14
—¡Caramba, señorita! —le dijo el comisario Fellouque a Aimée cuando la vio—. Se va usted a romper el cuello. ¿Adónde va así? ¿Algo no va bien?
—Acabo de matar al barón Jules a escopetazos —le contestó Aimée.
—¡Dios santo!
El policía con ínfulas de guapo se pasó el dorso de la mano por los labios, con aire dubitativo. Estaba sobre la acera, al lado de su coche, un DS 21. Iba con chaqueta pese al frío intenso. Tenía las llaves del coche en la otra mano; la portezuela delantera del DS, la del lado de la acera, estaba abierta. Aimée acababa de surgir pedaleando como una desesperada, se había lanzado contra la acera y había frenado en el último momento. La bicicleta había derrapado, la rueda trasera había tocado la acera y la delantera había chocado, con un ruido sordo, contra el parachoques de la DS 21. La mujer había saltado de su máquina de tal forma que poco había faltado para que cayera al suelo, dando saltitos con un pie. Soltó la bicicleta, que cayó al suelo con ruido de chatarra. La cara de Aimée chorreaba sudor. Quiso pasar por delante del comisario para dirigirse a la entrada de la comisaría, a quince o veinte metros de allí. El hombre la agarró por la parte superior del brazo.
—¿Adónde va?
—A ver a la policía —le dijo Aimée mientras sacudía la cabeza con impaciencia—. Déjeme pasar. Venga conmigo. Voy a entregarme a la policía. Voy a confesar.
—No se encuentra usted en estado normal —observó Fellouque, que la mantenía firmemente agarrada.
Eran las dos y media. La calle estaba vacía. Las grandes farolas la bañaban en una penumbra anaranjada.
—¡Y a usted qué demonios le importa! —exclamó Aimée volviendo su cara hacia la gran cabeza del comisario—. Para empezar, ¿usted qué sabe? Los voy a hundir a todos. Los voy a denunciar a todos. Lobos, cerdos, perros…
—¿Quiénes? —preguntó Fellouque.
—Me han pagado para que matara al barón Jules —dijo Aimée—. Acompáñeme a la comisaría. Voy a hacer una declaración completa.
Trató de desasirse, pero Fellouque continuaba agarrándola.
—¿Quiénes? ¿Quiénes? —repitió Fellouque con tono casi distraído.
—Todos —dijo Aimée, que lanzó unos cuantos nombres y luego rio brevemente—. Todos. Todos los distinguidos señores de Bléville.
Sin soltar a Aimée, que parecía balancearse, el comisario Fellouque se inclinó y recogió su abrigo del interior del DS 21. Con dificultades, cerró la portezuela. Llevaba el abrigo sobre un brazo; con la otra mano repelió a Aimée, sin soltarla.
—¿Lorque y Lenverguez? —dijo, repitiendo dos de los nombres que Aimée acababa de pronunciar—. ¿Pretende usted presentarse en plena noche en la comisaría de Bléville para declarar que Lorque y Lenverguez le han pagado para que matara a un hombre? Está usted loca.
—Es la verdad —dijo Aimée—. Suélteme.
Con el antebrazo, le asestó un golpe al comisario en la parte lateral del cuello. Fellouque la soltó y retrocedió. De no haber sido porque estaba el DS aparcado, habría caído de espaldas al suelo. Apoyando el torso en el coche, buscaba aliento con dificultad, haciendo muecas y con los ojos fuera de las órbitas. Aimée se dirigió hacia la comisaría.
—Se está metiendo en la boca del lobo —dijo Fellouque con voz ronca y muy débil.
Aimée se quedó inmóvil.
—No se ha enterado de cuál es la situación en Bléville. La van a encontrar colgada. Mañana por la mañana la van a encontrar colgada en su celda —prosiguió Fellouque, que iba recuperando un poco la voz; Aimée, que había golpeado con cierta moderación, se volvió hacia el hombre con aire dubitativo—. A quien tiene que ir a ver es al juez, no a los policías de la comisaría. No entiende usted nada.
Fellouque sacudió la cabeza y suspiró. Haciendo muecas, se agachó para recoger su abrigo del suelo. Aimée volvió a su lado mientras él se ponía de pie.
