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Aquella misma noche, poco antes de las doce, el periodista DiBona, al volver a su casa, encontró en la escalera de su edificio al barón Jules, que lo esperaba sentado en los escalones. DiBona explicó al día siguiente que, en aquel momento, el hombre le dio la impresión de estar borracho, aunque con el barón nunca podía saberse. De lo que no cabía duda era de que el hidalgo arruinado estaba sobreexcitado y contrariado. DiBona lo hizo entrar y conversaron. (En un momento determinado de la conversación, DiBona llamó por teléfono a la imprenta de La Dépêche, más tarde, ya terminada la entrevista, el periodista salió de su casa para rehacer toda la primera página del diario y una parte de las páginas interiores). Durante la conversación, el barón bebió grandes cantidades de vino tinto que DiBona le servía, y se pasaba a menudo las manos por la cara, presionando fuertemente con las palmas en los ojos y bajándolas con un movimiento seco, sin dejar de presionar, como para eliminar unas manchas muy adheridas, o unos tatuajes, de las mejillas. Y el barón se levantaba de su silla y volvía a sentarse sin cesar. Iba y venía continuamente por el parqué desgastado. A ratos era locuaz, y a ratos había que sonsacarle las palabras. Durante todo el tiempo que duró la entrevista, manifestó una agresividad hacia DiBona que no dejaba de sorprender, puesto que a fin de cuentas había ido allí por su propia voluntad: nadie le había forzado a hacerlo y nada le obligaba a dar informaciones al periodista, a hablar de la forma en que lo hizo.

Por ejemplo, después de hablar del pasado de Bléville, de forma vaga y abstracta, y después de que DiBona le preguntara qué tenía de especial ese pasado, el barón Jules casi aulló:

—¡Nada! ¡No tiene nada de especial! Corrupción, tráfico de influencias, chanchullos de todo tipo e historias de cama, como en todas partes. ¿Quiere o no quiere usted material con el que demoler a Lorque y Lenverguez? ¡Mierda!

—No se enoje —dijo DiBona, mientras instalaba sobre una mesa redonda, cubierta de tela plastificada, un enorme magnetófono, vetusto y polvoriento—. No he sido yo quien ha ido a buscarlo —observó—. En fin, grabaremos lo que tenga usted que decir, por si acaso tiene interés.

—¿Interés? —repitió el barón—. Maldito granuja, ya le he dicho que lo sé todo sobre esta ciudad. También lo sé todo sobre usted, DiBona. Sé lo que hizo en 1943.

DiBona lanzó al barón una mirada inexpresiva.

—Ciñámonos a lo que se refiere a Lorque y Lenverguez, ¿quiere? —dijo el periodista mientras ponía en marcha su aparato.

Al día siguiente, en la ciudad ya conmocionada por el caso del pescado podrido, el ambiente se degradó aún más, y muy rápido. «La verdad sobre Lorque y Lenverguez», titulaba La Dépêche de Bléville. El subtítulo rezaba: «Las conservas mortales no son más que el último eslabón de una larga cadena de escándalos». La paz que habitualmente reinaba en Bléville quedó irremediablemente reducida a escombros, y la cosa se agravó en los dos días siguientes. Cada día La Dépêche sacaba un titular sobre los «escándalos» y destapaba nuevos detalles. Nada extraordinario. Simplemente quedaba de manifiesto, de forma general, que en Bléville el poder municipal y los fondos públicos siempre habían sido empleados de forma que sirvieran también a los intereses de Lorque y Lenverguez, Nada que no pasara en cualquier otro lugar. Pero la muerte del bebé, de dos o tres ancianos y de un treintena de vacas, todos envenenados por los productos L & L, las conservas Vieux Hauturier y las papillas Bébéravi, habían encendido las pasiones. Mucha gente respetable simuló indignarse y muchos, por pura estupidez, se indignaron de verdad. Otros tomaron partido por Lorque y Lenverguez. La burguesía de Bléville se dividió en dos bandos.

