15

Lorque estaba exasperado.

—¡Rougneux! —gritó en la noche clara—. ¿Ha sido usted quien ha llamado?

Aguzó el oído, pero nadie le contestó. Lorque permaneció inmóvil cerca de su Mercedes, de pie, con la boca entreabierta y los nervios tensos. A su lado, la ventanilla delantera izquierda del coche, movida por un motor eléctrico, bajó silenciosamente. Sonia Lorque se inclinó y sacó a medias la cabeza por la abertura.

—Dame el revólver —le dijo su marido—. ¡Dámelo! —insistió viendo que ella hacía una mueca de inquietud.

Sonia, sobresaltada, rebuscó en la guantera y le tendió el arma. No era un revólver, sino una pequeña pistola automática austriaca, de calibre 4,25 mm, con cachas de nácar en la empuñadura. Lorque se quitó su abrigo de piel de nutria, lo enrolló y lo tiró al interior del Mercedes antes de coger la pequeña automática y metérsela en el bolsillo.

—Cierra la ventanilla —le ordenó a su esposa—. No te muevas bajo ningún concepto. Si la ves, toca el claxon.

—Por lo que más quieras —rogó Sonia—. ¿Qué le vais a hacer?

—¡Cierra la ventanilla! —repitió el hombre con impaciencia.

Echó un vistazo hacia el oeste, hacia el mar, hacia el sector en el que el mercado se unía a los dos puentes. No vio nada. Las farolas y los proyectores del puerto producían una engañosa sensación de claridad. Parecía como si la atmósfera estuviera llena de polvo luminoso. La calle y los muelles no estaban oscuros en absoluto, pero no se veía nada a más de quince metros. La humedad debía de tener mucho que ver con esa opacidad. El doctor Sinistrat apareció repentinamente en el polvo luminoso. Estaba sudando a mares. Sus labios temblaban.

—¿L-la ha vi-visto? —preguntó.

Lorque sacudió la cabeza y se dirigió hacia el este. Oyó que Sinistrat le seguía precipitadamente. Los dos hombres recorrieron unos treinta metros de la calle mugrienta, con pequeños pasos vivos. Vieron un cuerpo tendido en la acera. Era el notario Lindquist. Lorque y Sinistrat se inclinaron sobre él. El hombre de leyes estaba muerto. No tenía ninguna herida a la vista. Lorque oyó el castañeteo de los dientes del doctor, a su lado, y sintió el olor a sudor que desprendía. Sinistrat encendió una linterna eléctrica y barrió con su luz la entrada de un pasaje que se abría a pocos metros de allí y que llevaba de la calle al muelle. Lanzó una débil exclamación al ver el cuerpo de Rougneux degollado y apoyado contra la pared a la entrada del pasaje. Lorque y el médico se precipitaron hacia el segundo cadáver.

—¡S-santo D-dios! —balbuceó Sinistrat—. ¿Con qué le habrá hecho eso?

—Con cualquier cosa. Hemos hecho una gilipollez. Es realmente una asesina. No lo hemos tenido en cuenta. Es verdaderamente peligrosa. ¡Apague eso!

Sinistrat obedeció. En cuanto apagó la linterna, la noche salpicada de luz pareció más opaca y más amenazadora que antes. Se oyó un estrépito a unos cincuenta metros de distancia, hacia el muelle: Aimée acababa de atacar al farmacéutico Tobie y había fallado. El hombre había tenido la idea de abrir una cámara frigorífica pensando, bastante estúpidamente, que Aimée podía haberse escondido dentro. Un juego de sombras confundió a la mujer cuando se encontró detrás del farmacéutico y quiso asestarle el golpe del conejo. Había golpeado demasiado bajo. Tobie, con el cuello dolorido, había caído de cara en medio del pescado refrigerado. Rodó sobre sí mismo en medio de los pescados, mientras daba coces, agitaba los puños y aullaba.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba—. ¡Está aquí! ¡Está aquí!

Tobie, absurdamente, empezó a arrojar pescados contra Aimée.

—¡Ja, ja, ja! —aulló mientras los lanzaba, enloquecido por el terror.

Aimée le dio un puntapié en el pecho. Tobie cayó inconsciente. La mujer se inclinó sobre él y lo mató con presteza. A continuación, se dirigió silenciosamente hacia el este del sector.

