56

No fue una retirada, sino una auténtica desbandada. Cuando al amanecer apareció la tolvanera en la lejanía, como una columna gris más allá de los llanos de Guta, se supo que Maslama había hecho galopar la avanzadilla de su ejército durante toda la noche. Estaban quizás a menos de una jornada de Damasco. Entonces cundió el pánico. Una gran agitación sacudió las tropas. Los primeros en huir fueron los mardaitas. Sus jefes se despidieron muy ceremoniosamente, con bellas palabras y cumplidos, y sus sacerdotes extendieron sobre nosotros sus bendiciones. Pero no les preocupaba más suerte que la suya y ni siquiera volvieron las cabezas cuando emprendieron los caminos que ascendían hacia las laderas del monte Kasiun. Luego partió la fila de los maronitas. Y menos de una hora después, una verdadera estampida de hombres y bestias huyó por los cerros en desorden, dejando tras de sí nubes de polvo. Si había habido algún tipo de organización en nuestro ejército, en un instante se deshizo por completo. Allí ya no quedaban generales, oficiales ni líderes; todo era conmoción, desconcierto y pánico. El campamento empezó a verse desierto; y los aparatos de guerra, abandonados y solitarios, proporcionaban un aire fantasmagórico al desamparado panorama que había al pie de las murallas. La ciudad humeaba en desamparo con la primera luz del día, pero las impresionantes banderolas blancas y doradas y los orgullosos estandartes de los omeyas ondeaban en las torres de la fortaleza. Nutridas hileras de figuras humanas oteaban el horizonte desde las almenas, aclamando con una burlona algarada la escapada de quienes poco antes eran sus atacantes.

A media mañana solo permanecían frente al arrabal varios centenares de soldados damascenos rebeldes y el millar de mercenarios griegos que vinieron por mar. Pero todos ellos habían decidido marcharse. De manera que debíamos tomar una determinación inmediata. Y solo teníamos por delante dos opciones: salir detrás de los maronitas para refugiarnos en el monte Líbano o huir con los griegos hacia la costa, al puerto de Akka, donde tenían anclada su flota. No había tiempo para pensárselo demasiado… Así que la decisión final fue emprender el mismo camino que los griegos; hacia el sur primero, bordeando los montes, y luego hacia poniente; puesto que en una semana podíamos llegar al mar.

Pero, en aquel momento, cuando acabábamos de ponernos de acuerdo, vimos salir de la ciudad una larga fila de gente por la puerta de Bab al-Salam. No eran guerreros, sino mujeres, niños, ancianos y hombres de paz que huían por puro miedo causado por la nueva invasión de soldados que se avecinaba. Cruzaron el río y pasaron en silencio por delante de las tiendas. Iban abatidos y llorosos, dando un gran rodeo a la ciudad, en dirección a la antigua calzada que conduce hacia el sur, la cual conocemos como «camino de Jerusalén»; la misma ruta que nos disponíamos a tomar nosotros.

Fuimos para ver si necesitaban algo. Pero aceleraron el paso, mirándonos de soslayo con temor. Entonces, acercándonos todavía más a ellos, descubrimos muchas caras conocidas: parientes, amigos o simples vecinos de los que allí estábamos. No obstante, su actitud era huidiza, como si no quisieran nada con nosotros. Insistimos tratando de hablar con ellos, e incluso llegamos a cortarles el paso. Y Cromacio les gritaba con ansiedad:

—¡Eh, hermanos, decidnos hacia dónde os dirigís!

No contestaron. Intentaban continuar sin hacernos caso, con las cabezas bajas y aspereza en los rostros.

—¡Habladnos, hermanos! —insistió Cromacio suplicante, poniéndose de rodillas a la vera del camino—. ¡No nos neguéis la palabra! Podemos hacer juntos el camino… Todos nosotros vamos también hacia el sur.

Unas mujeres se detuvieron y empezaron a increparle:

—¡Déjanos seguir nuestro camino y ve tú por el tuyo!

—¿Te parece poco todo el mal que nos habéis causado?

—¡Nada queremos con vosotros, hombres violentos y sanguinarios!

