12
Aimée no tuvo que esperar mucho tiempo escondida. Al cabo de apenas un cuarto de hora, empezó a ver pasar los coches que iban al caserío. Los vehículos se sucedieron durante unos diez minutos, a veces con intervalos de uno o dos minutos, y a veces más cerca los unos de los otros. Tres coches pasaron a una distancia de cincuenta o sesenta metros entre sí, casi sincronizados. En total, Aimée vio pasar más de diez vehículos. De pie en la penumbra resguardada del bosquecillo, invisible a través del ramaje espinoso, reconoció a la mayoría de los conductores: al librero Rougneux, al volante de un Renault 6; al farmacéutico Tobie, en un GS, o a Lorque, con sus párpados amarillentos y conduciendo un pesado Mercedes color tabaco. En otro Mercedes, un chófer con traje y gorra llevaba al delgado y lacónico Lenverguez en la parte trasera. También pasaron el doctor Sinistrat, el notario Lindquist, el ejecutivo Moutet en su Alfa Romeo. Otros vehículos, dos o tres, iban conducidos por desconocidos, como una furgoneta Citroen 1200 kg, que llevaba un cartel en el lateral en el que se leía: GERAUD & FILS. EDIFICACIONES - CONSTRUCCIONES - OBRAS PÚBLICAS. El periodista DiBona fue el último en pasar, a las seis y cinco minutos, montado en una moto polaca WSK llena de barro, con abrigo de cuero y casco inglés con visera.
A continuación, el paisaje volvió a quedar desierto. Aimée, inmóvil en la penumbra del bosquecillo, se fumó dos cigarrillos. Tenía un poco de frío. Se agachó junto a la bicicleta, desenroscó la válvula del neumático trasero y presionó sobre él. El neumático se desinfló. Cuando quedó sin nada de aire, Aimée se levantó.
Los coches empezaron a pasar de nuevo, procedentes del caserío y en dirección a Bléville. Iban deprisa y aceleraban con ímpetu cuando los conductores cambiaban de marcha a la salida del caserío. Los motores rugían como si hubieran sentido cólera o miedo. Aimée dejó que pasaran todos, sin dejarse ver, salvo cuando apareció el Mercedes color tabaco de Lorque, que era el que estaba esperando y que salió poco después que los demás, en último lugar. Cuando lo vio surgir del caserío, a una velocidad razonable, Aimée salió del bosquecillo y avanzó hasta la carretera. Asiendo la bicicleta por el manillar, se colocó en medio de la calzada. Con una mano hizo señas al coche para que se detuviera.
—He tenido un pinchazo —le dijo a Lorque mientras le enseñaba el neumático desinflado—. ¿Puede llevarme hasta la ciudad?
Lorque la ayudó a meter la Raleigh en el gran maletero del Mercedes. Volvió a ponerse al volante. Aimée se sentó a su lado. El hombre iba con los labios apretados y la mirada preocupada. Arrancó suavemente y, después, aceleró.
—No corra demasiado —dijo Aimée—. No soy lo que aparento. Le voy a hacer una proposición que le va a sorprender. Antes de que lleguemos a Bléville tiene que decirme si la acepta o no.
Poco más tarde, Lorque aparcó el Mercedes en la zona trasera del mercado de pescado, en una calle desierta y sucia, pues Aimée y él no habían acabado de discutir. Había anochecido. Corrían gatos entre montones de cáscaras vacías. En el interior del coche, Lorque y Aimée hablaban o callaban, según los momentos. Una vez Lorque se pasó las manos por la cara y pareció que Aimée le hablaba con sequedad. Otra vez el hombre rio a carcajadas, pero parecía una risa falsa.
—Puede que el barón y usted estén compinchados —dijo Lorque en un momento dado.
—Es un riesgo que debe correr.
—Es un riesgo.
—Mis amigos también corren un riesgo —dijo Aimée.
—¿Los conozco? ¿Los he visto alguna vez? —preguntó Lorque.
Aimée sacudió la cabeza.
—No los ha visto jamás y nunca los verá.
—Tengo que meditarlo unas horas —dijo Lorque—. La llamaré por teléfono esta noche.