Al cabo de un minuto, Lorque y Sinistrat llegaron con sigilo junto a la cámara frigorífica entreabierta donde Tobie yacía muerto, rodeado de pescados. Buscaban el origen del ruido y de los clamores. Escudriñaron el lugar unos instantes. Finalmente, tuvieron la idea de mirar en la cámara frigorífica y encontraron el cadáver del farmacéutico.

—No puedo más —declaró Sinistrat.

Se alzó y salió corriendo.

—Tenemos que permanecer juntos. No haga tonterías —ordenó Lorque en vano.

El médico desapareció corriendo en la noche luminosa. Lorque sacó la pequeña automática austríaca del bolsillo y le quitó el seguro. Tenía una expresión preocupada, pero al mismo tiempo plácida. Fue hasta el centro del muelle y se dirigió hacia el este, mirando en todo momento a su alrededor. Encontró a Sinistrat tirado cerca de una bita de amarre. Tenía enrollada al cuello la amarra de un pesquero; había muerto estrangulado. Mientras Lorque miraba, la marea ascendente impulsó al pequeño pesquero. La proa de la embarcación se alejó sensiblemente del muelle. La amarra se tensó. El cuerpo de Sinistrat fue arrastrado por el suelo, tuvo un balanceo al llegar al extremo del muelle y finalmente cayó entre este y el pesquero. Lorque oyó cómo el cráneo de Sinistrat golpeaba sordamente contra el casco de la pequeña embarcación. Sudando un poco por el miedo, siguió caminando en dirección este. Después de que la asesina saltara a través de los cristales y desapareciera, él había tomado el mando de la operación y había enviado a los hombres a los dos extremos del sector. Ahora, cuando llegó al límite este de la zona, al lugar en que la especie de península se unía a la tierra firme, encontró muertas a las dos personas que había enviado allí: su socio Lenverguez y el ingeniero Moutet. Jadeando ligeramente, el hombre gordo con párpados amarillentos dio media vuelta y empezó a atravesar nuevamente el sector en sentido longitudinal, caminando por el centro del muelle y con el dedo en el gatillo.

Como avanzaba con prudencia, tardó siete u ocho minutos en llegar a su coche. Tuvo un sobresalto al ver que no se movía nada en el interior del vehículo. Apresuró el paso. Una ventanilla bajó y apareció el rostro inquieto de Sonia. Lorque lanzó un suspiro de alivio. El corazón le bombeaba tumultuosamente en el interior de su caja torácica.

—¿No has visto nada? —preguntó el hombre.

—No. ¿No la habéis encontrado?

—No.

—Debe de haber huido.

—Ha tenido la posibilidad de hacerlo —aprobó Lorque—. Tal vez se haya ido. Tal vez no. Puede que aún esté aquí, en alguna parte.

—Casi preferiría que se hubiera escapado.

—Yo, no —dijo Lorque.

—¿Qué más da? —dijo Sonia—. Tienes cincuenta y nueve años. Eres un hombre honorable. Tienes apoyos. Quizá tengas que estar dos o tres años en la cárcel. Quizá menos. Te conozco y aguantarás el golpe. Y yo te esperaré. Tengo dinero ahorrado. Nos iremos al sur cuando salgas. Acabaremos nuestros días en Niza o en Roquebrune, tranquilamente.

—¡No! —dijo furiosamente Lorque—. No. No quiero terminar así. No quiero doblegarme. Quiero llegar hasta el final sin doblegarme.

Lorque entregó la pequeña automática a Sonia.

—Toma. Si la ves, dispara.

—¡Estás loco!

—No. Ha matado a Sinistrat. Ha matado a Henri. Ha… Está completamente loca y es una asesina. Tengo que ir a ver lo que pasa en la entrada de los puentes.

—Ella ha… ¿Henri Lenverguez…? —dijo Sonia, que con los ojos muy abiertos retuvo la respiración—. No puede ser verdad. —Sacudió la cabeza—. No puedo imaginármelo. Yo jamás podría dispararle. Es absurdo.

—Guarda eso para tu defensa —dijo Lorque—. Voy a los puentes.

—¡Espera! —llamó Sonia, pero su marido ya se alejaba entre el polvo luminoso.

Dudó al pasar delante de un almacén; finalmente, giró y se dirigió hasta la pesada puerta del edificio, que abrió haciéndola deslizar sobre su raíl y sus ruedecillas. Encendió la linterna que había encontrado junto al cadáver de Sinistrat. El potente haz blanco barrió las pilas de cajas y estantes. En uno de ellos había grandes ganchos de los que utilizan los estibadores. Lorque cogió uno. Alzó los faldones de su chaqueta y se sujetó el gancho con su cinturón de piel de cocodrilo, en medio de la espalda. Apagó la linterna y salió del almacén. Se dirigió hacia los puentes. El gancho entorpecía un poco su marcha.

