Corta y espera.

El teléfono vuelve a sonar.

¿Sí?

¿Quién coño eres?, se tensa la voz al ver que no se trata de un error.

No, quién coño eres tú, tío, le suelta él.

¿Dónde está Yolanda?

No puede ponerse, se está duchando.

Cabrón hijo de puta…

¿Quién le digo que ha llamado?

Como le toques un pelo…

Se los he tocado todos. Y le gusta.

¡Te juro que…!

Su exaltado interlocutor corta la comunicación.

Sí, era la voz del tercero. El último.

Un sospechoso menos.

¿Cuántos hombres la han amado sin acercarse ni siquiera a un millón de años luz de su corazón?

Si Yoly tiene una mujer de la limpieza y trabaja a diario, la noticia ya debe de estar en la calle. Si lo hace día sí día no, se sabrá al día siguiente o al otro. Si son dos veces por semana… Si no hay mujer de la limpieza, transcurrirán dos o tres días, quizás más, antes de que alguien la eche en falta.

Sale de casa sintiéndose un millón de años más viejo.

Se lleva el móvil de ella, con sus escasas horas de vida antes de que se apague.

A la calle Arizala, le dice al taxista.

¿Por dónde quiere ir?

Por el infierno, piensa.

Blanca Velasco sigue siendo guapa aunque ya ha perdido la dulzura que enamoró a Gabri. Es menuda, rubita, trata de cuidarse, pero el paso de los cuarenta ha hecho mella en su cuerpo y más en su alma. Tiene los ojos cansados, los labios más delgados y el cuerpo más redondo. Cuando su amigo la embarazó con diecinueve años era un ángel. Despertaba todas las ternuras. Parece casi increíble que de ella haya salido algo tan exuberante y hermoso como Yolanda.

Milagros de la vida.

Ella se lo queda mirando, primero tratando de reconocerlo y, después, como si fuera un fantasma surgido de un lugar muy remoto oculto en el pasado.

Hola, Blanca.

¿Leo?

Sí.

¡Leo!

¿Cómo estás?

Pero…, dice agitando las manos incrédula, incapaz de reaccionar, sin alegría, tan solo el efecto secundario de la sorpresa. ¿De dónde sales?

Ya ves.

Hacía…

Sí.

¿Cómo me has encontrado?

Alguien me dijo que vivías aquí, ya no recuerdo quién. Pasaba por la calle y he pensado… Por los viejos tiempos, ya sabes.

¿Los viejos tiempos?, se le escapa la sorna, y añade: ¿Qué viejos tiempos?

¿Puedo pasar?

Sí, claro. Todo está un poco… revuelto. No esperaba visitas a esta hora.

La casa es pequeña, humilde, sencilla, y tiene muebles viejos y fotos de Yolanda en la sala, muchas fotos de Yolanda en la sala, y también de Blanca y de una anciana.

No estaré mucho tiempo, solo quería saludarte, saber de ti.

No hay mucho que saber. ¿Quieres tomar algo?

No.

Tengo limonada, y agua…

No, gracias.

Se sienta. Blanca lo hace delante. Se miran. Sonrisas breves, forzadas, incómodas. La exnovia de Gabri está a unas pocas horas de que se le hunda el mundo. Una madre viendo morir a su hija. Eso es lo más. Y él, igual que un cuervo, intenta aprovechar la última carroña. Es como si el teléfono fuera a sonar de un momento a otro para disparar la alarma.

¿Qué haces?

Lo que puedo.

¿Es tu hija?, pregunta señalando una de las fotos.

Sí.

Guapa.

Mucho. Es modelo.

¿Modelo?

La llaman constantemente para hacer fotos, pases… Esas cosas. Si no fuera por ella… Se gana bien la vida, ¿sabes? Ella lo paga todo: lo mío, la residencia de mi madre…, y también es socia de varias ONG: Médicos Sin Fronteras, Amnistía Internacional, Greenpeace… Es un ángel.

La última vez que la vi tenía cinco años.

Imagínate.

Sí, a veces las cosas son un dislate.

¿Qué es eso?

Una locura, un vértigo.

Eso sí.

¿No te has casado?

No.

Pero…

Después de Gabri tuve otra relación y no mejoró demasiado, así que…

¿Y Yolanda?

Es libre.

¿No tiene novio?

No.

Tendrá muchos detrás de ella.

No habla demasiado de eso, ni yo le pregunto. Su vida es su vida. ¿Qué va a contarme a mí? Tampoco yo le contaba nada a mi madre, aunque es distinto. Ella me tuvo de mayor y yo en cambio tuve a Yolanda tan joven…

Gabri estaría orgulloso.

Gabri estaba loco, Leo, ya lo sabes.

Sí, dice y baja la cabeza.

Lo único bueno de nuestra historia fue Yolanda.

Es más de lo que tienen otros.

¿Tú no…?

No.

¿A qué te dedicas?

Inversiones. Me muevo mucho.

Siempre te moviste mucho.

Y de mayores pagamos las deudas con el pasado.

¿Por eso estás aquí?

Se encoge de hombros.

Quería verte, nada más.

Tú estás muy bien.

Gracias.

