9
El día de su regreso, Aimée durmió varias horas. Luego tomó el periódico que había comprado el día anterior, recortó el artículo que hacía alusión a la muerte de Roucart y guardó el recorte junto con otros que relataban otras muertes: la de un industrial de Burdeos asfixiado por un radiador defectuoso, cinco meses atrás; la de un médico de París ahogado en La Baule a principios de verano, y varias más. Aimée utilizó el resto del periódico como fondo del cubo de la basura de la cocina. Aquella noche no cenó nada. Con una pequeña máquina, copió una veintena de llaves que había cogido en la consigna automática de la estación de Bléville. Era la segunda vez que copiaba llaves en Bléville. Cuando hubo terminado, hacia las diez de la noche, tenía ya copias de todas las llaves de la consigna automática de la estación.
—Una de sus vecinas se ha quejado, madame —le dijo a la mañana siguiente, cuando salía, la chica de la recepción—. Ayer, tarde por la noche, se oía el ruido de un aparato eléctrico en su habitación.
—¿Un aparato eléctrico? ¡Ah, sí! —dijo Aimée—, mi secador. No volverá a ocurrir.
—Estoy muy contento de que haya podido venir —le decía Lindquist más tarde, pasado el mediodía—. En realidad, no es gran cosa. En verano, ya verá: la llevaré a conocer nuestras fiestas mayores.
Aimée asintió con la cabeza, con aire interesado. Excepcionalmente, el tiempo era seco y soleado. El aire del mar era fresco y mordiente, pero iban bien abrigados, con bufandas. Frente al edificio principal habían montado dos largas mesas con manteles blancos, sobre las cuales habían dispuesto multitud de aperitivos, embutidos, pastelitos, vasos y botellas de sidra. Los invitados se paseaban por un prado plantado con manzanos. En la distancia se veían vacas abigarradas. La flor y nata de Bléville se encontraba nuevamente reunida. La ocasión para reunirse había sido el bautizo del retoño de unos ganaderos ricos y orondos. Aimée no había sido invitada, pero Lindquist había tomado la resolución de llevarla consigo.
—Hay un juego particularmente picante —decía en aquel instante el notario—. En un cercado se colocan unas cuantas lugareñas jóvenes, preferentemente bonitas, y se les vendan los ojos. Después, se introduce en el cercado un cochinillo engrasado. Las damiselas tienen que atraparlo. Pero, claro, como está engrasado, es muy complicado. El cochinillo chilla y las chicas, también. Es encantador.
—No lo dudo.
—Mire por dónde —exclamó Lindquist—. Hablando de cochinillos…
Con el gesto señalaba a un niño de seis u ocho meses, sentado en las rodillas de una granjera. La mujer estaba introduciendo papilla en el interior del pequeño ser rojizo. El pequeño ser chillaba como un condenado y se debatía. De pronto eructó con gran ruido y vomitó todo lo que había absorbido.
—¡Sucio asqueroso! —gritó la mujer encolerizada.
—¡Y las carreras con cuchara! ¡Y el encierro de gallinas! ¡Es de lo más jocoso! —iba explicando Lindquist mientras tanto.
—Se me hace la boca agua, querido notario —dijo Aimée, que estaba mirando cómo el doctor Sinistrat y madame Lenverguez se eclipsaban en dirección a las granjas, más allá del gentío.
En aquel momento el bebé ya había muerto, pero la madre aún no se había dado cuenta. Madame Lenverguez y Sinistrat desaparecieron. Lindquist y Aimée siguieron conversando varios minutos. Saludaron, entre otros, a los Tobie y a los Moutet. Sentada en una silla, de espaldas a la pared de la casa, la mujer de Sinistrat se frotaba la oreja con aire pesaroso. Repentinamente, la granjera cuyo hijo había vomitado empezó a lanzar, en medio del prado, un aullido interminable y enloquecido mientras se golpeaba la cabeza con los puños.
