EL DUQUE DE NORMANDIA
Los muros de piedra del castillo se elevaban por encima del pueblo; en las torrecillas montaban guardia los centinelas; en el gran salón, los servidores se apiñaban en derredor del fuego, y el aire estaba lleno de olor del venado asado. Encima del salón, en su alcoba, la señora Arlette se encontraba sentada con sus mujeres. Su hija Adeliz se hallaba sentada a sus pies, jugando con sus sedas de bordar, y mientras las mujeres conversaban trataban de percibir los sonidos de la llegada.
De vez en cuando Arlette se levantaba para ir a la ventana abierta en los gruesos' muros de piedra, y se hacía sombra en los ojos para distinguir el grupo de jinetes, con Roberto cabalgando a la cabeza de ellos. Sabía que se sentiría ansioso por estar con ella, por acariciarla, jurarle su eterno afecto, que le había demostrado en los últimos años, y las primeras palabras, cuando lo hubiese hecho:, serían:
- ¿Dónde está el niño?
Sonrió y miró al patio de abajo, donde jugaba con sus compañeros, los hijos de barones y condes que Roberto había decretado que debían ser sus amigos.
- Pues, amor mío -decía Roberto-, debe educarse entre hombres. Tiene que aprender rápidamente a dejar el refugio de las faldas de su madre.
y ya lo había aprendido. Ella lo miró pavonearse abajo… un verdadero jefe, si alguna vez existió uno. Su corta túnica verde, que le llegaba hasta las rodillas, le sentaba. Llevaba el cuello desnudo, lo mismo que los brazos y las piernas. Al contemplar ese grupo de chicos, nadie habría podido tener duda alguna en cuanto a quién era el hijo de Roberto. Jugaban con palos, que en su imaginación eran espadas, y ya recibían lecciones en el arte de la caballería, que debían dominar todos los varones de buena cuna.
Guillermo gritaba:
- Síganme. Vamos. Thor ayde. Thor ayde.
¿Dónde aprendía esas cosas?, se preguntó Arlette.
De las viejas de la casa, que jamás olvidarían que provenían de las tierras situadas al otro lado del mar, y que siempre suspirarían por los pinares y los fiordos.
De pronto Guillermo dejó caer su palo. Ya estaba cansado de luchar; quería cazar y tenía su nuevo halcón para probarlo.
¿Debía ella llamarlo? ¿Debía decir: "Guillermo, tu padre puede llegar en cualquier momento. Los oirás entrar a caballo en el patio. Ve a cambiarte la túnica. Péinate. Que tu padre se enorgullezca de ti cuando llegue"? ¿O tenía que dejar que lo viera como estaba, con los ojos encendidos por el triunfo de su batalla fingida, o con su gavilán y sus perros y caballos?
Roberto no quería un chico de túnica limpia, con el cabello oscuro bien peinado; quería un hijo que fuese un luchador, un jefe. Arlette sabía que él tenía la intención de que el niño lo sucediera, que gobernase a toda Normandía cuando él estuviese en la tumba. Había sido una profecía… ese sueño de ella. El niño del. patio de abajo, a pesar de que era el hijo ilegítimo de Roberto, estaba destinado a regir a Normandía.
Guillermo no tenía conciencia de la mirada de su madre. Debía aprovechar al máximo su hora de juego. Muy pronto el viejo Mauger mandaría a su hombre a buscarlo. Se le recordaría, como se le había recordad() cien veces: "Hay lecciones que aprender de los libros, mi joven señor, tanto como de los juegos".
Guillermo no quería al tío Mauger; había algo de taimado en él, lo intuía, y aunque se suponía que debía honrarlo porque era un arzobispo y un hombre sabio, nunca pudo hacerla. Prefería a Osbern el senescal, quien también sabía ser severo, pero en una forma que inspiraba respeto; pero le gustaba aún más la compañía de Gallet, el bufón. Gallet le divertía; estaba repleto de extrañas tretas. Se decía que tenía la cabeza vacía, pero Guillermo no estaba tan seguro de ello. Era hábil con los perros, y sabía adiestrar a un halcón. No cabía duda de que un hombre así no podía ser un tonto absoluto. y además adoraba a Guillermo… otra razón para hablar de su cordura; nada le gustaba más al bufón que hacer algo por su pequeño amo, como lo llamaba y después estaba su primo Guy, a quien se educaba junto con él, se lo adiestraba en las artes de la caballería, se le enseñaba a sentarse en su caballo como un normando, y a destacarse en las artes de la guerra; y que, para su pesadumbre, debía compartir las fatigosas horas en el aula, con el astuto tío Mauger, quien también era tío de Guy.
Este se daba aires, de vez en cuando, porque era legítimo. Guillermo no sabía con seguridad qué significaba eso; sólo sabía que Guy se enorgullecía de serlo. El tío Mauger, susurraba a Guillermo, podía enseñarles, y castigarlos cuando holgazaneaban) pero a pesar de todo era un bastardo; y no debían olvidarlo.
Guillermo, extático, olfateaba el venado asado. Esa era una ocasión especial. Llegaba su padre. Por ese motivo los guardabosques le habían llevado un magnífico macho de diez ramas en la cornamenta, y todos lo admiraron. Era correcto que hubiesen llevado semejante macho para una ocasión como esa.
Tenía hambre. Deseó que su padre apareciese. Entró en el salón y se quedó mirando la carne que se asaba. -apártate, pequeño amo -dijo uno de los criados-, o te salpicarás.
- Sí, pequeño amo, espléndida carne para una espléndida ocasión.
- Mi padre llegará muy pronto -dijo-o Viene de Rouen.
No le contestaron. Lo sabían muy bien, y él no pretendía decides nada nuevo, sino sólo hablar con ellos.
Lo olvidaron y continuaron la conversación de antes que él llegara. Guillermo escuchó. Escuchaba mucho. Le agradaba oír hablar a la gente, en especial cuando no advertían su presencia. Entonces eso resultaba más interesante. Ese día no hablaban de la visita de su padre, aunque muy bien habrían podido hacerla, sino de alguien que vivía cerca y que, pensó Guillermo, era en verdad el Demonio.
Muchas veces, cuando hablaban de Talvas de Belleme, y él. se acercaba, se codeaban y guardaban un significativo silencio. Por ese mismo motivo le había nacido un gran interés por el hombre. Existía algo de aterrador en él. Había oído a los ancianos advertir a los niños que no debían andar por el camino después del anochecer. "Podría atraparte Talvas", decían; y tal expresión de horror se pintaba en sus rostros, que Guillermo se estremecía sin saber por qué…
Ahora estaba seguro de que los cocineros habían estado hablando de Talvas, por la forma 'en que se interrumpieron cuando él se acercó.
Fue a un rincón y se sentó detrás de uno de los bancos, y se entregó al disfrute del delicioso aroma de! venado, y a pensar en su padre, cuyo padre había sido Ricardo el Segundo, duque de Normandía, cuyo padre fue Ricardo el Temerario, el primero de ese nombre, hijo, a su vez, del duque Guillermo Espada Larga, el hijo del gran Rolón. Porque una de las cosas que debía aprender primero era el conocimiento de sus antepasados, y del país de los fiordos, montañas y pinares de donde provenían, y de los héroes de ese país, tales como Ragnar y Sigurd, quienes habían llegado a ser famosos en la historia a causa de su valentía.
Valentía, bravura, vivir sin miedo, ése era el código normando. Lo había aprendido de su padre; nunca había que olvidado, por encima de todas las cosas. Para el tío Mauger, todo era escudriñar libros, aprender a leer y escribir, una ocupación fatigosa cuando había caballos que montar y halcones que adiestrar, juegos de espada que dominar; arquería que practicar.
