HAROLDO y EDITH LA DEL CUELLO DE CISNE.

El rey Haroldo de Inglaterra se hallaba: sentado a los pies de la mujer a quien amaba desde hacía años. Edith Swanneshals ya no era joven, pero poseía una belleza que la vejez no podía destruir; había serenidad en su rostro, y la gracia de esa cabeza implantada en el largo cuello, que le había dado el nombre por el cual se la conocía, resultaba tan notable a esa edad como lo fue cuando era una jovencita.

Había sido fiel a Haroldo durante muchos años, y él a ella; y ahora sólo ella podía entender el tormento del espíritu de él, pues conocía lo ocurrido en el salón del castillo de Bayeux, y sabía que de noche despertaba de sueños en los cuales los huesos que había visto en el cofre se levantaban y se convertían en formas que lo amenazaban.

- El juramento no obligaba a nada -dijo ella, consolándolo-. Te viste obligado a hacerla. Los santos lo recordarán. ¿Qué derecho tenía Guillermo de Normandía a hacerte jurar que renunciarías a tu herencia, y por añadidura engañarte para conseguirlo? No supiste, hasta después de jurar, qué contenía el cofre.

- Pero juré -respondió Haroldo-. ¡Oh, por qué habré naufragado en su costa!.

- y a está hecho, y nada puede cambiarlo ahora -dijo Edith-. y tú eres el rey. ¿No te nombró Eduardo?

Era consolador recordar esa escena junto al lecho de muerte. Sí, Eduardo había recurrido a él. Pobre Eduardo, ¿lo acosaban los recelos? ¿Había representado mejor el papel de santo que el de rey? Se sentía profundamente inquieto; conocía muy bien el estado turbulento del reino. y sabía, además, que un solo hombre sería aceptado como rey, y que ese hombre era Haroldo. ¿Recordaba la promesa que hizo a Guillermo de Normandía… si tal promesa existió? En apariencia no, pues en el momento de morir sus ojos se clavaron en Haroldo.

Este dijo a Edith:

- En sus últimos instantes levantó la mano y me señaló, y dijo, para que todos los presentes pudieran oído:

"A ti te entrego mi reino".

- Fue su deseo, y muy sabio -respondió. Edith-. ¿Quién otro es apto para gobernar?

- ¿Guillermo de Normandía? -susurró Haroldo.

- ¡i Un normando! La gente no quiere oír hablar de

él. Que gobierne su propio país. Allí tiene una tarea bastante pesada, en todo sentido. Eso lo mantendrá ocupado. -Nunca viste a Guillermo de Normandía, Edith.

- Y ruego a Dios que no lo vea jamás. Expúlsalo de tus pensamientos, Haroldo.

- No es fácil expulsar de los pensamientos de uno a un hombre como ése.

- Me lo imagino -dijo Edith-. Alto y fuerte. Haroldo asintió.

- Implacable y cruel. Decidido a salirse con la suya.

No temas, Haroldo, le haremos frente. -Vendrá, lo sé.

- Que venga. Lo enfrentaremos. Pero primero debes

descansar. Ven, déjame que te ayude a acostarte.

El le permitió que le quitara las botas. Le sonrió.

Ella lo consolaba. Luego, fugazmente, Haroldo pensó en la pequeña Adelisa, quien tanto lo había adorado. En otro momento había mencionado a Edith el hecho de que Guillermo le hizo prometer que se casaría con su hija, pero jamás le dijo qué criaturita tan agradable era… una niña de unos diez u once inviernos. Su inocencia era encantadora.

Se preguntó qué habría pensado ella cuando se enteró de que violaba su juramento, no sólo respecto del trono de Inglaterra, sino también en relación con ella.

A la luz del día Haroldo pudo desechar sus temores.

Era un jefe por naturaleza, y muchas veces había conducido sus ejércitos a la victoria, venciendo grandes obstáculos. ¿Por qué habría de temer los huesos de los santos muertos, y por qué, como señalaba Edith, habrían de estar esos santos del lado de Guillermo de Normandía, quien lo había obligado a jurar?

Haroldo era unánimemente aclamado como rey por su pueblo. A él lo querían, no a un extranjero del otro lado del mar.

Dio orden de que se preparase una tumba ante el altar de San Pedro, en la abadía de Westminster, que Eduardo acababa de reconstruir, y dispuso que el entierro se realizase al día siguiente de la muerte del rey.

