Capítulo 25
La fiesta
Era hermoso contemplar las calles de Quimera atestadas de una mezcla de criaturas biónicas y seres humanos, gentes de todas las razas y procedencias compartiendo un regocijo común, dispuestos a divertirse con los festejos y a disfrutar. El mundo no había contemplado jamás un espectáculo así… Por primera vez, las conciencias artificiales compartían con la Humanidad un mismo proyecto. La mayoría de los habitantes del planeta habían comprendido hacía ya mucho tiempo que las viejas distinciones entre conciencias naturales y artificiales resultaban absurdas, pero nadie se había atrevido a dar el paso hacia la reconciliación por temor a la poderosa Areté…
Ahora, sin embargo, incluso los perfectos deseaban la paz. Todos ellos conocían ya la vergonzosa historia de Dhevan y su estirpe, e intentaban encajarla lo mejor que podían. Pese a la triste luz que aquellas revelaciones arrojaban sobre la historia de su Hermandad, la mayoría comprendía que no todo había sido malo. Areté había sido la cuna de un poderoso movimiento espiritual que no tenía por qué morir… Únicamente tendrían que aprender a convivir con otras visiones distintas del mundo.
Para escenificar aquella reconciliación, Uriel estaba a punto de pronunciar un discurso en la Gran Plaza del Auriga. Al término de su intervención, ella misma iba a entregarle a Jude la túnica ceremonial que distinguía a los Maestros de Maestros. La entereza del joven discípulo de Gael, unida a sus extraordinarias dotes diplomáticas, le habían permitido relevar a Hud como líder de los exconvictos de Eldir y convencerlos de que depusiesen las armas. Su elocuencia les había recordado que muchos de ellos, en otros tiempos, habían sido perfectos y habían creído en los ideales de la ciudad que ahora pretendían destruir… Sin la llegada de Uriel, tal vez nadie le habría escuchado, pero tras el impacto que supuso su brusco aterrizaje en el campo de batalla, ni siquiera Hud se atrevió a levantar la voz contra sus argumentos.
Martín y Alejandra caminaban de la mano mezclados con aquel río de gente en dirección a la Plaza del Auriga.
—Me recuerda las ciudades de Virtualnet —dijo Martín con aire soñador—. Solo que esto es real…
—Tienes razón. ¡Cómo habría disfrutado Kip si hubiera visto esto!
Por una calle lateral vieron acercarse a Leo y Koré. Resultaba un tanto chocante ver moverse a la bella estatua griega con la flexibilidad y la rapidez de reflejos de una joven humana, a pesar de que su superficie seguía pareciendo de piedra. Incluso el peplo que la cubría… Todo excepto sus grandes ojos de policromía azul y sus rojos y perfectos labios.
—Es como un sueño —dijo Koré al llegar hasta ellos—. Nuestra vieja ciudad como siempre la soñamos… Viva y alegre, pero no aislada.
—Así debería haber sido desde hace mucho tiempo —rezongó Leo—. Si no hubiera sido por culpa de esos locos de Areté… Es terrible pensar que me he pasado siglos ayudándolos.
—Vamos, Leo —le sonrió Alejandra—. No tuviste elección.
—Hiden era un monstruo —continuó Leo, implacable—. Puede que suene muy despiadado, pero me alegro de que su ADN haya desaparecido de la faz de la Tierra. Lo siento por el último muchacho, podría haber sido un buen tipo… Su propio padre lo mató.
—Y tú mataste a tu padre —añadió Koré con una traviesa sonrisa—. O a su última versión, que viene a ser lo mismo…
—Sí —reconoció Leo sin emoción—. Es curioso pensar que, de no haber sido por Hiden, probablemente ni esta ciudad ni ninguna de las criaturas que la poblamos existiríamos.
Martín miró de reojo a Alejandra, que parecía bastante perpleja, y decidió cambiar de tema. Estaba claro que, pese a las muchas similitudes entre quimeras y humanos, el humor y las emociones de ambos grupos podían resultar, en ocasiones, bastante diferentes.
—¿Cómo ha sido el reencuentro con Tiresias? —preguntó—. ¿Ha resultado difícil?
Los dos humanoides intercambiaron una indescifrable mirada.