Le agradaba estar con su madre, para oír hablar de la magnificencia de su padre, quien según ella era el más grande duque que Normandía había conocido jamás. más grande aún que Rolón y Ricardo el Temerario. Le contaba las historias de los héroes que le había narrado su abuela. Su abuelo Fulbert vivía en palacio, y Guillermo lo adoraba, porque era distinto de ningún otro a quien conociera. Solía decir a Guillermo cómo había que desollar un lobo y curtir la piel, y cómo el cuero que era el resultado tenía utilidad para tantas cosas. La vida estaba henchida de interés; se sentía seguro y bien protegido, porque sabía 1 que cuando cabalgaba, Osbern estaba siempre cerca de él, y nunca se le permitía estar fuera de la vista del senescal. No podía dejar de darse cuenta de que se lo cuidaba especialmente. Y no. era tanto porque fuese un niño cuya madre lo quería muchísimo y cuyo padre se interesaba por él, y porque tenía tantos amigos en el castillo; existía otra razón. Su padre era el duque de Normandía, y é] era su único hijo varón.
Ricardo el Temerario debió de haber sentido eso cuando su padre, Guillermo Espada Larga, iba a visitado… pues en apariencia los padres vivían muy pocas veces en sus castillos, con sus familias; siempre estaban ausentes, en otras ocupaciones, que invariablemente se relacionaban con combates. y ahora él, Guillermo, esperaba una visita de su padre, Roberto el Magnífico. Se preguntó cómo lo llamarían a él cuando fuese hombre… ¿Guillermo el…? ¿Qué sería? Le gustaría ser Guillermo el Valiente, pensó.
y ahora lo habían olvidado y cuchicheaban. Oyó el nombre del conde Talvas de Belleme. Sí, volvían a hablar de] Demonio.
- Nadie está seguro en los caminos. Si te encuentran, te llevan al castillo de Domfront Alencon. Y allí te zampan en una mazmorra. Y dicen que entonces invita a sus amigos a un festín, y cuando han bebido hasta hartarse, y más, los prisioneros son sacados de las mazmorras…
- ¿ y entonces… qué sucede entonces?
- Entonces se divierten con ellos.
- ¿Los matan?
- Con el tiempo se puede llegar a eso. Pero no hay prisa. Todo es muy lento. Se arrancan uñas, ojos… se cortan manos y pies, y se los usa para juegos.
Guillermo se llevó las manos a los ojos; se miró las manos.
Siguieron murmurando; él quería taparse los oídos, pero tenía que escuchar. Podía vedo todo con tanta claridad; el salón del castillo de Domfront, que sería como el de Falaise; los prisioneros amedrentados… jóvenes, y también viejos lo bastante imprudentes como para dejarse atrapar por los hombres del conde de Belleme, que merodeaban de noche en busca de incautos.
No pudo soportado. Corrió gritando:
- No, no. No es cierto. Es maligno. ¡ Sólo los traidores deberían ser tratados así!
Los lacayos lo miraron; la cara del cocinero principal estaba aún más roja que antes.
- ¡El pequeño amo! -exclamó.
Una de las mujeres se adelantó y dijo:
- ¿Y qué, pequeño amo? ¿Entonces fue un mal sueño, una pesadilla?
Se quedó mirándolos, llameantes los ojos grises. ¿Acaso creían que era tan niño como para engañarlo con relatos de pesadillas? Sólo tenía cinco años, sí, pero les recordaría que, aunque cinco años fuesen muy pocos para algunos, las cosas eran muy distintas en el caso del hijo del duque de Normandía.
- No fue una pesadilla -dijo-o Los oí hablar de Belleme.
Hubo una gran exclamación entre los presentes.
Una de las mujeres se arrodilló junto a él.
- Escúchame, pequeño amo. Hablamos, pero tú
escuchaste, y escuchar es malo, ¿sabes? La señora Arlette no se sentiría complacida si supiese que te ocultas en los rincones para espiar.
- No espié. Oí…
- ¡Lo que no debías oír! Y ahora sal al patio, vuelve a tus juegos y olvida lo que oíste aquí. Pues hicimos mal en hablar de ese modo, y tú hiciste mal en esconderte y escuchar. Y lo que está hecho y no puede corregirse, mejor olvidarlo.
Guillermo asintió lentamente. Había sabiduría en eso. Salió al patio, pero no pudo sacarse de la cabeza el pensamiento del salón del castillo de Domfront, y las cosas crueles que se hacían a los inocentes… cosas que sólo debían hacerse como castigo por delitos tan grandes como la deslealtad hacia el duque soberano.
Iría a ver su gavilán… eso siempre lo estimulaba, pero antes que pudiese atravesar el patio oyó el- ruido de cascos de caballos y el estrépito de la llegada.
Lo olvidó todo, salvo que su padre había llegado.
No dejó de correr hasta llegar al pórtico. Su padre cruzó el puente levadizo,,un poco adelantado a su escolta. Llevaba puesto el manto púrpura que proclamaba su rango, y en la cabeza el gorro de terciopelo orlado de armiño. Guillermo vio la espada en su adornada vaina, al costado, y el acero que le cubría las piernas y pies. En su gorro y en su garganta chispeaban joyas. i Era en verdad un espectáculo magnífico!
Guillermo quiso sostenerle el estribo mientras
descendía, pero no se le permitió realizar esa importante ceremonia; su padre, sin embargo, advirtió su intento y se sintió complacido.
Osbern lo observaba; Guillermo lo sabía. Debía hacer lo que se esperaba de él. De lo contrario se le harían reproches. Pero eso no era tan importante como el hecho de que tenía que brillar ante los ojos de su padre.
El duque se irguió sobre el chiquillo. Guillermo se arrodilló en señal de reverencia, para recibir su bendición. El duque murmuró una oración, pues era un hombre muy religioso… aunque,.e sus acciones no siempre lo indicaban.
Se puso de pie y el duque lo recogió y lo sostuvo encima de él.
- Has crecido, muchacho -dijo.
- Sí, padre. Me pareció que así lo querrías.
- ¿ y aprendiste mucho, espero?
- Sí; padre.
- Te pondremos a prueba.
Una expresión de aprensión cruzó su rostro cuando pensó en lo que podría informar el tío Mauger, pero había tanto amor y orgullo en la cara de su padre, que pronto lo olvidó.
- y ahora, a ver a tu madre -dijo el duque.
y entraron en el castillo caminando uno al lado del otro.
Roberto.abrazó a Arlette y una vez más se asombró de su belleza, como le ocurría siempre, después de una separación.
- De modo que estás bien y feliz -dijo.
- Ahora que volviste -respondió ella…
El debía besar a su hijita, pero Adela, a pesar de todos sus encantos, no podía deleitarlo como el varón.
Era bueno estar en casa, con la familia, pues ésa era su familia. Por las apariencias, se había casado con Estrith, la hermana del rey Canute, de Inglaterra, pero no tuvo hijos de ella, y pronto la dejó para estar con Arlette.
Ofrecieron un festín en el salón, y Roberto pudo [tener a su hijo junto a sí. Un varón no podía aprender demasiado pronto, dijo.
- Tiene apenas cinco años -le recordó Arlette.
- Este es un niño que deberé cargar de responsabilidades desde muy temprano.
- ¿Por qué? -replicó Arlette-. Tienes muchos años para vigilar su crecimiento.
Roberto no contestó, y su silencio inquietó a Arlette. Los comensales devoraron ávidamente el venado; bebieron en abundancia; hubo música. y chanzas y narraciones. El pequeño Guillermo había oído contar muchas
veces cómo mató Ragnar al dragón, y cómo pasó Sigurd a través del anillo de fuego, pero el relato¿ siempre lo emocionaba. Sin embargo, pronto se quedó dormido, y su madre lo tomó en su regazo, y él ya no supo nada hasta:a mañana siguiente, en que despertó y se encontró acostado en su jergón de paja, y recordó que su padre estaba en el castillo.
En la paz de su alcoba, Arlette y Roberto conversaron hasta bien entrada la noche; y hablaron de Guillermo. -Mi corazón se regocija con el niño -dijo Roberto-.
Me has dado mucho, y entre todo eso mi gran tesoro, mi hijo.
- ¿Quién podría dejar de enorgullecerse de un hijo así?
- Está adelantado para su edad. Casi no puedo creerlo, pero han pasado cinco años desde que me trajeron la noticia de su nacimiento.
- Es todo lo que habríamos podido desear, aunque Mauger se queja de falta de atención hacia sus libros.
