Capítulo 16
La nave de los mil años
En el centro de operaciones de la base de Mider, Diana Scholem esperaba impaciente a que la imagen borrosa que los monitores le enviaban desde la Tierra se perfilase en un holograma nítido. Ya sabía, para entonces, a quién se iba a encontrar al otro lado del intercomunicador. Una de sus colaboradoras había acudido a avisarla cuando estaba a punto de embarcarse rumbo a Arendel para comprobar la seguridad de las rutas, ahora que los troyanos de Dédalo ya no podían hacerles ningún daño.
Tal y como esperaba, la imagen de Hiden terminó consolidándose ante los proyectores. Le sorprendió un poco su expresión desafiante. Aquella sonrisa no era la de un hombre que acababa de perder sus principales armas en la guerra que estaba librando, sino la de alguien seguro de poder obtener todavía la victoria.
Esa expresión, y el jactancioso saludo del presidente de Dédalo, consiguieron desconcertar por completo a Diana.
Esforzándose por ocultar su inquietud, la presidenta de Uriel se sentó ante el holograma de su enemigo, cruzó las piernas bajo su elegante túnica azul y lo miró a los ojos.
—¿Qué quieres, Hiden? —preguntó, sin disimular su impaciencia—. Creía que en estos momentos tendrías cosas más urgentes que hacer que charlar conmigo…
—¿Te refieres a recomponer mi maltrecho ejército? —repuso Hiden con una sonrisa radiante—. No hay prisa, querida. En realidad, las cosas no están tan mal como en un principio pensé. Yo mismo fui el primer sorprendido. Sin la influencia de los troyanos en mis soldados, pensé que se produciría una desbandada general, pero no ha sido así. Muchos han decidido seguir conmigo… ¿Qué te parece? Curioso, ¿no es verdad?
Diana frunció el ceño.
—La verdad es que no me sorprende demasiado —confesó—. La gente, a menudo, prefiere cualquier cosa antes que enfrentarse al cambio. La mente humana es una máquina prodigiosa de inventar excusas…
—Qué forma tan escéptica de hablar —dijo Hiden sonriendo con malicia—. Tú, la defensora de la Humanidad Responsable, de la madurez colectiva para afrontar grandes empresas… ¿Qué dirían tus admiradores si te oyesen expresarte así?
Diana suspiró. Tenía ojeras muy marcadas bajo los ojos, y parecía enormemente cansada.
—¿Has llamado para tomarme el pelo? —preguntó, exasperada—. ¿Has puesto el mundo patas arriba, y lo único que se te ocurre es intentar provocarme? Eres un insensato, Hiden. Un insensato y un frívolo… Creo que, de todos tus defectos, es el que menos soporto: tu frivolidad.
Hiden emitió una alegre y sonora carcajada.
—Mi querida Diana, tú siempre tan solemne. Siempre dispuesta a cargar con todos los errores y las culpas del peso del género humano para unos hombros tan frágiles… Pero no te preocupes; lo soportarás por poco tiempo. Diana hizo una mueca de disgusto.
—Ahora toca jugar a las adivinanzas, por lo que veo —murmuró—. Siento tener que arruinarte la diversión, pero si crees que voy a quedarme aquí toda la mañana para jugar contigo al ratón y al gato…
El holograma de Hiden arqueó las cejas.
—¿La mañana? ¿Ya ha amanecido un nuevo día en tu Magnífico, rincón de Marte? —se frotó las manos como si esa fuera la mejor noticia del mundo—. Está bien, querida. Si tienes tanta prisa, seré muy breve. Únicamente quería comunicarte que harías bien en izar la bandera blanca y suplicar clemencia, porque has perdido la guerra.
Esta vez, fue Diana la que se echó a reír. Las palabras de Hiden eran demasiado ridículas como para escucharlas con seriedad.
—Escucha, Hiden —dijo Por fin, recobrando la compostura—. Supongo que las últimas horas han debido de ser muy duras para ti, y que el trauma te ha reblandecido el cerebro. Algunos lo considerarían un espectáculo agradable, pero yo nunca he sido vengativa. Vete a descansar unos días a tu isla del océano Índico. Habla con tus asesores. Cuando estés en condiciones de razonar, discutiremos los términos del tratado de paz.