Hubo muchos gritos y mucho movimiento. Algunos se arremolinaron en torno al bebé muerto y a la madre aullante. Otros se apartaron tanto como pudieron, con exclamaciones, titubeos y agitando las manos y la cabeza. Se reclamó auxilio a los gritos de ¡Sinistrat! y de ¡doctor! Al cabo de un instante llegó Sinistrat, procedente de las granjas, y se abrió camino entre la multitud. Aimée notó que tenía la bragueta mal cerrada. Sinistrat abrió las ropas del pequeño cadáver, lo auscultó y le hizo el boca a boca, pero no pudo devolverlo a la vida.
—Está muerto —declaró Sinistrat.
Los gritos de la madre se redoblaron. Hubo que sujetarla. Todos los grupos se habían deshecho. La gente chocaba entre sí. Entre dos hombros, Aimée atisbo brevemente la cara roja del bebé muerto. Al instante tuvo un violento calambre en el estómago y sus dientes castañetearon.
—Quiero… quiero irme —le dijo a Lindquist.
El notario la miró con aire impaciente, sin entenderla y sin contestarle. Aimée rodeó al hombre y atravesó el huerto en diagonal. Se encontró frente a Sonia Lorque, que quiso sujetarla por el brazo. Aimée golpeó con el pie la hierba del suelo, se zafó de la rubia y caminó deprisa hacia el fondo del cercado. Los gritos de la madre pararon cuando Sinistrat le puso una inyección. Detrás de las mesas con manteles y las botellas intactas, unas mujeres vestidas con colores alegres, apoyadas las unas contra las otras, lloraban. Cuando franqueó la verja abierta, Aimée casi corría, con pasos rígidos.
No recobró el dominio de sí misma hasta al cabo de un kilómetro. Aún temblaba un poco. Con la mirada buscó una señalización en el arcén. El cielo se oscurecía. Aimée encontró lo que buscaba, con la indicación «Bléville 3,5 km». Siguió su marcha frotándose los brazos. Llevaba un vestido de seda, estampado con flores, que le llegaba hasta la rodilla, una chaqueta de lana blanca y su bolso en bandolera. Se puso a llover; primero poco, luego con más fuerza. En pocos minutos la mujer estaba calada y con el pelo descompuesto. Un viejo Renault 4CV negro, con los guardabarros torcidos y manchados de color naranja apagado, llegó a su altura y frenó, despidiendo chorros de agua sobre la carretera deformada. El barón Jules estaba al volante. Abrió la portezuela y le hizo señas a Aimée de que se acercara. Aimée se acercó sin pensárselo. El hombre bajó del 4CV y lo rodeó para abrir la portezuela del copiloto. La mantuvo abierta ante Aimée, que permanecía inmóvil.
—No voy a comérmela —observó el barón.
Aimée subió al coche. En el exiguo habitáculo tuvo que doblar mucho las rodillas, que quedaron al descubierto. Estiró su vestido para tapárselas. El barón Jules volvía a estar sentado al volante. El 4CV reemprendió la marcha.
—El bebé ha muerto —dijo Aimée.
—¿Cómo dice?
—Ha muerto un bebé. No el que bautizaban. Otro bebé. El hijo de una campesina. Ha vomitado y se ha muerto.
—Cálmese —dijo el barón Jules—. Respire profundamente.
Aceleró, más tarde redujo la velocidad y giró para tomar un camino vecinal estrecho, cubierto de gravilla, que corría recto entre campos segados. La suspensión del 4CV era muy mala y sus escobillas limpiaparabrisas estaban muy gastadas. A través de la lluvia se divisaban vagamente grupos de árboles y el atípico campanario en forma de espiral de una iglesia. Llegaron a un caserío. El barón Jules frenó y enfiló un amplio camino guardado por una verja blanca abierta de par en par. La pintura de la verja estaba totalmente desconchada. Pasada la verja, el visitante se encontraba en un gran jardín y frente a una especie de minúsculo castillo, sobrecargado de garitas y campaniles liliputienses. El jardín debía de haber sido un jardín a la francesa, pero se veía que no había sido cuidado convenientemente desde hacía años. Con un crujido de gravilla, el 4CV se detuvo frente a una escalera doble, con balaustrada de guijarros unidos con cemento.