Roberto rió.
- y no querría que fuera de otra manera. Quiero que mi hijo sea un duque, no un escribiente.
- Eso está todavía en el futuro, muy lejos.
Roberto guardó silencio, y el temor volvió a Arlette; sabía que él quería decide algo, y que lo demoraba, pues no deseaba arruinar la primera noche que pasaban juntos después de su separación.
- A veces -dijo ella- querría que no fueras el duque.
Si tu hermano hubiera vivido…
No habría debido decir eso. En el fondo del corazón sabía que él no era inocente en lo relativo a la muerte de su hermano. A menudo pensaba que su participación en esa muerte lo abrumaba, pesaba como una carga sobre su espíritu… una carga que apartaba a un lado durante un largo período, y de pronto se sorprendía otra vez con ella encima. E intuyó que ahora la llevaba.
La batalla por Falaise, que se desarrollaba en el momento del nacimiento de Guillermo, resultó inconcluyente. Ricardo III firmó una tregua con Roberto, pero la fricción persistió; Roberto nunca pudo aceptar un segundo lugar; había resuelto que nada debía impedirle convertirse en duque, y como no había tenido un hijo, su decisión era mayor aún.
Ricardo se sentó a un banquete un día, y no volvió a levantarse de la mesa; tampoco quienes lo acompañaban a ella. Semejante suceso tenía una sola solución. Alguien los había envenenado. ¿Y quién tenía todo por ganar con la muerte de Ricardo…? ¿Quién, si no su hermano Roberto? Este no había estado en el escenario de las muertes múltiples, pero el hecho no lo exoneraba. ¿Por orden de quién fue administrado el veneno? La respuesta a esta pregunta señalaría al hombre responsable por el asesinato.
¿Fratricidio? Era un pecado mortal. Pero Roberto se había dicho muchas veces que eso sólo había traído ventajas. Ahora Normandía tenía un duque fuerte, en tanto que el anterior era débil. El destino de Normandía era demasiado importante para los descendientes de Rolón, como para permitirse remilgos por un par de muertes.
Esa pareció ser la conclusión a la cual llegó la gente, pues si bien deploraron el método empleado para apartar a Ricardo, debían aplaudir la ascensión al trono de Roberto, conocido como el Diablo o el Magnífico, según lo que uno sintiera hacia él.
Era un buen gobernante, un hombre entregado a
Normandía; un hombre profundamente religioso, cuando serio no era contrario a sus intereses. No tenía hijos legítimos, pero el pequeño bastardo de Falaise constituía una buena prueba de que era capaz de engendrar hijos espléndidos. De modo que se olvidó la forma de la muerte de Ricardo, y Roberto fue aceptado como duque.
Arlette se había regocijado, porque creía que ése sería el final de las luchas; pero en apariencia siempre existía algún peligro que perturbaba la vida de personas como Roberto.
Esa reunión debía ser feliz, pero no pudo resistirse a tratar de descubrir qué inquietaba a Roberto.
Hablaron de Guillermo… un tema agradable.
- He tomado una decisión -dijo Roberto-; él me seguirá. Será mi sucesor. Tu hijo, amor mío, será el próximo duque de Normandía.
- ¿El pueblo lo aceptará?
- Si yo lo ordeno.
- Nosotros lo queremos mucho. Sabemos que es el
mejor niño de Normandía. Pero recuerda, Roberto, mi origen humilde. ¿La hija de un curtidor puede dar a luz un duque de Normandía?
- Si es la mejor y más hermosa mujer del ducado, sí.
- ¿ y él de cuna in feriar, como dirían algunos?
- Nunca uses esa palabra con él, Arlette. Es un bastardo, y debemos aceptarlo. Peto es mi bastardo, yeso es mejor que ser el hijo legítimo de cualquier otro hombre. -Tienes muchos años para reinar como duque, amado mío.
- Así lo espero, pero quién puede saberlo… Muchos de nosotros somos segados en la flor de la edad.
Ella oyó que la voz se le quebraba, y supo que pensaba en su hermano. ¿Cómo podía evitarlo? Habían jugado juntos en los castillos de Rouen y Falaise; dormido sobre la misma paja; comido a la misma mesa. ¡Hermanos! Y ahora uno había muerto a manos del otro.
Si hubiese sido como, sus antepasados, tal vez habría sufrido menos remordimientos. Odín, Thor, Freya: ellos habrían entendido. Mató porque tenía que hacerla, pues hacía falta un duque fuerte para' reinar por el bien de Normandía. Pero era cristiano, y los cristianos debían expiar sus pecados.
Por último dijo:
- Mi pecado pesa mucho sobre mí. Ella respondió:
- Le has dado a Normandía un duque 'fuerte. Tú mismo.
- Llevo encima la Maldición de Caín -dijo él-o A veces,temo que tendré que llevarla conmigo hasta que pueda librarme de mi pecado,
Ella lo abrazó con fuerza.
- Por esta noche -respondió- estás a salvo conmigo. El guardó silencio durante un rato, y luego dijo:
- Arlette, he estado pensando en lo que podría hacer.
Si hiciera una peregrinación a la Tierra Santa, y me postrase ante el divino altar, podría obtener el perdón de todos mis pecados. Quizá deba hacerla, Arlette.
- ¿Nos dejarías por tanto tiempo?
- Pero piensa: cuando regrese habré quedado purificado de todos mis pecados. Mi conciencia estará libre. - y mientras estés ausente, ¿qué pasará con Normandía?
- Aquí tengo hombres buenos, fieles.
- ¿ y seguirán siendo buenos y fieles, privados de su duque?
- Tendrán su duque.
- Pero estará lejos.
- Les dejaré… a Guillermo.
- Un niño.
- Otros de nuestros duques cumplieron con la función
ducal a una temprana edad.
- Pero él es tan joven… y un bastardo.
- ¿No lo fue Ricardo el Temerario?"
- No debes ir. Tienes que quedarte aquí. Dios te perdonará más fácilmente por cuidar a tu hijo y tu hogar, que por hacer la peregrinación.
- Debo ir, Arlette. Algo me lo impone.
Ella supo que sería inútil tratar de persuadirlo, de modo que respondió:
- ¿ y en verdad harás tu heredero a nuestro hijo?
- Esa fue siempre mi intención.
- ¿Cuándo te irás?
- En cuanto mis asuntos estén en orden.
- ¿ y uno de ellos consistirá en hacer que los barones juren fidelidad a tu heredero?
- Sí. Pero queda mucho por hacer -contestó él.
- ¿Prepararás al niño?
- ¿Tiene suficiente edad para entender?
- Debe de tenerla, ya que le impones esa carga.
- Regresaré antes que pase mucho 'tiempo.
- ¿ y él seguirá siendo tu heredero?
- ¿Acaso no dije que será mi continuador?
- Debes recordar…
- ¡Que es un bastardo, sí! Quizá lo llamarán Guillermo el Bastardo, pero cuando recuerde quiénes fueron sus padres no verá deshonra alguna en ello… -Quieres a ese niño como habrías podido querer a un hijo nacido del matrimonio, si lo hubieras tenido.
- Lo quiero como jamás pude querer a otro chico.
Es el hijo de su madre, y así como no amo a ninguna otra cual la amo a ella, lo mismo sucede con el niño.
- y así, porque un día de:,verano bajé al río para lavar ropa, seré la madre del próxil1fo duque de Normandía. -Ahí tienes, ¿no te da placer esa idea?
- No, porque sólo podría llegar a ser duque por la muerte de su padre. Quédate conmigo, Roberto.
- Pídeme cualquier otra cosa. Pero déjame purificar mi conciencia. Déjame volver a ti con ese pecado borrado de mí. Y entonces conoceremos una dicha aún mayor. y juntos veremos crecer al niño hasta convertirse en un hombre.
- Vuelve a mí, Roberto -,dijo ella- Oh, vuelve a mí.
Cuando el duque estaba en el castillo se producía un cambio sutil; todos se daban prisa en sus obligaciones. La gente hablaba en susurros; los… guardabosques cazaban los mejores ciervos y los jabalíes más salvajes. Había continuos festines, pues los vasallos del duque llegaban de todos los rincones del ducado a rendirle pleitesía.
