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Los que volvieron del pozo
No pocas estrellas del rock han vivido con un pie a cada lado del camino, manteniendo un precario equilibrio del que se han salvado gracias a una regeneración afortunada o una precisa «ayuda de la amistad». Ha habido muchos candidatos a cadáveres bien parecidos, la mayoría víctimas de las drogas, e igual que la parábola del hijo prodigo, el rock ha bendecido más la vuelta al seno de los vivos de un presumible muerto que no las leyendas crepusculares de quienes no pudieron contarlo. Algunas de esas historias son las que aparecen en este capítulo, no todas, porque demasiados músicos han llegado en algún que otro momento de su carrera al límite de la Zona Oscura. El desafío subsiste, y los que volvieron del pozo son el ejemplo y la esperanza.
La certeza de que siempre hay un camino.
Uno de los ejemplos más claros de este último aserto nos lo brinda la biografía de James Taylor, sólido cantante y autor con una impecable carrera a lo largo de los años 70 y los 80, incluido un matrimonio por todo lo alto con otra princesa de la canción intimista americana, Carly Simon.
Nadie diría, viendo al feliz, millonario, cómodo y habitual visitador de las listas de éxitos James Taylor, que fue salvado de una muerte segura por suicidio y que pasó muchos meses de su juventud en una institución mental. Pero así es. James nació el 12 de marzo de 1948 en Boston. Su familia procedía de lo más notable y selecto de la «aristocracia» (si puede llamarse así) de Carolina del Norte. Su padre era decano de la «Medical School» de la Universidad de ese Estado y su madre había sido soprano del New England Conservatory of Music. A los quince años James ya perseguía la gloria con su guitarra y a los dieciséis formó el grupo Fabulous Corsairs con su hermano Alex.
Pero las fitas de su camino no tenían nada de fácil por entonces. Se enganchó muy rápido a la heroína y varias veces rozó el desenlace antes de que su familia se diera cuenta del hecho. Sus melancolías, depresiones y estados de frustración le llevaron cerca del suicidio hasta que fue internado nueve meses en una institución mental de Belmont, el McLean Hospital. Salió recuperado y con su amigo Danny Kootch creó otra banda, Flying Machine, pero le bastaron unos meses en Nueva York para caer por segunda vez en manos de la heroína. Sin recursos y lleno de problemas emocionales optó por emigrar a Inglaterra en 1968. Allí, Peter Asher (del dúo Peter & Gordon, auspiciado por los Beatles en sus comienzos ya que Peter era hermano de la novia de Paul McCartney) le produjo un álbum con deficientes resultados. James regresó a Estados Unidos sintiéndose fracasado, probó el suicidio una vez más y salvado de él con más o menos fortuna (¿quién dijo que los suicidas que son salvados es porque en realidad no querían morir?) volvió a ser enviado a una institución mental en diciembre de 1968. Saldría de ella en 1969 dispuesto a intentarlo por tercera y última vez y emigró a la costa oeste americana, donde los dados le marcaron finalmente una buena jugada: un repóker. En 1970 su primer álbum en esta etapa, Sweet baby James, le convirtió en uno de los líderes de la canción intimista. Su voz serena, equilibrada, su estilo sencillo y su carisma, le llevaron al número 1 inmediatamente. El éxito bastó para borrar de un plumazo los malos rastos, las angustias, la vieja dependencia de la heroína y los escarceos suicidas. Desde entonces fue una de las más rutilantes estrellas del panorama americano.
Un segundo caso histórico fue el de Eric Clapton.
Nacido en Ripley, Surrey, el 30 de marzo de 1945, Clapton debutó rápidamente como guitarra solista en uno de los pioneros del rhythm & blues británico, el grupo Yardbirds. De ellos pasó a los Bluesbreakers de John Mayall y a fines de 1965 fue declarado «mejor guitarra del año». Jack Bruce y Ginger Baker, respectivamente proclamados «mejor bajo» y «mejor batería», se reunieron con él para discutir un tema candente: eran los mejores pero no tenían un penique en el bolsillo. Así que unieron sus fuerzas y demolieron lo que le quedaba al pop de comercial con la fuerza visceral y contundente de un estilo único en los años 60. Nacía Cream (La Crema, Los Mejores). De 1966 a 1968 los tres se hicieron famosos y millonarios. Luego lo dejaron porque ya no se divertían como antes, y Eric inició su rápida degradación.
