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En las semanas siguientes se levantaron con destreza los ingenios de asalto: cuatro torres paralelas revestidas de pieles, centenares de escaleras, dos hileras de catapultas y sólidas cubiertas para proteger los arietes. Todo ello fue construido con destreza y rapidez. Causaba verdadero asombro. Había ingenieros veteranos capaces de idear inverosímiles artefactos o de solucionar cualquier problema mecánico. Los hombres trabajaban sin darse descanso, como si estuvieran poseídos por una voluntad implacable y una energía pertinaz. Lástima que aquellos duchos guerreros, capaces de actuar unidos para algunas cosas, no pudieran ponerse de acuerdo en otras.

Acabados los preparativos, llegó el momento de aproximar los aparatos de guerra para ponerlos en práctica. Durante los primeros días vi el combate desde lejos, situado en un altozano al norte de la ciudad, en la orilla de acá del río. Después me aproximaba más. Desde muy temprano, los monjes y sacerdotes maronitas oraban arrodillados. Las plegarias se confundían con el fragor que no cesaba: estrépito de pisadas de hombres y bestias, construcción y transporte de aparejos, ruido de armas, estruendo de tambores y ensordecedor bullicio.

Al cabo de una semana de brega intensa al pie mismo de las altas murallas, bajo incesantes lluvias de flechas y proyectiles, los jefes acabaron reconociendo que los de dentro no abrirían las puertas sin condiciones. Lejos de ello, parecía que se hacían más fuertes a medida que transcurrían los días. Se supo, para colmo, que tenían muy bien protegido el acueducto y la puerta que daba a la ciudadela interior, por donde les entraban todos los víveres que necesitaban. Con la curva que trazaba el río y los fuertes muros de la fortaleza, se hacía imposible rodear la ciudad hacia el sur para completar el cerco. Esta evidencia acarreó la confusión entre nuestros generales, que veían con estupor cómo sus mejores soldados caían apedreados y asaeteados una y otra vez en los intentos de aproximarse a la fortaleza. Además, cualquier posibilidad de extender el asedio hacia la parte oriental se veía frustrada por la presencia de interminables líneas de arqueros amparados por los repliegues del terreno y la altura de la margen del río dominada por ellos.

Transcurrían largas horas de feroz combate, en las que caían numerosos defensores de las murallas; pero muchos más de los asaltantes. Los cadáveres se contaban ya por centenares esparcidos en una gran extensión, sin que hubiera tiempo u ocasión para recogerlos y darles sepultura. Eso desmoralizaba mucho a los nuestros. Pero los generales no querían dar tregua, para no hacer ver al enemigo que nos empezaban a flojear los ánimos.

Al término de cada jornada, se reunía el consejo de los jefes. Las discusiones no llegaban a las manos de puro milagro. Porque, a medida que pasaban las semanas, se ponían más exacerbados, al comprobar la dificultad de sus propósitos y el creciente temor de que llegasen los refuerzos árabes. A causa de esta enervante posibilidad, se determinó emprender un asalto definitivo con gran movimiento de máquinas de asedio y arietes en los cuatro costados de la ciudad, aun sabiendo la mucha sangre que nos costaría tal esfuerzo. Con ese fin, se estuvieron componiendo más catapultas y trabuquetes durante una semana. Y, mientras se hacían estos preparativos a la vista de los de dentro, se enviaron emisarios para parlamentar ofreciendo unas buenas condiciones de rendición: el respeto de las vidas de todos los damascenos, sus mujeres, hijos y esclavos, evitando el saqueo, a cambio de un tributo y de una parte del tesoro del califa. El gobernador de la muralla ni siquiera respondió.

Cuando concluía el mes de octubre, empezaron las primeras lluvias y se temió que aumentase el cauce del río, haciendo todavía más difícil el vado. Entonces, no pudiéndose demorar más la cosa, se organizó nuestro ejército en cuatro frentes, con todo el aparato de guerra apuntando principalmente hacia la muralla sur, por ser la de más fácil acceso.

