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—Este medicucho tiene un descaro realmente vergonzoso —dijo Lindquist sacudiendo la cabeza mientras su Volvo color verde agua atravesaba lentamente la ciudad, con él al volante y Aimée sentada a su lado—. ¡Ha venido a la inauguración y apuesto a que vendrá también al cóctel! Trabajaba en L & L, ¿sabe? Médico de empresa o algo así. No tuvieron más remedio que despedirlo. Y ahora escupe su veneno en la prensa.
—Parece muy insolente —dijo Aimée con dulzura.
—Es una especie de nihilista —dijo Lindquist—. ¡Figúrese que vota a Krivine!
—¿De verdad? —preguntó Aimée.
—Está loco —agregó Lindquist con tono definitivo.
Aparcó el Volvo en una plaza triangular con una fuente en el centro. En los tres lados las fachadas eran de color crema y marrón, con vigas vistas, o una pintura que imitaba las vigas vistas, con ventanas cuadriculadas de cristales gruesos, y con macetas de geranios en los salientes. Una de las fachadas correspondía a un establecimiento de dos pisos, el Grand Café de l’Anglais, cuyo nombre estaba pintado en letras góticas de color crema sobre un fondo marrón. Otra de las fachadas correspondía a un palacete que tenía abiertos los dos batientes de su portón. En el vestíbulo había mucho trajín. Una pareja de criados recogía los abrigos y sombreros de los invitados. Lindquist y Aimée atravesaron el vestíbulo y entraron en un gran salón lleno de gente. Había una larga mesa montada sobre caballetes y cubierta con un mantel blanco, sobre la que descansaban numerosos platos repletos de pequeños canapés. De espaldas a la pared, tras la mesa, se afanaba un criado con chaqueta blanca.
En el salón había una treintena de personas. Las mujeres eran un poco más numerosas que los hombres. Los Rougneux y los Tobie ya habían llegado. Inmediatamente después de Aimée y Lindquist llegó el ejecutivo Moutet, acompañado de una morena sensual. Era su mujer. Se la presentó a Aimée. La morena Christiane Moutet tenía un apretón de manos vigoroso y una sonrisa carnicera. Era bastante hermosa y parecía sentirse a gusto consigo misma.
—¿Juega usted al bridge? —le preguntó a Aimée, a lo que Aimée repuso que sí—. ¡Por fin! ¡Por fin! —exclamó la morena con alegría—. Nunca hay forma de dar con una cuarta persona que no mande la partida a tomar por saco.
—¡Vamos, vamos! —dijo el ejecutivo Moutet.
—Mecachis —dijo la mujer—. Perdone mi vocabulario.
Aimée le dedicó una sonrisa. Por encima del hombro de la morena vio que había llegado el doctor Sinistrat y que permanecía cerca de la puerta de entrada del salón; iba en compañía de una mujer joven y bajita, que vestía pantalones y llevaba el pelo corto. El médico parecía buscar con la mirada a alguien entre la multitud. La mujercita parecía enfermiza y a disgusto. Por dos veces se llevó la palma de la mano a la oreja.
—Ah, aquí vienen nuestros anfitriones —dijo Lindquist, que volvía del bufé con una copa de champán.
Aimée miró en la dirección que le indicaba el notario. Por el otro extremo del salón acababa de entrar, a través de una pequeña puerta de comunicación, un grupo de personas compuesto por dos hombres, una mujer detrás de ellos y otra mujer dos pasos atrás. Avanzaron, estrechando manos y sonriendo, entre la gente que engullía canapés, champán, whisky con soda o vodka con naranja. La mujer que iba en último lugar era una rubia delgada, de ojos pálidos y largos cabellos pálidos también, con hoyuelos en las clavículas; llevaba un vestido sin forma, color verde pistacho, en el que destacaba un broche adornado con rubíes. Su mirada se cruzó con la de Sinistrat y apartó los ojos de inmediato. Sinistrat también apartó los suyos. Aimée lo observaba. Dio un paso hacia un lado, como para afianzar su equilibrio, con el fin de acercarse a Sinistrat y a la mujercita de los pantalones.
—Me duelen los oídos —dijo la mujercita de los pantalones.
—Déjanos en paz, cariño —dijo Sinistrat—. Es psicosomático.