Primero formó un supergrupo, Blind Faith, con Ginger Baker, Stevie Winwood y Rick Grech. Publicaron un solo LP y se separaron. Unos meses de vacío le llevaron a tocar con el matrimonio formado por Delaney & Bonnie Bramlett, que reunieron a unos «cuantos amigos» (entre ellos George Harrison) y tras liarse la manta a la cabeza realizaron una tumultuosa gira. En 1970, cortados todos los caminos pues no en vano (muerto Hendrix) él era el número 1, el mejor guitarra del rock, probó a grabar en solitario, cantando por primera vez en plan solista. El disco fue un acierto pero la inseguridad de Clapton le obligó a rodearse de otros músicos, y lejos de crear una Eric Clapton Band, lo que hizo fue sumergirse en la banda como uno más. Así nacieron Derek & The Dominos, cuyo LP doble Layla & other assorted love songs fue otro hito. Sin embargo el grupo permaneció unido menos de un año, y esta vez Eric ya no regresó, se encerró en su casa y dejó que su más fiel amiga fuese la droga. En dos años su hundimiento fue un hecho, y no parecía haber salida. Los traumas que acorralaron al «Dios de la guitarra», como se le llamaba, eran abundantes.
Por un lado la muerte de Hendrix, mitificado y convertido en objeto de culto. Por otro la muerte de Duane Allman, que había grabado con Derek & The Dóminos el LP Layla. Por otro y más grave, su inseguridad, producto del miedo propio ante la grandeza adquirida. Eric se sentía incapaz de dar aquello que se esperaba de él. Con veintisiete años y después de haber alcanzado la gloria entre los veintiuno y los veintitrés como miembro de Cream, creía que ya no tenía nada que hacer… u ofrecer. En síntesis, eran todas las premisas de una muerte segura.
Fue Pete Townshend, líder de los Who y amigo de Eric, quien le sacó de su casa, le zurró la badana, le puso las peras a cuarto y le montó un gran concierto de come back el 13 de enero de 1973 en el Rainbow de Londres. La consigna fue: «no quieras ser Dios, sé tú mismo». Por aquellos días, además de «Slow hand» («Mano lenta», apodo con el que siempre se le ha conocido), el eslogan más popular era el de «Clapton is God?» (¿Clapton es Dios?) Eric aceptó el reto finalmente, aunque el concierto fue «revestido» de otra excusa para no abusar de la vuelta del hijo pródigo como expectativa dramática y reclamo. El 1 de enero de 1973 Inglaterra había entrado oficialmente en el Mercado Común y con ese pretexto, celebrarlo, se preparó la reunión. Pero nadie se llamó a engaño: era la vuelta de Clapton, la estrella, y acompañado de todos sus amigos, dispuestos a echarle una mano: Pete Towshend (Who), Ron Wood (entonces en Faces y luego en los Stones), Steve Winwood (Traffic), Jim Capaldi (Traffic), Rick Grech, Rebop Kwaku-Baah, Jimmy Karnstein…
Eric Clapton regresó para siempre. En los dos años de hundimiento físico había tenido que venderse sus coches y sus tesoros, al acabarse los royaltis sustanciosos, para pagar su adición. En poco tiempo volvió a tenerlos. Su esposa, Patty (exseñora de George Harrison, pese a lo cual los dos seguían siendo muy amigos), le acabó de echar una mano. El 73 fue el año decisivo porque no podía desengancharse de la heroína en seco. Pero en 1974 formó su primer grupo sólido, se olvidó de ser Dios y se dedicó, simplemente, a hacer música. Su gran calidad hizo el resto ininterrumpidamente a lo largo de los 70 y los 80.
El tercer cadáver más famoso hurtado a la parca es el de Syd Barrett, líder y fundador de Pink Floyd.
