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Jimi, Janis…

Brian Jones fue el primero de los «cuatro grandes» caído en el esplendor pop, la etapa más rica y creativa jamás imaginada. Le siguieron Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison, o lo que es lo mismo, el poker de Jotas del rock: Jones, Jimi, Janis & Jim. La diferencia entre ellos es que mientras Brian murió atenazado por sus fantasmas, Janis lo hizo víctima de su soledad y Jim oprimido por la incomprensión y un mundo que se había vuelto contra él, Jimi murió aprisionado por la máquina, el engranaje de la industria, traicionado por managers, golpeado por el furioso vendaval de su «boom» y convertido en el monstruo de Frankestein del rock. Aún hoy no se sabe si se suicidó o se mató accidentalmente. Bastaba media tableta de las que tomó para dormir, y en el frasco faltaban nueve.

La historia de James Marshall Hendrix, nacido el 27 de noviembre de 1942 en Seattle, Washington, puede resumirse así: cinco años de ansiedades, frustraciones y penurias (1961-66), dos años de gloria, éxito y poder (1967-68), dos años más de nuevas frustraciones, desesperación y caos (1969-70) y un final apocalíptico, triste y rabiosamente conciso en su desenlace.

Hijo de un jardinero y miembro del ghetto negro de Seattle, prisionero de la miseria pero rebelde y fascinado por la música, comenzó a tocar en bandas de rhythm & blues hasta que le llegó la oportunidad de salirse de su entorno alistándose en el ejército. Como miembro del 101 Cuerpo de paracaidistas de la Airborne División, viajó por primera vez a Europa tomando parte en unas maniobras. Los médicos recomendaron un día su licenciamiento y regresó a la música. Su sorprendente forma de tocar la guitarra (era, además, zurdo), su técnica autodidacta, su rapidez y versatilidad, le convirtieron en músico de primera para artistas tan reputados como Little Richard, King Curtís, B. B. King, Sam Cooke, Isley Brothers, Ike & Tina Turner, Curtis Knight y los Famous Flames de James Brown (en estos últimos haciéndose llamar Jimmy James). Fue precisamente esa proliferación la que, sin saberlo, determinaría parte de los problemas posteriores, ya que con todos ellos grabó discos, evidentemente como músico y nada más. Pero ¿cómo pensar que en unos años llegaría a ser una de las más decisivas estrellas del rock?

En el verano de 1966 Jimi Hendrix toca en el Cafe Whal de Nueva York, en pleno Greenwich Village, con el grupo Blue Fame. Entre el público hay dos caras conocidas, Eric Burdon y Chas Chandler (cantante solista y bajo de los Animals). Al terminar la actuación Chandler visita a Hendrix en el camerino, abrumado por lo que ha visto, y le ofrece dos cosas: ser su manager y lanzarle como solista en Inglaterra. Jimi hace las maletas y les acompaña. A pesar de las muchas corrientes musicales que ya convergen sobre el pop, y que culminarán con el estallido de la psicodelia en 1967, Jimi va a ser toda una sorpresa.

A fines de 1966 tiene lugar la presentación en Londres. Chas Chandler jugó fuerte y apostó a una sola carta con su pupilo. No le hizo actuar en lugares habituales, sino en clubs refinados y ante una audiencia sofisticada. Pocos le entendieron, pero inmediatamente comentaron su tremenda y excitante personalidad y el morbo sexual que desprendía. Ése fue el punto de arranque. La música de Jimi era aplastante, turbulenta, demoníaca, un caudal enérgico absolutamente irresistible acompañado de una voz grave y áspera. Pero había algo más: era el primer negro del pop y en muchos de sus conciertos iniciales el público estuvo más pendiente de su entrepierna que de lo que hacía. Una creciente fama de animal sexual caminó pareja a esos inicios. Muchas grupies blancas quisieron comprobar si los negros estaban mejor dotados que los blancos, y lo lograron. Jimi era la atracción, la última fantasía. Ni siquiera fallaba su vestuario, colorista, chillón, con gasas y tules, sombreros y pamelas exquisitas que rivalizaban con las del mismo Brian Jones.