Esta vez, en lugar de echarse a reír, Hiden clavó en Diana una mirada amenazadora.
—Eres tú la que no entiende nada, preciosa —dijo en tono apagado—. ¿Crees que porque tu chico haya conseguido neutralizar mis troyanos has ganado la guerra? Eres una ilusa… Su hazaña solo conseguirá alargar un poco el conflicto. Más dolor, más muertes, más penurias para todos. La Humanidad te estará agradecida.
—Estás loco, Hiden. Sin los troyanos, no tienes nada que hacer. Todas las corporaciones están contra ti. Juntos podemos aniquilar tu ejército… Espero que tengas el buen sentido de impedir que las cosas lleguen tan lejos.
El holograma de Hiden sonrió con aire hastiado.
—No niego que podría haber ocurrido —concedió, encogiéndose de hombros—. Si hubieseis conseguido extender el software anti-troyanos un poco antes, me habríais dejado muy poco margen de actuación. Pero la guerra estaba acabada cuando ese programa tomó por asalto las ruedas neurales de mis «colaboradores». Aún sin ayuda de los troyanos, sigo controlando las principales ciudades del mundo. Puede que a la gente ya no le entusiasme tanto como antes colaborar en mi «proyecto», pero eso no significa que vayan a volverse contra mí. Ahora son libres, pero eso no quiere decir que hayan dejado de ser cobardes.
—Como sueles hacer, subestimas a la gente normal y corriente. Ese ha sido siempre tu gran error.
—Puede que sí —el holograma de Hiden resopló, como si la conversación le estuviese aburriendo—. En fin, Diana, yo no te llamaba para pedirte opinión acerca de mi forma de dirigir Dédalo. Solo quería informarte personalmente de algo que supuse que te interesaría… Me refiero a tus cuatro espías; los que enviaste a la Ciudad Roja.
Diana desvió un momento la mirada a la derecha del panel de comunicaciones, hacia el extremo en penumbra de la sala. Después, sus ojos volvieron a centrarse en Hiden.
—Sí —su tono era neutro—. ¿Qué ocurre con ellos?
—El problema de confiar misiones tan peligrosas a gente a la que aprecias es que puedes terminar perdiéndola —los fríos ojos de Hiden reflejaban diversión—. Lamento tener que comunicarte que esos pequeños traidores han muerto… Los cuatro.
Diana consiguió que no se le moviera ni un solo músculo del rostro. Sus facciones permanecieron rígidas como las de una máscara.
—¿Estás seguro de lo que dices, Hiden? —preguntó—. Porque yo creo que mientes…
El aludido hizo un gesto de impaciencia.
—Vamos, Diana, ¿de verdad vas a hacerte la sorprendida? No irás a decirme ahora que no sabías adónde los enviabas y el peligro que corrían…
—Yo no los envié —la voz de Diana tembló ligeramente—. Lo que hicieron fue decisión suya.
—Ya; unos chicos muy emprendedores. En otras circunstancias, podrían haber llegado a hacer grandes cosas. Sobre todo Martín; ambos sabemos lo especial que era.
Diana se puso en pie, incapaz de soportar aquella pantomima por más tiempo.
—Si tienes algo concreto que negociar, dilo ya, Hiden —exigió—. El resto no me interesa… Ya me has mentido demasiadas veces, de modo que pierdes el tiempo si piensas que voy a creerme tus historias.
Hiden asintió, como si esperase aquella respuesta.
—Imaginaba que me pedirías pruebas —rebuscó en su bolsillo con gesto teatral—. Tan desconfiada como siempre… Bien; supongo que esto te convencerá.
Diana observó con atención los minúsculos fragmentos dorados que el presidente de Dédalo exhibía en la palma de su mano. Luego alzó los ojos hacia Hiden con expresión interrogante.