—Apenas lo hemos visto un momento, en el palacio del Baku —explicó Leo—. Parece que han estado varias horas reunidos. La conmoción que le produjo la llegada de Diana y Uriel a bordo de Zoe no se le ha pasado aún. Por más que lo intenta, no consigue expresarse con claridad… Es como si su mente se hubiera nublado. Dice incoherencias, lloriquea, y es incapaz de expresar sus sentimientos.
—Se recuperará —añadió Koré, pensativa—. Los androides tenemos más recursos para enfrentarnos a la locura que los seres humanos. Sobre todo, tenemos más tiempo…
Se interrumpió al notar la mirada desaprobadora de Leo.
—Vamos, querida —dijo este—. Son mis amigos más antiguos, y sin ellos no estaría aquí. No seamos descorteses con ellos.
—¿Habéis visto a Selene y a Jacob? —preguntó Alejandra—. Habíamos quedado con ellos, pero en medio de todo este jaleo no hemos conseguido encontrarlos…
Mientras hablaban, la marea de humanos y quimeras que se dirigían a la Plaza del Auriga para escuchar el discurso de Uriel había ido creciendo sin cesar, hasta el punto de que ya no resultaba fácil mantenerse parados, charlando en la calle, sin dejarse arrastrar por ella.
—Creo que vi a Jacob hace un rato en las tribunas de invitados —contestó Leo, alzando un poco la voz para hacerse oír en medio del creciente griterío—. Parecía estar buscando a alguien.
—Deberíamos ir hacia allá nosotros también —observó Koré—. Si seguimos charlando nos perderemos el discurso.
Los demás asintieron, y, abriéndose paso entre la multitud, consiguieron recorrer juntos los escasos metros que los separaban de la plaza.
Allí, a pesar de la gran cantidad de gente que se había congregado para asistir a la ceremonia, el ruido no era tan intenso como en las calles adyacentes. Todo el mundo hablaba en susurros, por respeto al gran acontecimiento que estaba a punto de producirse.
Martín y Alejandra se despidieron de sus amigos, que iban a sentarse en la tribuna principal, y buscaron sus asientos en el lado oeste de la plaza, reservado para los invitados ictios.
Una voz familiar los llamó a gritos desde lo más alto del graderío, provocando protestas entre el resto de los espectadores. Se trataba, por supuesto, de Jacob. Estaba sentado junto a Selene, y la túnica gris que llevaba puesta contrastaba de un modo extraño con el ambiente festivo que los rodeaba.
Alejandra y Martín subieron para sentarse junto a ellos.
—Ya pensábamos que no ibais a aparecer —fue el saludo de Jacob—. Hemos tenido que defender vuestros asientos con uñas y dientes…
—No le hagáis caso —dijo Selene sonriendo—. Está de mal humor. Tanta alegría a su alrededor le pone nervioso; ya sabéis cómo es.
—¿Y qué tiene de raro? —se defendió el muchacho—. Llevo toda la vida metido en problemas o rodeado de gente que los tenía. ¿Cómo voy a sentirme a gusto en medio de tanta felicidad?
Martín lo miró con el ceño fruncido. Estaba a punto de responderle cuando la aparición de Uriel y Jude en el estrado interrumpió la conversación.
El silencio que se hizo en la plaza cuando Uriel tendió los brazos hacia la multitud fue tan profundo, que a Martín se le puso la carne de gallina. Todos los ojos estaban fijos en ella. La mujer que una vez había creído encarnar al «Ángel de la Palabra» conservaba aquella capacidad de conectar con las masas que tanto solía impresionar a todos cuando era una niña. Ahora que se conocía su historia, nadie la llamaba ya «Ángel», ni la consideraban un ser sobrenatural. Sin embargo, suscitaba la misma simpatía… y provocaba emociones aún más intensas que en los viejos tiempos.
Jude permanecía en pie, algo retirado, a su izquierda, y detrás de ellos se sentaba una especie de «consejo» de lo más variopinto: Incluía, entre otros, al Baku, a Diana Scholem, a Timur, el señor de Qalat’al-Hosn, y a sus amigos, Casandra y Deimos.
Uriel bajó lentamente los brazos y comenzó a hablar.
