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Al salir del despacho del notario, Aimée, montada en su bicicleta Raleigh, volvió a su estudio por unas calles llamadas Kennedy, Churchill y Wilson, y por otras que llevaban el nombre de Magallanes, Jacques Cartier y Bougainville. Se detuvo dos veces por el camino: frente a una farmacia, para pesarse en la báscula automática, y después ante una librería, donde se compró una novela policiaca. Vestida, Aimée pesaba 46,7 kilos. Medía 1,61 metros sin zapatos. En la báscula automática podía leerse, en una placa esmaltada: ¡mantenga limpia su ciudad!
Cuando Aimée volvió a su estudio, había una puerta entreabierta veinte metros más allá, en el pasillo de la planta. En el vano de la puerta se veía a una ancianita enjoyada, que miraba con curiosidad, y que desapareció cuando Aimée se encerraba en su habitación.
En el estudio, la mujer cerró las cortinas escocesas de color dominante rojo y se desnudó. Durante casi una hora hizo gimnasia, tanto de pie como estirada en el suelo, para ejercitar su musculatura, y usó profusamente los extensores. Estaba empapada de sudor. Tomó de entre sus cosas una gruesa placa de corcho, la colocó sobre la cama y la golpeó numerosas veces con el canto de la mano derecha, con el canto de la mano izquierda y también con los codos. Tras la placa de corcho tomó un cilindro de poliuretano de veinte centímetros de altura y doce de diámetro. Sosteniendo el cilindro con una mano, se sentó en el suelo en la posición del loto. Se relajó durante un momento y a continuación hizo como si amasara el cilindro durante varios minutos. Finalmente, apretó muy fuerte el objeto con las dos manos, de modo que su diámetro quedó reducido a unos pocos centímetros por la zona de presión; bloqueó sus músculos y permaneció inmóvil; en las comisuras de su boca mojada de sudor, la piel tenía un temblor nervioso. Por fin Aimée lo guardó todo y tomó un baño.
En la bañera, leyó la novela policiaca que había comprado. Al cabo de seis o siete minutos había leído diez páginas. Dejó el libro, se masturbó, se lavó y salió del agua. En el espejo del cuarto de baño contempló por un instante su cuerpo delgado y atractivo. Se vistió con esmero, para agradar.
A las cuatro de la tarde, salió de la residencia y fue a comprar, en las tiendas del centro, diversas prendas sencillas, bonitas y bastante caras. A continuación fue al centro de ocio y cultura Jules Ferry, situado al este de la ciudad, en medio del nuevo campus administrativo. Allí se inscribió en cursos de esgrima y artes marciales orientales. Le indicaron dónde podría acudir para practicar golf, tenis, equitación y otros deportes. Pedaleando infatigablemente en su Raleigh, la mujer volvió a su estudio para dejar los paquetes de sus compras; inmediatamente volvió a salir a pie, en dirección al puerto, para asistir a la inauguración del nuevo mercado de pescado, que había empezado pocos minutos antes.
Las instalaciones de cemento gris, largas y bajas, se encontraban en una especie de península, rodeada a un lado y otro por dársenas de tamaño dispar. Cuando llegó Aimée, había una pequeña aglomeración de gente frente al recinto. Del interior salía un monótono griterío; después se oyeron aplausos, y algunas personas del exterior también aplaudieron, aunque ni mucho rato ni muy fuerte. Aimée se coló entre los grupos que miraban hacia el interior con aire divertido o socarrón. Los que estaban fuera eran los pobres, y sus olores de sudor mezclados con tufos de vino se elevaban en la brisa fría, salina y salubre.
Los ricos estaban en el interior del edificio, o más exactamente bajo una especie de inmenso alero curvo que sobresalía por encima del muelle. Dos gendarmes enguantados bostezaban cerca de la entrada del recinto. No detuvieron a Aimée cuando pasó por su lado y se adentró bajo el inmenso alero. Habían montado un estrado frente a las cámaras frigoríficas, y encima había una mesa cubierta con un gran toldo verde. Sentados a la mesa estaban unos hombres maduros con ternos, caras enrojecidas y pelo engominado. Frente a la mesa, un hombre con pantalón a rayas, una banda tricolor y un pequeño bigote negro leía balbuceando un discurso mecanografiado en cinco o seis folios.
—Saludemos juntos la aurora de una época magnífica —dijo el edil—. He buscado en los archivos de Bléville, señores; he buscado y rebuscado. Pues bien, queridos conciudadanos, he tenido que remontarme a tiempos muy lejanos para encontrar el testimonio de una unión semejante de las fuerzas vivas de Bléville, con el fin de llevar a cabo una tarea de interés general ante la cual caen las barreras de clase porque contribuye auténticamente a la prosperidad de todos, trabajadores, empresarios y sector terciario estrechamente mezclados.
Aimée avanzaba entre los dispersos asistentes. Escrutaba los grupos y enseguida reconoció a Lindquist. Se acercó sin prisas y sin mirarlo. Él no la había visto. Se olía a agua de colonia, a tabaco, a sal y a polvo de cemento. Había pocas mujeres de clase acomodada. Todos los hombres llevaban corbata, excepto tres o cuatro pescaderos que llevaban blusones planchados y anchos gorros de tela. En un rincón se había concentrado una veintena de trabajadoras con blusas amarillas y pequeñas cofias, que parecían enfermeras u obreras chinas explotadas. De repente Lindquist la vio. Inmediatamente le hizo señas. Aimée fue hacia su grupo y él le presentó a las dos parejas con las que estaba, los Rougneux y los Tobie.