Gabri siempre tuvo celos de ti. Decía que te las llevabas a todas, que tenías una especie de atracción animal. Por eso no nos presentó hasta estar seguro de mí.

Háblame de tu hija. Me parece fascinante.

A los quince años ya era una belleza. Entonces sí tenía un novio. Marcelino. Todavía vive dos casas más abajo, en el entresuelo. Estuvo coladito por Yolanda aunque era un poco violento, un chulito de barrio, y ella pasó. Un día la descubrió un agente en una tienda en la que se estaba probando ropa y nos convenció de sus posibilidades. A los diecisiete posaba, hacía la pasarela… Durante tres años todo fue muy bien. En esos días yo la acompañaba para que no estuviera sola. Tuvo un bajón a los veinte o veintiuno, dejaron de llamarla un tiempo, y entonces cambió de agencia y todo volvió a funcionar. Me preocupé un poco porque ella es muy sensible y pensaba que ya estaba acabada. Bueno, no es una top de esas, pero ahora trabaja y se gana bien la vida. Viaja, es lista, se cuida…

Siente la garganta seca.

La culpa que lo aplasta.

Todo empieza a darle vueltas, como si el golpe de la cabeza tuviera más y más efectos secundarios.

Tiene que irse ya.

Creo que aceptaré ese vaso de agua, dice.

Blanca se levanta y desaparece. Entonces él cierra los ojos.

Ve el cuerpo de Yoly ensangrentado en la bañera.

Vuelve a abrirlos. Suda.

No veo a nadie de aquellos años, dice la dueña del piso desde la cocina. Es como si hubiera un antes y un después.

Siempre hay un antes y un después, piensa él.

Siempre.

Y se paga por anticipado.

Que los hijos vivan con los padres hasta pasados los treinta es una suerte.

No hay que seguir rastros.

¿Está Marcelino?

La mujer lo observa. Atentamente. No parece un amigo de su hijo. Demasiado mayor. Quizás ande metido en líos, porque su ojo crítico examina su cuerpo, igual que si el bulto de una pistola sobaquera delatara su condición de poli. Decide que tampoco lo parece. O es lo que piensa y se lo cree. No importa.

Sí, dice; luego se vuelve y grita: ¡Marcelino, te llaman!

Marcelino tiene unos veintiocho o veintinueve, es alto, cabello casi rapado al cero, luce músculos a través de su ceñida camiseta blanca y cara de pocos amigos. Parece dispuesto a salir de casa. Más que ir a su encuentro, se enfrenta a él.

¿Sí?

Me llamo Bernabé García, soy periodista.

¿Periodista?

Estoy haciendo un reportaje sobre modelos españolas y bueno…, sé que fuiste novio de Yolanda Arias.

Alza las cejas.

No dice nada.

Me gustaría que me hablaras un poco de ella, cómo era, si la ves todavía…

No, no la veo.

Bueno, es que al parecer fuiste su única relación…

¿Quién le ha dicho eso?

Su madre.

Éramos unos críos. Y, además, ella empezó con eso de la moda. Prácticamente acabó antes de empezar.

Pero sabrás algo de lo que hace, cómo vive ahora…

¿Va a pagarme?

¿Pagarte?

Sí, los periodistas pagan. Tengo una foto con ella, a los dieciséis. Eso igual vale una pasta.

Pues no, no pagamos. La tele sí.

Entonces no puedo decirle nada salvo que Yolanda quería comerse el mundo y yo le dije que el mundo se la comería a ella. Era insensible. Fría. Me dijo que no podía querer a nadie. Cortamos y eso fue todo. La última vez que la vi fue hace un mes o dos, por la calle, saliendo de casa de su madre.

Guapa, ¿verdad?

Sí, asiente.

¿Hablasteis?

Un poco.

¿No sentiste… algo, no sé, nostalgia?, ¿pensar que si hubierais seguido juntos…?

No, miente.

¿Te dijo si salía con alguien, si tenía alguna relación seria?

¿Qué tiene que ver eso con su reportaje?

Las modelos suelen ser reservadas, sobre todo las que salen con muchos. No quieren parecer promiscuas.

Por mí… Se encoge de hombros.

¿De verdad era insensible?

Ya se lo he dicho. Fría.

No lo parece.

No se puede ser tan… de todo sin que eso te afecte a la mollera, no sé si me explico.

Te explicas.

Oiga, mira la hora en su reloj, tengo que salir, lo siento.

Claro, claro. Una pena.

Mejor que no me cite en ese reportaje. Tengo novia y es celosa. Si supiera que tuve que ver con una modelo, igual me monta el pollo.

Le tiende la mano.

Se la estrecha.

Crujen los dedos.

En algún lugar de sí mismo, oculto, o tal vez no, Marcelino, el primer novio de Yoly, sigue siendo violento.

Palos de ciego.

Una madre inofensiva, un novio adolescente…

Aunque en un caso de asesinato nadie sea inocente.

La maldita cabeza.

El dolor…

Entra en una farmacia para comprar aspirinas y la imagen de Yoly le sonríe desde dos docenas de cajas con una crema infalible contra la celulitis.

Parece una broma.

Una broma más allá de la obsesión.