—Hay que pillarlos enseguida —dijo Aimée mientras consultaba su reloj Cartier—. Dentro de cinco minutos el gordo de Lorque me estará esperando en la parte trasera del mercado de pescado. Tengo ocho citas entre las 02:40 y las 04:14 horas. Puede pillarlos a todos. Llevarán encima unas llaves, las llaves de la consigna automática. Hay dinero en los armarios de la consigna. Es una prueba. Puede agarrarlos a todos.
Fellouque se estaba poniendo el abrigo. No se lo abrochó y volvió a asir a Aimée por el brazo.
—Antes que nada, tengo que llevarla a un lugar seguro —dijo con voz aún un poco ronca y entrecortada—. Venga conmigo. Va a darme algunos detalles, muy rápidamente. Iré a buscar al juez. Seremos el juez y yo quienes los apresemos. Déjeme actuar a mí. Usted no conoce cuál es la situación en Bléville; yo, sí.
Al final de la calle de la comisaría, Aimée y Fellouque se encontraron en el antepuerto. Aimée se dejaba llevar por el comisario. El rostro de la mujer no expresaba gran cosa. Por momentos miraba de reojo al hombre que caminaba un poco adelantado respecto a ella, con el brazo extendido hacia atrás, arrastrándola.
En la calle que bordea los muelles del antepuerto, solo había un café iluminado y abierto. Fellouque y Aimée entraron en el establecimiento. Era un local de fachada estrecha y de unos seis u ocho metros de profundidad. En la parte derecha tenía una barra de material plástico rojo; en la parte izquierda, cuatro mesas cuyos tableros también eran de plástico rojo, metidas en compartimentos con asientos rojos. También había un juke-box silencioso. En la barra, encaramado en uno de los tres taburetes, un borracho con mono azul y chaquetón se inclinaba sobre una jarra de cerveza y parecía tratar de adivinar el porvenir en su bebida. Un hombre gordo de unos treinta y cinco años, en mangas de camisa, estaba tras la barra, junto a la caja registradora, y leía OSS 117 en el Líbano, en una adaptación tipo cómic de formato bolsillo.
—Buenas noches, comisario —dijo cuando vio a Fellouque.
—Buenas noches.
Fellouque llevó a Aimée a uno de los compartimentos e hizo que se sentara. El camarero, tras dejar su cómic, había rodeado la barra y se mantenía de pie cerca del compartimento, en actitud deferente, mientras el comisario tomaba asiento frente a Aimée.
—¿Qué va a tomar? —preguntó Fellouque.
—Tengo hambre —dijo Aimée.
—¿Tiene algo para comer? —le preguntó el comisario al camarero—. ¿Un sándwich?
—No me queda pan. Tengo pastas. Bueno, galletas.
—¡Aquí falta música! —exclamó el borracho desde la barra.
Aimée pidió una cerveza. Fellouque un Viandox. El gordo fue a buscar la bebida tras la barra. Volvió y puso encima de la mesa una mediana de Slavia y un gran tazón blanco, con la marca Viandox en color azul, lleno de caldo Viandox. Un espejo cubría la pared izquierda del café. Había serrín en el suelo de baldosas.
—¿Quieren que les traiga esas pastas? —preguntó el camarero.
Aimée sacudió la cabeza. Pensaba en el barón muerto, bañado en su sangre. Había dejado encendida la luz de la habitación en la que estaba tendido el cadáver. El comisario le pidió en voz baja que le resumiera la situación con mayor claridad que antes. Ella lo hizo.
—A Lorque y a todos esos —dijo Aimée hacia el final de su resumen— los cité para que pareciera creíble. Pero no tenía intención de presentarme. Tengo todas las llaves de la consigna automática. Hice copias. Pensaba tomar el tren del barco, a las cuatro treinta y cinco. Antes, habría cogido toda la pasta que han dejado depositada en los armarios. He calculado que debe de haber unos doscientos mil francos. Todos querían verme para que les entregara los documentos del barón que hablaban de ellos; a cambio, tenían que darme las llaves de la consigna. Pero no las necesito para nada.