—El mundo inaugura hoy una nueva era —dijo con su voz musical y encantadora, que los años habían vuelto ligeramente más grave—. Estamos aquí para escenificar la reconciliación de todos los pueblos de la Tierra… Y no es casual que hayamos elegido para ello la ciudad de Quimera, que durante demasiado tiempo ha permanecido aislada del resto del planeta. Hoy es el día que la Humanidad ha escogido para reconocer formalmente su deuda histórica con los habitantes de esta ciudad y para cerrar las viejas heridas. Yo he sido la elegida para pronunciar este discurso, y creo que no es una elección casual. Aunque mi apariencia es humana, si lo pensáis bien os daréis cuenta de que también yo soy una Quimera. Nací por medios artificiales a partir de una célula que contenía ADN donado de una muestra procedente del siglo xxn. Y además, por si eso fuera poco, se me introdujeron desde antes de mi nacimiento innumerables improntas y prótesis cerebrales para convertirme en una especie de ser híbrido al servicio de los intereses del linaje de Dhevan. Otro clon artificialmente manipulado, por cierto… Lo mismo que los muchachos ictios que viajaron al pasado, y a los que todos conocéis como «los héroes de Medusa». Todos nosotros somos, en muchos sentidos, quimeras, igual que los habitantes de esta extraña ciudad. Nos sentimos humanos, pero también sentimos que formamos parte de un colectivo más amplio, de una especie de conciencia superior en la que todos, hombres y criaturas artificiales, compartimos los mismos miedos y las mismas esperanzas.
—Por eso comenzamos hoy un nuevo viaje juntos. Os necesitamos a todos, hombres y máquinas, seres biónicos y criaturas mixtas, en esta nueva andadura. Algunos os quedaréis aquí para reconstruir lo que se ha destruido. Otros cruzaréis las puertas que un planeta llamado «Zoe» sembró para nosotros por todo el universo… E iniciaréis una aventura maravillosa en nombre de la Humanidad. Para todos, este joven que sufrió la cruel injusticia de un destierro en Eldir y que, a pesar de todo, no perdió su fe en los valores del movimiento areteo se convertirá en un referente. Él ha sido el elegido por sus propios compatriotas para convertirse en el nuevo Maestro de Maestros de Areté. Jude, estoy segura de que tu energía y tu entusiasmo ayudarán a que Areté recupere su esplendor. Un esplendor que, esta vez, no estará corrompido por dentro, sino que será real. Tan real como la belleza profundamente humana de esta ciudad a la que llamamos Quimera.
Una salva de aplausos acogió las últimas palabras de Uriel. Todos, quimeras y humanos, aplaudían por igual. Ella, inclinándose graciosamente, saludó a la multitud y luego se giró hacia Jude. Cuando le tendió la túnica ceremonial, los aplausos redoblaron su intensidad.
El nuevo Maestro de Maestros parecía exultante de alegría. Sus saludos a la multitud se asemejaban más a los de un niño emocionado que a los de un solemne líder espiritual. Se notaba que quería hablar, y que apenas podía esperar a que el ruido a su alrededor cesase para hacerlo…
La gente, por fin, pareció captar su impaciencia, y poco a poco los aplausos se fueron apagando.
—Hermanos de todas las razas y procedencias —comenzó, con un leve temblor en su enérgica voz—. Solo quiero deciros que, a partir de hoy, las puertas de la ciudad celeste de Areté siempre estarán abiertas para todos. Da lo mismo de dónde seáis, o en qué creáis, o cuál sea vuestro linaje. Areté será de ahora en adelante un lugar para el encuentro, y no para la exclusión. Los perfectos tendremos que trabajar mucho en los próximos años para resarcir al mundo por todo el daño que hemos hecho. Asumimos la culpa de nuestros antecesores, pero, a la vez, comenzamos este nuevo camino con la conciencia limpia y un gran deseo de trabajar por el bien común. Por eso, como prueba de buena voluntad, queremos ofrecer al mundo la ciudad de Dahel para convertirla en la nueva capital científica de la Humanidad (y en este término incluyo también a las quimeras). El universo nos espera, y es mucho lo que queda por hacer. Todos seréis bienvenidos en esta nueva aventura… Todos sin excepción. Las expediciones comenzarán pronto; más pronto de lo que pensáis… El último gran anuncio que quiero haceros hoy es que una nave bautizada como «Nueva Zoe» estará lista para partir hacia la Puerta de Caronte en menos de cuatro meses. A bordo viajarán las personas que se sientan en este estrado, y también algunas más. Pero este solo será el comienzo… Habrá muchos otros viajes. Esta vez nos mantendremos unidos, y haremos las cosas bien.