Entonces comprendimos lo que pasaba: aquellas gentes nos hacían culpables de su desdicha. Nuestros paisanos consideraban que la rebelión había sido la causa de todas las desgracias caídas sobre Damasco. Eso nos causó una gran angustia; era como si nuestros males no tuvieran fin.

Klémens se enardeció y fue hacia ellos gritándoles despechado:

—¡Desagradecidos! ¡Miserables! ¡Cobardes! ¡Todo lo hemos hecho por vosotros! ¡Hemos arriesgado nuestras vidas y nos tratáis así!

—¡Déjalos, hijo! —le amonestó su padre—. ¡Déjalos en paz! Dios pagará a cada uno como se merece…

—¡Eso mismo; tú lo has dicho! —gritó con desesperación una de las mujeres—. Id al infierno por todo el mal que nos habéis causado…

—¡Calla, maldita! —le espetó Klémens—. ¡No te consiento que trates así a mi padre!

—¡Calla tú, hijo! —replicó Cromacio—. ¡Obedece lo que te digo! ¡Déjalos en paz! ¡Que sigan su camino!

La gente se había detenido formando un gran corro y miraban perplejos la discusión. Los soldados griegos, en cambio, estaban recogiendo sus cosas y contemplaban la escena desde lejos. En ese momento, alguien de entre ellos gritó:

—¡Dejaos de disputas absurdas! ¡No hay tiempo que perder! ¡Mañana, a lo más tardar, estarán aquí los soldados de Maslama!

La muchedumbre se agitó estremecida y echó a andar de nuevo en dirección al camino de Jerusalén. Serían un millar; tal vez dos. Era difícil precisar su número en tal estado de confusión, cuando marchaban entre los huertos de frutales arrasados y las ruinas del arrabal. Era muy triste ver que iban apenas con lo puesto, casi todos a pie, pues no habían quedado bestias en la ciudad. Si acaso irían una veintena de burros viejos por detrás, transportando los ancianos y enfermos. El resto apresuraban los pasos, cabizbajos y resentidos, sin despedirse siquiera de nosotros. Caminaban entre ellos muchos vecinos y amigos; pero se había abierto un abismo tremendo que nos separaba de ellos. Eso fue lo más doloroso de aquella absurda guerra; y hacía que yo siguiera sumido en la maraña de mis remordimientos; con una insoportable desazón en el alma. Agotado, hambriento y confundido, pensaba que nada peor podría ya ocurrir ante mis atribulados ojos… Así que decidí retirarme de allí para unirme a mis compañeros y seguir su suerte.

Pero entonces, cuando los últimos de mis desdichados paisanos estaban pasando por delante de mí, me fijé en un grupo de hombres y, de repente, descubrí entre ellos a mi primo Joannis Crisorroas. Él también me miró, casi en el mismo instante, y vi la sorpresa en su cara y sus ojos. Estaba muy delgado, demacrado y con oscuras ojeras.

—¡Bendito sea el Dios de los cielos! —exclamó con el rostro iluminado—. ¡Efrén! ¡Hermano mío, Efrén! ¿Qué ha sido de ti?

Corrí hacia él con el alma en vilo. Le abracé. Fue como si se hiciera un poco de luz en medio de tanta opacidad. Él se apartó para volver a mirarme y recobrar el resuello. Me palpaba los hombros, el cuello, la cara, la cabeza…; como si no pudiera creerse que el encuentro era real. Mi corazón saltaba dentro de mi pecho mientras le decía con ansiedad:

—¡Te busqué en la ciudad, hermano mío! ¡Fui a nuestra casa…!

—¡Alabado sea Dios! —rezaba él—. ¡Bendito y alabado sea! ¡No esperaba encontrarte!

—¿Qué ha sido de mi madre? —le pregunté.

Puso en mí una mirada cargada de estupor y congoja.

—No lo sé —respondió—. La he buscado por toda la ciudad y no he podido dar con ella, ni encontrar a alguien que supiera algo… Desapareció como tantas personas… Es lo único que puedo decirte, hermano…

Y después de decir eso, me mostró su mano derecha. Solo entonces reparé en que la tenía deforme y vendada con trapos sucios y sanguinolentos.

—¡Qué te ha sucedido! —exclamé.