Era la fiesta de la Epifanía, y al alba el cortejo se trasladó del palacio a la abadía. El ataúd fue transportado por ocho caballeros de la casa del rey, seguidos por sacerdotes y monjes benedictinos, y Haroldo, el nuevo rey, encabezó la procesión.

Las campanas tocaban a difuntos, y la gente salía de sus casas y susurraba que ésa era la muerte de un santo. mientras rezaba por el alma de Eduardo, Haroldo se preguntó si la noticia habría llegado ya a oídos de Guillermo de Normandía.

El primer acto de Haroldo en cuanto terminó el funeral consistió en convocar al Witan, para pedir su apoyo. Le fue concedido. Deseaba que su coronación se llevase a cabo sin demoras, pues sólo cuando el rey estaba coronado. se lo reconocía como soberano.

Unos días después se realizó la ceremonia. Haroldo, con la corona de su investidura -un círculo de oro- en la cabeza, se encaminó hacia el altar donde hacía tan poco había sido enterrado Eduardo con pompa real. Cuando llegó el momento de que el arzobispo preguntase a los concurrentes si lo aceptaran como su rey, Haroldo escuchó con avidez. Imposible dudar del entusiasmo de la respuesta. El grito que ascendió en la abadía, y que proclamó la lealtad de todos, fue lo' bastante fervoroso para complacerlo inclusive a él.

Deseó que Guillermo hubiese estado allí para escucharlo.

Prestó el juramento que se le requería. Trabajaría con todo el corazón, el cuerpo y el alma por su pueblo. Se le entregó el hacha ceremonial, y la concurrencia rezó para que llevase la corona de los anglos y los sajones con todo honor, y que gobernara a su pueblo en paz, o, si surgiera una guerra, los defendiese con toda su energía.

El nuevo rey fue entonces ungido, y la corona colocada en su cabeza.

Después de la Misa Mayor de consagración, la concurrencia se retiró a palacio, donde se había preparado un banquete. Haroldo, el rey, ocupó su lugar en el estrado; y Edith se sentó junto a él.

El festín no fue tan alegre como ocurría siempre en esas ocasiones.• El viejo rey había muerto hacía poco, y a Haroldo le pareció como si una figura de sombra presidiese la actividad en el salón: la airada figura del duque de Normandía, que hacía castañetear los huesos de santos muertos hacía mucho tiempo.

Haroldo se daba cuenta de que no sólo de Normandía debía esperar problemas. Su hermano Tostig siempre había sentido celos de él. Era el favorito de Eduardo, y abrigaba la esperanza de ser nominado para la corona. Le irritaba ser el hermano menor. El hecho de haber sido expulsado de Northumbria era un motivo de rencor para él. Parecía casi seguro que se levantaría en armas contra su hermano.

El norte de Inglaterra, que abrigaba concepciones danesas, no aceptaría de buena gana a. un rey sajón, y Haroldo esperaba dificultades de parte de Edwin y Morcar. Problemas en el norte; problemas en Normandía; y en algún lugar, entre uno 1'" otro, Tostig creando dificultades. A Tostig le encantaba el drama; era una aventurero nato. y hasta era posible que, más que una corona, deseara una vida excitante. Así fue cuando eran niños. Donde estaba Tostig, allí había problemas. Luchador arrojado, valiente, brillante, era imprevisible, se desplazaba hacia el bando que ofrecía la mayor excitación que ansiaba su corazón de aventurero.

Estaba casado con la hermana de la duquesa de Normandía… una unión pésimamente concebida.

¿Hacia qué lado volverse? ¿Cómo podía saberlo con certeza? Sólo de una cosa podía estar seguro, y era que tenía que estar preparado para hacer frente a un ataque de cualquier dirección.

La primera amenaza llegó del norte. Edwin y Morcar se preparaban en masa contra él. Haroldo los esperaba.

Pero ¿y si. Guillermo de Normandía desembarcaba en el sur mientras él combatía en el norte?

Convocó al Witan, y presentó el caso.

Estuvieron de su parte por unanimidad. Conocían la amenaza que pendía sobre ellos desde Normandía, y estaban resueltos, junto con él, a no permitir que un normando se sentase en el trono. Era bien conocida la reputación de Guillermo. Se trataba de uno de los generales más diestros del mundo; era implacable y decidido. Los espías informaban que ya planeaba el ataque. No debía haber una guerra civil en Inglaterra.

Existía una posibilidad de mantener la paz, y Edwin y Marcar se convirtieron, de enemigos en aliados. Tenían una hermana.

