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Una interminable hilera de arrojados hombres, unos montados en rápidos y briosos caballos de la montaña, otros en zancudos y pausados camellos, y el resto a pie, se dilataba a lo largo del infinito sendero que descendía desde las cimas de las colinas. Era el intrépido ejército de los maronitas del monte Líbano, formado tanto por guerreros veteranos como por muchachos recién reclutados que no conocían la guerra. Todavía no habían iniciado el avance; esperaban pacientemente la orden de sus jefes para partir hacia los desfiladeros que conducen a los llanos interiores de Siria y alcanzar cuanto antes, sin darse descanso, el camino de Damasco. Su número era inmenso, y sus estandartes, lanzas, cruces y distintivos tribales y de guerra formaban como un tupido bosque. Delante de la puerta principal de la muralla de Bisharri se había levantado un gran altar, para que, desde allí, Joannes Marun impartiera su bendición y todos pudieran verlo.

Apareció a lo lejos el cortejo de los monjes precediendo la silla de mano del anciano y venerable patriarca. A su vista, los vítores ascendieron hasta alcanzar una intensidad frenética y después se apagaron de pronto, sumiéndose en un silencio sobrecogedor que resonaba en los oídos con una fuerza más profunda que los gritos. Muchos, entre la multitud, se dejaron caer de rodillas y se postraron sobre la tierra en pendiente. Y aquellos que no podían moverse del sitio, debido a la presión de la masa, elevaron sus brazos implorando en silencio la bendición. Desde la altura, los generales lanzaron fogosas arengas, los monjes corearon salmos, y los ancianos, mujeres y niños aclamaron a sus valientes. Luego retornó el silencio. El patriarca extendió sus manos y profirió sus bendiciones, inaudibles en la distancia.

Media hora más tarde iniciábamos el camino hacia los desfiladeros, en dirección al sur. Los guías conocían muy bien la ruta. Pero, incluso así, el viaje se hacía muy duro. Ya estábamos en otoño. Todavía hacía calor a medio día, pero, al caer la tarde, fresco; y más adelante, en las montañas, prácticamente frío. Descender resultaba mucho más peligroso que subir. Cada desfiladero era más empinado que el anterior y algunos inexpertos temerarios acabaron despeñándose. Desde las escarpadas rocas contemplábamos los pedregosos barrancos. Las águilas nos miraban posadas en sus altísimos voladeros y las cabras montesas triscaban despavoridas por imposibles precipicios. Las noches eran heladas, pero resultaban maravillosas bajo las estrellas, en la total oscuridad; puesto que no estaba permitido encender hogueras para no delatarnos. Los guerreros entonaban entonces sus cantos antes de irse a dormir y el eco de los montes los convertía en voces de otro mundo.

Por delante del ejército maronita iba una avanzadilla de intrépidos hombres, que conocían aquellos derroteros mejor que sus casas; llevaban la misión de impedir que los centinelas del califato corrieran con el aviso a Damasco. Cuando llegaba el grueso de la tropa al pie de los montes donde se alzaban las torres de observación, ya estaban estas rodeadas y con frecuencia los vigías muertos o hechos prisioneros. Una mañana llegamos a una fortaleza más robusta que todas las anteriores. Había un despeñadero por un lado y una torre de vigilancia en lo alto del camino montañoso. Nuestra vanguardia no pudo conseguir allí neutralizar a los soldados, que se hicieron fuertes, y uno de ellos aprovechó para escapar velozmente. Sabíamos pues que en Damasco ya habrían sido alertados de nuestro inminente ataque. Pero esto no desalentó a nadie, puesto que nos quedaba solamente una jornada de camino. A partir de entonces, la marcha fue veloz y apenas hubo descanso. La última etapa se hizo en la noche, por los terrenos más suaves que se aproximaban al destino.

Antes del amanecer, avistamos desde un promontorio, en la tenue luz, la redonda y parda ciudad a lo lejos, con sus fortificaciones exteriores, el río Barada, el campamento del arrabal y las achatadas murallas de la ciudadela interior. En los valles el verde trigo ya despuntaba de la fértil tierra.

Esa misma mañana se reunieron todos los jefes con los generales para definir la maniobra de asalto. Ya estaba todo previsto de antemano, por lo que no tardaron mucho en ponerse de acuerdo. Iría por delante una vanguardia rápida y numerosa, suficiente para preparar el terreno. Se trataba de asaltar primero el campamento de los mercenarios y el arrabal, confiando en que muchos soldados cristianos estuviesen advertidos previamente y desertasen de inmediato para pasarse a nuestras tropas. Si la sublevación preparada por los hermanos Cromanes había tenido éxito, al grueso del ejército maronita no le resultaría difícil asaltar las murallas de Damasco. Esa esperanza constituía la base de la principal estrategia que teníamos.