Afortunadamente para él y para la música, sus discos se encargaron de colocarle donde debía estar: en la cima. Formó un grupo de acompañamiento llamado Experience (sólo un bajo y batería) y rápidamente alcanzó la cima de su reinado interviniendo en el festival de Monterrey de verano del 67. Era la primera vez que actuaba, convertido en estrella, en Estados Unidos, y lo hizo en uno de los festivales más decisivos y significativos de la historia, puesto que por él pasaron entre otros Otis Redding, Janis Joplin, Simón & Garfunkel, Eric Burdon & The Animals, Ravi Shankar, Mama’s & Papa’s, Grateful Dead… En la película que se filmó para la historia, se ve el ritual de uno de los hechos que le dio más fama: la quema de su guitarra. Más tarde, hasta eso le persiguió.

El primer escándalo de la carrera de Jimi se produjo en 1968, al editar el doble LP Electric ladyland. En la portada aparecían diecinueve mujeres desnudas, blancas y negras. La censura actuó fulminantemente, como un rodillo, y en infinidad de países se prohibió el disco o hubo de ser editado con otra cubierta. Ello no impidió unas ventas masivas, y obviamente la edición de la portada genuina en reediciones posteriores. Al llegar 1969, la tensión y alucinante marcha mantenida los dos años anteriores, comenzaron a pasar la factura. En primer lugar, Jimi había ido a por todas. Al concluir Monterrey le pusieron de telonero en la gira de los Monkees, algo así como juntar a Humphrey Bogart con Mickey Mouse. ¿Qué hacía el apocalipsis del rock con cuatro niños reunidos artificialmente y en pleno éxito con millones de fans enloquecidas gritándoles? Sin embargo esto sólo fue un pequeño hito. El dinero fluía con facilidad, los discos se vendían masivamente, y no hay que olvidar que el estigma de Jimi seguía siendo el mismo: ¿cómo olvidar que era un negro salido del ghetto? Apuró y apuró el éxito, cantando lo que le pedían y quemando más guitarras porque el público lo esperaba. En 1969 comprendió cuál era la situación real, lo que estaba haciendo, y entonces quiso parar. Aunque lo hizo… fue demasiado tarde.

Deshizo Experience, y tras una pelea con Noel Redding (bajo de Experience), pasó una noche en la cárcel, donde nuevamente se sintió como un negro acorralado. Luego se separó de Chas Chandler y para coronar la espiral fue detenido el 3 de mayo de 1969 en Toronto, Canadá, acusado de tenencia de drogas. La broma le costó diez mil dólares, pero lo fundamental fue que, en públicas declaraciones, manifestó no tomar drogas, odiarlas y juró y perjuró que era un negro bueno. Su miedo contrastó con la realidad (tomaba todo lo que caía en sus manos, desde pildoras hasta LSD) y con el rechazo de la parte más rebelde de sus seguidores (que se sintieron burlados por su traición, como si fuese San Pedro negando tres veces a Jesucristo). En verano de 1969 Jimi actuó en los festivales de Newport y Woodstock, y precisamente en este último, en la película rodada a lo largo de los tres días, se advierte en gran medida su hundimiento. En diciembre formó una nueva banda, Band of Gypsies, con la que sólo grabó un LP, y en enero de 1970, en el Madison Square Garden de Nueva York, ante veinte mil personas, no llegó a terminar su actuación, marchándose a mitad de concierto.

Los problemas de Hendrix por entonces no se resumían tan sólo en su dependencia de las drogas.