Roger Keith Barrett, más conocido como Syd Barrett, nació el 6 de enero de 1946 en Cambridge.
A mediados de 1966 conoció a un grupo de estudiantes que habían formado un grupo al que le iban cambiando el nombre alternativamente. En homenaje a sus dos músicos favoritos, Pink Anderson y Floyd Council, él bautizó a la banda con el definitivo nombre de Pink Floyd. Con él de guitarra e inductor principal, entre verano del 66 y verano del 67 el cuarteto se convirtió en el centro de atención del underground británico en su época más efervescente. Nacía la psicodelia, los «love in», los conciertos con proyecciones de luz y sonido, la fantasía de un mundo en el que Syd se sumergió por completo. Para mantener el vivo tren impuesto por sí mismo y por su rápida popularidad, necesitó alucinógenos cada vez más fuertes. Su carisma (rápidamente, quizás demasiado, fue considerado uno de los nuevos genios del pop) se convirtió en una carga más que en una suerte. Y con él a cuestas y la dimensión del universo creativo forjado en torno a Pink Floyd, inició su progresiva destrucción. En verano de 1967, en pleno trabajo de grabación del primer LP, tuvo que ser recluido para una cura de sueño, agotado. A la salida del álbum sólo pudieron hacer dos presentaciones, y en ambas, Barrett no fue más que un autómata. Minado por el alcohol y las drogas acabó inmerso en una traumática crisis moral-nervioso-mental en Navidad de aquel año.
Roger Water, Rick Wright y Nick Mason, los otros tres, se plantearon entonces la situación: seguir con Syd era imposible, y prescindir de él… peligro. Pero entre una y otra alternativa escogieron la segunda. Se llamó a David Gilmour, un guitarra amigo de todos, y aunque no se echó a Barrett (se le invitó a seguir, pero con libertad, cuando pudiera y cuando quisiera), éste acabó arrojando la toalla en enero de 1968.
La corta historia de Syd Barrett apenas si tuvo una segunda etapa. Fue uno de los más patéticos casos de éxito y ruptura de la historia del rock, aunque también por ello pasó a ser parte del correspondiente culto a cargo de los mitificadores y acólitos veneradores de shamanes caídos. En 1968 se trató de devolverle a la vida, argumentando que ya estaba curado. Para entonces Pink Floyd funcionaba perfectamente, con Gilmour convertido en el guitarra perfecto y Waters erigido en líder creativo. No había sitio para Syd en la banda, pero no por ello le olvidaron. Cuando Syd intentó grabar un álbum en solitario, y tras quince meses apenas si había registrado media docena de canciones vacías, Roger Waters y David Gilmour le echaron una mano, produciéndole ese LP, y se encerraron con él en los estudios hasta dejarlo listo, evitando que su casa discográfica le echara. Lo cierto es que Barrett no podía seguir. Le era imposible concentrarse, necesitaba «viajar», y esos viajes le volvían a colocar donde era imposible salir. Psicológicamente su lucha personal fue la característica de los casos extremos de paranoia: incapacidad de hacer frente a los problemas de la colectividad y estado de indefensión y miedo ante la responsabilidad individual. Todo se volvió contra él.
Pero no murió.
En enero de 1970 se publicó su primer álbum solo. Syd juró montar su propio grupo, reorganizarse, pero… siempre pensaba que «mañana» estaría mejor y más lúcido que hoy.
Nuevamente un Pink Floyd, esta vez Rick Wright, le ayudó a grabar su segundo álbum, editado a fines de 1970, pero ya no habría un tercero. Syd consiguió formar un grupo… pero se separaron tras actuar una sola noche. Internado en una clínica mental y luego recluido en su casa, viviendo de los pocos royalties de sus discos y aureolado por los fans como mito viviente y leyenda caída, comenzó a envejecer en plena juventud. En 1974 la fama de Barrett era extraordinaria, y hasta se formó una sociedad llamada Internacional Appreciation Society, que venía a ser un «frente de liberación del ídolo caído». Pero todo fue inútil. Incapaz de volver a grabar, se reeditarían sus dos únicos LPs solo y eso le permitió seguir viviendo, encerrado en su casa, sin querer ver a nadie y… sorprendido de una fama que nunca comprendió. Poco a poco… el tiempo se ha ido comiendo su figura.