—¿No sabes lo que es? —Hiden parecía a punto de estallar de satisfacción—. La muchacha lo llamaba «la llave del tiempo». Un objeto curioso, ¿no crees? Tecnología del siglo DV… ¡Una pena tener que destruirlo!
Diana tardó unos segundos en reaccionar.
—No lo entiendo. ¿De dónde la has sacado?
—La tenía la chica, Alejandra. Se la quitamos antes de terminar con ella… Ya te dije que todos habían muerto.
—¡Mientes! —Diana se dio cuenta de que estaba gritando—. Quiero ver sus cadáveres…
Hiden hizo una mueca de repugnancia.
—Por favor, querida, no seas absurda —repuso sonriendo—. No suelo conservar los cadáveres de mis enemigos. ¿Por quién me has tomado? ¿Esperabas que hubiese ordenado cortar sus cabezas y exhibirlas clavadas en estacas sobre las murallas de la ciudad?
Diana cerró los ojos. Estaba permitiendo que sus emociones hablasen por ella, que era precisamente lo que quería Hiden. Era un error; conocía lo suficiente al malévolo anciano disfrazado de treintañero como para saber que aprovecharía cualquier signo de debilidad por su parte.
Tragó saliva, procurando deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.
—Quiero lo que queda de la llave —dijo, señalando los fragmentos que Hiden sostenía en su mano—. ¿Qué puedo darte a cambio? Estoy dispuesta a negociar.
Hiden sonrió con desdén.
—No hay nada que puedas ofrecerme que me interese, Diana. No voy a venderte esta pequeña reliquia tecnológica.
Ya no necesito negociar contigo. ¿Qué pretendías, reconstruirla? —arqueó las cejas burlonamente—. Tus ingenieros no sabrían ni siquiera por dónde empezar.
—¿Por qué lo has hecho? —Diana había conseguido dominar el tono de su voz, pero sus ojos echaban chispas—. Es una estupidez destruir algo tan valioso. ¿Tanto te ciega el odio?
Hiden apretó los labios un instante. Luego se relajó.
—Estoy acostumbrado a convivir con el odio —contestó, sosteniéndole la mirada a la presidenta de Uriel—. Hace mucho tiempo que no dejo que me ciegue. Me conoces muy poco, querida… Si he destruido la llave, ha sido porque no quiero que ni tú ni tu gente volváis a utilizarla.
Diana desvió los ojos del rostro de Hiden. Miraba a algún punto indeterminado de la pared que había más allá del emisor holográfico, detrás de la imagen de Hiden.
—¿Crees que no sé lo que has estado haciendo? —vociferó de pronto el anciano, colérico—. Pretendías escapar con unos cuantos miles de personas si las cosas se ponían feas. Para eso has malgastado la mitad de los recursos de tu corporación construyendo esa puerta estelar situada junto a Plutón en plena guerra. Un nuevo mundo, ¿verdad? Un lugar donde recuperar fuerzas para luego volver y plantarme cara de nuevo. Hasta tienes una nave preparada; incluso conozco su nombre: Methuselah. Un nombre ridículo, por cierto…
—¿Y qué tiene que ver todo eso con la llave del tiempo? —Diana logró que su voz no delatase ninguna emoción.
—¿Que qué tiene que ver? —Hiden seguía gritando—. ¡No voy a dejarte escapar, Diana! Voy a cerrarte todos los caminos… Si pretendías huir con un puñado de seguidores al futuro, ya ves que va a resultarte imposible —agitó la mano que contenía los restos de la llave del tiempo—. Y, en cuanto a lo otro… He enviado un escuadrón de naves interplanetarias a destruir tu maldita puerta estelar. Tampoco podrás huir por ahí… Estás atrapada, como el resto de tu gente.
Diana frunció el ceño, horrorizada.
—No puedes hacer eso —dijo, casi en tono suplicante—. Esa puerta supone un gran avance en la Historia de la Humanidad. Ha costado mucho esfuerzo terminarla, no puedes destruirla… Cuando se sepa lo que has hecho, la gente no te lo perdonará jamás.
Hiden sonrió, exasperado.