De nuevo estallaron los aplausos, que cesaron cuando Jude retomó la palabra. Pero Martín solo escuchó a medias el resto del discurso. Sus ojos no se podían apartar de los conocidos rostros del estrado: El Baku, la anciana Diana Scholem, Deimos, Casandra…
Él también podría haber estado sentado allí. Se lo habían ofrecido, pero había dicho que no. Lo había hecho por Alejandra, porque sabía que ella no iba a poder acompañarle en aquel viaje. Tenía que viajar al pasado, no le quedaba otra opción… Debía hacerlo para escribir el Libro de las Visiones, gracias al cual todo aquello estaba sucediendo.
Y él debía acompañarla. Era lo menos que podía hacer. La quería, deseaba tener un futuro con ella, y por otro lado se sentía responsable de todo lo que le había pasado a la muchacha desde aquel lejano día en que un experimento rutinario en el laboratorio del instituto cambió sus vidas para siempre.
Después de los últimos aplausos y aclamaciones de entusiasmo, la multitud había comenzado a abandonar la plaza. El estrado se había quedado vacío. Iba a celebrarse una gran fiesta junto a las transparentes aguas de Ur, y todos estaban invitados.
Martín notó sobre sí la mirada inteligente y reflexiva de Alejandra.
—¿Te ha gustado? —preguntó, volviéndose hacia ella con una sonrisa—. Puedes sentirte orgullosa; nada de esto habría ocurrido sin ti…
Alejandra asintió, aunque sus labios no sonrieron. Jacob y Selene también seguían sentados allí, mientras las gradas se vaciaban a su alrededor.
—Y vosotros, ¿por qué no vais con ellos? —preguntó Martín, mirándolos—. Imaginaos todo lo que les espera…
Selene se desperezó en su asiento. Sus movimientos eran elásticos, distendidos.
—Ya habrá tiempo para eso, si algún día queremos —dijo—. Ahora tenemos derecho a descansar un poco, ¿no? Quiero conocer a mi familia, viajar… Vale, lo admito, también estar con él y disfrutar un poco de la vida.
Pronunció la última frase mirando a Jacob, que asintió de mala gana. Al muchacho todavía le costaba expresar sus sentimientos, y más aún hablar de ellos en público.
—Tú también podrías quedarte un tiempo por aquí antes de volverte con Alejandra —dijo indeciso, mirando a Martín—. Después de todo, aquí también tienes una familia. Erec está destrozado desde que le dijiste que no ibas a quedarte; por no hablar de tu abuela…
Martín asintió con tristeza.
—Lo sé —murmuró—. Pero si espero, luego será más duro. No puedo pasarme la vida yendo y viniendo del pasado al futuro y del futuro al pasado. Tengo que elegir… Y ya he elegido —concluyó mirando a Alejandra.
Ella le apretó la mano, pero no dijo nada.
Jacob, por su parte, parecía algo nervioso, como si tuviera algo que decir y no encontrase el modo de hacerlo.
—He estado pensando que, cuando volváis, a lo mejor podríais buscar a Saúl —murmuró por fin, mirando al vacío—. Es posible que haya muerto, con la guerra y todo eso. Pero, si sigue vivo… No sé, me gustaría que lo encontraseis y que le dijeseis que le quiero. Cuando estuve con él no supe entenderle. Ahora, después de todo lo que nos ha pasado, creo que le comprendo mejor… Es mi padre, después de todo.
—Lo buscaremos —aseguró Martín.
—Si lo encontráis, recordadle que aquí tiene una familia. A lo mejor hasta podríais convencerle de que viaje a través de la esfera… A mi madre le gustaría volver a verlo después de tantos años.
Guardaron silencio durante unos segundos, cada uno abstraído en sus propios pensamientos. Fue Selene quien, finalmente, rompió la mágica serenidad de aquel instante.
—Mi familia me estará esperando —dijo—. No me gustaría perderme el principio de la fiesta… ¿Qué, venís con nosotros?
Martín estaba a punto de asentir, pero Alejandra hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Espero que no os importe, pero tengo una sorpresa preparada para Martín —dijo—. Pasadlo bien…
Jacob y Selene intercambiaron una mirada cómplice.
—Vale, vale, os dejamos solos —dijo Jacob, fingiendo un enfado que no sentía—. Mañana nos vemos, supongo… Martín, espero que la sorpresa te guste —la mirada asesina de Selene pareció confundirlo—. Vale, vale, ya me callo… Hasta mañana, chicos.