—¿Qué ha hecho con los documentos?
—Nada. No he pensado en ellos. Deben de estar en alguna parte de la casa. No lo sé.
—Ya nos ocuparemos de eso más adelante —dijo Fellouque—. De momento, voy a ver al juez. Lo mejor será que usted se quede aquí.
—Como quiera.
Fellouque se levantó. Aimée miraba la espuma de su cerveza, que ni siquiera había probado. Sonreía a medias. Estaba despeinada y el sudor le pegaba el pelo a la frente. Fellouque le dio una palmadita vacilante en el hombro y fue a la barra.
—Eh, amigo —le dijo al camarero a media voz mientras con el pulgar por encima del hombro señalaba a Aimée, que permanecía inmóvil—. No le quite el ojo de encima. Volveré pronto y es preciso que no se vaya.
—De acuerdo.
Fellouque volvió al lado de Aimée.
—No se mueva, ¿eh? Volveré enseguida.
Aimée inclinó la cabeza. El comisario se mantuvo inmóvil un instante y luego salió rápidamente del café. Aimée vació repentinamente su cerveza, de un golpe, con avidez. Le quedó un bigote de espuma. Se enjugó con el dorso de la mano. Golpeó la mesa con el pie del vaso y le hizo una señal al camarero. Este alzó la barbilla con aire interrogador. La mujer pidió otra cerveza y un coñac. El camarero le sirvió y ella se los bebió antes de que el hombre volviera a la caja.
—Lo mismo —pidió ella—. Y tráigame sus pastas de mierda.
—Le gusta divertirse —dijo el camarero.
—Sí.
—¿Y se divierte?
—Más o menos.
El camarero desistió. Le llevó a Aimée la cerveza, el coñac, unas galletas y unas rodajas de pastel envueltas en celofán. Aimée se atiborró y bebió. Se levantó y salió corriendo hacia el lavabo, al fondo del garito. Los retretes a la turca estaban sucios. Aimée vomitó. A su alrededor, en las paredes, había multitud de inscripciones, la mayor parte obscenas. «Me gustan los marineros con los muslos fuertes», había escrito un homosexual a quien le gustaban los marineros con los muslos fuertes. «Muss es sein?», había escrito otro usuario, seguramente un turista alemán o un marinero alemán. Aimée permaneció todavía un momento en el retrete, sin saber si iba a vomitar más o no. Finalmente salió del lavabo. En medio del café, el comisario Fellouque, que acababa de entrar, estaba inmóvil, con aire inquieto. Se serenó al ver a la mujer.
—Venga conmigo —le dijo.
Se volvió hacia el gordo camarero.
—Apúntame todo eso —ordenó; después, se volvió hacia Aimée—. Vamos, el juez nos espera.
Aimée siguió al comisario, que se dirigía hacia la salida. Volvieron a encontrarse en la acera, frente al puerto, envueltos por el frío húmedo de la noche. Fellouque se dirigió hacia los puentes y las dársenas.
—¿Por qué ha decidido entregarse? —preguntó.
—Ya no puedo continuar —dijo Aimée—. Y esta vez puedo hacer que caiga conmigo media docena de cerdos.
Atravesaron la vía férrea que recorría el puerto y empezaron a cruzar un puente. Se dirigían hacia el mercado de pescado. Estaba situado, ¿recuerdan?, sobre una especie de promontorio, entre dos dársenas, en cuya punta se conectan los dos puentes sucesivos, de modo que esa especie de península constituía un territorio con solo dos entradas: los puentes y, en el extremo opuesto, el oriental, la unión con el continente. Había farolas que bañaban el conjunto en una luz anaranjada o cobriza. Cerca del mercado de pescado, Aimée reconoció en un pasaje oscuro la moto WSK de DiBona. Sin embargo, no vio el Mercedes color tabaco del gordo Lorque, aparcado en la calle mugrienta que bordea el mercado y en cuyo interior, tensa e inmóvil, se encontraba la rubia Sonia Lorque. Aimée y Fellouque entraron en el recinto del mercado.
—¿El juez está aquí? —preguntó Aimée.