—Ahora te has vuelto profeta —dijo—. Sí, ya sé que muchos te consideran una especie de oráculo, una guía espiritual infalible. Se llaman a sí mismos «areteos». Forman pequeñas comunidades bastante anárquicas que, por el momento, solo tienen en común su fe en Diana Scholem y su estupidez.
—Con el tiempo, quizá logren construir algo grande.
—Otro vaticinio. ¿Sabes que yo también le he cogido gusto últimamente a eso de las profecías? —Hiden se llevó la mano a una joya dorada que colgaba de su cuello, sujeta por una cadena—. Lo que pasa es que yo no me conformo con vagas predicciones basadas en mis propios deseos. No; a mí me gustan las profecías garantizadas. Como estas.
Quitándose el colgante, Hiden lo colocó ante la cámara holográfica que transmitía su imagen y levantó su tapa dorada. En unos segundos, Diana vio concretarse ante ella el holograma de un viejo códice de aspecto medieval. Comenzó a recorrer con la vista los primeros renglones de la página por la que el libro se había abierto. Hablaban de Uriel como si se tratara de una persona concreta, o más bien de una criatura mágica… Al final del párrafo se añadía a aquel nombre el apelativo de «Ángel de la palabra».
La imagen del libro se desvaneció en el aire antes de que pudiera seguir leyendo. Cuando alzó los ojos hacia Hiden, este aún acariciaba entre sus dedos el colgante dorado.
—¿Qué diablos era eso? —preguntó, señalando a la joya de la que había brotado el holograma del códice.
—Era un libro, querida. Aunque, hasta ahí, supongo que ya lo habías adivinado… —Hiden parecía estar disfrutando con aquel juego—. Lo que tal vez no hayas llegado a deducir es que se trata de un libro del futuro. Mira, como me siento generoso, estoy dispuesto a contarte más: Se llama el Libro de las Visiones, y, durante siglos, la Humanidad lo considerará un libro profético. En realidad recoge los recuerdos de un viajero del tiempo… Lo que significa que todo lo que cuenta se cumplirá.
Diana lo contempló horrorizada.
—No es posible —murmuró—. ¿Cómo ha llegado a tus manos?
—Ah, eso. Alguien me lo trajo del futuro. Alguien que cree en mí. Yo también tengo mis seguidores, querida; y con el tiempo se volverán mucho más poderosos que los tuyos. Gracias a este libro, podré garantizarles un éxito tras otro. Estarán preparados para todo. El resto de la Humanidad los venerará como si fueran dioses. ¿Lo entiendes ahora? Esa es la verdadera guerra que estamos librando tú y yo, Diana. A estas alturas, me importa muy poco el control de una ciudad más o menos, de una mente más o menos. Lo que quiero es el futuro —añadió haciendo oscilar la cadena que sostenía el colgante—; y lo tengo en mis manos.
Un chisporroteo de nieve estática hizo vibrar el holograma de Hiden, y luego su imagen desapareció. El presidente de Dédalo había interrumpido la comunicación.
Diana enterró el rostro entre las manos y se quedó inmóvil durante unos instantes. Después, levantó la cabeza y miró hacia la pared que había detrás del proyector. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada en aquella pared y las piernas cruzadas, se encontraba Jade. Las miradas de las dos mujeres se cruzaron.
Jade fue la primera en romper el silencio.
—No debes creerte todo lo que dice —aconsejó—. Es un embustero y un manipulador… Siempre lo ha sido.
—Podría estar diciendo la verdad. Tú misma te salvaste de milagro. Y no miente en lo que se refiere a Kip… Jade frunció sus bellas cejas oscuras.
—Su muerte fue un accidente —dijo—. Los que asaltaron nuestra nave no querían matarnos. Solo les interesaba Alejandra, y querían cogerla viva. Si no, hubieran destruido nuestro cacharro…
—Es cierto —murmuró Diana—. O podrían haberte cogido también a ti.
—Creo que tenían instrucciones de coger a Alejandra y dejarnos seguir nuestro camino. Si Kip no se hubiera empeñado en arrebatársela, no lo habrían matado. Pobre Kip… Confiaba demasiado en sí mismo.
