UNA PARTIDA DE AJEDREZ

Estaba viejo y gordo, y cansado de la vida sin Matilde.

Sus médicos le advirtieron que debía comer menos, porque de lo contrario su corpulencia lo llevaría a la muerte. Todavía podía cabalgar en las cacerías, pero los corceles veloces ya no eran para él. Tenía que juzgar a un caballo por su capacidad para sostenerlo.

Había hecho próspera a Inglaterra. Su Libro del Día del Juicio Final estaba ya completo. La gente podía despotricar contra eso, y contra lo que significaba para ellos, pero cuando hubo peligro de una invasión danesa, explicó a su pueblo que por esa vez era mejor librarse de ellos pagándoles. Gracias a su sabio gobierno, el erario era rico, y el pago a los daneses, que los mantendría fuera del país, sería menos costoso que una guerra.

Guillermo había previsto lo que ocurriría. Los daneses lucharon entre sí por el oro que les dio. Su rey y jefe resultó muerto, y la mitad de ellos regresaron a Dinamarca. Se entendió que ésa era una medida prudente, pues Guillermo disponía de medios para combatir, y nunca temía una batalla, pero en esa ocasión había evitado derramamientos de sangre y, a su manera, derrotado a los daneses.

- Jamás volverán a Inglaterra -profetizó, y resultó estar en lo cierto.

En ocasiones debía guardar cama. Así se lo ordenaban los médicos. Luego tenía que beber las pociones que le recetaban, y comer con frugalidad. Después de semejante tratamiento, descubría que había perdido un poco de peso, y que por lo tanto le venía bien, pues su enorme cuerpo iba convirtiéndose en una carga, y muchas veces le faltaba el aliento.

Todavía cazaba con frecuencia, por lo general con Rufo. Rufo era ahora su mayor consuelo, aunque le agradaba discutir con Enrique.

Después de la muerte de su madre, Roberto ya no fingió amistad; dejó a su padre y volvió a Normandía. Todos, los días Guillermo esperaba algún problema de su parte.

Muchas veces, en la cama, pensaba en su vida y analizaba lo que había hecho. Sabía que era el más grande gobernante de su época. Tenía ideas serias y las había puesto en práctica. Creía que Inglaterra era un país mejor de lo que habría podido serlo bajo Haroldo. Había sido justo con los hombres que le obedecieron, y duro con quienes no.

Inglaterra no era el país sin ley que fue a su llegada, cuando lo conquistó. Ahora se decía que un hombre podía viajar sin temores por un camino solitario, con un saco de oro. Nadie se atrevía a matar a otro, pues ese delito habría recibido el castigo más severo. Guillermo había abolido la pena' de muerte. El vaciado de ojos era un castigo impuesto con frecuencia. Un hombre no debía tener el consuelo de morir, declaraba Guillermo, si había infringido sus leyes. Tenía que vivir para sufrir, y ser un ejemplo para los demás. Guillermo siempre había sido un firme defensor de la castidad. Todo hombre que violase o tratara de violar a una mujer era castigado con la mutilación de sus órganos sexuales.

Tales eran sus leyes, y nunca se apartaba de ellas.

Estaba resuelto a imponer su voluntad en el país, y al cabo el pueblo se dio cuenta de que eso podía hacerle la vida más cómoda en muchos aspectos.

Su gran debilidad era su amor por la caza, y por cierto que la violación de sus amados bosques podía provocar su ira en una medida mucho mayor que cualquier otro delito.

Su espeso cabello negro había retrocedido considerablemente, y su enorme corpachón lo molestaba, pero aún poseía la capacidad de ordenar con una sola palabra, y sentado en su caballo se lo veía, en verdad, como una de las figuras más espléndidas de su momento.

El cambio producido en él después de la muerte de Matilde era perceptible. Se lo veía más hosco, propenso a arranques de furia; su mal humor brotaba con facilidad. Lo aplacaba con cabalgatas por el bosque.

Había sometido a Gales, y el rey de Escocia era poco menos que un vasallo. Había hecho grande a Inglaterra.

Aunque estaba apasionadamente enamorado del país conquistado, era más dichoso en su Normandía natal. Siempre existía algún motivo para ir allá. Había conquistado a Inglaterra y convencido a su pueblo, de alguna manera, que, por duro que fuese su gobierno, en lo fundamental era un buen gobierno. Pero en Normandía siempre habría problemas.

En el fondo, el rey francés era un enemigo; y aunque no había llegado a hacerle la guerra, siempre estaban a punto de estallar dificultades,

La provincia de Vexin era el centro de los disturbios.

Cuando el padre de Guillermo acudió en ayuda del rey de Francia, esa provincia fue entregada a Roberto el Magnífico, como agradecimiento por sus servicios; pero desde entonces Francia trataba de recuperada de manos de Normandía. Antes había habido un tratado relacionado con eso, que destinaba una parte -la situada entre el Epte y el Andelle. Pero el rey de Francia, para mostrar su gratitud a Roberto el Magnífico, había convenido que el conde Droga de Mantes fuese vasallo de Normandía. El conde murió unos años antes, y el rey de Francia recuperó Mantes, y desde el castillo los franceses iniciaron una serie de incursiones en territorio normando.