Sin moverse de sus asientos, Alejandra y Martín observaron a sus dos amigos mientras estos bajaban las escaleras y atravesaban la plaza en dirección al río, mezclándose con un festivo grupo de quimeras voladoras que pasaban cantando una vieja canción de la Edad Oscura.
Cuando el grupo se alejó, la plaza se quedó completamente vacía. Martín contempló con gesto pensativo la estatua sin cabeza que presidía el lugar. Una antigua representación del Auriga del Viento… A su lado, sentía la respiración suave y algo irregular de Alejandra.
Se volvió hacia ella, sonriendo.
—¿Eso de la sorpresa iba en serio, o no era más que una excusa para quedarnos solos? —preguntó.
—Iba completamente en serio —como para demostrarlo, Alejandra se puso en pie y le tendió la mano—. Ven, quiero enseñarte algo… Pero prométeme que no vas a decir ni una palabra hasta que lleguemos, ¿de acuerdo?
—Te doy mi palabra —dijo Martín, alzando solemnemente una mano mientras enlazaba la otra con la de Alejandra—. Pero no entiendo por qué estás tan seria…
Alejandra se llevó un dedo a los labios para hacerle callar, y él obedeció. Juntos, descendieron las gradas y caminaron por la plaza del Auriga hasta meterse por una de las calles laterales.
Martín adaptó su paso al de Alejandra y se dejó guiar sin fijarse demasiado en los lugares que atravesaban. Aquella sensación de abandono era nueva para él. Nueva, y también agradable… Después de unos minutos, incluso agradeció la promesa que Alejandra le acababa de arrancar. Compartir el silencio de las calles desiertas con Alejandra; caminar sin prisas a su lado, confiando totalmente en ella, sin tener que pensar adónde se dirigían o si iban por el camino correcto… Todas esas sensaciones se confundían en su interior provocándole una inexplicable exaltación, algo muy semejante a lo que experimenta un niño al despertarse en la mañana de su cumpleaños.
Vista así, a la luz del atardecer, tan serena y silenciosa, Quimera le pareció una ciudad encantada. Contempló con curiosidad las formas continuamente cambiantes de sus edificios, las fachadas giratorias, los molinos de aspas blancas o plateadas, las norias de madera que hundían sus cangilones en las aguas de los canales arrancándoles una deliciosa música. Eran casas de cuento para seres de cuento, pero mucho más parecidos interiormente a los seres humanos de lo que ellos mismos creían. Se preguntó en cuál de aquellas casas pensarían vivir Leo y Koré. Apenas podía imaginar cómo sería la vida cotidiana de aquella pareja de criaturas viejísimas y, a la vez, eternamente jóvenes, inmortales…
Ese pensamiento le produjo, sin saber por qué, una punzada de melancolía. Miró de soslayo a Alejandra, que avanzaba con seguridad a través del laberinto de calles y canales, como si supiera exactamente adónde quería ir. A diferencia de Leo y Koré, ellos no eran inmortales. Sus cuerpos estaban expuestos al envejecimiento y la enfermedad, y algún día tendrían que enfrentarse a la muerte.
En su caso, el proceso sería menos doloroso. Al fin y al cabo, su organismo era el resultado de varios siglos de mejoras genéticas, eso sin tener en cuenta las numerosas modificaciones que el Baku había introducido en los genomas de los Cuatro de Medusa…
Pero el caso de Alejandra era distinto. Por mucho que le doliese, no podría evitar que envejeciese más deprisa que él. Tal vez ni siquiera pudiesen tener hijos… Mil años de evolución artificial dirigida podían haber creado una barrera biológica insalvable entre los dos.
Además, la vida que les esperaba juntos estaba en el pasado. Un pasado algo mejor que el de su infancia, pero, aun así, convulso e incierto. ¿Qué derecho tenían ellos a traer hijos al mundo en unos tiempos así, aun en el caso de que finalmente resultara posible? ¿Y cómo iban a explicarles su extraño origen, el hecho de que pertenecieran simultáneamente a dos épocas completamente diferentes? Sobre todo, ¿cómo iban a protegerlos? Recordaba el rostro de sufrimiento de su madre adoptiva, las veces que la había visto llorar en secreto, cuando no sabía que él la estaba observando… Estaba seguro de que, entonces, lloraba sobre todo por él, por su futuro. Sofía Lem temía lo que pudiera ocurrirle en el oscuro mundo en el que les había tocado vivir. Y él no se sentía capaz de soportar ver sufrir de esa forma a Alejandra… Pero ¿cómo iba a evitarle esa incertidumbre y ese sufrimiento?