Arlette se volvió más hermosa, según advirtió Guillermo. Al mirar a su madre y su padre juntos, deseó que las cosas siempre fueran así.
Durante las primeras horas superó su temor hacia su padre. Le agradaba trepar a la enorme rodilla de él y quedarse sentado allí, solemnemente, observándole el rostro mientras hablaba, y sólo de vez en cuando permitía que el gran broche enjoyado que le cerraba la capa absorbiese su atención.
Su padre le hacía muchas preguntas sobre sus cacerías, su arquería, sus juegos de espada.
- Todavía es con palos. -decía Guillermo-. ¿No puedo tener una espada de verdad?
- Todo a su debido tiempo, hijo mío.
- También me gustaría tener una daga.
- ¿Para qué, hijo mío, quieres una daga?
- Si me encuentro con alguien algún malvado.
- Si me encuentro con el conde de Talvas
- ¿Qué sabes del conde de Talvas?
Guillermo enrojeció de mortificación, pero no pudo mentir a su padre.
- Escuché conversaciones -dijo.
- ¿Te pareció bueno ocultarte y escuchar lo que no estaba destinado a tus oídos?
- Me pareció que si tenía que ser como tú, debía saberlo todo.
Fue una respuesta que no desagradó al duque.
Jamás dejaba de asombrarse ante la inteligencia de ese chico, quien además era fuerte y robusto. Lo deleitaba.
- Hiciste bien -respondió-o Tienes que aprender con más rapidez que otros chicos. ¿Lo sabías?
- Sí, padre.
- ¿Por qué debes hacerla?
- Porque tú.eres mi padre, y todo lo que tienes debe ser lo mejor.
- Una buena respuesta, hijo. ¿Puedes disparar muy lejos una flecha?
- Más lejos que Guy.
- ¿ y cabalgar más velozmente?
- Sí, padre.
- ¿ y tus lecciones?
Guillermo vaciló.
- ¿El do Mauger te habló? -preguntó. El duque rió.
- Todavía no -repuso-o ¿Me llevaré alguna desilusión en ese aspecto?
- No me gusta estar encerrado entre paredes de piedra.
- No, es natural. Pero es' preciso dominar esas cosas,
hijo mío. Necesitarás todo lo que puedas aprender. Eso lo entenderás a medida que crezcas. Te hará falta un brazo fuerte para proteger a tu madre.
- Tú harás eso.
- Pero si yo,no estuviera…
- Es que siempre estarás aquí.
El duque miró a su hijo con tristeza.
- Si no estuviera, me gustaría dejarla a tu cuidado. ¿Me juras que la protegerás siempre?
- Padre, lo juro.
- De modo que necesitas un brazo fuerte y una buena
cabeza. El estar afuera puede darte lo uno, pero para lo otro te hace falta todo lo que puedas aprender del tío Mauger.
- Entonces, padre, me esforzaré con mis libros.
- Me complacerá que hagas buenos progresos con ellos, como los logras en todo lo demás. Pero recuerda que el deber de un buen normando es defender su país a toda costa.
- Lo sé, padre.
- ¿Mauger te enseñó la historia de Normandía?
Los ojos le brillaron a Guillermo. Habló de Rolón… del gran Rolón, el Gigante Caminador, el héroe que debía caminar porque caballo alguno era lo bastante fuerte para soportarlo.
- Pero un barco sí pudo -exclamó Guillermo-, y por la gracia de Dios llegó a Normandía. Subió con su barco por el Sena, hasta donde pudo llegar, y el rey de Francia temblaba en su trono…
El duque rió.
- De modo que Mauger te contó eso, ¿eh?
- Me lo cuenta mi madre. Me canta las antiguas canciones noruegas, lo mismo que muchas de las mujeres. -Jamás olvides, hijo, que perteneces a la gran raza que se asentó aquí y fundó Normandía.
- ¡ Nunca lo olvidaré! -declaró Guillermo.
- Todavía eres muy pequeño, hijo mío, pero ya sabes que no podrás permanecer mucho tiempo en la infancia. Un niño como tú debe conocer, no sólo lo relacionado con su país, sino también lo que se refiere a todos los países que lo rodean. ¿Qué sabes de Francia, hijo?
- ¿Francia? -repitió el niño, desconcertado-o Mi madre me dijo que el rey de Francia quiso que el gran Rolón le besara el pie, y que Rolón se negó a hacerla., De modo que pidió a uno de sus secuaces lo hiciese por él, y como ese hombre era un buen normando, que no besaba los pies de nadie que no fuese su duque, le levantó tan alto el pie, que el rey cayó hacia atrás -Guillermo rió.- Y estuvo bien hecho -agregó.
El duque guardó silencio.
- Tienes que entender esto, Guillermo. En cierta
medida somos vasallos del rey de Francia.
- ¿ Normandía puede ser vasalla de nadie? El duque sonrió.
- Hijo mío, ojalá tuvieras cinco años más. Esa cabecita pequeña tiene mucho que aprender.
- Es una buena cabeza, padre, y ávida de aprender.
- No lo dudo. El rey de Francia es poderoso. Nos
concedió esta tierra, y es bueno para nosotros vivir en buena amistad con él. Si nos llamase en su ayuda y su causa fuera justa, acudiríamos.
- Pero sólo si su causa fuera justa.
- y para bien de Normandía.
- Sí, padre. Eso lo entiendo.
- El rey Roberto de Francia, es un buen hombre,
pero un buen hombre no siempre es un buen rey, hijo mío. Roberto Capeto es de buen semblante; es un sabio, un músico y le agrada la poesía, pero hay en él una debilidad, y está a merced de su esposa, la reina Constance. No es bueno que un hombre sea gobernado por las mujeres.
- ¿ y por qué deja él que lo gobierne?
- Porque es un amante de la paz.
- Es bueno amar la paz.
- Sólo si es una buena paz. Debes prestar atención
cuando tu tío Mauger te hable de nuestros vecinos. ¿Qué sabes de Inglaterra, Guillermo?
- Inglaterra. -Guillermo frunció las cejas.- Está al otro lado del mar, ¿verdad?
- ¿Eso es todo lo que sabes? Tienes que saber más, porque tenemos lazos muy estrechos con ese país… más fuertes que los que nos unen a Francia. Nuestros normandos se establecieron en esa isla cuando lo hicieron en estas tierras; y nuestros amigos están allí, nuestra propia gente., Guillermo. La hermana de mi padre, la tía Emma, se casó con el rey de Inglaterra. El era Ethelred, y en el momento del matrimonio estaba en guerra con los daneses. Emma llevó consigo a muchos de nuestros daneses, a Inglaterra, y un matrimonio como ése une mucho a los países. Hubo dos hijos de ese casamiento: Eduardo y Alfred. Son tus primos, y ahora se encuentran en Normandía.
- ¿Por qué, padre?
- Están en el exilio, pero ya hablaremos de eso más
adelante. Los conocerás, y quiero que sean tus amigos. -Sí, padre. Ansío conocer a mis primos ingleses.
- : y ahora debes escuchar con cuidado, porque esto no es fácil de entender. Ethelred estuvo casado antes, y tuvo un hijo, Edmund. Entretanto los daneses habían expulsado a Ethelred y Emma de su trono, y Sweyn, de Dinamarca, tomó posesión de él. Canute, el hijo de Sweyn, consideró que era el rey, pero Edmund declaró que lo era él. Hubo batallas, y al cabo se convino en dividir el país entre ellos; pero cuando murió Edmund, Canute tomó su parte y gobernó como rey de toda Inglaterra.
Guillermo quedó aturdido, pero su padre le palmeó el hombro.
- Todavía eres joven, Guillermo -le dijo-o Pero recordarás mucho de lo que acabo de decirte. Deseo que tengas buenas relaciones con tus primos Eduardo y Alfred, pues es posible que uno de ellos o los dos lleguen algún día a gobernar a Inglaterra, y los vínculos entre nosotros son fuertes, desde que tu tía Emma se casó en ese país. y ahora debo decirte que ella no era persona de perder nada de lo que había conquistado, y estaba resuelta a mantener la corona inglesa entre sus manos; de modo que cuando murió Ethelred, se casó con Canute. Ahora bien, cuand6 se casó con él le hizo jurar que cualquier hijo que tuviesen heredaría el trono. Eso no sólo excluía al hijo de Canute, Harold Pata de Liebre, 'sino también a Eduardo y Alfred.