Más bien tomaba drogas para escapar de la trampa en la que se había metido. Por un lado, quería ser libre y la esclavitud del estrellato no le dejaba. Por otro lado, su carácter hacía insostenible la vida a su lado. En tercer lugar, por cada disco que editaba aparecían diez producto de la piratería y de la edición de sus viejas grabaciones con otros artistas. Todo este material torpedeaba su más reciente producción y dispersaba a un público que creía que se había vuelto loco. Y lo más importante: él no veía un centavo de esas ediciones antiguas. Comenzó a poner demandas y más demandas y el tiempo (siempre lento cuando camina al lado de la ley) no le solucionó ningún problema. Hay que decir aquí que la industria se portó vergonzosamente. Se editaron discos en los que Jimi no era más que uno de los músicos, como si se tratase de la estrella, y eso fue poco comparado con lo sucedido tras su muerte: siguieron apareciendo LPs durante diez años, inéditos, con temas sobrantes o con piezas simplemente esbozadas en estudio, maquetas… o cintas misteriosamente halladas en un estante, olvidadas… y milagrosamente recuperadas. En vida, Jimi quiso luchar contra todo eso y perdió. Había algo más: la eterna constante del color de su piel.

Hasta entonces, la mayoría de artistas negros tenían un público negro. Podían ser aceptados por los blancos, incluso masivamente, pero eran fieles a su raza. Jimi fue el primero en acabar con esta tradición, probablemente porque en Inglaterra, donde basó su éxito, las cosas eran distintas. Fue un negro que hizo música sin distinción de razas, pero puede decirse que tocaba exclusivamente para los blancos. A lo largo de esos años, siendo como era una figura internacional, muchas comisiones de entidades racistas, pacifistas o defensoras de los Derechos Civiles, acudieron a él en busca de ayuda, apoyo, colaboración… Y lo único que hizo Jimi, siempre, fue darles dinero, pero se negó sistemáticamente a intervenir en manifestaciones, actuar en festivales de índole política o dejarse utilizar. Nunca quiso comprometer su independencia con nada ni con nadie. Decía que sólo era un músico, y que su guitarra hablaba por él.

Así que los negros le dieron la espalda.

Y nunca debe olvidarse que, para algunos blancos, no dejó de ser un negro divertido.

A lo largo de 1970 llegó al fondo de su depresión y no encontró nada de lo que servirse. Su última actuación fue la del festival de Wight de aquel año. Tras ella anunció su retiro y su deseo de instalarse en Londres. Dejó bien claros sus motivos: no estaba dispuesto a seguir siendo un payaso.

Para que él, una estrella del rock, reconociese, por encima de su orgullo, que había sido un payaso utilizado por todos menos por sí mismo, tuvo que ver muy dentro de su espíritu y sacar al exterior toda la porquería que no le gustaba y que formaba la auténtica cadena de su vida.

Parecía dispuesto a empezar de nuevo, buscando su segunda oportunidad, como otros, pero él… no lo logró.

La noche del 18 de septiembre de 1970 su última chica, Monika Danneman (grupie, blanca, hermosa y joven, como todas las muchas que tuvo siempre a su lado), le encontró con apenas un hilo de vida, después de que vomitase y se ahogase en su propio vómito a causa de la reacción de las pildoras ingeridas con la cena y lo que pudo haber fumado. Monika llamó desesperadamente a Eric Burdon en demanda de ayuda pero la ambulancia que le llevó al St. Mary Abbot’s Hospital de Londres le ingresó cadáver.

La ley dictaminó el veredicto de «muerte accidental por sobredosis de pildoras».

Eric Burdon siempre manifestó que Jimi se había suicidado, porque le conocía bien.

En la historia, esto ya es sólo un ítem final.

El día que Hendrix dijo que no quería seguir siendo un payaso, dijo algo más. Tal vez sean las claves de su muerte. Manifestó hallarse en el mismo lugar que cuando empezó y que como músico necesitaba únicamente una mayor emancipación de la industria para poder seguir. Luego reconoció que como guitarrista… se sentía agotado, porque ya no podía extraer nada nuevo de su instrumento.

