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Roma

En un principio me sorprendí por que me eligieran precisamente a mí cuando el metropolitano de Toletum rindió cuentas ante el papa y su consejo. Pero muy pronto comprendí que fue una decisión personal del venerable Constantinus. Yo era sirio como él y podía entender mejor que nadie la dolorosa situación de los godos hispanos refugiados.

Se me pidió que hiciera de notario. Recuerdo el rostro empalidecido, macilento, del obispo Sinderedo, a la luz de un pequeño candelero de tres lucernas. Vestido este con sencilla túnica grana, pensativo, miraba las hojas del manuscrito que se le habían caído de las manos a su secretario privado cuando lo leía en voz alta, desperdigándose aquí y allá los pliegos. La frente grande y la piel clara del rostro resaltaban bajo el píleo rojo; tenía aire de extravío en los ojos, brillantes y a la vez tristes; y una leve mueca de sufrimiento se le dibujaba en los labios rosados. Su estampa resultaba noble y decaída al mismo tiempo. A veces parecía ausente. En cambio, el secretario personal se mantenía atento junto a él, y recogió con nerviosismo las páginas que fue colocando en orden, sin poder contener el temblor de sus dedos. Frente a ellos, los diez consejeros del venerable Constantinus se removían expectantes, con las caras llenas de asombro. Pero el papa, como siempre, permanecía hierático, inmóvil como una estatua. En la penumbra de la sala principal de la cancillería, aquellas figuras graves, calladas, maduraban en sus almas lo que acababan de oír.

La insignificante interrupción que se había producido al esparcirse las hojas por el suelo sirvió para que los consejeros se hiciesen conscientes de la verdadera importancia de los hechos que se narraban en el manuscrito que se estaba leyendo: la caída de Toletum tras el asedio de los árabes. Deseaban que prosiguiera cuanto antes, aunque nadie se atrevía a manifestar impaciencia, y miraban de vez en cuando al papa, para advertir en él la mínima reacción; pero Constantinus no se inmutaba.

Por las ventanas se veía el claustro: el sol de la mañana hacía resplandecer los arcos, los capiteles y las delgadas columnas. Rompió el silencio el canto de un ave, como un quejido en los jardines. También se oyó el delicado y largo suspiro de un anciano consejero que dormitaba en su escaño.

Sinderedo alzó la cara, paseó la mirada por el consejo y luego la detuvo en el papa, diciendo en tono aplacado:

—Ya lo dejó dicho Nuestro Señor Jesucristo: «Si un reino está dividido en bandos opuestos no puede subsistir; y si una familia está dividida tampoco puede subsistir…»

El venerable Constantinus siguió inmóvil; mientras los consejeros asentían con elocuentes movimientos de cabeza, cavilosos, atentos a las palabras del obispo. Este pareció cobrar ánimo, elevó los ojos al cielo y exclamó con mayor brío:

—Y de la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin… Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas, si primero no lo ata. ¡Solo así podrá saquear la casa!

Un murmullo estalló al fin entre los que le escuchaban. Pero al punto regresó la gravedad a sus semblantes.

Entonces tomó la palabra el papa y, con voz considerada, sancionó:

—En efecto, la división, las rencillas… ¡Qué mal tan grande! ¡Qué regalo para Satanás! Reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo supera las fuerzas y las capacidades humanas. Una Iglesia dividida, como cualquier familia, no puede subsistir… La persona misma, el individuo dividido interiormente, tampoco puede subsistir. El pecado, particularmente aquel que hiere la caridad, causa división. Pero Dios es más grande que cualquier fuerza maléfica. Nuestras iniquidades y pecados no podrán ahogar su misericordia y su amor… Los primeros cristianos nos dan ejemplo clarísimo de cómo vivir la unidad: ellos superaron las persecuciones y se animaban unos a otros a perseverar en la fe en Jesucristo. Como ellos, debemos orar, siempre debemos orar, sin desfallecer… ¡Ayúdanos, Señor, a vivir así la caridad, no permitas que lastimemos nunca la unidad!

—Amén —contestamos a esta súplica.

Se hizo un silencio en el que todos meditaron acerca de las palabras del sabio Constantinus. Y pasado un rato, el metropolitano de Toletum, con una espontaneidad que llenaba de candidez su rostro barbado, se sinceró diciendo:

—Confieso, hermanos míos, que no soy hombre de muchas palabras, y no poseo la oratoria necesaria para expresaros con detalle cada uno de los desastres que sucedieron en Hispania… De manera que, por caridad, permitid que mi servidor siga leyendo este relato redactado por un cronista y que es fiel a los hechos.