Diana asintió con ojos ausentes. Luego, con un movimiento brusco, se puso en pie y caminó hacia Jade. Le dirigió una tímida sonrisa y se sentó en el suelo junto a ella, imitando su postura.
—Me gusta sentarme en el suelo cuando tengo problemas —dijo Jade—. Las cosas se ven más grandes y yo me veo más pequeña. Lo curioso es que eso me tranquiliza… Además, el suelo es sólido, un punto de apoyo seguro para tomar impulso y levantarse de nuevo.
Diana rio sin alegría.
—Eso me suena a la jerga espiritual de los entrenadores de Arena —apuntó.
—No deberías reírte de ella. Es sabiduría muy antigua. Si mi padre estuviese vivo, podría darte algunas lecciones…
Diana buscó la mano de la antigua contrabandista y se la apretó, en un gesto conciliador.
—Perdona —dijo—. Es que estoy asustada. Quizá tengas razón en lo de Alejandra, pero Martín… Hiden lo odia, y, si lo ha atrapado, es muy capaz de haberlo matado.
A su pesar, Jade hizo un gesto afirmativo.
—Sabíamos que lo que iba a hacer era muy peligroso —murmuró—. Y también sabemos que lo consiguió, que introdujo el software anti-troyanos en Virtualnet… Por lo menos, consiguió llegar al corazón de Chernograd.
—Sí. —Diana guardó silencio durante unos instantes—. Supongo que lo que no consiguió fue salir.
Las dos mujeres miraban al frente, a las paredes rocosas de aquel pequeño refugio conectado con la ciudad de Mider e iluminadas por verdes antorchas biónicas.
—Martín es increíble —observó Jade, pensativa—. No podemos descartar que haya logrado escapar. A Hiden le interesa minar tu confianza…
—Si hubiera escapado, ya tendríamos noticias suyas. Hace más de quince días que Virtualnet fue liberada.
Diana apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. En esa postura, parecía más joven de lo que realmente era.
—He estado a punto de echarme a llorar al ver la llave del tiempo destruida —confesó—. Tenía la esperanza… Jade se volvió a mirarla, intrigada.
—¿Pensabas viajar al futuro? —preguntó, sin ocultar su asombro.
Diana se apartó un rubio mechón de pelo de la frente. A la escasa luz de las antorchas, a Jade le pareció que se había ruborizado.
—Es por Uriel —explicó—. Ella esperaba encontrar en mí una madre, y yo he procurado cumplir sus expectativas. Pero no funciona, Jade. No, al menos, como a ella le gustaría. Se siente sola, cada vez que tengo que ocuparme de algún asunto protesta como si la estuviera abandonando. Son tiempos difíciles, y no puedo prestarle toda la atención que debiera.
—Es lista, así que antes o después madurará —dijo Jade sonriendo—. De algo tienen que servirle tus genes…
—Es lista —admitió Diana—, pero es… como un diamante en bruto. No ha recibido ninguna educación en el sentido amplio de la palabra. La lanzaron al mundo con un puñado de falsos recuerdos y un arsenal de instrucciones mentales… Nada más. Ninguna formación, ningún afecto, nada sobre lo que construir una personalidad sana y madura.
—Pero es inteligente —insistió Jade—. Quizá no sea demasiado tarde.
—Confío en que no lo sea; pero precisamente por eso, la niña no puede quedarse aquí. La guerra promete alargarse, los meses pasan… Podrían ser incluso años. Y ella necesita recuperar el tiempo perdido. Necesita atención, cuidados, una educación formalizada y organizada. Yo no estoy segura de poder proporcionárselo… Por eso había pensado devolverla al futuro.
Jade arqueó las cejas.
—¿Sola? —se limitó a preguntar.
Diana se disculpó con la mirada.