- Pero Eduardo y Alfred eran hijos de ella -replicó el desconcertado Guillermo.
El duque atrajo a Guillermo entre sus rodillas y le escudriñó el rostro.
- Los daneses dominaban por intermedio de Canute.
Emma sabía que sus hijos Eduardo y Alfred no serían aceptados, de modo que dedicó su atención al hijo que tenía con Canute, y resolvió que Hardicanute sería quien remase.
- ¿Tú y mi madre querrían a otros hijos más que a mí?
El duque abrazó a su hijo con fuerza.
- Nunca, Guillermo -contestó-o ¡Nunca! ¡Nunca!
- y de pronto se mostró tierno.- No quiero meter demasiadas cosas en esta cabecita juvenil -dijo-o Ven, iremos al patio y me mostrarás algún juego de espadas con tus palos, y cabalgaremos con nuestros halcones y tal vez cacemos un jabalí.
Los ojos del niño bailotearon. Por el momento había olvidado las complicadas relaciones de familia que su padre intentó hacerle entender.
"A su tiempo", se prometió el duque, "pero veo que debo esperar un poco antes de partir en mi peregrinación".
La visita del duque fue interrumpida por la noticia de la muerte del rey Roberto de Francia. Eso era importante para él, pues, como dijo a Arlette, la seguridad de Normandía estaba unida a la de Francia, y debía mantenerse firme la alianza entre ambas, que databa de los tiempos de Rolón.
El mensajero que llevó la noticia fue atendido, y se le dio albergue en el castillo, y tuvo mucho que comunicar en cuanto a lo que ocurría en la Corte de Francia.
Desde que llegó a Francia, de Aquitania, la reina había convertido la vida del rey en una desdicha; era tan imperiosa, tan maliciosa y de naturaleza tan recia, que el dócil rey le tenía miedo; Jamás hacía un regalo a sus criados sin recomendar:
- Por favor, no mencionen esto a la reina. -Ella estaba decidida a salirse con la suya, y su hijo mayor nunca había sido su favorito.
El relato del mensajero resultó ser exacto, pues no pasó mucho tiempo antes que llegase a Normandía un fugitivo: el rey Enrique de Francia.
A Guillermo se le dijo muy poco de todo eso. Continuó practicando sus ejercicios al aire libre, con el severo Thorold, a quien el duque había designado para enseñarle, y trabajaba con sus libros bajo la mirada más severa aún de Mauger; pero Arlette se sentía ansiosa, porque tenía conciencia de que ese nuevo suceso en la Corte de Francia podía significar la guerra.
y estaba en lo cierto.
En la alcoba de ambos, Roberto le habló del asunto. - ¿Siempre tiene que haber estas guerras? -preguntó ella.
- Siempre las hubo -respondió Roberto-. He dado refugio a Enrique en la abadía de Sto Jumieges.
- Donde tienes a todos tus exiliados. Los atheling* están allí, ¿verdad?
- Sí. Quiero que Guillermo conozca a sus primos.
Iré a Jumieges para ver a Enrique, sería bueno que el chico me acompañase. Es hora de que empiece a entender lo que sucede.
- Olvidas que apenas tiene cinco años. Tratas de hacer de él un hombre antes que sea siquiera un joven. -En mi interior siento que debe llegar rápidamente a la edad viril. Irá conmigo a Jumieges, yeso significa, amor mío, que también tú vendrás.
* Atheling: príncipe o noble anglosajón. (N. del T.).
- ¿ y de ahí?
- Debo enfrentar a la reina viuda de Francia y el
advenedizo de su hijo. Los duques hemos jurado fidelidad a los reyes Capeto, y no podría quedarme mirando cómo el hijo menor reemplaza al mayor.
Ella le lanzó una extraña mirada, que él no quiso sostenerle. La muerte de su hermano mayor le pesaba mucho.
y así fue que Guillermo conoció a sus primos, los atheling. En el acto se sintió atraído por ellos, pues eran tan distintos de todos los que conocía. No era jóvenes, tenían unos treinta años… para Guillermo, hombres mucho mayores que su padre; pero no parecían tan viejos, porque eran muy suaves. Hablaban con dulzura, y eran tan rubios, que parecían casi blancos, y tenían los ojos más azules que Guillermo jamás hubiese visto.
Esos ojos azules lo fascinaron. A los hermanos les agradaba leer y escribir poesía, y componían canciones que cantaban hermosamente. Cosa asombrosa para Guillermo, encontraban más placer en esas cosas que en el juego con espadas y la caza. La caza no les interesaba en absoluto. Guillermo sentía que los habría despreciado por eso, ¿pero cómo podía despreciar a seres de aspecto tan noble?
Le parecía que en presencia de ellos algunos de los hombres de su padre daban la impresión de ser torpes y toscos. Eduardo y Alfred usaban bellas vestimentas, "Y joyas en la garganta y en los dedos.
¡Hermosos atheling de ojos azules!, pensaba Guillermo, y sentía pena por ellos, pues estaban en el exilio.
Llegaría un día, le dijo su padre, en que serían reyes de Inglaterra, pues en verdad tenían más derecho al trono que Hardicanute, quien era menor que ellos y había nacido del segundo matrimonio de su madre.
Pero en esos momentos al duque le preocupaban más los derechos del exiliado rey de Francia que los de los primos atheling.
Fue un día emocionante, cuando el duque cabalgó a la cabeza de su ejército, con el rey de Francia a su lado.
El duque había dicho a Guillermo, la noche anterior, que volvería a poner al rey en su trono. Frustraría a la maligna reina Constance, depondría al hijo de ésta y devolvería al rey Enrique lo que había perdido.
¡Cuán emocionante era ver la bandera de Normandía aleteando en la brisa, al lado de los lirios dorados de Francia! ¡Y cuánto excitó a Guillermo ver a esos valientes soldados marchando al combate, los caballeros con alabardas, los cascos y botas de reluciente acero chispeando al sol, las lanzas en la mano. Los soldados de a pie también iban bien preparados, con los pies envueltos en piel de gamo y cueros en el cuerpo…
Guillermo bailoteaba locamente, en su excitación. Su madre, de pie junto a él, le tomó la mano y la apretó con fuerza. El la miró y vio cuán triste estaba, y se preguntó cómo nadie podía estar triste viendo esa magnificencia; y su padre era el más hermoso de todos.
Supuso que estaba triste porque él se iba. También él lo lamentaría; pero iba a poner al verdadero rey de' nuevo en el trono, yeso estaba bien.
- Cuando sea hombre -dijo Guillermo-, cabalgaré amo lo hace mi padre, a la cabeza de mis ejércitos.
El silencio reinaba en el castillo. Todos estaban pensativos; todos los días su madre iba a la torre más alta y esperaba allí mucho tiempo.
Guillermo olvidó a su padre durante largos períodos, porque había tanto que hacer. Deseaba destacarse en arquería, ganarle a Guy en todo lo que hacían juntes, de modo que pudiese jactarse ante su padre cuando regresara.
Cada vez que ejecutaba una hazaña con extraordinaria habilidad, decía:
- Se lo contaré a mi padre en cuanto vuelva a casa. Los días pasaban con rapidez… salvo las horas con el tío Mauger. Guy susurraba que el tío Mauger no era lo que parecía, y que si bien era cristiano y arzobispo, adoraba a los antiguos dioses, Odín y Thor," y practicaba la hechicería.
- Entonces es un hombre malo -musitó Guillermo.
- Si tu padre lo supiera, no le permitiría enseñarte -dijo Guy.
- Entonces" no puede ser cierto, pues mi padre sabe
todo lo que hay que saber, y no dejaría que el tío Mauger me enseñase si fuera cierto que no es cristiano.