—Por teléfono —dijo Aimée— no diga más que sí o no. Tres horas después de su llamada, volveremos a encontrarnos aquí. La cuestión quedará zanjada. Yo le entregaré los documentos que le conciernen. Usted habrá depositado los cuarenta mil francos en la consigna automática y me entregará la llave.
—Sería más sencillo…
—No discuta —ordenó Aimée.
—Es una suma elevada —agregó Lorque.
Aimée no le contestó. Miraba fijamente hacia delante, a la noche, a través del parabrisas. Lorque se encogió de hombros.
—Está bien —dijo volviéndose hacia la mujer—. Necesitaré una prueba de que la cuestión ha quedado definitivamente zanjada. Es decir…
—Una foto polaroid —dijo Aimée—. ¿Con eso vale?
—Con eso vale.
Aimée miró su reloj. Las siete y diez. Pronto cerrarían las armerías. Volvió hacia Lorque su rostro sereno.
—Bien —dijo para poner término a la conversación.
—Estoy estupefacto —observó Lorque con una sonrisa casi involuntaria—. No logro dar crédito a mis oídos, ¿sabe? Usted siempre me había parecido un poco extraña; pero esto… no. Aún no estoy seguro de que sea real. Necesitaré una hora o dos para saber si es real o no lo es.
—Es real —dijo Aimée—. Mi proposición es real. Todo es muy real.
Lorque la agarró por la muñeca y la miró intensamente. Sonreía a medias, involuntariamente. Puso la otra mano en la nuca de Aimée, la atrajo hacia sí y le dio un beso anhelante. Ella sé dejó besar. Lorque tenía la boca caliente. A continuación, Aimée se desasió.
—Ya basta —dijo.
—Me excitas —dijo Lorque—. ¿Luego desaparecerás? Sí, claro. Tendrías que… —Lorque se interrumpió un instante y luego continuó—. Yo podría… —Se interrumpió nuevamente e hizo un gesto vago.
—No, de ninguna manera —dijo Aimée mientras abría la portezuela.
Lorque no la ayudó a sacar la bicicleta. Apenas Aimée hubo cerrado el maletero, puso en marcha el coche y encendió las luces de posición. El Mercedes se alejó silenciosamente y desapareció. Aimée cogió la bomba e infló el neumático trasero. Hacia las siete y veinte pasó por una tienda de artículos de caza y pesca del centro de Bléville. Compró cartuchos del calibre 12, cargados con perdigones gordos.
Seguidamente recorrió la ciudad hasta bien entrada la noche, haciendo visitas y manteniendo conciliábulos. Todo ello le llevó tiempo. Frente a la mayoría de sus interlocutores, Aimée tenía que avanzar primero su propuesta de forma atenuada, o bien de manera tal que pareciera una broma. A diferencia de lo que le había pasado en otras ciudades, Aimée disponía esta vez de una entrada en materia evidente.
—Sé que el barón tiene en su poder unos documentos que usted desea recuperar —les decía a casi todos sus interlocutores—. Tengo amigos que están dispuestos a recuperarlos para usted. No, no me interrumpa. Escuche.
El resto, con mayor o menor rapidez, con mayor o menor facilidad, seguía por sí solo.
—Querida madame Joubert, me deja usted anonadado —exclamó Lindquist.
Pero Aimée le respondió con dureza, con palabras hirientes y vulgares que resquebrajaron totalmente el barniz de respetabilidad del notario y lo dejaron sin habla. Cuando Aimée le hizo la propuesta, apenas se resistió.
Aimée volvió a la residencia de Goélands hacia las once de la noche. Llamó a la gerente, que estaba viendo la televisión, para anunciarle que abandonaba Bléville aquella misma noche. La gerente refunfuñó un poco pero, como Aimée había pagado su estudio hasta el fin de semana, no pudo objetar nada. A continuación, Aimée subió a su estudio. Hizo las maletas. Sonó el teléfono. Descolgó. Era Lorque.
—Sigo sin acabar de creérmelo —dijo.
—¿Acepta o no acepta? —preguntó Aimée.
—Acepto. ¿Qué puedo perder?
—Bien —dijo Aimée.