Guillermo se hallaba en Rouen, descansando por orden de los médicos, y esforzándose al mismo tiempo por reducir su' corpulencia.

"Paz en Inglaterra", pensó. "Ojalá hubiese paz en Normandía".

Pensó en la estratagema usada con los daneses. Estaba seguro de que eso había sorprendido a muchos. ¡El, Guillermo el Conquistador, jamás vencido en una batalla, comprar a sus enemigos!

Rió en su almohada.

Un gran general era ante todo un estratega, y ese camino había demostrado ser el correcto. Costó oro, es cierto, i pero cuánto más habría costado una guerra! Y sin derramar una gota de sangre inglesa o normanda. Qué toque de genio, hacer que daneses luchasen contra daneses. No volverían a aventurarse otra vez en Inglaterra.

y ahora el rey de Francia. Trataría de establecer alguna transacción con él… por lo menos hasta que estuviese lo bastante bien para levantarse del lecho.

Tenía dos buenos hijos: Rufo y Enrique, y se encontraban allí, con él, en esos momentos.

Los mandó llamar:

- Tengo una misión para los dos -dijo-o Necesitarán toda su diplomacia.

Los jóvenes se reanimaron un poco. La vida les resultaba un tanto aburrida cuando tenían que esperar a su padre.

- ¿Adónde, padre? -preguntó Rufo.

- A la Corte de Francia.

- A nuestros enemigos.

- Hijo mío, aprenderás que a veces resulta necesario

parlamentar con nuestros enemigos.

- No confío en ellos -declaró Enrique.

- ¿ y crees que yo sí? No, ve, muéstrate agradable,

descubre el estado de ánimo del rey de Francia. Veremos si podemos prescindir del costoso asunto de la guerra.

Habló a sus hijos durante largo rato. Pensó en ellos cuando se fueron.

Rufo era tosco, pero listo, a su manera. Enrique podía ser astuto. Era un brillante estudioso. Resultaría divertido comunicar a Lanfranc que Enrique había sabido combinar la diplomacia con la cultura.

Guillermo se puso a esperar el resultado de lo que llamaba su embajada a Francia.

El rey de Francia recibió a los hijos del duque de Normandía con exhibiciones de afecto. El hijo del rey, el príncipe Louis, un niño más bien regordete de catorce años, se sintió divertido cuando se enteró de que los hijos de Guillermo les harían una visita. En la Corte de Francia existía la teoría de que los normandos no eran otra cosa que piratas, toscos en sus modales y mal educados.

Louis, un joven muy arrogante, ansiaba divertirse un poco a expensas de los normandos.

Rufo, con su cara roja y sus rizos bermejos, era tal vez lo que habrían podido esperar; Enrique resultaba ser un tipo distinto, y si bien llegaba precedido por su reputación de erudito, el joven príncipe de Francia se negó a creer que, siendo un normando, fuese otra cosa que una persona poco educada.

Felipe se mostró extravagante en extremo, y después de la manera casi avara con que el padre de los jóvenes insistía en que debía dirigirse su Corte, éstos hallaron muy agradables a los franceses.

Por supuesto, hubo cacerías, en las cuales Rufo se destacó, y los jóvenes príncipes se comportaron muy bien en las justas.

Louis se reía de ellos en secreto, y decía que esos eran pasatiempos en los cuajes podían brillar los piratas. Se consideraba un muy buen jugador de ajedrez, e invitó a Enrique a una partida.

No sabía que Enrique había jugado al ajedrez con Lanfranc y su padre, y que su índole era tal, que muy pronto había dominado el juego. Taimado, guardó silencio respecto de su destreza, y con cierta picardía permitió que Louis creyese que era un novicio.

Louis tenía catorce a1'los; Enrique, diecinueve; pero como el joven francés dijo a sus servidores, le daría una buena paliza, y después mandaría al estudioso de vuelta a Normandía, para que relatase lo ocurrido. Había dispuesto que varios de sus amigos presenciaran la partida.

Rufo se encontraba entre ellos, y conociendo la habilidad de su hermano para el juego, se preparaba a disfrutar.

Louis, muy confiado, se sentó ante el tablero. Ganó la ventaja, y comenzó con blancas. Sonreía, feliz, seguro de su superioridad.

Pobre Louis. Hicieron una docena de movidas, y Enrique le ganó el caballo. Atónito, Louis se concentró en el tablero.

- ¡ Ah! -exclamó Rufo-. Mi príncipe, estás a punto de perder una torre.

Louis lo miró con furia. Era verdad. Se encontraba acorralado. Movió, colérico, y Enrique tomó la torre. El rostro de Louis se ensombreció y se volvió malhumorado, mientras Enrique continuaba sereno e impasible. Los espectadores guardaban silencio, porque resultaba claro que Enrique era un maestro del tablero.

- Jaque -anunció Enrique.

- Mil maldiciones -masculló Louis.