—Quiero ir a mi casa —dijo Aimée resoplando—. No me encuentro bien. Lléveme a la ciudad.
—Ha sufrido una conmoción —dijo el barón Jules—. Necesita beber algo. Tiene que secarse o va a pillar algo gordo.
El hombre bajó del coche y subió la escalera. Aimée también se apeó y lo siguió. Atravesaron un vestíbulo oscuro y entraron en una habitación muy amplia y muy recargada, con vidrieras que daban a las partes delantera y trasera de la casa.
—Tengo calvados y debe quedarme un resto de whisky escocés bastante aceptable —dijo el barón—. ¿Le gusta el té?
Aimée asintió con la cabeza.
—Voy a prepararle té y voy a buscar toallas para que se seque.
El hombre salió por una pequeña puerta blanca. Aimée dio dos o tres pasos vacilantes por la amplia estancia, que medía al menos setenta u ochenta metros cuadrados. Aparadores, mesas, armarios, sillones, sofás, adornos y grandes cajas de cartón sucias, marcadas BLACK AND WHITE o PÁTÉ HÉNAFF, LE PÁTÉ DU MATAF! atestaban la habitación. La pintura pálida de las paredes y el yeso del techo estaban completamente descascarillados. En el techo se veían manchas redondas, de color pardo sucio, por encima de las lámparas de pantalla. Había polvo encima de los muebles y viejas migas de pan sobre las alfombras persas ennegrecidas por la mugre. El barón volvió a entrar en la habitación con una bandeja cargada de vasos y botellas. Llevaba sobre el hombro una toalla con las siglas de los ferrocarriles franceses: SNCF. Dejó la bandeja y tendió la toalla a Aimée. Mientras la mujer se friccionaba la cabeza, el barón tomó una garrafa de cristal y sirvió licor en unos vasos que llevaban las marcas Martini y Mobil.
—Cuando se rompa mi garrafa —dijo el barón—, la sustituiré por una garrafa publicitaria.
Tendió un vaso a Aimée, que lo cogió con una mano mientras con la otra seguía friccionándose el pelo.
—Estoy muy interesado en los objetos publicitarios y en las primas. También me intereso por la basura. No tengo ninguna renta, ¿sabe? Y un hombre sin oficio ni beneficio tiene que estar forzosamente muy interesado en las primas y la basura —prosiguió el barón, que bebió un pequeño trago de licor y chasqueó la lengua con satisfacción—. En la actual situación del mundo, ¿verdad?, con el aumento del capital constante con relación al capital variable, toda una capa de pobres debe permanecer sin empleo y vivir de primas y de basura, y a veces de subsidios diversos. ¿Sabe usted de qué estoy hablando?
—No estoy segura —dijo Aimée.
—Yo tampoco —dijo el barón—. Pero discúlpeme, oigo el hervidor que silba.
Salió de nuevo por la pequeña puerta blanca, que dejó abierta.
—Me alegro de haberla recogido en la carretera —gritó desde la cocina—. Quería volver a verla. Creo que es usted enigmática. ¿Es enigmática?
Aimée no contestó. El barón reapareció con otra bandeja en la que transportaba el té y las tazas.
—Por desgracia, en estos momentos carezco de leche y azúcar —dijo el barón—. Lamento mucho las condiciones en las que me presenté ante usted la primera vez; quiero decir, con el pene en la mano. Debo ser yo quien le parezca enigmático.
—Bah —dijo Aimée—. No tiene importancia.
Bebieron el té mirándose de hito en hito, de pie, con la nariz metida en las tazas y bastante cerca el uno de la otra.
—No soy enigmático —afirmó el barón Jules—. Soy astrónomo. Venga. Se lo enseñaré.