Pero el tío Mauger no le gustaba, y durante las lecciones lo vigilaba con suspicacia, y extrañas imágenes acudían a su mente. Se preguntaba qué hacía uno para practicar la hechicería. Tenía una visión más clara del conde de Talvas, en quien pensaba de vez en cuando. A veces soñaba con el salón de Domfront, y con las cosas terribles que sucedían allí a quienes habían sido lo bastante incautos para dejarse atrapar.
A su debido tiempo Roberto regresó al castillo. Sus ejércitos habían obtenido la victoria; había derrotado a la reina madre de Francia y al advenedizo de su hijo, y puesto al rey Enrique otra vez en su trono.
Hubo los habituales festines y francachelas para celebrar su retorno, pero no pasó mucho tiempo antes que considerase un nuevo proyecto. Deseaba hace1 por los atheling lo que había hecho por el rey de Francia.
Guillermo tuvo una sospecha de lo que se preparaba.
Desde su conversación con su padre, se esforzó por descubrir todo lo que pudiese acerca de Inglaterra. Ese país lo fascinaba, en gran medida porque era el de los hermosos atheling. Estos se habían mostrado extrañamente contentos con su encierro en la abadía de Jumieges. Roberto los visitó una vez más, y Guillermo se sintió encantado de contarse entre quienes lo acompañaron.
Los primos eran una fuente de asombros para Guillermo. Sus voces eran suaves; sus manos, hermosas y bellamente modeladas; sus ropas, distintas de las de todos los otros, y Guillermo pensaba que se transformaban por el solo hecho de cubrir el gracioso cuerpo de sus primos. Su padre le había dicho que eran sajones, y por eso eran diferentes.
Ellos se encariñaron con Guillermo, y le narraban historias de Inglaterra, y las contaban maravillosamente, a la manera de las antiguas sagas del norte; no hablaban tanto de conquistas y derramamientos de sangre, sino de paz y de la difusión de los conocimientos.
Les agradaba hablar de su antepasado, el gran rey Alfred, quien, aunque hombre amante de la paz, hizo mucho para desafiar a los daneses y asegurar así un período de paz. Ansiaba apasionadamente el mejoramiento de su pueblo, y dedicaba su tiempo, no a festines y orgías,' sino a descubrir la mejor forma de impulsar la educación de su pueblo. Redactó leyes justas, e instituyó un sistema de multas para los transgresores, pues sabía que la forma más eficaz de castigarlos era vaciarles el bolso. Si un hombre privaba a otro de una pierna o un ojo, se lo multaba con cincuenta chelines, cosa que, explicaba Alfred, era una gran suma de dinero. Había una escala para esas multas. Por cortar las orejas, se imponía una multa de doce chelines, y la pérdida de un diente o un dedo mayor le costaba cuatro chelines al hombre que infligía semejante daño.
Guillermo volvió a pensar en Talvas, y decidió que si ese sistema existiese en Normandía, Talvas podría perder todas sus espléndidas fincas por los daños que había infligido a sus víctimas.
Sí, Alfred era un gran rey.
- Pero humilde -dijo Eduardo-, pues la grandeza nace de la humildad.
Había algo que Guillermo no podía entender, pero le gustaba la historia de cómo Alfred, al huir de los daneses, halló refugio en una choza de pastores, y mientras se encontraba sentado ante el fuego, preparando sus arcos y flechas, las tortas que la mujer del pastor había puesto a cocinar comenzaron a quemarse," ante lo cual la mujer injurió" a gritos al rey -pues no tenía ni la menor idea de quién era- y vociferó que era demasiado perezoso para dar vuelta las tortas cuando las veía quemarse, pero que se mostraría muy dispuesto a comerlas cuando estuviesen listas. ¿ y cómo se comportó el gran rey? Permaneció sentado, inmóvil, aceptando humildemente los reproches y hasta pidiendo perdón, porque, si bien había llevado sabias reglas al país que gobernaba, había permitido que se quemaran las tortas de la anciana.
Eso era humildad, explicó Eduardo. Y Alfred fue un santo, más que un rey.
Guillermo recordó que su padre había dicho que un hombre santo no era necesariamente un buen rey; pero tuvo la certeza de" que e}o no regía para el gran rey Alfred.
Pero Alfred murió, y el gran bien que había hecho a su país no persistió después de él. Los daneses constituían una permanente amenaza para la paz, ¿y cómo era posible que un país sobreviviese sin eso? Los ingleses habían vivido tiempos tormentosos, y a su debido tiempo Ethelred llegó al trono, y se lo conocía como el Desprevenido, porque nunca estaba preparado a tiempo para hacer frente al invasor. Y se había casado con Emma, a quien se llamaba, por su belleza, la Flor de Normandía.
El resultado de esa unión fueron Eduardo y Alfred. Pero Ethelred no podía hacer frente a los poderosos daneses, y Sweyn de Dinamarca los expulsó de sus tronos y los llevó al exilio, donde Eduardo y Alfred estaban desde entonces.
El exilio no los entristecía, se dio cuenta Guillermo.
Amaban la vida de la abadía. ¿Era posible, se preguntó Guillermo, que sus primos prefiriesen el ambiente pacífico y sabio de la abadía al estado belicoso de su propio país? Habían hablado con más reverencia de la preocupación de su antepasado por la enseñanza que de su habilidad para expulsar a los daneses de su país.
Eran extraños, esos primos, y le producían una profunda impresión.
Muy pronto Guillermo se dio cuenta por qué había ido su padre a la abadía. Roberto había repuesto al rey de Francia en su trono, y ahora recuperaría el de Inglaterra para los atheling.
Algo de eso le dijo a Guillermo cuando se despidió de él.
Aquellos a quien ayudamos serán nuestros amigos -dijo.
- ¿Y recordarán, pues, que los ayudamos?,
Roberto revolvió afectuosamente el cabello de su hijo.
- Tienes razón, hijo. Descubrirás que aquellos a quienes ayudamos están a menudos dispuestos -más, ansiosos olvidar los servicios que les hemos prestado. Pero puede que queden algunos hombres agradecidos en el mundo, y debemos abrigar la esperanza de que aquellos a qUIenes elegimos ayudar lo recordarán.
- Los atheling se acordarán, padre.
- Tienes cariño a esos primos, ¿eh?
- Me gusta mirarlos. Me gusta escucharlos. Tienen
unos ojos azules tan bellos…
Roberto rió.
- Bien, yo conquistaré el país que les corresponde por derecho. Se lo devolveré a ellos.
- Creo que preferirían quedarse aquí, padre.
Roberto guardó silencio, pero se' sintió complacido con su hijo.
- Vendrás a la costa, con tu madre, para vemos zarpar.
Allí contemplarás un espectáculo verdaderamente maravilloso. Los barcos de Normandía, hijo mío. Recuerda siempre que somos hombres del mar. Somos grandes combatientes. Nuestros caballeros de armadura son una visión digna de recordar, ¿no? Nuestros antepasados salieron de sus tierras en busca de otras, y llegaron en los barcos largos. Somos invencibles en tierra. Pero el mar nos pertenece.
y en verdad fue un espléndido espectáculo… ¡Los largos barcos, con sus proas pintadas para que pareciesen dragones que lanzaban fuego mientras hendían las aguas! Así surcaron las olas sus antepasados… Harold Diente Azul y el gigante Rolón. Cuando se acercaron, infundieron pavor en quienes miraban desde la costa. Y así sucedería en Inglaterra… el país natal de los bellos primos atheling.
La flota zarpó para hacer la guerra a Inglaterra, y Guillermo regresó con su madre, para esperar la vuelta de su padre.
Ocurrió lo que Guillermo creía imposible. La empresa de su padre había fracasado.
¿Era posible que los largos barcos hubiesen sido derrotados? Por cierto que sí, pero no derrotados por otra flota, sino por los elementos.
Cuando la flota de Roberto zarpó hacia la costa inglesa se levantó una tormenta, y los grandes barcos fueron dispersados, y el de Roberto, en el cual viajaban los atheling, resultó lanzado hacia la costa de la isla de Jersey.