En el Grand Café de l’Anglais, al mediodía, el ambiente era muy tenso. A las once y media, DiBona, a menudo acompañado por Georges Rougneux y Robert Tobie, el librero y el farmacéutico, ocupaba el fondo del local. Bebían Ricard, desplegaban La Dépêche, se pasaban las hojas y hacían comentarios, con mucho ruido y profusión de risas malignas. A las doce y cuarto, el ejecutivo Moutet se unía a los bebedores, que le daban palmadas en la espalda. El hombre aún no había sido formalmente acusado, aunque por dos veces el juez de instrucción le había tomado declaración. Hablaba más deprisa que antes, y con voz más aguda. El color de su cara se había avivado, al igual que sus gestos, y cada vez bebía varias jarras grandes de cerveza alemana. Un poco más tarde, entre dos visitas, Sinistrat se sumaba durante cuarenta minutos al ruidoso grupo. Con la sonrisa más acerada que de costumbre, la voz breve y los párpados un poco bajos, echando hacia atrás la cabeza para exhalar hacia el sucio techo el humo de su cigarrillo, el médico se las daba de fino analista, de extremista frío, de Maquiavelo.

—Así —le decía DiBona—, papá Lenverguez tendrá dos razones para no llevarle en su corazón, ¿eh? Sus artículos y su mujer…

Sinistrat sonreía sin desmentir el chisme. De pronto, ponía cara seria.

—Esto no tiene nada que ver con cuestiones privadas —decía—. Fundamentalmente, es un asunto político.

A la una en punto, Lorque, Lenverguez y sus respectivas esposas entraban en el café, recorrían la sala con la mirada, con aire distraído, estrechaban manos de conocidos y subían a almorzar en la galería superior. Desde el fondo de la sala, con el campo visual cortado por arriba por la galería que llegaba hasta por encima de sus cabezas, DiBona y sus compañeros, para atisbar la mesa de los industriales, tenían que inclinarse un poco sobre sus vasos y sus jarras, levantando las barbillas, lo que les confería un aspecto débil y taimado.

Mientras tanto, Aimée no aparecía por el Grand Café de l’Anglais ni por ninguna otra parte de la ciudad, con una excepción: todos los días iba y volvía desde su estudio hasta un estanco del puerto, donde compraba los periódicos y novelas policiacas. El resto del tiempo permanecía en su estudio reflexionando un poco y, sobre todo, leyendo los periódicos y las novelas.

Por la mañana del cuarto día, temprano, recibió una llamada telefónica del barón Jules, que estaba desaparecido desde su entrevista con DiBona. El hombre parecía nervioso, cansado, tal vez lleno de cierta alegría maligna, y amargado.

—Sí —le dijo Aimée—. De acuerdo. ¿No prefiere usted venir aquí? —El barón contestó que no—. Bien, cuando usted quiera. Inmediatamente, si quiere. —El barón dijo que no, que prefería que llegara a las cinco en punto—. De acuerdo —dijo Aimée.

La mujer pasó el día en su estudio, leyendo, viendo después un programa de televisión destinado a culturizar a las amas de casa y un episodio de una serie norteamericana boba y relajante. A las cuatro abrió una lata de corned-beef y se comió su contenido. A continuación, salió. Pasó por el estanco a comprar los periódicos. La Dépêche publicaba nuevas revelaciones, acusaba al notario Lindquist de corrupción y reclamaba la apertura de una investigación judicial sobre Lorque y Lenverguez, y sobre el notario. Montada en su Raleigh, Aimée fue a casa del barón. El hombre salió a recibirla en la escalera de entrada.

—¿Puede usted quedarse un rato? —preguntó enseguida el barón—. ¿Hasta las seis?

—No lo sé —dijo Aimée.

El barón vestía un pantalón ancho, a rayas, y un jersey azul de marinero. Solo iba calzado con unas zapatillas de tenis blancuzcas. No se había afeitado aquella mañana y en sus mejillas rosadas se veían pelos de barba blancos y recios. Tenía un aspecto demacrado, con los ojos enrojecidos rodeados por ojeras. El hombre parecía no poder estarse quieto. Tomó a Aimée por el brazo y la llevó a través del jardín, al azar. Hacía una temperatura suave. El cielo gris estaba bajo y liso. A lo lejos, en los campos, se oía el traqueteo de un tractor.

—Todo lo que sale en La Dépêche procede de mí —dijo el barón.

—Sí, ya me lo imaginaba.

—Debe de estar contenta.

Aimée se encogió de hombros.

—Pues yo no estoy contento —dijo el barón.

—Sí. No —dijo Aimée meneando la cabeza.

—Son todos de la misma estofa —dijo el barón—. ¿Cree que DiBona se merece que alguien le proporcione armas? ¿Sabe usted lo que hacía DiBona en 1943?

—Me importa un pimiento.

—Entregaba paracaidistas a los alemanes.

—Me importa un pimiento —repitió Aimée.