El cuarto y último candidato a cadáver regenerado fue, en los años 70, Lou Reed. Entre sus dos alternativas, morirse y convertirse en el nuevo príncipe de las tinieblas, o seguir vivo y perder su oportunidad a cambio de mantenerse como una leyenda menor, escogió esto último. Los devoradores de signos se sintieron defraudados, pero…
Nacido el 2 de marzo de 1944 en Long Island, Nueva York, Lou Reed pasó el habitual aprendizaje universitario por el cual un chico con talento acaba decantándose por la música. En la Universidad de Syracusa abandonó su iniciático deseo de ser periodista y pasó una etapa formativa haciendo y deshaciendo grupos hasta encontrarse embarcado en una aventura tan experimental como Velvet Underground en Nueva York. Los Velvet, antes de convertirse en la banda neoyorquina por excelencia, no dejaban de ser el grupo más vanguardista jamás imaginado en un tiempo como aquél: mitad de los años 60. Sin embargo llamaron la atención del padre del underground neoyorquino, Andy Warhol, que les apadrinó y les incluyó en un show delirante en 1966, el Exploding Plastic Inevitable. El grupo lo formaban Lou Reed (recién llegado de Londres, becado para estudiar música con Leonard Bernstein), un inglés multinstrumentista llamado John Cale, y dos talentos menores, Maureen Tucker y Sterling Morrison. Andy Warhol les dio la definitiva personalidad cuando les incluyó como cantante a Nico, una modelo alemana envuelta en un halo divino y cautivador con el que la banda se adueñó de los círculos más intelectuales y modernistas.
Publicaron su primer LP en 1967 y ya no pararon en cinco años, aunque con cambios constantes y un éxito reducido a iconoclastas, progres y malditos. Nico se marchó tras el primer álbum, John Cale la siguió en 1968, y finalmente Lou Reed plegó velas en 1970 para reaparecer en 1972 con un disco lleno de apuntes y escasas realidades. Fue David Bowie, por entonces rey del glam en Londres, quien se ocupó de canalizar las energías de Reed produciéndole su triunfal y puntero Transformer, del que fue éxito el tema que define todo un nuevo universo, como Satisfaction o My generation lo definieron en los 60. Esta canción fue Walk on the wild side («Paseando por el lado salvaje»). En plena oleada de imprecisión sexual Lou se convirtió de la noche a la mañana en un príncipe de los marginados. Sus canciones solían narrar historias de prostitutas, drogadictos, seres a caballo del Más Allá. Por si esto fuera poco, su postura personal tenía todos los ingredientes para la provocación, una vaga definición masculina-femenina, y por supuesto la proclama de Santa Heroína como motor. Su nuevo LP, Berlin, fue definido como el Sgt. Pepper’s negro, y pronto quedó entronizado como el clímax de la decadencia y la muerte, una página del sadomasoquismo ritual.
Hasta 1975 la imagen de Reed permaneció intacta, enmarcada por el espectro de la droga y movida, o mejor dicho violentamente sacudida, por una aureola creciente que canciones como Heroin («Heroína») ayudaron a sedimentar. Sus show teñido de rubio, con las uñas pintadas, e inyectándose una imaginaria sobredosis en las venas, marcaron su apocalipsis personal. A veces salía a escena acompañado, se quedaba quieto delante del micro, cantaba y mantenía el clímax, sin moverse, y concluía inmóvil para ser llevado de nuevo a su refugio. Más tarde se supo que su leyenda fue menos de lo que aparentó, y que era más adicto al «speed», las drogas rápidas, así como alucinógenos y ácidos, que a la heroína o la cocaína. Pero como fuere tuvo que ser hospitalizado varias veces y sus desapariciones hacían presagiar un fin inevitable… que no llegó.