El combate era permanente y agotador. Hasta que, uno de aquellos días, a media mañana y de repente, se escuchó un griterío fuerte en alguna parte, como un clamor de júbilo. Alguien empezó a decir que la puerta de Bab al-Salam estaba abierta. Corrimos hasta un altozano desde donde se veía. No podíamos comprender el motivo en ese momento. Pero luego lo supimos: aquella parte de la fortaleza extraía el agua de un cauce desviado desde el Barada por debajo de las murallas. Un soldado nuestro lo conocía, por ser damasceno de origen y haberse criado en aquel barrio. Avisó a los oficiales de que el canal subterráneo era poco profundo en otoño y que permitía el paso desde el río. Él condujo personalmente a una fila de hombres en plena noche y aguardaron dentro a que empezaran los combates por la mañana. Los centinelas, preocupados por los arietes en las torres y almenas, descuidaron vigilar bien los adarves. Los valerosos intrusos se abrieron camino y descorrieron los cerrojos en plena confusión. Se abrieron las grandes puertas y nuestros hombres irrumpieron en su interior.

Inmediatamente, como una avalancha ensordecedora, todo el combate se concentró en ese lado. Yo también galopé hacia allí confundido entre los enloquecidos maronitas. Deseaba entrar a toda costa en la ciudad y en aquel momento delirante no reparé siquiera en el peligro que ello conllevaba. Las murallas estaban cubiertas de soldados que peleaban cuerpo a cuerpo. No había tregua. Durante horas, se combatió denodadamente para abrir la brecha. Una muchedumbre, como una masa informe, se debatía entre el río y los muros. Todo en torno era un maremagno donde los hombres tenían que saltar por encima de los cadáveres. Se luchaba, se gritaba, se maldecía, se sudaba a chorros… Las saetas surcaban el aire silbando y caían piedras desde todas partes. Supongo que, tanto entre los de dentro como entre los de fuera, hubo gente que murió herida por los propios proyectiles, en vez de por los contrarios.

Por primera vez me veía peleando montado a caballo, agarrando fuertemente mi lanza. No pensaba en nada más que avanzar hacia la puerta. Pero delante de mí se había formado un gran tapón, hecho de cuerpos vivos y muertos de hombres y bestias. No sé precisar el tiempo que estuve en ese brete.

Pero, de pronto, algo me golpeó en un costado. Me caí y perdí el caballo. Admití entonces que iba a morir de un momento a otro. Sin embargo, no sentía pánico ni nada parecido. Me asfixiaba entre la masa que apretaba por todos lados, sin ver nada delante; pero advertía de alguna manera que el combate iba disminuyendo. Anochecía. El ruido fue cesando y finalmente solo persistía un fragor tenue y rumor lejano de órdenes, gritos y lamentos. Tendidos aquí y allá había hombres con las cabezas destrozadas y heridas espeluznantes en diversas partes del cuerpo. Al darme cuenta de que yo no sangraba por ningún sitio, di gracias a Dios. Solo recuerdo estar muerto de sed y cubierto de sudor, polvo y sangre.

La oscuridad nos sorprendió todavía frente a la puerta. Muchos aguerridos mercenarios bizantinos habían entrado apoderándose de la zona norte de la ciudad. Pero el resto todavía no se había rendido. La eficaz y nutrida guardia del califa retrocedió a tiempo hasta los alrededores de la ciudadela para defenderla, y una parte de ella se había aglutinado en su interior. Resultaba imposible de noche vencer a los innumerables soldados ocultos entre la maraña de achaparradas casas de barro y las infinitas terrazas que dominaban las calles.

Nos retiramos al campamento, dejando que las incontroladas bandas de maronitas y mardaitas permanecieran esperando al amanecer, aferrados a la presa que tanto esfuerzo y sangre les había costado.

Aquella noche sería espantosa, eterna, en un extremo ambiente de ansiedad. Nadie quiso celebrar que se hubiera conseguido entrar en Damasco, porque esa misma tarde se supo la terrible noticia: el inmenso ejército de Maslama venía veloz a menos de veinte leguas.