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Una vez más regresaba el viejo pleito. Cuando acababa de cumplir yo los veinte años. Había transcurrido un lustro desde que AlWalid I, recién proclamado califa, lo primero que hiciese fuera anunciar de repente que destruiría la basílica de Santis Joannes para construir en su lugar la Gran Mezquita. Esta decisión llenó de contento a los alfaquíes fanáticos, pero causó un gran dolor entre los cristianos. Yo entonces tenía quince años y llevaba dos viviendo en el monasterio de Maalula. Alguien vino trayendo la triste noticia. Recuerdo haber visto llorar a todos los monjes y a los ancianos cubrirse la cabeza con ceniza. Porque la gran basílica fue siempre el símbolo cristiano de Damasco, desde que mandó edificarla Teodosio, el último emperador romano que tuvo unidos bajo su poder el Imperio romano de Oriente y el de Occidente. Aunque los cimientos pueden retrotraerse hasta los antiguos arameos, que eligieron ese lugar para levantar un templo a la divinidad, que luego los romanos dedicaron a sus dioses paganos. Y cuando el Imperio fue consagrado al cristianismo, los damascenos erigieron sobre él la basílica principal de la ciudad, dedicada a San Juan Bautista. Los muslimes que conquistaron Siria entraron por primera vez en Damasco después de la rendición y se admiraron al encontrarse con el espléndido tabernáculo. Ninguno de los califas, por severo que hubiera sido, se atrevió a tocarlo. Aunque se le pasó por la cabeza a Muawiya. Pero mi tío, el insigne intendente Sarjun Mansur, padre de Crisorroas, intercedió y logró hacerle desistir, contentándole con el pago de un inmenso tributo en oro.
Cuando Walid I subió al trono y se planteó de nuevo la destrucción de la basílica, volvió el miedo y la confusión. Esta vez le tocó a mi primo convencer al califa. Y una vez más se consiguió salvar el templo. Aunque las cosas ya habían empezado a cambiar de una manera más apreciable y rápida. Los griegos y persas que todavía ostentaban cargos importantes en la administración fueron conminados a convertirse al islam. Solo podían seguir aquellos que se circuncidaban y demostraban conocer la Sharia, los que no lo hacían, eran expulsados. Esto provocó una gran desazón entre los patricios cristianos, que se vieron obligados a tomar una decisión trascendental: apostatar o mantenerse firmes en la fe de Cristo. Pero, al menos por el momento, los cristianos de Damasco conservaban su principal templo.
Sería por poco tiempo. Dos años después los ministros volvieron a anunciar que Santis Joannes iba a ser destruida. Yo acababa de salir del monasterio. Recuerdo muy bien las discusiones, las diatribas, los sermones, las peroratas… Los obispos, presbíteros y monjes no descansaban exhortando a sus fieles para que no abandonasen la Iglesia. Pero no todas las voluntades eran fuertes, y muchos, demasiados, acabaron sucumbiendo ante la apetecible tentación de conservar sus privilegios, rentas y residencias; porque resignarse a perder todo ello suponía caer en la degradación, la pobreza y la inseguridad. No obstante, muchos otros fueron valientes y permanecían durante el día y la noche orando y elevando cantos dentro de la basílica. Emocionaba ver todas aquellas velas encendidas y el humo del incienso subiendo hasta la altura de las bóvedas. Hubo también quienes proclamaron a voz en cuello que se dejarían matar antes de abandonar el venerado templo de sus antepasados.
Transcurrieron así algunos meses de incertidumbre y temor. Los consejeros cristianos acudían a diario a presencia del califa para suplicar que respetase la basílica. Hasta que, finalmente, al-Walid se apiadó y dejó su proyecto por el momento. Cuando mi primo Crisorroas anunció una mañana de domingo a la comunidad que Santis Joannes iba a seguir siendo nuestra, los ancianos se echaron a sus pies, besándolos y ungiéndolos con sus lágrimas de alegría y gratitud.
El nuevo califa contentó a los alfaquíes fanáticos prometiéndoles que reconstruiría la Mezquita del Profeta en Medina. También agradó a los suyos con la construcción de numerosos palacios en las antiguas ciudades, como en Damasco, donde ya se iba fraguando una nueva nobleza dirigente, de raíz árabe, aunque sin renunciar a la clara influencia bizantina y persa de quienes durante siglos habían estado en lo más alto de aquellas sociedades. Las formas arquitectónicas y decorativas de los nuevos edificios evocaban los antiguos, avejentados y ruinosos, que habitaban las últimas y decadentes generaciones de ilustres cristianos. Parecía que un mundo se venía abajo, a la vez que otro se elevaba. Para los agarenos, este AlWalid I, era el gobernante ideal. Decían que mandaba construir casas para acoger a los enfermos y que iba a asignar un sirviente para cada inválido de Damasco y un guía a cada ciego indigente. No sé si llegarían a llevarse a cabo esas obras de misericordia; yo al menos no tuve constancia de ellas. Pero es verdad que arregló los caminos, eliminando las zonas abruptas, y ordenó perforar pozos a todo su largo para abastecer a los viajeros. En el desierto y la estepa se ocupó de construir abrevaderos para el ganado. Y por otra parte, logró enormes conquistas militares, llegando sus ejércitos a Samarcanda, Bujará, Juarezm y Farghana en Asia Central, y se adentraron por buena parte de la India, hasta el delta del río Sindu. Hacia el poniente, su general Tarik ibn Ziyad alcanzó el estrecho que separa África de Hispania.
El poder de los omeyas era inmenso y parecía estar guiado por una mano invisible y misteriosa. El califato podía compararse ya a los grandes imperios que había habido en el mundo. ¿Quién iba a atreverse a pretender que mantuvieran en pie un viejo templo cristiano en el centro de su capital?