Sintió repentinamente, como un efecto retardado, una viva emoción a causa de la muerte de su socio y de los demás, y a causa de la situación insensata en la que se encontraba. Se puso a sudar abundantemente. Se detuvo, jadeando. Maquinalmente se frotó el brazo derecho, donde sentía una especie de dolor muscular. Siguió avanzando.

Llegó al extremo oeste del sector. En medio de la bruma se veía la silueta de los puentes levadizos, de las máquinas y de las estructuras que permitían alzarlos. En la zona despejada donde confluían los dos puentes y el sector del mercado, la calle grasienta de humedad estaba desierta. Lorque se agazapó junto a una pared. A su izquierda oyó un pequeño ruido sordo, que identificó después de un instante de reflexión: alguien acababa de saltar ágilmente desde el muelle y había caído sobre el puente de una embarcación amarrada frente al mercado. Lorque, con muchas precauciones, se dirigió hacia allí y avanzó por el muelle con el cuello estirado y la boca entreabierta. Su propia respiración, un poco alterada, le impedía oír bien. Desde lo alto del muelle vio una silueta tendida sobre el puente de un pequeño barco pesquero, y otra inclinada encima de la primera. La silueta inclinada se enderezó. Lorque reconoció al comisario Fellouque. El policía llevaba un revólver en la mano. Lorque se dirigió hacia él, bordeando el muelle.

—Soy yo —susurró—. ¿La tiene ya?

Llegó a la altura del pesquero y con esfuerzos saltó sobre el puente. Fellouque parecía despavorido. El cuerpo extendido a sus pies era el de DiBona.

—Ha pringado —dijo Fellouque—. Se había alejado para mear.

—¡Qué imbécil! —lanzó Lorque.

Fellouque le preguntó cómo estaban las cosas. Lorque le dijo que Aimée había matado a todos los demás. El comisario no podía creérselo. Miraba el cadáver de DiBona sacudiendo la cabeza.

—Me propuso que los abandonáramos a su suerte —dijo pensativamente—. Justo antes de irse a mear, me propuso que dejáramos que usted, que usted y los demás se las apañaran con ella. Mientras, quería que fuéramos a casa del barón a recuperar los papeles, los documentos. Le he dicho que era una idiotez, que ella podía escaparse por los puentes si no los vigilábamos. Entonces me propuso que me quedara yo vigilando los puentes mientras él iba a casa del barón a coger los documentos. Me decía que nos convertiríamos en los dueños de Bléville. Era tentador.

—Sí, ¿eh? —repuso Lorque.

—Bueno, ahora la cuestión ya ni se plantea.

En la voz del policía había un matiz de pesar y de cansancio.

—¿Cree usted que ella sigue en el sector? —preguntó Fellouque alzando la cabeza.

Lorque abrió la boca para contestar. Un lazo de cable metálico se abatió revoloteando desde lo alto del muelle y cayó sobre los hombros del comisario. Inmediatamente el cable se tensó y el lazo se cerró alrededor del cuello del policía.

—¡Oh, no! ¡No! —gimió el hombre con tono de desamparo y de terror.

Alguien ejerció una vigorosa tracción sobre el cable. El comisario siguió el movimiento, dio tres pasos sobre el puente de la embarcación y cayó entre esta y el muelle. La tensión del cable detuvo la caída del cuerpo a medio camino, cuando los tobillos del comisario entraban en el agua engrasada por el gasóleo y los desechos. El hombre soltó el revólver, que se hundió en el agua, y se llevó las dos manos a la garganta. De su boca abierta salía un estertor. Lorque, enloquecido, se agachó para elevar al policía, agarrándolo por las axilas, pero en aquel momento el cable se destensó y el cuerpo del policía cayó de golpe al agua. Fellouque, aún presa de los estertores, se asió al casco de la embarcación para tratar de subir a bordo. Lorque le tendió la mano. Al mismo tiempo, el hombre gordo con párpados amarillentos lanzaba miradas despavoridas hacia arriba, hacia el muelle, donde el extremo del cable se perdía en la noche luminosa. Pero no veía a nadie.