Pensó entonces en su hermana Imúe. En realidad, su hermana adoptiva. Aún no había asimilado del todo su nacimiento… El hecho de que Sofía y Andrei se hubiesen decidido a tener una hija después de lo mucho que habían sufrido sin duda significaba algo. Significaba que, a pesar de todo, aún les quedaba esperanza. Y aquella niña, Imúe… Erec le había explicado que ese era el nombre de la fundadora de su linaje. ¿Significaba eso que, después de todo, Sofía y Andrei eran sus antepasados? Le gustaba la idea, aunque aún podía resultar que lo del nombre de su hermana no fuese más que una extraña coincidencia.
Volvió a la realidad al notar que Alejandra se había detenido. Estaban en el muelle, a la orilla de las aguas transparentes de Ur, pero muy lejos del lugar donde se celebraba la fiesta. La suave brisa primaveral arrastraba hasta allí los ecos apagados de la música, pero en el muelle todo estaba tranquilo. Amarrados a la orilla había varios barcos grandes, de indescriptible belleza. Parecían hechos de maderas nobles y antiguas, y se mecían rítmicamente en las aguas de Ur, el dragón de agua que rodeaba y protegía la ciudad como un anillo de plata líquida.
La puesta de sol había dejado un franja de claridad rosada en el horizonte, sobre los bosques del otro lado del río. En el cielo, de un azul tan oscuro y profundo que parecía sacado de una antigua pintura renacentista, brillaban ya las primeras estrellas. Martín las contempló con aire soñador. Distinguió entre ellas el fulgor fijo y rojizo de Marte. Resultaba casi increíble pensar que, una vez, él había estado allí. Y también resultaba increíble y maravilloso pensar que algún día, gracias al legado del planeta Zoe, habría seres humanos viviendo en los planetas que giraban alrededor de muchas de aquellas estrellas que ahora estaba viendo.
—Son bonitas, ¿verdad? —dijo Alejandra.
Su voz sonaba extrañamente ronca en medio de aquel silencio, con el ruido de fondo de las aguas del río chocando una y otra vez contra los muros de piedra del muelle.
—Son preciosas, sí —admitió Martín, sonriendo.
—Me gusta la cara que se te pone cuando las miras. Es como si… No sé, como si estuvieses viendo algo que el resto de la gente no ve.
Martín se encogió levemente de hombros.
—Supongo que no puedo evitarlo.
Lo había dicho casi en tono de disculpa.
Por fin, después de tanto tiempo, los labios de Alejandra esbozaron una leve sonrisa.
—Este es nuestro barco —dijo, señalando la embarcación que tenían justo delante, un velero de tres palos y cubierta de madera oscura—. ¿Te gusta?
—Es… ¡Es precioso! —Martín buscó su mirada, sorprendido—. ¿Por qué dices que es nuestro?
—El Baku nos lo ha regalado. Es solo nuestro… Un hogar en Quimera, para ti y para mí.
—Nuestra primera casa —dijo Martín, sonriendo.
Pero de pronto entendió lo que estaba a punto de pasar. Entendió la gravedad de Alejandra, su pudoroso silencio, la sombría profundidad de su mirada.
—Nuestra primera noche entera juntos —murmuró—. Sin amenazas, sin sobresaltos. Solos. Por fin…
Alejandra saltó con agilidad a la cubierta del barco, que se balanceó suavemente bajo sus pies. La oscuridad se había vuelto más densa en aquellos pocos minutos que llevaban en el muelle, tanto que Martín ya no podía distinguir más que la silueta de la muchacha, pero no la expresión de su rostro.
—Vamos —dijo ella, tendiéndole la mano. Martín saltó, y al aterrizar a su lado la rodeó con sus brazos—. Tenía tantas ganas de que llegara este momento…
—Nuestra primera noche —repitió Martín. Notó, sorprendido, la quemazón de las lágrimas en sus ojos—. No es justo que hayamos tenido que esperar tanto…
—Nada es justo —en la oscuridad, la voz de Alejandra sonó maravillosamente cercana y temblorosa—. Nada es justo, pero todo es hermoso. Ven conmigo, anda… Esta noche no tengo ganas de dormir.
