17

A la mañana siguiente, después de haber dormido durante toda la noche, desperté de repente desnudo y aturdido en una cama extraña. Me levanté antes del alba y caminé atolondrado, tanteando las paredes en plena oscuridad, con torpeza y cautela, buscando el camino hasta la puerta de aquella estancia, como si temiera que la más mínima luz me devolviera a la realidad de tener que encontrarme en una casa desconocida. Sentía la boca seca y un dolor agudo en las sienes. Era una sensación nueva para mí. Antes de salir, me envolví con la capa. Entreabrí luego la puerta y me asomé, encontrando en el exterior una penumbra mezclada con los primeros y débiles rayos de luz que atravesaban los huecos de una celosía. A esa hora temprana, se oían lejanamente los sonidos de las ruedas de los carros, el golpeteo de los cascos de los borricos, las toses de los madrugadores y alguna que otra voz suelta en los callejones. Antes de que el ajetreo fuera en aumento, salí y caminé con pasos ligeros envuelto por la oscuridad de un corredor. Entonces vi la silueta indefinida de alguien al final. Me sobresalté y retrocedí perplejo para ocultarme tras un cortinaje. Pasado el peligro, me aventuré de nuevo por el caótico entramado de pasillos y salas, avanzando cada vez más apresuradamente, temiendo la inminente salida del sol. Resoplando con cuidado, llegué al extremo de un patio y me detuve delante de una puerta antigua de bronce que permanecía cerrada. Sentía dolor y vergüenza al mismo tiempo, al pensar en el trastorno y la preocupación que estarían sufriendo mi madre y mi primo Crisorroas porque yo hubiera tenido que pasar la noche fuera de casa. Pero, sobre todo, me hallaba embrollado al descubrir que en mi memoria había vacíos e imágenes vagas de lo sucedido la tarde anterior. El sabor del dulce vino todavía impregnaba mis labios. Empezaba a reconocer, aunque confusamente, que me había emborrachado por primera vez.

La puerta se abrió empujada desde su otro lado y apareció ante mí un esclavo eunuco, grande, de piel cetrina y ojos rasgados, que se sobresaltó al verme allí y soltó un «¡Ay!». Aunque enseguida reparó en que me hallaba yo aún más cohibido que él y se echó a reír, añadiendo afectadamente:

—¡Demonios, qué susto nos hemos llevado! ¿Buscas a mi amo?

No respondí y tuvo que insistir durante un rato, alterado, esforzándose para sonreír:

—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Buscas a mi amo Hesiquio?

Como yo no contestaba, acabó diciendo con resignación:

—Bueno, allá tú… Yo tengo cosas que hacer. Si atraviesas esta puerta, encontrarás los jardines. Por aquí no se puede salir a la calle. Todo el palacio está rodeado por altos muros. Si lo deseas, te conduciré a las dependencias de los amos. Eres su invitado y ellos querrán asistirte como es debido. Aunque… En fin, por lo que veo, lo mejor será que tomes antes un baño.

No resultaba difícil percatarse de que aquel eunuco era de toda confianza en la casa, y que él mismo era consciente de ello; por lo que en su actitud había un poco de esa impertinencia propia de los criados que saben que son queridos y que todo se les perdonará. Y eso, unido a mi dolor de cabeza, hizo que me sintiera aún más incómodo. Así que me quedé ahí plantado, mirándole sin saber qué hacer. Entonces él, con mayor descaro si cabía, añadió:

—¡Vamos, sígueme! Se te pasarán esos efluvios del vino que todavía te tienen atontado.

En mi estado de aturdimiento, no fui capaz de resistirme a la autoridad insolente del eunuco. Le seguí por un corredor y después descendimos los peldaños de una empinada escalera que se precipitaba bajo la penumbra de unas bóvedas saturadas de vapores. Apenas se veía, hasta que apareció entre el vaho una pileta llena de agua, en la que estaban sumergidos hasta el cuello los cuerpos grandes, blancos y fofos de Hesiquio Cromanes y su esposa Tindaria Karimya.

Entonces el criado, de un tirón, me quitó la capa que me envolvía, dejándome tan desnudo como vine a este mundo. Luego, con suaves empujones, me hizo introducirme en la piscina. El agua estaba caliente y me resultó muy agradable. Mis anfitriones me miraban sin decir nada, sonrientes, amigables y enternecidos.

Al descubrirlos allí, adormilados, desmadejados, brotaron en mi mente los recuerdos de lo que había sucedido la noche anterior, cuando Hesiquio me sacó de la cancillería después de que el viejo Farganes me hubiera abofeteado. Entré en aquella casa estando todavía aturdido, rabioso e incapaz de abrir la boca para hablar. Por el camino, Hesiquio no había parado de decirme:

—Ese maldito viejo loco se cree que es el dueño del diwan. ¡Mira que ponerte la mano encima! Ganas me han dado de arrancarle de un tirón su asquerosa barba de chivo. Alguien debería hablarle al califa de ese condenado y añejo persa. Sí, habría que decirle al califa que no le conviene mantener ya en su servicio a esa orgullosa e histérica casta oriental.