Agarrándose a la mano de Lorque, Fellouque casi había conseguido volver a subir al pesquero. En ese momento un motor eléctrico arrancó con estrépito en alguna parte del muelle. El comisario comprendió lo que iba a suceder y emitió un chillido horrorizado. Sabía que no tenía escapatoria: el cable metálico se hundía en su garganta y Lorque vio con terror cómo salía sangre arterial por todo el cuello del hombre. Luego, el juego de poleas accionadas mecánicamente entró en acción en el muelle. El cable de las poleas y el cable más delgado que formaba su prolongación se tensaron. Fellouque fue izado por los aires agitando los pies. Cuando estuvo tres o cuatro metros por encima del barco pesquero, a la vez ahorcado y desangrado, sus pies dejaron de agitarse y Aimée cortó el contacto del motor del juego de poleas. Corriendo, salió del muelle y se apostó en una de las salas del mercado, sala que tenía una puerta que daba al muelle y otra que daba a la calle mugrienta en la que estaba aparcado el Mercedes.

La mujer no era visible en la oscuridad. De haber sido visible, no hubiera tenido un aspecto agradable; o tal vez sí, todo va a gustos. Estaba completamente despeinada. Su cabello rubio, embadurnado de sudor, se le pegaba al cráneo y le caía sobre la frente y la nuca en mechones húmedos, como les ocurre a las damas que hacen el amor durante horas y horas y con frenética dedicación. Regueros de sangre coagulada le barnizaban los codos, el antebrazo y un lado de la cabeza. Su chaqueta de punto estaba manchada de polvo, de gasóleo y de despojos de pescado. Su blusa de seda estaba mancillada de sangre, además de desgarrada por el lado izquierdo. Tema la nariz ennegrecida. Oyó la voz de Lorque.

—¡Acabemos de una vez! —gritaba el gordo de párpados amarillentos—. Solo quedo yo. Dígame dónde está. No voy a pasarme toda la noche buscándola.

Aimée se inclinó levemente, de forma que pudiera ver a Lorque por el hueco de la puerta que daba al muelle. El hombre, que había salido del pesquero, volvía a estar en la península y erraba sobre el cemento, con los brazos colgando y gritando.

—¡Me importa un carajo! Si no me dice dónde está, me voy. Tal vez le divierta jugar al escondite. Pero yo estoy harto. Tengo cincuenta y nueve años. Soy demasiado viejo para jugar. Pasará lo que tenga que pasar. No me importa, me voy. Me caerán unos años de cárcel y todo arreglado.

Guardó silencio, esperó un momento, se encogió de hombros y dio media vuelta.

—¡Aquí! —gritó Aimée.

Lorque se detuvo. Su cabeza giró a un lado y otro. Buscaba de dónde venía la voz. Se friccionó el brazo izquierdo mientras hacía una ligera mueca. Dio dos o tres pasos, alejándose de Aimée.

—¡Frío, frío! —gritó la mujer.

Lorque volvió a pararse. Dio media vuelta y dos o tres pasos vacilantes.

—¡Caliente, caliente! —gritó Aimée con una risa de satisfacción.

Lorque se dirigió directamente hacia la puerta por cuyo hueco ella lo estaba observando. Volvió a detenerse cuando alcanzó el umbral.

—¡Ardiendo! —dijo Aimée.

—No voy armado —dijo Lorque—. Quiero hablarle. Escuche: no merezco la muerte. ¿Qué he hecho yo, sino seguir las tendencias propias de la raza humana? No es para tanto. No somos más que inocentes criaturas al lado de nuestros antepasados. ¿No ha oído hablar del saqueo de Cartagena de Indias? Participaron intrépidos marineros de Bléville. No la primera vez; la primera vez fue obra de sir Francis Drake. Hablo de la segunda, cuando los franceses tomaron la ciudad. Lo que haya podido hacer yo no es nada comparado con el saqueo de Cartagena de Indias. Bueno, he trabajado un poco en las fortificaciones alemanas del Atlántico, he logrado que me olvidaran largándome unos años a Sudamérica, he vuelto, he dado trabajo a obreros, he acondicionado algunos terrenos y he prosperado por los medios habituales. Dígame una sola cosa extraordinaria, dígame una sola cosa que sea verdaderamente un crimen en lo que he hecho, en lo que el barón tenía en sus papeles. ¡Dígamelo!

—No me he leído los papeles del barón —le contestó Aimée.

Lorque se tensó y aguzó el oído. Parecía que quisiera identificar con exactitud la dirección de dónde venía la voz de la mujer.