La luz pajiza del amanecer se filtraba a través de la ventana del camarote, bañando los muebles en su resplandor dorado y polvoriento. Con los ojos cerrados y el rostro hundido en la almohada, Martín aspiró el perfume suave que había dejado en ella el cabello de Alejandra. Perezosamente, estiró una mano buscando sus rizos, pero no los encontró.
Aquella ausencia le arrancó del dulce sopor que le envolvía desde que se había despertado. De pronto fue consciente de todo lo que ocurría a su alrededor: el balanceo rítmico del barco, la música del agua chocando una y otra vez contra su casco de madera, el olor a sándalo y a jazmín que impregnaba el camarote…
Abrió los ojos y se incorporó un poco. La silueta de Alejandra se recortaba, de espaldas, sentada frente a un viejo escritorio de caoba. Estaba escribiendo a toda prisa en un teclado invisible para él. Era como verla tocar un piano inexistente.
Ella debió de notar sus movimientos, porque dejó de escribir y se giró hacia la cama.
—Buenos días, amor —le saludó. En su rostro había una sonrisa extraña, un poco triste—. ¿Ya te has despertado?
—Sí. Pero ya veo que tú has madrugado más que yo… —Martín señaló hacia el escritorio—. ¿Qué estás haciendo?
—No podía dormir, así que me levanté y me puse a escribir. Ya que tengo que hacerlo, mejor empezar cuanto antes, ¿no crees?
La sonrisa que danzaba en el rostro de Martín se desdibujó de golpe. La agradable excitación que le producía la cercanía de Alejandra, mezclada con los recuerdos de la noche anterior, se transformó, de pronto, en un vago sentimiento de angustia.
—¿Has empezado a escribir el Libro de las visiones? —preguntó, incrédulo—. ¿Precisamente hoy?
Alejandra hizo un vago gesto de disculpa.
—Mejor hoy que mañana —murmuró—. Ahora todavía tengo frescos los recuerdos de todo lo que ha ocurrido. Sobre todo me refiero a tu duelo con Dhevan, a todo lo que le dijiste y lo que él te dijo.
—Estás exagerando. —Martín se desperezó, sonriendo de nuevo—. Ya sabes que mis implantes graban los recuerdos con una precisión absoluta.
—Pero los míos no. Mi memoria es más imperfecta que la tuya, y no quiero cometer ningún error. El libro debe contener la mezcla perfecta de verdades y mentiras para engañar a Hiden y a todos sus descendientes. Gracias a eso pudiste vencer a Dhevan… Es una responsabilidad muy grande.
—Siempre puedes descargarte una copia del Libro de las Visiones en tu rueda neural —propuso Martín medio en broma—. Así no tendrías que molestarte en escribirlo…
—Ya lo sé —dijo Alejandra, pensativa—. El libro sería un djinn, como tu espada. Tendría una existencia completamente circular. Solo que, en este caso, no va a ser así. Quiero asegurarme de que el libro cuenta exactamente lo que yo deseo contar. Quiero escribir ese libro, Martín… Quiero que cada palabra que figura en él proceda de una decisión mía.
—Te entiendo —dijo Martín.
Ella se levantó del escritorio y se sentó en el borde de la cama. Se miraron un largo instante antes de fundirse en un apasionado beso.
—De todas formas, podrías volver a acostarte —propuso Martín, casi con timidez. Aún sentía en los labios el cosquilleo del beso de Alejandra—. El libro no corre prisa. Ya lo escribirás cuando volvamos al pasado… Si se te olvida algo, yo estaré allí para recordártelo, así que no tienes por qué preocuparte.
Alejandra se apartó un poco de él y lo observó con la cabeza ligeramente ladeada.
—No, Martín. Tú no estarás allí —dijo en voz baja, quebrada—. Ese viaje lo voy a hacer yo sola. Este es tu mundo, y no voy a permitir que renuncies a él.
Martín se quedó mirándola fijamente, estupefacto. De pronto sintió frío, un frío interior que era a la vez un vacío, una ausencia extraña de argumentos, como si de pronto su cerebro se negase a funcionar y a fabricar una réplica frente a las palabras de Alejandra.
—Pero yo no quiero quedarme si tú… Mi mundo está donde estés tú —consiguió decir finalmente.
Se sentía desesperado por su ridícula torpeza.