¡Qué triste espectáculo debió 'de haber sido presenciar el naufragio de los magníficos barcos! Roberto sólo podía esperar, hosco, la llegada de uno de sus capitanes cuyo barco estuviese en condiciones de navegar para llevarlos de vuelta a Normandía, a él y a los primos.
Fue un regreso triste. Roberto estaba apesadumbrado. Esa noche no hubo festín en el castillo, porque Roberto no se encontraba de ánimo para ello. Las canciones de los trovadores no podían alegrarlo. No quería oír hablar de las hazañas de los grandes marinos vikingos, cuando la suya había fracasado tan desdichadamente.
En su alcoba, hundió la cara entre las manos.
- Mis barcos perdidos -se lamentó-o Mis enemigos se reirán de mí en este día.
- Fue la tormenta -lo consoló Arlette-. ¿Quién podría oponerse a ella?
- Ha sido una derrota -'insistió Roberto. Luego s puso de pie y miró largo rato a Arlette, a la cara-o Dios está disgustado conmigo -dijo-o Jamás me perdonará hasta que haya expiado mi pecado,
- Una tormenta puede surgir en cualquier momento
- repitió Arlette-. Ningún marino podría soportar semejante tormenta.
- Me ocurrió a mí -replicó Roberto.
Su hosquedad continuó. Pendía sobre el castillo. En el gran salón, los cocineros removían los calderos en silencio. Nadie mencionaba la empresa, y para Guillermo ese fue un. gran descubrimiento. Su padre podía sufrir una derrota.
Por lo menos, se dijo, los primos atheling no estarían tristes. Tenía la certeza de que les encantaba estar de vuelta en el exilio.
Roberto adoptó una decisión. Primero dijo a Arlette qué pensaba hacer.
- He cometido muchos pecados -dijo-, y resulta claro que Dios está disgustado conmigo. Debo mostrarle que pienso hacer una buena vida, y dedicarme a mi país. -Ello sabrá -replicó Arlette.
- Sí. Lo sabrá. Pero los pecados hay que pagarlos.
Iré en peregrinación a la Tierra Santa. Allí me desprenderé de mis pecados como de una carga abrumadora. Volveré a sentirme libre. El me mostró con claridad, al mandar esa tormenta para destruir mis barcos, que está enfadado conmigo.
- ¿Cómo puedes irte de Normandía?
- Sólo si dejo a algún otro en mi lugar.
- ¿Nombrarás a alguno de los senescales?
- Nombraré a mi sucesor… mi duquecito.
- ¡Guillermo!
- ¿Por qué no? He resuelto que nadie sino él me
suceda.
- ¡ Un niño que aún no tiene siete años!
- Un magnífico niño, y muy maduro para su edad.
Haré de él un duque. Prepararé a todos para que lo acepten. cuando me vaya.
- No hables de esas cosas. ¿No somos felices ahora, juntos? ¿Por qué habríamos de desear algo distinto?
- No entiendes, Arlette. Me pesan mis pecados. Temo el castigo si no busco el perdón.
- Entonces pídelo aquí… pídelo de rodillas…
- No es suficiente. Debo hacer sacrificios. Debo dejar
lo que más quiero… a ti y al niño y a la niña. Mi hogar, mi amor, mis pequeños. Tengo que dejarlos a todos e ir a la Tierra Santa. Volveré, mi amor, purgado de mis pecados.
- Temo -dijo ella-o Tengo mucho miedo.
- Así tiene que ser, Arlette.
- ¿ y si no regresas?
- Tendrás un hijo que te protegerá.
- Un chiquillo. Ni siquiera Guillermo podría hacer eso.
- Tendrás protectores, amor mío. Pero debo pensar en
esto. Cuando vi mis barcos destrozados supe que era una señal No debo pasarla por alto.
y Arlette quedó henchida de un gran presentimiento.
Guillermo había cabalgado hasta el bosque, con Thorold a su lado, como siempre. Sabía que algo sucedía en el castillo. Su padre parecía extraño y remoto, y ahora ya no se intercambiaban confidencias entre. ellos, aún que a veces encontraba los ojos de su padre clavados en él, en una especie de mirada cavilosa. Su madre también guardaba silencio. A veces lo tomaba y lo apretaba contra sí. El quería liberarse, pero no deseaba lastimarla al hacerla. Los' dos se comportaban en forma rara, y él creía que tenía algo que ver con la gran derrota, y con la desintegración de la flota. Deseaba recordarles que por lo menos los atheling se sentían felices. No querían ir a conquista Inglaterra y recuperar el trono.
Pero todo eso podía olvidarse al aire libre, y cabalgar a través del verde bosque era un placer. Thorold había dicho que debía dejar los ponles y montar en un verdadero caballo, y al cabo de un tiempo así lo hizo, aunque no resultó fácil. Había tanto que aprender; debía ser un buen alumno en asuntos de caballería, y tenía que lograr el dominio de un caballo, por brioso que fuese…
Los portadores llevaron el venado a casa. Era un magnífico animal. Habría alegría cuando llegase al gran salón; pero sin duda reinaría, a la mesa, la misma solemnidad que había desde el regreso de su padre.
Salieron del bosque y entraron en el pueblo, y cuando lo hicieron un hombre pesado, de anchos hombros, desmontó de su caballo y caminó hacia ellos con pasos jactanciosos.
Había en el hombre algo de aterrador; Guillermo tuvo conciencia de que las pocas personas que vieron hasta entonces habían desaparecido en sus casas. El hombre era malévolo; no cabía duda. Se le veía en los ojillos vivaces, en la delgada boca cruel. En su rostro se leían las marcas de mil libertinajes, y resultaba evidente que esos ojos habían contemplado visiones de las cuales todos los hombres decentes se apartaban.
Thorold había posado una mano en las bridas de Guillermo, de modo que los dos caballos seguían juntos. -Conde Talvas -dijo Thorold-, le presento al hijo de su señor.
Guillermo sintió el rubor en su cara. Ese era el hombre de quien había oído tales versiones. Era el hombre más maligno, el más cruel, no sólo de Normandía, sino de todo el mundo.
Sabía que lo que había oído decir era apenas la mitad de las atrocidades cometidas por ese hombre; sabía que había estrangulado a su esposa con sus manos, porque le rogó que no practicase tales crueldades; sabía que se había casado con otra, y que en la fiesta de bodas cometió tan odiosas y repugnantes torturas contra sus víctimas, que escandalizó inclusive a quienes seguían sus pasos.
No estar preparado para ese enfrentamiento lo dejó aturdido. Había soñado con ese hombre cuyo nombre era leyenda. Los adultos y los niños vivían con el terror de ser llevados a sus mazmorras y sometidos a los tormentos más nauseabundos y obscenos.
¿Qué había dicho su padre? "Si temes, mira de frente a lo que temes. Entonces tal vez tengas menos miedo."
Eso era lo único que podía hacer ahora.
Durante varios segundos el hombre y el niño se miraron a los ojos; el hombre fue quien bajó la vista. Se apartó, mascullando:
- Maldito seas. Tú y los tuyos destruirán mi casa.
- Se veía a las claras que tenía miedo de mirar a Guillermo a la cara.
Thorold quedó perplejo.
- ¿Qué te pasó? -preguntó.
- No hice más que mirarlo, Thorold, y no tuve miedo.
Fue él quien lo tuvo de mí.
Era asombroso. Era como un milagro. ¿Qué poderes tenía el niño para dominar a semejante hombre?
Cuando Arlette escuchó el relato de lo ocurrido, dijo:
- Fue la inocente bondad del niño contra la maldad del hombre. Es una señal. Una vez recibí una señal, cuando soñé que un gran árbol salía de mi cuerpo y cubría a toda Normandía, y más allá. Esta es otra señal. Mi hijo será proclamado muy pronto duque de Normandía, y será el más grande duque que Normandía haya conocido nunca.
El duque Roberto mandó llamar a su hijo, y cuando
Guillermo llegó lo llevó al asiento de piedra de la ventana, cortado a través del grueso muro del castillo, le pasó el brazo por los hombros y le pidió que mirase la tierra.
- Normandía -dijo-o Nuestra tierra. Nuestra querida, queridísima tierra.