- La conozco -dijo Haroldo-. Es la viuda del caudillo rebelde galés a quien maté al servicio del rey Eduardo. -Una viuda, mi señor.

- ¿Y qué hay con eso? -preguntó Haroldo, temeroso, adivinando a medias.

- Si te casaras con ella, podrías atraer a sus hermanos a tu lado. Se dice que es una condición que piden a cambio de la paz.

- ¡Matrimonio! -susurró Haroldo.

- A veces los reyes tienen el deber de casarse aunque no lo quieran -fue la respuesta.

- Tengo que pensarlo.

- Casarme con esa mujer -gritó a Edith-. La idea me resulta repulsiva. ¿Cómo puedo casarme con la viuda de un hombre a quien he matado:

- Ella parece dispuesta a olvidarlo.

- ¡ Ella! Me odiará. Sus ambiciosos hermanos son

quienes quieren imponer el matrimonio. -Tomó las manos de Edith Y contempló su tan amado rostro.- Mi único amor, mi reina -dijo-o ¿Cómo puedo casarme con esa mujer?

- El Witan decidió que es necesario.

- ¿No soy yo el rey?

- Los reyes conservan sus coronas por voluntad del pueblo, Haroldo.

- ¿Tú me instas a ese matrimonio?

- Sólo sería para guardar las formas. Ella tendría el título de reina, y sus hermanos se sentirían aplacados. Para nosotros, ello no establecería diferencia alguna.

- Eso es algo que no toleraré…

- Pensémoslo, entonces. ¿Qué ocurrirá si Edwin y Marcar atacan en el norte?

- Entonces tomaré un ejército y los derrotaré,

- Y Guillermo, sabiendo que estás ocupado en el norte, elige ese momento para desembarcar.

- Repites lo que dijo el Witan, Edith.

- Porque resulta claro que eso es lo que podría ocurrir. Debes casarte con esa mujer, Haroldo.

- Veo que tienes razón -contestó él-o ¿ Y cuando ella esté aquí… en mi palacio? ¿ Qué sucederá entonces, Edith? ¿Qué sucederá contigo?

Uno de los grandes atractivos de Edith era su temperamento plácido. Jamás resultó eso más evidente que en ese momento.

- Es un asunto que debemos tratar cuando se presente -dijo-o Por ahora, nuestra gran necesidad es convertir en amigos tuyos a tus enemigos del norte.

Al día siguiente, Haroldo anunció que se casaría con Aldgyth, viuda de Gruffydd, el rey de Gales, a quien sus ejércitos habían muerto hacía poco, durante la rebelión galesa.

La demora era peligrosa, se decidió. Edwin y. Morcar insinuaron que querían actuar enseguida. Haroldo había hecho promesa al duque de Normandía, que no cumplió. Los del norte querían que las promesas que se les hicieran fuesen cumplidas.

En mitad de los preparativos murió Elfgiva, hermana de Haroldo. Algunos creyeron que ese era un mal presagio, ya que Elfgiva era quien había sido prometida a Normandía. Se la enterró con discreción, para que no cundiese la idea de que se podía entender su muerte como algún tipo de juicio nacido de la cólera de los santos cuyos huesos no fueron tratados con el debido respeto.

Haroldo se casó con Aldgyth sin más postergaciones.

No se habló siquiera. de consumar el matrimonio.

Aldgyth conocía muy bien sus relaciones con Edith, y sabía que se había casado con ella porque sus hermanos lo exigieron.

Pero era la reina, y su lugar estaba en el estrado, al lado de él. Jamás le perdonaría el haberla convertido en una viuda, pues aunque no hubiese sido la mano de él la que mató a su esposo, quienes lo hicieron eran sus hombres.

El matrimonio les había sido impuesto a los dos, y como él, ella deseaba que lo fuese sólo de nombre.

Miraba con desprecio a la hermosa Edith Swanneshals, aunque sentía un ramalazo de envidia ante esa incomparable hermosura; y tuvo que admitir que Haroldo, rubio y bien parecido, y Edith, con su serena belleza, constituían una pareja tan agradable C9mo cualquiera que pudiese verse en el país…

En cuanto a Haroldo, la corona le había traído muy pocas alegrías. A menudo cavilaba acerca de lo distinto que habría podido ser todo si no hubiese naufragado en la costa de Normandía. Si no hubiera hecho promesas a Guillermo, habría estado en libertad de dedicar su atención al norte, y someter a Edwin y Morcar, en lugar de tener que apaciguarlos con ese desagradable matrimonio.

y llegaron noticias de Guillermo. Haroldo rompió los sellos con vacilación.

