15
En la cancillería había secretos y confusos asuntos que no estaban a mi alcance. Yo sufría muchísimo por ser tan joven, sospechaba que existían conspiraciones y afrentas en mi contra por doquier. Estaba deseando que me crecieran más la barba y el bigote, porque nadie me veía como un funcionario ya hecho, maduro y serio, sino como un torpe y bisoño aprendiz. De todas formas, soportaba en mi trabajo una permanente humillación. Por una parte, tenía sentimientos agradecidos hacia mi primo Crisorroas y, por otra, se había desarrollado en mí un rechazo contra un estado que me resultaba tan difícil como si de un día para otro me hubiesen obligado a vivir en el infierno. Sencillamente, no estaba preparado para esa arriesgada labor diaria, entre hombres suspicaces, reticentes y permanentemente acostumbrados a evasivas y disimulos. Me sentí molesto desde el primer día de mi entrada allí; percibí al instante que desconfiaban de mí. No sé qué me había figurado ni qué quería en realidad. Bueno, deseaba que los parientes y los conocidos me considerasen un hombre asentado, pero al mismo tiempo sospechaba que ese estado artificial no duraría mucho tiempo; que se acabaría pronto, que era todo provisional y que no me iba a pasar el resto de mi vida en esos despachos. No sé si mi primo se daba cuenta entonces de mi esfuerzo desesperado, si me veía. Creo que sí. Era él mucho más sesudo que yo en cuestiones humanas, juzgaba mucho mejor a la gente…
Cada día que pasaba yo estaba más rabioso. Sería por el desprecio de los funcionarios, por la rutina o porque la vida pasaba por delante de mí como algo turbio e insoportable. Aunque quizás esa explicación la he buscado yo mismo a posteriori. Pero también había cosas inexplicables. En mi fuero más íntimo me atormentaba el recuerdo de alguna humillación antigua e insoportable; algo que ni yo mismo era capaz de identificar. Cuando eso me pasaba, la vergüenza me oprimía el pecho y la garganta, me sofocaba, me asfixiaba; y casi me vencía. Pero lo peor de todo era la sensación de recordar algo indescifrable; algo que estaba ahí, pero que, por algún motivo, nunca comprendí. ¿De dónde procedía esa especie de vergüenza? No lo sabía…
La única persona con la que llegué a identificarme algo en la cancillería fue el padre de Klémens. Sería porque el viejo militar, triste y vencido por sus achaques, llegó a estimarme sinceramente, tal vez por el recuerdo de su hijo. De vez en cuando se acercaba a mí y me decía:
—Muchacho, esto es un asco. Un verdadero asco… Somos hombres libres, mas vivimos como esclavos…
Entonces me parecía que era capaz de leer en mi alma. Pero ahora creo que es más acertado reconocer en él a un anciano amargado. Y a medida que le trataba, me daba cuenta de los verdaderos motivos que tuvo Klémens para irse al ejército: su padre era el mejor ejemplo que representaba a la casta cristiana bizantina, segregada y humillada por los opresores agarenos. Seguramente, mi secreta e íntima vergüenza tenía mucho que ver con ese sentimiento.
Cromacio era curador; noble y rancio oficio heredado de Bizancio, pero que ahora apenas servía para nada. En la época de Heraclio, muchos de los títulos romanos estaban ya anticuados; y con la llegada de los árabes, en tiempos de Omar, la mayoría de los cargos eran nuevos o habían cambiado radicalmente de sentido y función, pero se mantuvieron con sus nombres latinos y griegos hasta el reinado de Abd alMalik. Al padre de Klémens se le mantenía en el diwan porque tenía grandes conocimientos del ejército bizantino, el principal enemigo del califato. Él leía con meticulosidad los informes de los generales, traducía e interpretaba las cartas que llegaban desde Constantinopla y asesoraba en algunos asuntos militares que tenían que ver con las fronteras del Imperio. Quizá fuera este el principal motivo por el que estaba tan desencantado: se enteraba de muchas cosas, demasiadas, que le tenían permanentemente enervado. Para él, todo se hacía mal en los ejércitos del califa; y no podía hacer otra cosa que estar al corriente y cerrar la boca.
Pero a mí, en privado, me lo contaba todo y no dudaba en manifestarme sus opiniones. Por él supe que Siria pagaba con puntualidad tributos al emperador de los romanos y los griegos. Eso era un gran secreto que se guardaba celosamente en la cancillería. Solo lo conocían los más altos funcionarios, y sus vidas corrían grave peligro si de alguna manera se les ocurría revelarlo. ¿Por qué me lo dijo a mí? Yo entonces no lo supe. Aunque más adelante comprendería la razón.
El caso es que Cromacio me invitó a comer a su residencia, que era uno más de los avejentados y destartalados palacios de Bab Tuma. Me trató con mucho cariño, como solía hacer en la cancillería. Y me contó que Klémens se hallaba lejos, en las fronteras que hay más allá de Egipto, donde los ejércitos del califa aguardaban el momento para enfrentarse a los bizantinos en Cartago. Luego me manifestó la esperanza que tenía en que su hijo pudiera regresar un día a Siria.