—Estuve en la cárcel… Por eso no puedo decirte nada de tu madre. No sé qué fue de ella mientras me tuvieron preso por orden del califa…

—¿A ti, hermano? ¿Por qué?

Suspiró hondamente, como teniendo que recordar cosas horribles. Su respuesta fue el silencio. Luego miró en derredor, paseando sus ojos tristes por los guerreros que empezaban a montar en sus caballos.

—Veo que estáis con ellos —comentó con abatimiento—. Habéis luchado contra Damasco de parte de los rebeldes… Hermano, me dijeron que al final te habías ido con los guerreros; pero siempre tuve la esperanza de que recapacitaras…

Cromacio fue hacia él y le habló con voz desgarrada:

—Sabio y noble hijo de Sarjun, no nos aflijas más, te lo ruego. No somos bestias. Somos hombres civilizados que hemos obrado siguiendo nuestras conciencias. Urdimos un plan secreto con el único fin de ser libres. Muchos de los nuestros han dado sus vidas generosamente para servir a ese propósito. Ahora todo ha terminado y Dios, que es el único justo, juzgará a cada uno según sus obras… Pero no es momento para reproches. Debemos cuidar unos de otros y huir todos juntos. Siria está en pie de guerra. Toda esa gente indefensa no podrá caminar libre de peligros desde aquí hasta Jerusalén. Los ejércitos árabes del sur van camino del fin de la tierra para conquistar Hispania. Eso quiere decir que muchos territorios están a merced de los bandidos y los señores de la guerra. Convence a nuestra gente para que nos dejen ir con vosotros. Al menos podremos protegeros hasta llegar al camino del mar… Desde allí hasta Judea hay tres jornadas de camino.

Mi primo le miró dudando.

—La gente recela de los soldados —murmuró—. Su dolor y su resentimiento son muy grandes. Comprended que han perdido todo lo que tenían…

—¡Conservan sus vidas! —exclamó Klémens—. Sin nuestra protección las perderán.

Crisorroas se quedó pensativo. Pero los hombres que iban con él empezaron a argumentar a voces:

—¡Tienen razón en eso!

—Es una locura caminar hasta Jerusalén sin escolta. Hay cazadores de esclavos y partidas de hombres crueles por todas partes.

—¡Hagamos el camino con los soldados!

—¡Eso, viajemos juntos! Y luego, cuando estemos seguros al amparo de alguna ciudad, que cada uno vaya por su lado.

Aquel grupo de hombres lideraba al resto de los fugitivos; de manera que se hizo lo que ellos acordaron. Además, cuando les proporcionamos bestias y algunas otras cosas necesarias para el viaje, empezaron a mirarnos de otra manera.

Se dieron las órdenes y emprendimos la marcha. Me embargó entonces la tristeza otra vez; como un vacío y una náusea. En la vega, en el arrabal arruinado y en los pisoteados huertos no se veía a nadie. Todo estaba desierto y silencioso; sembrado de montones de cenizas que aún humeaban, de basura, de escombros… En el aire quedaba prendido todavía el nauseabundo hedor de la guerra; una mezcla de podredumbre, olor a quemado, aroma de tierra removida y excrementos.

Damasco se quedó atrás y desapareció tras los cerros. Más tarde el cielo se nubló y se puso a llover. Recuerdo el aroma de la tierra mojada y el aire limpio, como un cierto alivio. Caminábamos al principio en silencio. Pero luego la gente empezó a cantar. Aquel salmo en arameo, que todos conocíamos, proporcionaba un gran consuelo. Así que también los soldados nos unimos al canto.

El Señor Dios es mi pastor,

nada me faltará;

me hará descansar

en lugares de pastos tiernos;

junto a aguas tranquilas

me conducirá.

Confortará mi alma.

Me guiará por sendas de justicia

por amor de su Nombre.

Aunque ande por valles

de sombra y de muerte

no temeré mal alguno;

porque Tú estarás conmigo.

Tu vara y tu cayado me

infundirán aliento.

Preparas una mesa delante de mí,

en presencia de los que me persiguen y angustian.

Unges mi cabeza con aceite y

mi copa está rebosando.

Ciertamente, tu bondad y tu misericordia

estarán conmigo todos los días de mi vida,

y moraré en la casa del Señor Dios eternamente.

Amén.