Sin embargo, él demostró ser indestructible. En 1976 y 77, con el «boom» del punk rock, mientras otros muchos caían víctimas del desprecio de la más combativa generación, Lou se mantuvo. De príncipe glam pasó a príncipe punk sin sufrir el menor socavón. Seguía siendo el favorito de los marginados, los homosexuales, los desheredados. Un travestí llamado Rachel era «su novio» oficial, y con él aparecía por todas partes, incluidas las giras o actuaciones como la que hizo en España. Luego, cuando el punk dejó de mover una de las ruedas del rock, continuó imitando a su amigo, el camaleónico Bowie, y en 1980 incluso se casó por segunda vez con una tal Sylvia Morales. Pocos sabían que el 9 de enero de 1973 se había casado con una camarera de Nueva York llamada Betty. Eso hubiera hecho pedazos su difusa imagen de andrógino heterosexual entre 1972 y 1975. Pero así fue. Y a mitad de los 80, adulto, maduro, regenerado y… más vivo que nunca, Lou hacía lo único posible en un mundo tan cambiante como es el del rock: seguir, adaptándose a tiempos y circunstancias. La heroína no había podido con su pretendiente y candidato más firme.
¿Otros drogadictos regenerados o salvados por la campana? Muchos. Frank Zappa, uno de los padres de la revolución cultural de la costa oeste americana en 1966. A comienzos de los 60 ya había estado diez días en la cárcel y luego puesto en libertad condicional por tres años a causa de un turbio asunto de índole… sexual. Pero luego los hippis le convirtieron en uno de sus gurús predilectos. También Jerry García, líder de Grateful Dead, fue un empedernido fumador con un récord increíble de detenciones, arrestos y altercados con la ley a causa de las drogas. Su más famosa detención se produjo el 2 de octubre de 1967 cuando la policía echó la puerta de su casa abajo, en el 710 de Ahsbury Street, en San Francisco, y le arrestó a él, a Ron McKernan y a Bob Weir, de los Dead, y a otras nueve personas. También escaparon del pozo Johnny Winter, el guitarra albino, o el demencial Ted Nugent. Pocas estrellas han parecido quedar al margen de los efectos del tanteo con la Zona Oculta. Probar o escapar. El motivo es el de menos. Veteranos como Ray Charles tuvieron que someterse a la vergüenza de juicios públicos por serias y graves acusaciones vinculadas con las drogas. En 1964 a Charles le detuvieron en el aeropuerto de Boston por posesión de heroína. Y era la tercera vez, el límite soportable por la ley americana para apretar las tuercas a los transgresores. Si las cosas no fueron a peor fue porque antes del juicio Ray se hospitalizó y se presentó ante el juez como un buen chico (treinta y cuatro años entonces) curado y dispuesto a cambiar. Tiempo después venció a la dependencia y se desenganchó. De Marianne Faithfull ya se ha hablado en el capítulo dedicado a los Stones y su mundo, pero no de David Crosby, miembro de Crosby, Stills & Nash (más Young, a veces). David posiblemente haya sido el artista más colgado de los últimos años, actuando corrientemente igual que un zombie, inmóvil, sin apartar los ojos de algún lugar concreto para no tener que luchar contra la inestabilidad del mundo. El 5 de agosto de 1983, culminando un progresivo hundimiento, era condenado a cinco años de cárcel por posesión de cocaína y a tres por tenencia ilegal de armas.
Wayne Kramer, de los MC-5, fue igualmente condenado a cinco años de cárcel por posesión de cocaína en febrero de 1976. Wayne había sido guitarra de uno de los grupos más salvajes y politizados de la historia, MC-5 (Motor City Five), nacido en 1968 como respaldo del John Sinclair’s White Panther Party, de cariz izquierdista. Esta vinculación les trajo siempre problemas, y aunque acabaron desmarcándose de ella, su extremada violencia escénica y su dureza, en un tiempo de menos permisividad, les acreditó como grupo maldito hasta su separación, dejando tras de sí tres únicos LPs excepcionales (sobre todo los dos primeros, Kick out the jams y Back in the USA).