—¿Eh? Ah, sí, sí —dijo Fellouque.
Se desvió hacia un almacén. Él y Aimée entraron por una portezuela abierta en una gran puerta deslizante montada sobre raíles. Todo estaba en tinieblas. Fellouque tomó a Aimée por el codo.
—Por aquí —murmuró—. Cuidado, hay escalones.
Subieron una escalera de madera en completa oscuridad. Desembocaron en una habitación acristalada, bastante parecida al mirador de una capitanía de puerto o a la torre de control de un aeropuerto. Por todas partes se veían farolas y principalmente unas luces blancas deslumbrantes que eran proyectores situados a lo largo de los muelles, del otro lado de las dársenas. En la penumbra de la habitación acristalada se encontraban numerosas personas, al menos siete u ocho. El comisario Fellouque cerró la puerta que daba a la escalera y pasó el cerrojo.
—No encienda la luz —dijo la voz de Lorque—. Sería como estar en un escaparate.
—Sí, no. De acuerdo —dijo Fellouque.
Aimée dio dos o tres pasos por el centro de la habitación acristalada. Sonreía de soslayo, con expresión desdeñosa y cansada. Distraídamente distinguió los rasgos de los asistentes más cercanos.
—En cierta forma, me lo esperaba —dijo a media voz.
Los otros permanecieron en silencio. En la penumbra parda, intercambiaban miradas de incomodidad. El comisario Fellouque se había apoyado en la puerta cerrada, con aire ausente.
—Se han dado prisa en reunirse —dijo Aimée.
—Tengo teléfono en mi coche —dijo Lorque, que adelantó un paso en dirección a Aimée mientras se pasaba la mano por la mejilla sin que produjera ningún ruido, lo que evidenciaba que se había vuelto a afeitar aquella noche—. Ha montado usted una extraordinaria operación. Temeraria. Habríamos podido hablar entre nosotros y descubrir que éramos varios los que pagábamos. En la estación le espera un dineral.
—Doscientos mil francos.
—Solo ciento ochenta mil. Nuestro buen doctor se ha echado atrás en el último momento.
—No tengo nada que ver con todo esto —declaró Sinistrat con voz aguda y temblorosa—. Traté de llamarla por teléfono hacia la una de la madrugada para decírselo, pero no contestaba nadie. Abandono. El barón no tiene… No tenía nada contra mí, de todas formas.
—Sinistrat, se puso usted verde cuando abrió su sobre —dijo una voz fuerte que sin duda era la del ejecutivo Moutet.
—Un asunto de aborto —dijo Sinistrat—. Me importa un comino que se sepa. Más bien me vanagloriaría de ello.
—Debe de haber detalles molestos —gruñó Lorque—. Complicaciones, o historias de dinero. Porque es exacto, querido doctor: estaba usted verde, y lo sigue estando. Pero esa no es la cuestión. El barón está muerto porque nosotros lo ordenamos. Estamos todos en el mismo barco.
—Yo, no —dijo Sinistrat con voz ahogada—. Yo estoy aquí como simple observador.
—Cállese, Sinistrat, nos está tocando las narices —ordenó DiBona.
—En efecto; y estas menudencias no interesan a madame Joubert —dijo Lorque, que adelantó otro paso hacia Aimée.
La mujer distinguía claramente los rasgos del hombre gordo de párpados amarillentos. Tenía una expresión ensimismada y soñolienta.
—He hecho traer los dos millones de francos viejos que faltaban —siguió diciendo Lorque—. Están en esta habitación. Puede usted cogerlos y después irse a la estación. Será un placer para el comisario llevarla en automóvil. Podrá usted retirar los ciento ochenta mil francos de los armarios de la consigna automática y, a continuación, tomar el tren de París con sus cuantiosas ganancias. En cuanto a los documentos, como no los ha cogido, aún deben de estar allí. El comisario tendrá que ir al lugar de los hechos y tendrá que hacerse con ellos mientras procede a las primeras investigaciones, que concluirán con un dictamen de muerte accidental. Así, aunque haya cumplido imperfectamente su contrato, todo tiene aún arreglo si usted quiere. Pero ¿lo quiere usted? Me ha parecido entender que no.