Para un rompedor y creador nato, ¿no es esto igual que estar muerto?

Quince días después de que el rock se estremeciese con la perdida de Jimi, moría en la soledad de su habitación del Hotel Landmark de Hollywood, la reina blanca del blues, la primera heroína del rock: Janis Joplin.

Si James Dean protagonizó únicamente tres películas, de las cuales llegó a ver estrenadas las dos últimas, y se convirtió en un mito, Janis no le fue a la zaga. Grabó dos LPs y medio (el tercero se editó tal y como ella lo había dejado, sin terminar, aunque los músicos le dieron algunos retoques finales) y su muerte abortó lo que hubiera sido con toda seguridad una carrera monstruosa. Para que sucediese tanto y en tan poco tiempo o con tan pocos discos, quizás deba acudirse a una estrofa de una canción, muy simple, que cantaba ella y que define a la perfección su universo: Sigo moviéndome, pero nunca he sabido por qué.

Nació en Port Arthur, Texas, ciudad vecina de Dallas, el 19 de enero de 1943. Su padre trabajaba en la Texaco Canning Company y su madre en un colegio. Viviendo con acomodo es difícil imaginar cómo pudo interesarse por el folk y el blues como expresiones artísticas, y ser admiradora de dos artistas como Leadbelly y Bessie Smith, el primero apaleado por la vida, expresidiario aunque patriarca del blues, y la segunda fallecida en plena juventud porque unos médicos blancos no quisieron atenderla. Rebelde y salvaje, Janis se marchó de su casa con diecisiete años. Para entonces su voz ya era sumamente especial, y alcanzaba registros insospechados. Durante cinco años deambuló por todas partes, arriba y abajo, al este y al oeste, trabajando en infinidad de cosas y cantando siempre que podía en algún café o local donde le diesen de comer y una cama para poder dormir. Ya en California, en la primavera de 1966, un grupo llamado Big Brothers & The Holding Company la invitó a unirse a ellos como cantante.

Bastó un año (verano 66 a verano 67) para que la banda, con Janis de solista, se convirtiese en una atracción. Cuando actuaron en el festival de Monterrey de junio de 1967, aún no habían grabado siquiera un disco. Y a pesar de ello la conmoción fue evidente. Su imagen de cabaretera, sin el menor atractivo físico, contrastaba con el poder y la energía desplegadas en escena, y especialmente con su voz. En 1968 se editó el primer LP, Cheap Thrills, fue número 1 y tras él Janis formó su propia banda. En 1969 repitió el éxito con I got dem ol’Kozmic blues again mama! y en 1970 grababa el tercero, Pearl, cuando murió. Parece sencillo, pero no lo fue.

Janis Joplin vivió de la misma forma en que solía cantar, lanzándose a fondo por algo sin dimensión ni aparente estructura, porque nunca interpretó un mismo tema igual dos veces. Sus emociones la dirigían, y especialmente el estado en que saliese a escena, según el grado de alcohol que llevase en la sangre o el speed o la hierba que acabase de convertir en humo. Humanamente no era más que una solitaria, una mujer que se sentía fea, insegura, llena de problemas infantiles y traumas adolescentes, que vestía como una puta barata, con plumas, tiaras de flores en el pelo, escarapelas de papel de colores, y tan despreocupada de su imagen y su estética que, como confesaba abiertamente ella misma, «ni llevaba faja ni se maquillaba». Llegó a tener algo de patético que muchos artistas destacaron, y que cualquiera puede palpar en las filmaciones de sus entrevistas. Era tan sencilla como un blues, aunque un blues sea la mejor dimensión del alma humana y lo más infinito jamás creado. A nivel musical fue cálida y deslumbrante, un huracán.