Me consolaba mucho que Hesiquio se solidarizara conmigo de aquella manera, haciendo suya mi ira. A fin de cuentas, yo apenas le conocía. De él sabía solo que su familia y la mía conservaban desde inmemoriales tiempos lazos de amistad y colaboración, y que incluso había habido matrimonios antiguos que unieron nuestras sangres. También él se había criado en Bab Tuma, en una casa muy cercana a la nuestra, dos esquinas más abajo en dirección a la basílica de Santis Joannes. Quizá por eso, al llegar al umbral de su palacio, antes de entrar, me abrazó cariñosamente y me dijo al oído:

—Tu abuelo, el sapientísimo Mansur ibn Sarjun alTaghlibi, ha debido de removerse en su santa tumba, como si en su propia cara hubiera recibido la bofetada que te propinó ese viejo y asqueroso persa. Pero, muchacho, no sufras por ello, aquí me tienes a mí para reparar el agravio con todo el cariño que pueda darte.

Esas palabras, dichas con apariencia de franqueza, me dieron mucha seguridad en un momento de tanto dolor y confusión. Pero todavía no podía yo imaginar siquiera que en mi vida de joven atolondrado estaban a punto de entrar unas personas que iban a significar mucho. O mejor será decir que era yo quien iba a entrar en la vida de esas personas.

La residencia de Hesiquio Cromanes estaba en las traseras del palacio del califa. Se accedía a la puerta principal por unos jardines, siguiendo un camino ancho flanqueado por oscuros cipreses. En los tiempos de Bizancio, en aquel lugar se hallaba la fortaleza del exarca; de ella todavía permanecían en pie los altos muros de más de tres siglos de antigüedad, con algunas columnas de mármol. El nuevo edificio era un caserón grandioso, cuyo interior estaba dispuesto a la manera de las viviendas de los árabes; sin apenas ventanas hacia fuera, con dos patios, un huerto y las estancias de las mujeres en la parte trasera. A decir verdad, aun siendo aquella una familia cristiana, hacían una vida casi en todo semejante a la de sus vecinos agarenos. Incluso tenían baños subterráneos, donde acudían cada día a asearse, y eran muy aficionados a las esencias, perfumes y aromas de todo tipo, tan fuertes que a veces resultaban mareantes. También quemaban romero, incienso y otras hierbas olorosas en los patios a media tarde; lo cual, unido a los guisos especiados, saturaba el aire exterior. Los ropajes que usaba Hesiquio, en cambio, eran a guisa de bizantinos, muy coloridos, largos y anchos, con caídas y pliegues estudiados, broches, bordados y aderezos de gemas y laminillas doradas. Vestido de esa manera, tenía él una estampa poderosa. Debió de ser en su juventud un hombre muy fuerte, musculoso; pero ahora destacaba en su cuerpo sobre todo la gran barriga, aparatosa, que parecía precederle cubierta de brillante seda, sobre la cual oscilaba un medallón de oro. En su cara, no obstante una inicial franqueza natural, aparecían de vez en cuando rictus recónditos; y en los ojos con frecuencia le brotaba un brillo melancólico. Lucía una barba larga y espesa, que se acariciaba melifluamente, haciendo relucir entre ella los preciosos anillos de su mano derecha.

Desde que atravesamos el umbral de su casa, me trató con mucha deferencia y ceremonia en el recibimiento. Los criados trajeron una jofaina, un jarro con agua y una toalla de hilo fino. El propio Hesiquio se postró a mis pies y me los estuvo lavando al modo antiguo, y me ofreció luego con cortesía sus posesiones y esclavos mientras estuviera allí. El jefe de su servidumbre era un anciano solemne, consumido y terroso, de ojos oscuros y barba gris, con rasgos singularmente vagos. Puesto también de hinojos delante de mí, dijo con voz grave:

—Conocí a tu abuelo, señor… Un hombre cristiano, justo y bondadoso. Dios lo tenga feliz consigo y premie su rectitud y piedad; virtudes propias de aquellos tiempos de nuestros antepasados, antes de la ruina del Imperio cristiano… ¡Bienvenida la sangre de Sarjun!

Ser tratado así, y oír ensalzar una vez más de manera tan respetuosa mi linaje, me conmovió. Hesiquio lo advirtió, se alzó de su postración, me abrazó de nuevo y me cubrió de besos. Entonces me eché a llorar como un crío, sintiendo, como nunca hasta ese instante, nostalgia y añoranza de una época que no había conocido.

En ese momento apareció Tindaria Karimya, la esposa; una mujerona casi tan alta como su marido, de ojos oscuros, chispeantes, expresión intensa y una espesa melena, negra, brillante y rizada, que le caía hasta las caderas como una cascada. También ella se postró con reverencia ritual ante mí. Y tras alzarse, mirándome vivamente de arriba abajo, dijo con vehemencia:

—Tan hermoso como podía esperarse de tu casta. Mi esposo me había hablado de tus cabellos rubios, pero… ¡cómo imaginar que serían oro puro! ¡Esos ojos azules son un pedazo del mar que hay más allá del Líbano!