Cuando se confiaba en una vuelta, auspiciada por los nostálgicos y los adoradores de ítems, se produjo la sentencia que apartó a Kramer de la vida pública y la esperanza se desvaneció. No fue sólo Kramer la víctima. El propio John Sinclair fue condenado en un juicio anterior a casi diez años de cárcel por posesión de… dos tomas de marihuana. Fue una trampa legal que conmocionó a la opinión pública americana y que obligó a John Lennon a componer una canción denunciando el hecho en su doble LP Sometime in New York City en 1975. Sinclair había sido manager de los MC-5 y fue uno de los personajes clave de la breve caza de brujas originada en torno al célebre caso de Angela Davis.
Para no hacer extensa la relación de estrellas que se evitaron dejar unos cadáveres bien parecidos, podemos dar un salto hasta los años 80 citando el caso más singular: la historia de Boy George, líder de los Culture Club.
Boy George (de verdadero nombre George O’Down), se dio a conocer al frente de los Culture Club en 1982 con el número 1 de Do you really want to hurt me. Su personalidad ambigua, con imagen femenina y unas connotaciones abiertamente retadoras jugando al equívoco, le convirtieron en un personaje tan famoso como singular. En lo mejor de su éxito los almacenes vendían muñequitas con su imagen y sus estrafalarias ropas. Desgraciadamente para Boy su gran amor, el batería del grupo, Jon Moss, acabó dejándole, y eso le destrozó. Como tantas otras estrellas. Boy solía «esnifar» un poco de cocaína de vez en cuando, para estar en la onda. Deprimido por su desamor se pasó a la heroína y en cantidades industriales. El «caballo» bien pronto le devoró por dentro. Curiosamente el inductor de Boy fue otro cantante travestido que actuaba con el nombre de Marylin. Vivieron un romance intenso y abrasador hasta que Boy comprendió que nada ni nadie podía sustituir a su gran amor, pero cuando rompió con Marylin ya se gastaba un millón de pesetas al mes en heroína.
La historia de un futuro «suicidio» o de una «sobredosis anunciada» la cortaron los padres del cantante al conocer los hechos. Miembros de una familia tradicional irlandesa, decidieron salvar a su hijo denunciándole a la policía. Se dijo entonces que al producirse esto. Boy ya había ido por su propio pie a la St. Andrews, una clínica especializada en «desenganchar» a drogadictos, y por la que han pasado no pocas rock-stars en los últimos años. Verdad o mentira, eso fue lo que salvó a George de la amplia redada que la policía hizo en su casa (la versión no oficial dice que le sacaron de allí para que él no cayese en ella). A través de la redada la noticia saltó a la prensa y fue pasto de los sensacionalistas, especialmente cuando Boy, vestido de hombre y fotografiado sin su «atrezzo» por primera vez, salió del juzgado abrazado a su llorosa madre después de haberse librado con una multa. Días después las noticias ampliaron los hechos al saberse que otro hermano del cantante estaba implicado, pero sin duda el gran colofón fue la muerte de un amigo, Michael Rudetsky, en la propia casa de George, por una sobredosis. Exonerado tras el juicio, los padres de Rudestsky demandaron a George por cuarenta y cuatro millones de dólares. En 1986 el líder de los Culture Club fue hospitalizado para una desintoxicación final. En 1987 se hacia budista, para huir de los remordimientos forzados por su antigua religión católica.
No sólo las drogas han sumergido a muchas estrellas en las fronteras del camino sin retorno. Las borracheras han sido casi tan espectaculares como ellas, y no pocas rock-stars tienen whisky o vodka corriendo por sus venas. Bebedores más o menos regenerados, consumidores de alcohol por rutina, han muerto a lo largo de esta historia (Bon Scott de AC/DC, «Pig-Pen» de Grateful Dead, Chris Wood…) mientras que otros también se salieron del pozo, o siguen danzando junto a él sin caer, echándole a la suerte un pulso o probando la capacidad de sus hígados. Los más famosos y esponjosos han sido Rod Steward y Joe Cocker, precisamente dos de las voces más especiales de la historia del rock, únicas e incomparables.
La resistencia humana ante la muerte suele ser feroz, así que… los que salieron del pozo siguen siendo la demostración de que aferrarse a la vida es lo más importante, aunque pierdan la oportunidad de tener unos cadáveres bien parecidos.