Sinistrat se alejó y se dirigió hacia el fondo del salón. Al cabo de un momento, Aimée vio que hablaba con la rubia de ojos pálidos, sonriéndole y tendiéndole un vaso de zumo de naranja. Lindquist tomó a Aimée por el brazo.
—¡Ah! —lanzó—. Permítame, querida señora, que le presente a los señores Lorque y Lenverguez, adalides de la prosperidad de Bléville.
—Yo solo soy el hombre de los potitos —dijo Lorque.
Tanto él como Lenverguez podían tener alrededor de sesenta años. Eran acaudalados. Lorque, el más grueso de los dos, era muy gordo, tenía la piel lisa como la de un bebé y los párpados amarillentos; llevaba una cadena de oro sobre su chaleco azul real. Lenverguez era alto y enjuto; su pelo canoso formaba una corona, tenía la nariz grande, la mirada severa, gotas de sudor en la frente, dedos pulidos y uñas cuadradas y limadas. Lorque y Lenverguez fumaban puros habanos.
—¿Potitos? —repitió Aimée.
—Potitos de papilla. Las papillas Bébéravi, las conservas Vieux Hauturier y los alimentos L & L para ganado somos nosotros —dijo Lorque.
Miraba a Aimée con expresión seria, descubriendo ligeramente los dientes y con la cabeza un poco inclinada hacia adelante, como si lo que estaba diciendo tuviera algo de provocador.
—Él es la cabeza —añadió mientras le daba un codazo a Lenverguez—; él es la cabeza y yo el estómago. Desconfíe, porque engullo todo lo que toco.
—No dejaré que me toque —dijo Aimée.
—Qué ocurrente —observó Lorque.
—No le haga caso —dijo la mujer que estaba entre los dos hombres—. Le encanta comportarse como un gánster.
—Mi esposa —anunció Lorque sin mover la cabeza.
Lenverguez se volvió y sacudió la cabeza.
—¿Dónde se habrá metido la mía? —preguntó vagamente. Seseaba y hablaba poco. Refunfuñando se marchó en busca de la rubia de ojos pálidos, que ya no estaba en la habitación; tampoco estaba el doctor Sinistrat.
—¡Ah, monseñor! —exclamó de pronto Lorque.
Casi arrolló a Aimée para precipitarse, separando las manos, hacia la puerta de entrada, donde acababan de aparecer un obispo y un joven sacerdote vestidos con ropa de calle.
—Está un poco chiflado —dijo madame Lorque sonriendo y siguiéndole con la mirada—. ¿Juega usted al bridge, madame Joubert?
Christiane Moutet intervino para decir que ella ya había hecho la misma pregunta. Rieron. Conversaron. Sonia Lorque era afable, rubia, exageradamente delgada y exageradamente bronceada. Su vestido de punto, de color blanco, realzaba su bronceado y su cuerpo, muy bien conservado. Debía de tener unos veinticinco años menos que Lorque. Se notaba que se cuidaba. Por su físico, se parecía a una de esas starlettes que envejecen y que cuidan desesperadamente su capital de belleza. Por lo demás, no parecía nerviosa ni estúpida. Junto con Christiane Moutet, invitaron a Aimée a que acudiera a casa de los Moutet en los días venideros para jugar al bridge. Aimée aceptó y a continuación preguntó dónde podía retocar su maquillaje. Le respondieron. Salió del salón y, por la gran escalera del vestíbulo, subió al piso superior. Estaba al acecho.
En el piso superior había un largo pasillo de color verde bronce, jalonado de puertas blancas y de grabados; algunos eran reproducciones de láminas de la Gran Enciclopedia de Diderot; otros representaban actividades portuarias e industriales. No se oía ningún ruido tras las puertas blancas. Tampoco llegaba ningún ruido de la planta baja, debido al grosor de los muros y del suelo.
Cerca de la puerta del lavabo había una banqueta tapizada de terciopelo verde bronce. Aimée se sentó e hizo una pausa. Necesitaba que su cerebro estuviera un momento en calma para clasificar todas las informaciones que había recogido.
Pero entonces salió del lavabo el barón Jules con el pene en la mano; atravesó el pasillo y se puso a orinar contra la pared, bajo un grabado industrial.