Me ruboricé, no solo por el piropo, sino por la manera en que vino hacia mí, me tomó las manos y luego me abrazó vigorosamente. Sus fogosos labios se posaban en mi cuello y mis sienes, y todo su cuerpo exhalaba un perfume dulzón, hechicero.

Luego ella se volvió hacia Hesiquio y le reprochó:

—¿Por qué no me avisaste? Si me hubieras dicho que ibas a traer al nieto de Sarjun, habría estado prevenida.

—Anda, mujer —replicó él—. ¡Cómo se te ocurre decir eso! En esta casa siempre estamos prevenidos.

Tindaria soltó una sonora carcajada. Me echó su brazo grande por encima de los hombros y me condujo hacia el interior, regalándome algunos besos más por el camino, como si me conociera de toda la vida.

Nada encontré en aquella vivienda que me resultase familiar. Era diferente a lo que siempre había visto en el viejo palacio de mis antepasados. Pero pensé que tal vez hubo un tiempo en que los míos vivieron con un lujo semejante. Las paredes estaban revestidas con telas púrpuras y adamascadas, y las alfombras cubrían completamente el suelo; había lámparas de bronce, estatuillas de plata, grandes vasijas doradas y columnas de alabastro. Todo resultaba suntuoso, impresionante. Entramos en el salón donde esperaba dispuesta la mesa para la cena, con mantel, platos y divanes alineados alrededor. Los ventanales, abiertos de par en par, dejaban ver el misterioso jardín. Menguaba la luz de la tarde. Un joven esclavo entró sigilosamente y se puso a encender todas las velas y lamparillas de aceite. Un instante después, las llamas y espejuelos dieron un nuevo aspecto a la estancia, haciendo resplandecer los extremos y arrancando brillos de las colgaduras.

Mis anfitriones se sentaron frente a mí. Empezaron a beber vino y a hablar, ambos a la vez, sin darme siquiera opción a que hiciera otra cosa que prestarles atención. Entusiasmados, seguían glorificando mis ancestros. Invocaban las décadas pasadas como si hubieran transcurrido ayer mismo. Anidaba en sus recuerdos la misma nostalgia ansiosa que en el resto de los patricios de Damasco. Sin embargo, a ellos la vida no les había tratado nada mal. Bastaba para darse cuenta con echar una ojeada a todo lo que los criados iban depositando sobre la mesa: bandejas de oro, copas de vidrio labrado, vajillas de plata y porcelana fina… La mezcla del añorado Bizancio, la decaída Persia y la exultante Arabia se hacía visible en la exhibición de objetos y adornos que saturaban hasta el último rincón del salón. Y mis ojos, que nunca antes habían estado rodeados de tanto fausto, lo observaban todo, como extasiados; mientras mi mente se quedaba absorta, endulzada por los elogios y las manifestaciones de cariño de aquel insólito matrimonio. Y así permanecí, como atontado, hasta que Tindaria, con fingido enojo, me recriminó:

—Muchacho, ¿qué demonios te pasa? ¿No comes? ¿No bebes? ¿Acaso no te gusta eso?

Ni siquiera me había fijado en que los criados habían servido ya la mesa. Entonces vi delante una gran fuente con diversas carnes asadas: pierna de chivo, tajadas de ternero, aves enteras… Todo ello dorado y humeante, aderezado con diversos adobos y acompañado por apetitosas verduras.

—¡Come, Efrén! —me instó Hesiquio—. ¡No seas tímido! —Y al mismo tiempo que me acercaba la copa, insistía—: ¡Y bebe! ¡Qué demonios! Bebe, muchacho, bebe para alegrarte y olvidar la bofetada del viejo Farganes. El dulce vino curará la herida de tu orgullo.

Y fui obediente. Tenía apetito y aquella cena exquisita me pareció la mejor que había probado en mi vida. Así que comí en abundancia. ¡Y bebí! No es que el vino no fuera algo nuevo para mí, ya que se bebía a diario en mi casa; pero demasiado rebajado con agua. En cambio, este que se servía en la mesa de Hesiquio era fuerte, aromático, puro… Penetraba en mí como un fuego encantador y sanador, hasta conseguir despertar en mi espíritu una placidez desconocida y una nueva y prodigiosa ansia de felicidad.

No puedo recordar en qué momento perdí la noción del lugar donde me hallaba y de lo que estaba sucediendo. Mi último recuerdo algo preciso es la agradable sensación que experimenté cuando la mano de Tindaria me acariciaba suavemente la nuca… Más allá de eso, todo quedó borrado. Hasta que desperté desnudo al día siguiente en una cama extraña, en aquella casa que parecía estar ideada toda ella para el placer.