Una cerilla chisporroteó en la oscuridad. A su luz Aimée vio el rostro tranquilo de Lenverguez, que encendía un puro. No muy lejos de ella, Lorque permaneció un momento pensativo y silencioso, con los ojos bajos. Se oyó una tos en el grupo de hombres, y ruidos de pies que se movían. Aimée permanecía callada porque no tenía nada que decir.
—Dadas las circunstancias, ¿cómo podríamos confiar en usted ahora? —dijo Lorque.
—No pueden —contestó Aimée.
En la habitación había dos escritorios atestados de papeles, unos archivadores metálicos y dos sillas. Aimée cogió una de las sillas, saltó encima de uno de los archivadores metálicos y, con la silla por delante, saltó a través de los cristales. Cayó desde la altura de un piso, en medio de una lluvia de vidrios rotos. Aterrizó a cuatro patas, sujetando aún la silla, que se rompió en pedazos con el choque. Una astilla de gran tamaño salió disparada y se clavó en el antebrazo izquierdo de Aimée, que rodó sobre el costado y se dañó el hombro mientras el vidrio crujía bajo su cuerpo. También se había torcido levemente un tobillo.
—¡No dispare, Fellouque! —gritó Lorque.
Aimée se levantó. En la semioscuridad vio por encima de ella la habitación acristalada, con una gran oquedad en uno de sus lados, y las manchas claras de las caras que miraban hacia abajo. Arrancó la astilla de su brazo y, cojeando, corrió tan deprisa como pudo hacia una zona oscura. Se adentró en un pasaje estrecho y desembocó en la calle mugrienta que pasaba por detrás del mercado. Recorrió una veintena de metros, tropezando con montones de cáscaras vacías. Giró y se adentró en otro de los pasajes abiertos entre los almacenes. En la oscuridad, se detuvo y se palpó. No tenía nada roto. El cristal le había hecho cortes poco profundos en los codos y en un lado de la cabeza. El cuero cabelludo le sangraba, así como la herida que le había hecho la astilla. Sin embargo, no perdía mucha sangre. Oyó el ruido de una carrera precipitada. Al final del pasaje en el que se encontraba pasaron dos siluetas a toda velocidad, jadeando aparatosamente. Más lejos se oyeron otros ruidos de carreras sobre el asfalto. Al cabo de un momento volvió a hacerse el silencio. Aimée seguía inmóvil. Casi había dejado de sangrar. Se masajeó el tobillo dolorido y el hombro.
—¡Madame Joubert! —llamó Lorque.
Debía de estar a unos cincuenta metros de Aimée. No gritaba demasiado fuerte. Aimée tenía que aguzar el oído para entender lo que estaba diciendo.
—Sabemos que está ahí —le decía Lorque—. No puede salir de este sector. Tenemos vigiladas las dos salidas. Aún puede llegar a un acuerdo con nosotros.
La voz se desplazó; se alejó. Manifiestamente, Lorque no tenía ni idea de dónde estaba Aimée.
—No somos asesinos —siguió Lorque—. Es absolutamente necesario que lleguemos a un acuerdo. ¡Contésteme!
La voz continuó parlamentando unos instantes, cada vez con menor claridad. Aimée había dejado de escucharla y estaba ahora atenta a un ruido más cercano. Alguien avanzaba con precaución por la calle, aproximándose al extremo del pasaje. Aimée buscó a tientas por el suelo, con cuidado de que no la oyeran. Encontró y asió una concha vacía, una concha grande, semejante a una vieira. Doblada en dos, caminó hacia el final del pasaje. Repentinamente, la silueta del librero Rougneux se recortó contra la noche clara. Durante un momento permaneció frente al interior del pasaje oscuro. En su mano se encendió una linterna eléctrica cuyo haz apenas iluminó el pasaje.
—¡Aquí está! —gritó el hombre con voz aguda.
Dio un paso atrás. En el mismo momento, Aimée se irguió, dio tres pasos al frente y golpeó al hombre con la concha. Pese a que no estaba afilada, rebanó el cuello de Rougneux al primer asalto.