—Si vencen los romanos, las cosas van a cambiar mucho… —dijo enigmáticamente—. La armada bizantina tiene nuevamente el poder en el Mediterráneo. Desde la batalla de Sebastópolis los califas pagan tributo al emperador de los romanos y los griegos. Los generales de los ejércitos de Siria no han vuelto a atreverse a ir contra Constantinopla… Temen al fuego griego…
—¿Qué es eso del fuego griego? He oído hablar de él, pero nadie ha sido capaz de decirme en qué consiste.
—Porque nadie sabe en realidad de qué se trata y cómo se logran con él una serie de explosiones y fuegos infernales capaces de incendiar desde la distancia una flota entera. En la historia de los ejércitos ningún arma fue tan misteriosa y trajo tantas victorias a sus poseedores como ese maldito fuego griego. Según dicen los que lo han visto, arde hasta debajo del agua… En un principio, esa sustancia misteriosa es arrojada desde las embarcaciones bizantinas hacia el área donde se encuentran los navíos enemigos; y basta una flecha en llamas para que el área se convierta en un ardiente infierno, tanto los barcos como la superficie misma del agua. No hay flota enemiga que pueda soportar un ataque con algo tan temible. Y le otorga tal ventaja al Imperio de los romanos y griegos que lo mantiene con el mayor de los secretos…
Después me contó que, en tiempos del califa Moawiya, la flota árabe atacó Constantinopla por mar, sometiendo la ciudad a un prolongado y duro asedio. Él estuvo allí y participó como oficial en el ejército sitiador. Pero cuatro años después los bizantinos lograron rechazar el cerco árabe en la batalla de Syllaeum, tras emplear el fuego griego. Ese mismo año los mardaitas se aliaron con el emperador de Bizancio, y tras unirse a ellos un gran número de esclavos huidos, prisioneros, y gente cristiana de todas clases, opusieron tal resistencia a los árabes, que obligaron a Moawiya a firmar un tratado de paz con el emperador Constantino IV, con unas condiciones muy desfavorables para el primero, pero que aseguraba la paz durante treinta años. Los términos de esta tregua obligaron a los árabes a evacuar las islas que habían tomado en el mar Egeo y al pago de un tributo anual al emperador bizantino, consistente en cincuenta prisioneros, cincuenta caballos, y tres mil nomismata (monedas de oro de gran valor). Los mardaitas (nombre siríaco que significa «rebeldes») eran un grupo de cristianos, cuyos territorios, en la frontera del califato con Bizancio, se extendían desde los montes Amanus (que separaban Cilicia de Siria), hasta la «ciudad sagrada» (Jerusalén). Formaban un muro que protegía Asia Menor de las invasiones árabes. Después de la derrota del ejército califal, los mardaitas invadieron el Líbano. Muchos esclavos, prisioneros y nativos huyeron hacia allí, de modo que en poco tiempo había muchos miles de rebeldes en las montañas. Cuando Moawiya y sus asesores vieron esto, decidió enviar embajadores a Constantino IV y pagar sin demora el tributo.
Abd alMalik subió al trono califal en el mismo año en que Justiniano II era proclamado emperador de Bizancio. Las tropas mardaitas volvieron a asaltar Siria, consiguiendo avanzar de nuevo hasta Líbano, lo que suponía una grave amenaza para el control árabe en la región. El califa se vio obligado entonces a firmar un nuevo tratado con el emperador para mantener la paz, y al pago de un nuevo tributo: 1.000 nomismata, un caballo y un esclavo cada día.
—Hasta el día de hoy, ese tributo se sigue pagando —dijo Cromacio, bajando con cautela la voz, a pesar de que estábamos solos y en su casa—. El califa Walid lo paga cada año, por miedo a que los rebeldes mardaitas de los montes del Líbano vuelvan a levantarse en armas si no cumpliera el pacto que hizo su padre. Aunque eso lo mantienen en secreto sus funcionarios. Nadie puede siquiera hablar de ello. Está prohibido nombrar a los mardaitas, y si alguien lo hace es reo de muerte.
Después de contarme todo aquello, Cromacio me advirtió muy severamente de que no debía compartirlo con nadie, y mucho menos decir que había sido él quien me lo había revelado. Incluso me obligó a jurarlo poniendo mi mano sobre la Santa Cruz.
Y antes de que me despidiera de él para regresar a mi casa, me dijo con mucha solemnidad:
—Eres aún muy joven. Pero no por eso has de vivir en la ignorancia. Yo a mi hijo le he contado siempre todo… Parte de la desgracia en que vivimos los cristianos es consecuencia del miedo a llamar a las cosas por su nombre; y de esa dichosa manía que tenemos los viejos de ocultarlo todo, incluso el pasado. Lo cual es tal vez porque nos avergonzamos de todo…
Salí de allí y me encaminé por la calle principal de Bab Tuma meditando en lo que me había dicho. Llevaba una sensación extraña; una vez más me debatía entre la rabia y la confusión. Me pregunté por qué motivo Crisorroas nunca me había hablado de todo eso. Pero no podía preguntarle nada, porque había hecho un juramento.