Su secretario no quiso perder más tiempo. Aguzó sus ojos en el pergamino y, con voz pausada y clara, leyó lo siguiente:

«… y desembarcaron en las fronteras de la provincia Bética. Corrían por las tierras apresando cautivas de estirpe hispana, de una belleza tal como nunca vieran en su vida el sarraceno Musa ni sus secuaces. Conquistaban apresurados, en alas de la lujuria y de la codicia, por llevarse a la par cuantiosos bienes y enseres. Porque aquellas gentes del Magrib veían aquel botín, y se despabilaron para ganarlo… Apetecieron muy pronto nuestra amada tierra, cuya hermosura y riquezas, así como sus muchas clases de tesoros, sus buenos frutos y su abundancia de agua dulce aparecía ante sus ojos a cada paso que daban.

»Aconsejado por los godos traidores al legítimo rey Rodericus, Táriq se encaminó a toda velocidad hacia Toletum, capital del reino y cabeza de la Iglesia hispana, deseando hacerse con la ciudad, sabedor de sus innumerables riquezas: coronas pertenecientes a los reyes, vasos de oro y plata, perlas, rubíes, esmeraldas, topacios, sedas, armaduras, dagas, espadas, etc. También, el caudillo bereber era sabedor de que incontables libros valiosos se custodiaban en las muchas bibliotecas de los monasterios: textos sacros, escrituras sagradas, ricos evangeliarios, cantorales, libros de coro, rituales litúrgicos…; y entre los libros profanos obras que recogían los secretos de la naturaleza y el arte, la manera de destilar elixires y los talismanes de los filósofos griegos… Toda la antigua sabiduría se conservaba en aquella Hispania nuestra…

»Como en cualquier otra parte donde haya cristianos, como aquí en Roma, la existencia de tantas joyas en los templos se explica por la costumbre de dar ofrendas a las iglesias. Nosotros, los godos, somos muy generosos en esto, y tanto la gente sencilla como los nobles y los propios reyes son aficionados a llenar los santuarios con alhajas para gloria de Dios y de quien las dona.

»La joya más deslumbrante, la más preciosa, aquella cuyo valor resulta incalculable, es aquella mesa del rey Salomón, el hijo de David, ascendente de Nuestro Señor Jesucristo.

»En las Sagradas Escrituras, en el Libro del Éxodo, capítulo 25, versículos 23 al 30, se refiere la orden que el mismo Dios dio al patriarca Moisés:

»«Harás asimismo una mesa de madera de acacia; su longitud será de dos codos, su anchura de un codo y su altura de un codo y medio. Y la revestirás de oro puro y harás una moldura de oro a su alrededor. Le harás también alrededor un borde de un palmo menor de ancho, y harás una moldura de oro alrededor del borde. Y le harás cuatro argollas de oro, y pondrás argollas en las cuatro esquinas que están sobre sus cuatro patas. Mandarás también labrar fuentes, vasijas, jarros y tazones con los cuales se harán las libaciones; de oro puro los harás. Y pondrás sobre la mesa el pan de la Presencia perpetuamente delante de mí».

»Y de la misma manera, la preciada reliquia es descrita en el Libro de los Reyes, en el capítulo 7, versículos 23 al 26, de esta manera:

»«Hizo fundir asimismo un mar de diez codos de un lado al otro, perfectamente redondo; su altura era de cinco codos, y lo ceñía alrededor un cordón de treinta codos. Y alrededor, aquel mar llevaba por debajo de su borde adorno de unas bolas como calabazas, diez en cada codo, que ceñían el mar rodeándolo en dos filas, las cuales habían sido fundidas cuando el mar fue fundido. Y descansaba sobre doce bueyes; tres de ellos miraban al norte, tres miraban al occidente, tres miraban al sur, y tres miraban al oriente; sobre estos se apoyaba el mar, y las ancas de ellos estaban hacia la parte de adentro. El grueso del mar era de un palmo menor, y el borde era labrado como el borde de un cáliz o de flor de lis; y cabían en él dos mil batos».

»Aquella mesa de Salomón es para los godos mucho más que una extraordinaria reliquia, porque está cargada de significado y poder. Es la pieza más valiosa de las joyas reales visigodas; tesoro que representa el poder y la legitimidad de los gobernantes del reino.