Siempre dio la impresión de estar sola y de necesitar tanto amar como cantar. Apenas nadie habla de Janis citándola como a una chica feliz. Probablemente lo fue, al margen de su tormento y su éxtasis, pero el peso de su dimensión pudo más. Y es que fue como sus canciones, un desbordamiento que ella interpretó así: «Yo no escribo canciones, las invento. A veces escribo unas palabras, para no olvidarme, pero ése es un concepto distinto. Yo las invento».

Muchos de los hombres que pasaron por su cama, sin olvidar que fue considerada lesbiana y que libros posteriores a su muerte, escritos por examantes frustradas o inventoras de fantasía, así parecían probarlo, dijeron de ella casi lo mismo. Siempre citaron su imagen de «pobre chica solitaria». Desde Leonard Cohen hasta Country Joe McDonald, dos de los más famosos, la historia se repite en este sentido. En la gran mayoría de sus canciones Janis hablaba de los hombres y del sexo, de la necesidad de sentirlo y practicarlo, de la pasión, el deseo y el fracaso. Cuando las cantaba lo hacía como si hiciera el amor en la escena, y en gran medida, muchos opinaron que sólo en escena liberaba sus instintos reprimidos. Su mayor mérito artístico fue su autenticidad, descarnada y libre. No mentía ni fingía en la relación artista-público. Solía decir:

«Cuando canto, no suelo pensar. Cierro los ojos y dejo que llegue… ya sabes, siento que llega la fiebre, que me encuentro bien. Cuando ha desaparecido, es como si pudieras recordarlo; pero no puedes ser consciente de ello hasta que vuelves a vivirlo y entonces está ahí de nuevo. Es como un orgasmo. Yo no puedo hablar de mis canciones, porque estoy dentro de ellas. ¿Cómo puedes explicar algo en lo que estás metida? No puedo saber lo que hago. Si lo supiera, lo habría perdido. Pero al cantar… bueno, al cantar siento… Oh, como cuando el primer amor. Es más que sexo. Es ese punto en el que dos personas pueden alcanzar realmente el amor, como cuando tocas a alguien por primera vez; pero en este caso es gigantesco, porque se multiplica por todo el público. Siento escalofríos, extrañas sensaciones recorriéndome el cuerpo. Es una experiencia física, emocionante, y me ocurre cuando actúo, cuando estoy delante de la gente. Es como tener cien orgasmos con una persona que amas. Vivo durante unos minutos en el escenario todo… es la sensación…»

Sin embargo, había también una trastienda. Siempre la hay. Ese orgasmo individual partiendo del acto de amor colectivo que experimentaba al cantar en público, lo apoyaba en su furiosa dependencia del alcohol, su abuso de las drogas y el exceso de soledad que la devoró lo mismo que un cáncer imparable. Janis vivió los últimos meses de su vida abrazada a una botella, y colocada en la frontera límite aunque nunca tomase alucinógenos como el LSD, ya que la aterraban. Necesitaba su ración y muy especialmente antes de salir a escena, para que los efectos se fundiesen con la catarsis autoinductiva y general que la proyectaba hacia el Todo.

Finalmente, cuanto hizo, era y sentía, coincidió en la noche del 3 al 4 de octubre de 1970. En la eterna soledad de la habitación de uno de tantos hoteles como había estado, se excedió en la sobredosis. El caballo penetró en sus venas, la hizo caer al suelo y se abrió la cabeza. La larga noche hizo el resto.

No hubo ninguna como ella. Frente a cientos, miles de artistas de plástico, que no sienten nada y que repiten actuación a actuación los mismos gestos, palabras y comedias, Janis fue genuina y pura, demasiado para resistirlo. Durante años se ha escarbado en su pasado, editándose discos de la más variada procedencia. Lo mismo que en el caso de Hendrix, el testimonio más válido se concretó en la película-documento sobre su vida, Janis, presentada en 1974.

Todo lo destructivo que pueda poseer el rock paso sin duda por las vidas de Jimi y Janie lo mismo que un viento fugaz pero demoledor.