El hombre pasó delante de Aimée, cruzó la pequeña puerta blanca y subió por una escalera estrecha. Llegaron al piso superior. Aimée, que no había terminado su licor, un excelente calvados, iba con el vaso en la mano. Mientras avanzaban por un pasillo, el barón señaló el interior de una estancia desnuda, con un catre, mantas, una bombilla desnuda en el techo y pilas de cajas de whisky y de cigarrillos en hilera contra la pared.
—Mi habitación —dijo el hombre—. No voy a proponerle que entremos para emparejarnos, no nos conocemos todavía lo suficiente.
Siguió avanzando por el pasillo, donde también había cajas de licor y de cigarrillos.
—¿Quiere algún cartón de cigarrillos ingleses? —preguntó—. Hago tratos diversos con los marineros de Bléville.
—No, gracias —dijo Aimée.
—Además, les gano las mercancías a las cartas —dijo el barón mientras empezaba a subir una escalera de caracol muy estrecha, situada al final del pasillo—. Tengo una técnica estupenda. Por otra parte, me dejan hacer trampas porque les caigo en gracia.
La escalera de caracol subía a una torre esquinera. A través de los vidrios de colores engastados en una cuadrícula de plomo, Aimée vio la parte trasera del jardín, en picado, y conejos en unas jaulas mojadas por la lluvia. Desembocaron en una habitación redonda situada bajo el techo de la torre.
—¿No le decía yo que soy astrónomo? —exclamó triunfalmente el barón, quien, pese a haber subido la escalera deprisa, no resoplaba, como tampoco lo hacía Aimée.
Había aberturas en el techo, espejos, varios anteojos y telescopios y, encima de mesas esmaltadas y provistas de ruedas, como las que se usan en los hospitales* papeles cubiertos de notas escritas con letra muy pequeña y muy legible. Eran cálculos y anotaciones vagamente poéticas acerca de los astros, por lo que pudo apreciar Aimée. Por una vidriera se divisaban, a algunos kilómetros, los techos azulados de Bléville.
—Es una hermosa ocupación, la de la astronomía —declaró el barón mientras manipulaba una lente fijada casi en posición vertical bajo una abertura en el techo, como un tragaluz—. Es una hermosa ocupación que no hace daño a nadie y que concuerda con mi rango y mis aficiones. Me gusta observar.
El hombre miró a Aimée, que permanecía en silencio. Se giró y repentinamente colocó la lente en posición horizontal.
—¡Los astros y la gente distinguida! —gritó—. Bléville también merece ser observada. ¡Ah, pero no con esta lente! Merece ser observada a través de las rendijas de las paredes, de los ojos de las cerraduras, de las resquebrajaduras de sus gentes.
El barón, vivamente, dio la espalda al ventanal.
—Observo esta ciudad desde hace decenas de años —explicó—. Lo sé todo acerca de ella.
Su mirada se quedó fija y vacía. Se contrajeron los músculos alrededor de sus dientes.
—¡Seguid combatiendo con gallardía, graciosos señores! —gritó nuevamente—. Debéis reinar durante un breve período; debéis dictar vuestras leyes. Podéis, por tanto, pavonearos en la majestad que habéis conquistado, podéis celebrar banquetes en la sala real y podéis coquetear con la hermosa hija del rey. Pero no lo olvidéis: ¡el verdugo ya aguarda detrás de la puerta!
—¿Qué está diciendo? —preguntó Aimée.
Un poco más tarde y un poco más tranquilo, cuando bajaban al vestíbulo (en una de cuyas paredes estaba colgada una escopeta Weatherby Regency de cañones superpuestos), el barón Jules siguió diciéndole a Aimée que los movimientos de los hombres no son análogos a los de los astros, pero que a veces le parecían semejantes debido a la posición que él había adoptado o que se había visto obligado a adoptar. Las extrañas palabras del barón produjeron en Aimée un poco de angustia, y el deseo de marcharse de allí. Poco después, el barón la llevó de vuelta a Bléville. Pero cuando se hubo marchado nuevamente a bordo de su destartalado 4CV, ella lo lamentó.