»El deseo alentó la codicia de los sarracenos, que creyeron que poseerla implicaba hacerse dueños del país. Táriq y Muza disputaron a causa de la mesa, para demostrar quién era el verdadero conquistador de Hispania, pues la tenencia de la codiciada joya probaba el verdadero poder.

»Y los sarracenos enloquecieron de avaricia, lanzándose en veloz carrera hacia Toletum. La premura de sus avances provocó el desconcierto de las ciudades, y las autoridades no tuvieron tiempo para poner a resguardo las reliquias. Las gentes huían presas del pánico, en desorden, porque las noticias que llegaban eran terribles. De la noche a la mañana, se vio desde las torres y murallas de Toletum la polvareda que levantaban los fieros agarenos.

»Los nobles y clérigos que habíamos sido leales al rey Rodericus sabíamos que nuestra vida no sería respetada, pues los godos traidores venían sedientos de cumplir su venganza. Con lo poco que se pudo cargar, partieron buscando refugio en el norte de Hispania. Y cayó Toletum con todos sus tesoros en manos del invasor.

»El general agareno Táriq persiguió sin darles descanso a los huidos, hasta alcanzar a muchos desgraciados cuyas pesadas cargas hacían lenta la marcha. Los demás, con las ropas puestas y poco más, corrimos buscando el abrigo de las montañas, y luego a Caesaraugusta, donde el obispo nos dio asilo, pero también aquella grey temió por sus vidas. Desde allí hasta Tarraco hay poco camino. Solo en el puerto podía encontrarse la salvación. Y cruzando el mar lúgubre a las puertas del invierno, alcanzamos Roma.

»Nos, Sinderedus, por la gracia de Dios obispo metropolitano de la sede de Toletum, queremos que sea conocido por todos que, con la ayuda del Señor, hemos guardado las vidas, no por cobardía, sino para hacer cuanto esté en nuestras manos y en la voluntad de Dios para recuperar nuestro reino».

Cuando su secretario privado hubo concluido la lectura del documento, el metropolitano de Toletum desahogó su corazón amargado en presencia del papa y su consejo. Cierto es que al principio no quería hablar, le embargaba la vergüenza y un dolor tan grande que las palabras apenas acudían a sus labios. Pero, al ver que el venerable Constantinus era un hombre compasivo, estimó que no hallarían mejor ocasión para liberar su alma del peso que la oprimía. Su relato sonaba a confesión, e incluso derramó lágrimas. Era de esperar que en verdad fuera sincero; pues a la vista estaba que no tenía ya nada que perder. Todo le había sido arrebatado.

—Venerable Constantinus —suplicó finalmente—, padre santo de Roma y hermano mío en Cristo, por la caridad que nos debemos, te ruego que nos ayudes en esta hora oscura. Hemos sufrido afrentas, lo hemos perdido todo, estamos acosados por la angustia y la desolación… Tú eres nuestro único consuelo, nuestra última conformidad, nuestra esperanza… ¡En el nombre del Dios Altísimo, de su Hijo Nuestro Señor y del Espíritu Santo! ¡Ayúdanos!

Se hizo un silencio impresionante. Hasta el anciano consejero que dormitaba se sobresaltó y aguzó la mirada despierta y atemorizada. Los labios del papa temblaban levemente y una lágrima recorrió su mejilla hasta perderse en la barba blanca. Se puso en pie, caminó hasta Sinderedo y le abrazó paternalmente, como hiciera el día de su llegada a las puertas de Roma. Y el metropolitano sollozó apoyado en su hombro durante un largo rato. Pasado el cual, Constantinus se volvió hacia sus consejeros y les dijo:

—Las desgracias de los cristianos, sean de donde sean, son nuestras propias desgracias. Estamos obligados a compartir los dolores de nuestros hermanos en la fe. No poseemos ejércitos, ni barcos para correr a auxiliar a la pobre gente hispana. El enemigo es poderoso… Pero no podemos estarnos de brazos cruzados ante esta gran tribulación de los godos. Debemos meditar, orar y descubrir qué podemos hacer. Es nuestra sagrada obligación.

Nadie respondió a aquel requerimiento, ni siquiera los miembros del consejo que despreciaban a los hispanos por considerarlos corruptos, cobardes y culpables de su infortunio. Muy al contrario, todos parecían igualmente cariacontecidos, compadecidos por lo que acababan de oír. Y el papa, dirigiéndose de nuevo al obispo de Toletum, añadió:

—A partir de mañana te reunirás con los notarios para exponerles detalladamente la situación de Hispania. Dios ha de iluminarnos para que encontremos alguna solución para vosotros.