—He tenido que remontarme —decía el edil— hasta el triste año de 1871. En 1871, la cámara de comercio de Bléville, cuyo centenario coincidió, ¿cómo podría olvidarlo?, con mis comienzos como funcionario municipal… En 1871, decía, la cámara de comercio se pronunció entusiásticamente en favor de la erección…
«Encantada, mucho gusto, encantado, el gusto es mío, igualmente —decían mientras tanto Aimée, los Rougneux y los Tobie entrecruzándose los brazos para estrecharse las manos—. Vaya, qué encantadora, ¿juega usted al bridge? Sangre nueva, por fin», añadieron en los momentos siguientes.
—… del antiguo mercado, que cede hoy su lugar al nuevo, en cuyo centro me encuentro en este preciso instante —seguía mientras tanto el edil.
Los Rougneux eran los dueños de la librería donde Aimée había comprado su novela policiaca. La mujer era delgada y pálida, vestía un traje de chaqueta violeta y llevaba un ancho broche de oro en la solapa y perlas cultivadas alrededor del cuello. Su marido era rechoncho, llevaba la nuca rasurada y tenía la cabeza grande y cilíndrica, con pelos plantados muy abajo de la frente y grandes ojos vidriosos tras sus gafas de gruesos cristales. Los Tobie eran farmacéuticos, altos, delgados, grises y tímidamente afables.
—¡Ah! —le dijo Lindquist a Aimée—. Aquí hay alguien de su edad.
Le presentó al ejecutivo Moutet, que era al menos diez años mayor que Aimée, llevaba bigote pelirrojo, vestía traje de color tabaco y trabajaba en las empresas L & L.
Aimée no se aburría. Repartía sonrisas y atendía a las conversaciones. Nadie escuchaba al edil, el cual, sobre el estrado, tendía homenaje al Comité de Iniciativa para el nuevo mercado de pescado, comité cuyos miembros citó, empezando por los señores Lorque y Lenverguez, de las industrias Lorque & Lenverguez, así como los señores Tobie, Rougneux y Moutet.
—Sin olvidar a sus encantadoras esposas —dijo el edil.
A diez metros del grupo con el que conversaba Aimée, un tipo de unos treinta años miraba a la mujer y sonreía. Se le acercó sin dejar de sonreír.
—Sinistrat —le dijo a Aimée—. Doctor Claude Sinistrat. Me presento a mí mismo porque sé que este viejo hugonote no lo hará.
—Por favor, Sinistrat —dijo Lindquist.
—Encantada —dijo Aimée.
Sinistrat era alto y ancho de espaldas, no desprovisto de gracia, con gestos bruscos y una gran cara de tez pálida, de cabellos rizados y dientes regulares.
—Vi su artículo en La Dépêche de Bléville —dijo Aimée.
—Pegué fuerte, ¿eh? —repuso Sinistrat inflando el pecho.
—Sinistrat —dijo Lindquist—, es usted un bribón, y debo decirle que…
El notario se interrumpió. Miraba algo que sus compañeros no veían, entre el gentío. Apretó los labios.
—¡Mierda! —exclamó, y esa palabrota, en su boca, era como para dejar estupefacto—. ¡Mierda! ¡El loco!
Al oírle, los Rougneux, los Tobie y el ejecutivo Moutet se dieron la vuelta y escrutaron la muchedumbre. Sus expresiones eran de inquietud y aversión. Aimée también se volvió, arqueando un poco las cejas, y miró a la multitud, pero no vio nada especial. Sinistrat sonreía. Encendió un Craven con un Zippo.
—No lo veo —dijo madame Rougneux.
—¡Que sí! —contestó Lindquist—. ¡Que sí! Estaba allí fuera.
—No lo veo.
—Ya no está. Se ha ido a preparar alguna mala jugada.
—¡Es un escándalo! —dijo Rougneux—. No entiendo cómo le han dejado salir. Esos médicos son unos imbéciles. ¡Vaya clínicas!
El hombre expulsaba aire entre frase y frase. Parecía malvado y pagado de sí mismo.
—Son todos unos drogadictos, izquierdistas y compañía —dijo Tobie.
—La próxima vez habrá que meterlo en un asilo —dijo madame Tobie.
—En cualquier caso —dijo Sinistrat—, no cuenten conmigo para volverlo a encerrar.
—¡Vaya, hombre! —exclamó Lindquist con sarcasmo e irritación—. Pues ya que está en ello, extiéndale un certificado conforme está en sus cabales y en pleno uso de sus facultades.
—Pensaré en ello.
—¿De qué están hablando? —preguntó Aimée.
Lindquist y el médico se volvieron hacia ella, ambos un poco desconcertados. Durante un instante se quedaron mudos.
—Es una historia sin importancia —dijo Lindquist.
—Un pequeño conflicto —dijo Sinistrat con un leve gesto de la mano.
—Me encantan los conflictos —dijo Aimée, pero los aplausos estallaron en aquel instante porque el edil había terminado su discurso; todo el mundo se volvía hacia el estrado.
Inmediatamente hablaron de otras cosas y, dejando el vino de honor para los pescaderos y el populacho, se dirigieron hada el cóctel que ofrecía la flor y nata.