—Usted me ha empujado —dijo el barón Jules con aire gruñón—. Usted me ha empujado a hacer esto. Usted ha hecho que yo enfrentara a un clan contra el otro. Usted me ha mezclado con ellos. No me gusta.

—Pues que le zurzan si no le gusta —aconsejó Aimée—. Tengo frío.

El barón volvió a agarrar a Aimée por el brazo. En ese momento la pareja ya había rodeado la casa. El hombre llevó a Aimée hacia una portezuela en la parte trasera del edificio. Entraron, subieron tres escalones y se encontraron en el vestíbulo en el que estaba colgada la escopeta Weatherby Regency. El barón empezó a subir la escalera.

—Espere, ahora verá —dijo con aire maligno y satisfecho.

Aimée le siguió por la escalera, hasta llegar al observatorio. Las vidrieras hacían juguetear reflejos coloreados en las paredes, en los instrumentos y en la mesa esmaltada con ruedecillas, donde reposaban sobres de formato europeo de papel de estraza.

—Durante estos tres días, he estado reflexionando —dijo el barón—. Lo que he largado sobre ellos hasta ahora no es nada. Tengo mucho más. Acerca de los otros, también tengo mucho más. Puedo decapitar esta ciudad.

—Pues adelante —dijo Aimée con aire aburrido.

El barón, sonriendo, golpeó los abultados sobres de papel de estraza con la palma de la mano. Después retrocedió y se apoyó en una de las paredes, con los brazos cruzados. Aimée levantó uno de los sobres, que llevaba escrito Jacques Lorque. Miró dos o tres más, marcados con los nombres DiBona, Claude Sinistrat, Lindquist

—No están cerrados. Mire el contenido —dijo el barón—. La mitad van ir a parar a la cárcel, y sobre los demás caerá la deshonra. Mírelos, caramba.

—No me interesa. Me importa un bledo —dijo Aimée con cansancio y aburrimiento, apartando los sobres.

—¡Lobos! ¡Cerdos! ¡Perros! —gritaba el barón Jules con voz aguda mientras, excitado, se separaba de la pared—. Son todos unos delincuentes. ¡Mire!

—Delincuentes o no. Y aunque fueran honrados… —dijo Aimée sin terminar la frase.

—Los he convocado a todos a las seis. Les enseñaré los sobres. Solo son copias. Verá usted las caras que ponen.

—¿Les va a vender los originales?

—¿Por quién me ha tomado? —aulló el barón.

—Lo decía para sacarlo de sus casillas. ¿Qué piensa hacer?

—Voy a enviar todo esto a la prensa de París —dijo el barón—. Pero antes les enseñaré una muestra para que suden de miedo, para que sepan lo que les espera.

El barón se desplazó un poco, riendo silenciosamente. En ese instante, el sol, que entraba a través de una vidriera, proyectó una mancha escarlata en el cuello del hombre. Parecía que la garganta estuviera abierta, y el hombre, degollado. Aimée sintió una certidumbre y una angustia que la hicieron vacilar.

—¿Por qué pone esa cara? —preguntó el barón—. ¿No es eso lo que quería? ¡Claro que es eso lo que quería! No logro entender por qué, pero eso es lo que quería —repitió con convicción.

Aimée giró sobre sus talones y se fue escaleras abajo: El barón, desconcertado, permaneció inmóvil un momento. Luego se precipitó hacia la escalera, en persecución de Aimée.

—¡No lo niegue! —gritaba—. Sé que usted lo ha querido.

—¡Déjeme! ¡Déjeme en paz! —dijo Aimée mientras atravesaba el vestíbulo a toda prisa, pasando por delante de la Weatherby Regency colgada de la pared.

Aimée salió de la casa y montó en su Raleigh. Una vez más abandonaba la propiedad mientras el barón, tras irrumpir en la escalera de entrada, la llamaba en vano.

—Estarán aquí dentro de veinte minutos —gritaba—. ¡No se vaya! Verá cómo palidecen sus cochinas caras. ¡No se vaya!

Aimée desapareció. El barón Jules dejó caer sus brazos a lo largo del cuerpo. Con aire despechado e indeciso, volvió a entrar en la casa. Mientras, Aimée pedaleaba a toda prisa por la carretera, salía del caserío y se dirigía hacia Bléville. Al cabo de unos centenares de metros, vio un bosquecillo a la derecha. Frenó y se apeó. Sujetando la bicicleta por el manillar, salió de la carretera. No había nadie a la vista. Se escondió en el bosquecillo con su bicicleta.