—¿A mí qué me importa? —precisó Aimée—. ¿Qué se cree, que me interesan sus crímenes y sus delitos? ¡Está de broma!

Lorque, que había descubierto dónde estaba Aimée, encendió su linterna eléctrica. El haz iluminó a la mujer, que estaba sentada y reía. El gordo de párpados amarillentos se llevó la mano a la espalda y pareció hurgar en su pantalón. De pronto blandió el gancho de estibador y, aullando, se precipitó sobre Aimée.

Golpeó con el gancho como si fuera un hacha. Aimée, un tanto sorprendida, esquivó el golpe con demasiada lentitud. El gancho se le clavó en el hombro. En el choque, la mano húmeda de Lorque dejó escapar la empuñadura de su arma. El hombre cayó sobre una de sus rodillas mientras Aimée lanzaba una exclamación de dolor y se desplomaba contra una pared, con el gancho clavado en el hombro. Le empezó a brotar sangre, que le inundó todo un lado del torso.

—Cerdo estúpido, gilipollas —dijo—. Me ha herido.

Titubeaba. Miró a Lorque, que seguía apoyando en el suelo una rodilla. Estaba pálido y se mordía los labios. Con las dos manos se sujetaba el lado izquierdo del pecho. Jadeaba.

—El corazón —dijo—. El corazón.

Con gran esfuerzo se puso de pie. Se dirigió hacia el fondo de la sala, sin dejar de sostenerse el pecho. Jadeaba y gimoteaba. Salió de la sala por la puerta que daba a la calle mugrienta. Parecía tener grandes dificultades para poner un pie delante del otro. Aimée le siguió con indolencia. La sangre le inundaba todo el costado y bajaba hasta el tobillo. Al atravesar la puerta, tuvo que ayudarse con la mano, agarrándose al marco. Se arrancó el gancho del hombro y lo arrojó al pavimento, donde cayó ruidosamente. El flujo de sangre aumentó. Afuera, un tono azulado en el cielo permitía adivinar que el alba, aunque aún lejana, se acercaba. Lorque se dirigió hacia el Mercedes lentamente, arrastrando los pies. Aimée le seguía.

—¡Sonia! —gritó Lorque—. ¡Sonia! ¡Un infarto!

Como ya no controlaba su voz, cualquiera que lo hubiera oído habría pensado que se vanagloriaba, que lo decía triunfalmente. A continuación lanzó un grito agudo, sus rodillas se doblaron, cayó sobre el asfalto, rodó sobre sí mismo entre las cáscaras sucias y murió.

Aimée, también arrastrando los pies, llegó hasta donde estaba el cuerpo y se aseguró de que el hombre estaba muerto. Los faros del Mercedes se encendieron. Aimée se encontró en medio del haz amarillo. Se quedó inmóvil, desconcertada. Oyó que se abría una puerta del coche y, a continuación, Sonia Lorque apareció en el haz amarillo, con la pequeña automática austríaca en la mano. Avanzó hacia Aimée. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—¿Está muerto? —preguntó.

—Sí —dijo Aimée—. Está muerto.

—¡Cerda! —lanzó Sonia Lorque.

Aimée tendió las palmas de las manos hacia Sonia Lorque, como para repelerla.

—Por favor —dijo Aimée—. Por favor, vete. Solo tengo cuentas pendientes con esos gilipollas. No tengo nada contra ti. Haces lo que puedes. Ahora ya ha terminado todo. Por favor, vete.

—Pero yo tengo cuentas pendientes contigo —dijo Sonia—. ¡Asquerosa!

Accionó la pequeña automática y el disparo pasó muy lejos de Aimée. Era un arma muy rudimentaria, con el cañón muy corto. No se podía esperar de ella ninguna precisión.

—¿No podías dejarnos en paz? —le gritó Sonia a Aimée—. No me importa lo que fuera. Lo quería. Yo lo quería. ¡Maldita perra!

Sonia disparó nuevamente. Estaba ahora a tres metros de Aimée, que seguía arrodillada. La bala de pequeño calibre alcanzó a Aimée en pleno pecho. Aimée cayó hacia atrás. La parte trasera de su cabeza chocó contra el asfalto con un ruido sordo.

—Te he dado tu merecido, guarra —apostilló Sonia Lorque—. Lo quería; solo vivía para él.

Se puso la pequeña automática contra la sien y se hizo saltar el cerebro.