Guillermo escribía en términos razonables. Sabía que Haroldo no podía haber olvidado un juramento hecho con tanta solemnidad, sobre los huesos de los santos. Entendía cómo había sido colocado en el puesto que ahora ocupaba, a la muerte de Eduardo.

Estaba dispuesto a perdonar, si Haroldo corregía en el acto el daño cometido. Eso podría arreglarse con sencillez. Debía enviar a su hermana a Normandía, para que se realizase el matrimonio que Guillermo había dispuesto para ella; y su prometida Adelisa debía ir a él. Fortificaría el castillo de Dover para Guillermo, y renunciaría públicamente a la corona.

Al recibir estas órdenes, Haroldo exclamó:

- No obedeceré imposiciones del bastardo normando. ¿Qué derecho tiene él a ocupar el trono de Inglaterra? No más que yo, y yo he sido elegido por el Witan, que me ha jurado apoyarme.

Respondió a Guillermo con tono ligero, insinuando que no tenía la intención de cumplir ninguna de sus exigencias, salvo una. Si Guillermo lo deseaba, enviaría el cadáver de su hermana a Normandía.

Ahora se' sentía firme en su intención. Lucharía a muerte para retener lo que poseía.

En las celebraciones de Pascuas, Haroldo se presentó en público con su corona… hermosa figura de hombre, todo un rey en su porte. La gente lo vitoreó. ¡Cuán diferente del pálido Eduardo! Era un gran comandante, un hombre justo; su amor por Edith, la del hermoso cuello de cisne, satisfacía las ideas románticas de todos; su casamiento con la menos atrayente Aldgyth les mostraba que sabía poner el deber por delante del placer.

Todos se sentían complacidos con su rey, aunque les llegaban rumores de que al otro lado del canal el feroz duque de Normandía ardía de cólera.

y entonces un terrible temor se apoderó de la nación, pues apareció en el cielo lo que muchos de ellos creyeron ser una señal de la cólera divina. Un cuerpo llameante -tan grande como la luna-, con una larga cola.

La gente se detenía a mirado, como si esperase que los cielos se abriesen y Dios apareciera en su ira.

Todos se sentían seguros de que Dios estaba furioso. Eduardo había muerto, e Inglaterra tenía un nuevo rey, un rey que había renunciado a su reino sobre los huesos de los santos.

¿ Por eso estaba Dios enojado?

En el norte se lo vio. Era una advertencia, dijeron los hombres de! norte. Los ancianos dijeron que sus abuelos lo habían visto arder en el cielo, y que siempre era seguido por una invasión. Los daneses habían llegado en hordas y asolado los hogares; saquearon las riquezas del país y se llevaron a las mujeres. Era una señal de la cólera divina.

Pendía sobre Westminster, dijeron algunos. Era Dios, que señalaba lo que lo había enfadado. Eran los dedos de Dios dijeron algunos. Era una espada, aseguraron otros.

Significaba que habría una guerra y un desastre en el país.

Los hombres del norte dijeron que era una señal de que debían levantarse, pues el cometa pendía sobre el norte.

En e! sur dijeron que hablaba de un desastre para el rey, pues pendía' sobre e! palacio. En Normandía decían que era un buen augurio, pues colgaba sobre Normandía, y era Dios que mostraba e! camino al duque.

Su presencia fue interpretada por la gente según su talante, y el hecho de que los normandos lo considerasen un signo de la aprobación de Dios y los ingleses una señal de su ira era un indicio del estado de ánimo del pueblo.

De noche, en cuanto oscurecía, e! cometa llameaba en el cielo.

Haroldo y Edith lo miraron desde la ventana.

- ¿Qué significa? _preguntó él-o ¿Qué puede significar?

- Es como una espada _respondió Edith-. Podría

querer decir que Guillermo vendrá y tú lo derrotarás. ¡Cómo lo consolaba ella! Haroldo le sonrió y pensó en Aldgyth, con quien se había casado; y pensó en su juramento a. Guillermo de Normandía, y dijo con angustia:

_ ¡Oh, Dios! ¿Qué he hecho?

Miró al cometa.

- Vete -dijo-o Te ruego que te vayas.

y después que llegaron y se fueron siete días y siete

noches, el cometa ya no estuvo allí. Pero los hombres y mujeres continuaron hablando de él.