Cortó la comunicación apoyando el pulgar en la horquilla del teléfono. Acto seguido llamó a la cabina telefónica situada frente a la estación y cuyo lateral lucía una placa esmaltada con la inscripción ¡MANTENGA LIMPIA SU CIUDAD! El taxista que respondió a la llamada llegó a la puerta de la residencia hacia las doce y cuarto. Aimée ya estaba en el vestíbulo con su equipaje. Le ordenó que la llevara a la estación. Guardó el equipaje en la consigna automática. Tan solo se quedó con su bolso, en el que llevaba entre otras cosas una pequeña cámara de fotos de revelado instantáneo, las copias de todas las llaves de la consigna automática y seis cartuchos del calibre 12. A las cuatro y treinta y cinco pasaba el tren que enlazaba con el barco nocturno procedente del extranjero. Aimée compró un billete a París. Luego salió de la estación, tomó otro taxi y se hizo llevar de nuevo a la residencia de Goélands. Allí recuperó su bicicleta. Con el bolso en bandolera y pedaleando con fuerza, se dirigió a casa del barón.
Era la una y diez cuando llegó. Hacía exactamente una hora y media que Lorque había telefoneado para decir que sí. Aimée hizo una mueca al ver que había luz en el primer piso de la casa, en la ventana de la habitación del barón. Con cuidado para que no crujiera la grava, la mujer se desplazó en la oscuridad y fue a apoyar su bicicleta en la pared de la casa solariega. Inmóvil en el frío de la noche, esperó sin oír ningún ruido. La luz se apagó. Aimée esperó aún más de un cuarto de hora. Por momentos sus dientes castañeteaban, su estómago palpitaba y sentía el sudor, pero seguía sin oír nada. En aquel instante hubiera podido marcharse, volver a la estación, abrir todos los armarios de la consigna automática, tomar el dinero que había en algunos de esos armarios y desaparecer en el tren de las cuatro treinta y cinco. Rebuscó en su bolso. Se colocó a tientas unos guantes de goma. Rodeó la casa. En sus jaulas, los conejos, que habían visto perturbado su descanso, produjeron ruidos sordos al saltar. Aimée se acercó a la pequeña puerta trasera con la intención de forzarla, pero no estaba cerrada con llave. La mujer encendió una pequeña linterna en forma de estilográfica. Atravesó el vestíbulo y dio algunos pasos en el salón. El delgado haz de su linterna barrió los muebles y los cajones que tendría que abrir, rompiéndolos si fuera preciso, para simular un robo. Luego volvió al vestíbulo, descolgó la Weatherby Regency y la abrió. Estaba vacía. La cargó con dos cartuchos del 12. Subió la escalera con prudencia. En el pasillo del piso superior, la puerta de la habitación estaba abierta. Se oían los ronquidos del barón.
Aimée entró en la habitación, encendió la luz y apuntó hacia el barón los cañones superpuestos de la Weatherby. En un primer momento, la luz no despertó al hombre. Estaba tumbado de costado y roncaba. Su cara mostraba una expresión crispada.
Aimée, con la escopeta a punto, estuvo quizás treinta o cuarenta segundos mirando al barón dormido, sin disparar. Frunció las cejas. Sus labios palidecieron. Se los mordió. Parecía tener dificultades para mantener derecha la Weatherby. Exasperada, golpeó el suelo con el pie.
—¡Fuego, maldita sea! —gritó.
El barón abrió un ojo. Aimée apretó el gatillo. No vio dónde caía la granizada de plomo. El barón, vestido con un pijama a rayas, saltó de la cama lanzando un extraordinario mugido. Parecía verdaderamente una vaca aburrida.
—¡Mierda! ¡Joder! —gritó Aimée saltando sin moverse del sitio.
Vació el segundo cañón de la escopeta. La granizada le dio al barón en un lado de la cara. Un chorro de sangre impactó contra la pared blanca, se ramificó y fue absorbido inmediatamente por el yeso, mientras el hombre hacía piruetas y luego caía sobre la cama, apoyado en las rodillas y los antebrazos, con un ruido seco. Sus piernas se estiraron convulsivamente y luego se volvieron a doblar.