Pasaron unos momentos más, y llegó el inevitable jaque mate. Cuando Louis vio que no tenía escapatoria y se dio cuenta de que estaba derrotado, el rostro se le contrajo de ira.

Estaba tan seguro de que podría ganar… y he aquí que se veía derrotado y humillado… y por el hijo del duque de Normandía, quien debía recordar que aunque fuese rey de Inglaterra, como duque de Normandía era vasallo del rey de Francia.

Louis había sido malcriado. Le molestaba que se lo contrariase, y en la Corte nadie se atrevía a hacerlo. Ese tonto de normando habría debido tener la amabilidad de dejarlo ganar, aunque fuese un jugador tan superior.

Con repentina furia, tomó un puñado de trebejos y los arrojó a la cara de Enrique.

Este rió.

- Esa, monseñor -dijo con serenidad-, no es la manera de jugar al ajedrez.

- Silencie!… hijo de un bastardo.

Enrique conocía por Lanfranc la verdad acerca del nacimiento de su padre; sabía cómo había acosado y turbado esa palabra la juventud de éste, y cómo, cuando se casó con Matilde, la usó con orgullo para firmar documentos. Pero… ese chiquillo irritable y mal educado, que se creía tan superior a los normandos, la empleaba en forma despectiva, y Enrique no permitiría que un gallito gordo y granujiento, tan mimado como él, pronunciase una sola palabra contra el más grande gobernante de Europa.

Tomó con calma el tablero, hizo caer el resto de las piezas y golpeó con él la cabeza del príncipe.

Louis le gritó.

- Cómo te atreves… vasallo normando… como te atreves a tocar al príncipe de Francia.

- ¿Cómo te atreves a hablar irrespetuosamente de! rey de Inglaterra?

- Ese… bastardo.

Enrique se puso de pie. El príncipe de Francia yacía en e! suelo. Enrique cayó sobre él y lo aporreó, mientras Louis gritaba.

Quienes miraban no supieron qué hacer. Louis aulló:

- Arréstenlo. Arresten a este pillastre que ha osado insultar a Francia.

Rufo actuó con rapidez; vio el peligro en que se encontraban.

- Ven, Enrique -dijo-o Pronto.

Enrique miró a su hermano y vio la inquietud en su semblante.

Hizo rodar a Louis por el suelo, hacia el grupo de mirones; luego, fingiendo caminar con serenidad, siguió a Rufo fuera de! salón. Bajaron corriendo por la escalera de piedra, hasta e! patio, y cruzaron hacia las caballerizas.

- Ni un momento que perder -jadeó Rufo-. Podríamos ser retenidos como rehenes.

Saltaron sobre dos caballos y se alejaron al galope. Enrique advirtió la velocidad con que había actuado Rufa, pues cuando pasaban por los portones oyeron la alarma que resonaba en todo el castillo.

- A Pontoise -gritó Rufo-. Una ciudad normanda.

Allí estaremos a salvo.

Siguieron galopando, y no detuvieron sus caballos sudorosos hasta llegar a la ciudad amiga. Rufo explicó lo sucedido, y ordenó que le preparasen una fuerza de soldados. Luego Enrique y él salieron con ellos, y en ese momento una pequeña tropa, enviada por el rey francés para llevar a los príncipes de vuelta llegó galopando hacia ellos. Rufo y Enrique saltaron de su emboscada, con los hombres de Pontoise. Hubo un combate en el cual los franceses resultaron superados en número, y muy pronto se retiraron, para gran júbilo de Rufo.

Este dirigió a sus tropas tras ellos, hasta los portones del castillo; luego regresaron, y en el camino incendiaron una aldea, para hacer saber a los franceses que se trataba de una victoria de Normandía.

Cuando se presentaron ante Guillermo, éste ya estaba enterado de lo ocurrido. Rió de buena gana. Estaba orgulloso de ellos. Rufa había actuado como él lo habría hecho en su juventud, y se alegraba de que Enrique hubiese ganado la partida de ajedrez.

- Pero éste es el final de las conversaciones de paz -dijo-o Ahora debemos preparamos para la guerra.

Furioso por el insulto de que habían sido objeto él y su hijo a manos de los príncipes de Normandía, el rey de Francia se desató en injurias.

- ¡ De modo que el duque de Normandía guarda cama para librarse de su gordura! -dijo. Describió con cierto ingenio lo que sería el castillo ducal, con el grande hombre postrado en su lecho, con el vientre hinchado.

- Por la Santa Madre de Dios -continuó-, el rey de Inglaterra necesita más tiempo que las mujeres de Francia para dar a luz.

La broma fue pasó mucho tiempo llermo.

Este se enfureció. Que el joven rey a quien había ayudado a ocupar su trono hablara de él de esa manera, ahora que era un anciano, era imperdonable.

Ya vería que Guillermo el Conquistador no tenía nada de femenino.

- Cuando vaya a mi misa de parida -fue su respuesta-, haré al rey de Francia una ofrenda de cien mil velas que incendiarán todo su país.

Era la guerra.