- Sí, padre.
- Tienes casi siete años, Guillermo, pero como te
dije antes, eres maduro para tu edad. Estás tan adelantado como cualquier muchacho de diez años de mis dominios.
Guillermo resplandeció de orgullo, y su padre continuó: -Eso me complace, porque tengo algo muy importante que decirte. Iré en peregrinación a la Tierra Santa.
- ¿ Yo te acompañaré? -preguntó Guillermo, y se imaginó atacando a los sarracenos, plantando la cruz cristiana en tierras donde nunca había estado hasta entonces.
- No, Guillermo. Te quedarás aquí, y protegerás a tu madre y a Normandía.
- ¿Podré hacer eso?
- Lo, harás porque antes de irme te nombraré mi
sucesor. Serás un duque de Normandía, y los caballeros y barones te jurarán fidelidad.
- ¿Lo harán?
- Lo harán si yo lo ordeno.
- Quizá digan que soy demasiado joven.
- Pueden decirlo siempre que obedezcan.
- Padre, ¿qué debo hacer para ser duque?
- Tienes que aprender tus lecciones; debes volverte
fuerte, estar preparado para ser un jefe de hombres. -No es nada distinto de lo que hago ahora.
- Primero debes educarte; tienes que aprender con
nuevos bríos.
- De modo que todavía tendré que seguir aprendiendo.
- Quiero que entiendas la importancia de eso. Yo
estaré lejos. Me había prometido que estaría aquí para vigilar tu crianza, pero no puede ser. Ahora, hijo mío, entiende que un chico de siete años no puede gobernar solo un gran dominio. Mi buen amigo Alain de Bretaña será Regente en tu ausencia.
- ¿Mi ausencia, padre?
- Debes terminar tu educación en la Corte Francesa,
y tener como tutor nada menos que al rey.
Guillermo se sintió henchido de congoja. - ¿Quieres decir qUe me iré?
- Sólo por el tiempo que me lleve mi peregrinación.
- ¿Y mi madre?
- Estará a salvo y feliz aquí.
- A salvo y feliz. Sin ti… sin mí.
Roberto sonrió. ¿Cómo podía decir al niño cuánto temía por su seguridad cuando no estuviese allí para protegerlo? ¿Cómo decirle a Arlette que' su viaje era peligroso, y que era muy posible que no volviera a ellos?
Temía por los dos; pero su culpa era mayor que su temor. No podría descansar hasta que no hubiera expiado su pecado, y la única forma de hacerla era por medio de la peregrinación.
Tomaría todas las medidas posibles en favor de sus seres queridos. Confiaba en Enrique de Francia. ¿No había sido él responsable de su reposición en el trono? Enrique debía respetar sus juramentos de amistad; debía mostrar gratitud por quien le había resultado tan útil. Cuidaría al niño; lo reconocería como duque; Guillermo estaría más a salvo en la Corte de Francia que en ninguna otra parte del mundo.
En cuanto a Arlette, tenía planes para ella. Necesitaría un hombre que la cuidase, y ya había ordenado a Herlwin de Conteville, uno de sus caballeros de mayor confianza, que se casara con ella y la cuidase durante el resto de su vida, si la muerte lo alcanzaba a él.
- Mañana partiré hacia Rouen, y allí los caballeros y barones te jurarán fide1idad. Te darán su solemne juramento de que te aceptarán como duque., Cuando así se haya hecho, me iré con la seguridad de que todo va bien.
Cabalgar hasta Rouen con su padre, ver extendida ante él esa gran ciudad de Normandía: ésa fue una experiencia que jamás olvidaría.
Ahí fluía el río Sena, plateado a la luz de la luna.
La ciudad era como un enorme castillo encerrado por sus paredes y el foso, sus torres y techos dominados por la torre cuadrada de la catedral, y el edificio, parecido a una fortaleza y conocido como la Torre de Rolón.
El castillo mismo era más grande que el de Falaise, y ése era el punto de destino de ellos. Nunca se había sentido tan orgulloso como cuando entró a caballo en Rouen, con su padre. La gente salía de sus chozas para verlo pasar y aclamarlo.
El duque sonrió, aprobador.
- Mira, Guillermo, -dijo-, la gente ya te quiere.
Un gobernante siempre debe atesorar el amor de su pueblo.
Guillermo pensaba: "Tener que irme, lejos de m] madre, lejos del hogar. A la Corte francesa". Trató de recordar cómo era el rey francés cuando salió a caballo para dar batalla por su trono; no podía recordar nada de él. Pensó: "Tendré que dejar mis perros, mis caballos, mi halcón. Quiero quedarme aquí".
Habría podido llorar, ¿pero cómo podía llorar un normando, y en especial uno a quien se le había dicho que no tenía tiempo para demorarse en la infancia?
Su madre estaba callada y triste; no quería que el padre fuese a la Tierra Santa y el hijo a Francia.
En el gran salón se encontraban reunidos los caballeros y los barones. Su padre lo condujo hacia el trono que sólo él usaba, y le pidió que se sentase en él.
Roberto se dirigió entonces a los concurrentes.
- Este es vuestro duque.
Se produjo un silencio que pareció prolongarse mucho tiempo. Luego estalló un murmullo. Los agudos oídos de Guillermo captaron el susurro: "Bastardo".
Fue como un sueño, tales como los que había tenido sobre el castillo de Domfront, y casi tan aterrador como ellos. Había advertido que desde su llegada a Rouen la gente lo miraba en forma extraña. Cuchicheaban, y se interrumpían cuando se acercaba.
- Es joven -decían-, y un bastardo.
Su primo Guy, jactancioso de su legitimidad, había usado la palabra como si fuese algo desagradable; y ahora él descubría que era un bastardo.
El rostro de su padre se encolerizó de pronto, y en esas ocasiones tenía el poder de silenciar a cualquiera de sus vasallos; todos guardaron silencio mientras explicó' que partía en peregrinación, y que les dejaba a su duque… su propio hijo Guillermo. Era posible que sólo hubiese conocido siete inviernos, pero a partir de ese momento era el duque de ellos, y todos debían jurarle fidelidad.
Una vez más brotaron las risitas entre dientes, y una vez más oyó Guillermo el ominoso susurro: "Bastardo".
- Es mi hijo.
- Las palabras fueron como un trueno.
Ahí estaba Roberto el Magnífico, Roberto el Diablo, y sus palabras eran una advertencia.- Es mi voluntad que acepten a este niño. Es mi sucesor elegido. Puede que sea' un 'bastardo, pero es el mío. y todos le jurarán fidelidad.
Otro silencio, y después alguien -Osbern de Creé- pon- gritó:
- Larga vida al duque Guillermo.
Se detuvo ante el altar de la gran catedral, mientras el arzobispo Mauger, más severo de lo que se mostraba nunca en el aula, le preguntaba:
- Guillermo, en nombre de Dios y del pueblo de Normandía, ¿prometes ser un buen y leal gobernante, y proteger a tu pueblo de sus enemigos? ¿Mantendrás la verdad, castigarás el mal y protegerás a la Santa Iglesia?
- Lo haré -respondió Guillermo-. Que Dios.me ampare.
- Besa el libro de los evangelios -susurró el arzobispo, y él así lo hizo.
Entonces se adelantaron los obispos y le pusieron sobre los hombros el manto ducal, de terciopelo rojo orlado de armiño. Era tan pesado, que le resultó difícil sostenerlo. Le colocaron en la cabeza un círculo de oro, tan grande, que le caía sobre la frente; le pusieron una espada entre las manos,' y así cargado debió avanzar hasta el trono.
Allí sentado, aplastado por los pesados atavíos, recibió los juramentos de lealtad de los caballeros y barones. -Señor, me proclamo tu vasallo de palabra y de hecho.
Te juro lealtad, y mantener tus leyes hasta donde me sea posible -pronunció cada uno de ellos, a su turno.
Roberto miraba, triunfante, mientras eso se hacía, y jamás se había sentido tan complacido con su hijo.
y así se convirtió Guillermo en duque de Normandía; y unos días después de la ceremonia Roberto partió con su hijo a París.