Alejandra, sin embargo, no había perdido la calma. Lo miraba con el ceño levemente fruncido y un intento de sonrisa en los labios. Era como si llevase mucho tiempo preparándose para aquel instante, como si lo hubiese ensayado de antemano. Tal vez por eso, aunque se había puesto muy pálida, Martín supo con certeza que no iba a echarse a llorar.
—Te estuve observando ayer, mientras Jude hablaba de la próxima expedición a bordo de esa nueva nave que van a construir —dijo en tono sereno—. Y luego en el muelle, cuando contemplabas las estrellas. ¿Crees que no me doy cuenta de lo que ese viaje significa para ti? También te observé cuando estuvimos en el pasado, y vi que no eras feliz, que no podías serlo. La mitad de tu mente estaba en otra parte. Pensabas constantemente en lo que te estabas perdiendo. No puedes intentar convertirte en lo que no eres, Martín. No voy a aceptar ese sacrificio… No sería justo.
Mientras Alejandra hablaba, el vacío que se había apoderado de Martín se fue transformando en un dolor sordo, avasallador y pegajoso. Era como estar dentro de una pesadilla. Pero, al mismo tiempo, se trataba de una especie de despertar; un momento temido, pero inevitable… Había llegado a convencerse de que nunca llegaría. Sin embargo, había llegado. Lo veía en los ojos de Alejandra, en su expresión tranquila y vacía de esperanza.
—No quiero perderte —se maldijo a sí mismo por el tono casi infantil de su súplica, que contrastaba de modo tan vivo con la dulce firmeza de su amiga—. No quiero que te vayas…
Comprendió nada más decirlo que aquello había sido un error.
—Que te vayas sin mí —rectificó, para arreglarlo.
Ella extendió una mano hacia su rostro y le acarició la mejilla.
—Martín —su voz nunca había sonado tan apasionada, tan tierna. Y a la vez, quizá, tan necesitada de afecto—. Martín, qué poco has cambiado… Sigues siendo el chico heroico y caballeroso que me conquistó en El Jardín del Edén. Un tipo inteligentísimo que a veces no se entera de nada.
—Quizá porque no quiere enterarse —murmuró Martín con la voz estrangulada por la emoción.
—Quizá. Aunque yo sé que, cuando llegan los momentos importantes, a él nunca le falta valor. Siempre sabe estar a la altura de las circunstancias…
—¿Y ha llegado uno de esos momentos?
Alejandra sonrió.
—Sabes que sí.
Se miraron largamente. Martín se moría por acariciarla, por tomarla en sus brazos y arrancarle aquella máscara de serenidad que, sin saber por qué, le dolía.
Sin embargo, no lo hizo.
—He estado pensando en la semilla que me dio Ixión —dijo Alejandra—. Debo llevarla al pasado para plantar el que un día será el gran Árbol Sagrado de Areté. Pero no puedo dejar de pensar que ese árbol maravilloso se ha quemado. Los ictios han intentado salvarlo, pero el fuego lo consumió por dentro, hasta las raíces…
Martín asintió con la cabeza, animándola a continuar.
—He pensado que podríamos dividir la semilla —prosiguió Alejandra, hablando con rapidez—. Al fin y al cabo, no es una semilla verdadera, sino un pequeño fragmento del planeta Zoe. Estoy segura de que cada una de sus dos mitades bastaría para formar un árbol maravilloso y completo.
—Y quieres plantar una de las dos mitades en el pasado…
—Y quiero que tú plantes la otra mitad donde estaba el árbol que se quemó.
Martín dejó de esforzarse por retener las lágrimas. Las sintió deslizarse por sus mejillas, tibias, incontrolables. Era un alivio dejarse arrastrar por ellas, notar cómo la desesperación se transformaba en aquella corriente que, al escapar de él, lo dejaba vacío, pero más vivo que nunca.
—Quizá algún día…
No terminó la frase; Alejandra no se lo permitió. Volvieron a besarse, a buscarse la piel con urgencia, pero también con extremado cuidado, como si temiesen hacerse daño el uno al otro.
Y en ese momento, por primera vez en su vida, Martín tuvo la sensación de estar contemplando el corazón de Alejandra.
La visión de aquel instante no lo abandonaría nunca a partir de entonces. En adelante, lo acompañaría a todas partes, siempre tan fresca como una herida recién abierta… y a la vez tan conocida como un viejo dolor.