—Yo habría ido a buscarla más adelante. O quizá incluso la habría acompañado, no sé. La verdad es que me tienta darle la espalda a todo esto e intentar convertirme en una verdadera madre para ella. Pero es una decisión muy difícil…
—Vamos, no te tortures más —en el rostro de Jade se dibujó una mueca de impaciencia—. Quizá fuera una buena idea eso de enviarla al futuro. Personalmente, yo te lo habría agradecido. A veces es encantadora, pero otras se pone insoportable.
Diana sonrió con indulgencia.
—Es una niña, Jade. Una niña un poco salvaje.
—Ya. Lo que quiero decir es que tu plan estaba bien, pero ya no vale la pena darle más vueltas. Hiden ha destruido la llave del tiempo, y no tenemos ninguna posibilidad de fabricar otra. El camino al futuro está cortado… Interrumpido para siempre.
—Por un lado, deberíamos alegrarnos —dijo Diana pensativa—. Me aterraba la idea de que Hiden extendiese sus ansias de conquista al siglo DV.
—Por lo visto, él piensa que ya lo ha conquistado. —Jade torció el gesto—. No sé qué diablos contará ese libro que te enseñaba, pero parecía haberle puesto muy contento.
Diana se estremeció.
—Está loco —dijo—. Tan loco como para soñar con que nuestro enfrentamiento personal marque la Historia durante mil años.
Jade abrió la boca para decir algo, pero en el último momento se arrepintió. Diana la miró expectante.
—Es otra forma de viajar en el tiempo. Imagínate que quiero enviar a Uriel a su época. Habría que calibrar bien el ritmo de aceleración, la trayectoria elíptica de la nave y muchas otras cosas; pero se podría organizar todo para que la niña llegase justo en el mismo año en el que partió.
Jade entrecerró los ojos.
—Solo que entonces ya no sería una niña, ¿no es verdad? —preguntó en el mismo tono que se suele emplear para hablar con alguien que no está siendo razonable—. Tendría… ¿cuántos? ¿Cuarenta y dos años? Y se habría pasado la mayor parte de ese tiempo encerrada en una nave espacial.
Diana asintió, como si las palabras de Jade le recordasen dolorosamente las implicaciones de su audaz proyecto.
—No viajaría sola —dijo, forzándose a no levantar la vista del suelo para evitar la mirada asombrada de Jade.
La antigua contrabandista tardó un momento en hablar.
—¿Estás insinuando que estarías dispuesta a acompañarla?
Diana asintió. Los ojos que alzó hacia su compañera eran casi suplicantes.
—Mira, Jade, lo he pensado mucho. Yo ya he hecho todo lo que podía hacer por paliar las consecuencias de esta guerra absurda. Mi desaparición ayudaría a limar asperezas entre viejos enemigos… No puedo ayudar más a la Humanidad en su conjunto. Además, he llegado a la conclusión de que eso no vale tanto como ayudar a alguien en concreto; a alguien de carne y hueso, cercano, alguien que te quiera y a quien puedas querer.
Las negras pupilas de Jade parecían agujas en el centro de sus iris oscuros.
—No es tu hija, Diana. Y lo que estás pensando hacer es una locura.
—Ya sé que es una locura. —Diana se sacudió el cabello hacia atrás con brusquedad—. Al principio, los cálculos fueron solo un juego… Pero luego empecé a plantearme en serio la posibilidad de ese viaje. Confiaba en poder utilizar la esfera de Medusa para enviar a Uriel a su mundo, pero estoy acostumbrada a elaborar siempre una segunda estrategia, por si la primera falla.
Jade acarició distraídamente sus recargados anillos, decorados con cadenas que los unían entre sí como finas telas de araña.
—No le encuentro ningún sentido —dijo con franqueza—. Por terrible que sea esta época para Uriel, por mal que lo pueda pasar, no será nada comparado con ese viaje en el que estás pensando. Aceleraciones brutales, aislamiento y reclusión, por no hablar de los efectos psicológicos de viajar a través de un universo irreconocible…
—No lo entiendes —la interrumpió Diana, exasperada—. La mente de Uriel está totalmente desestructurada. Lo que esa gente del futuro hizo con ella es la peor de las crueldades. Necesita tiempo para curarse, y unos cuidados constantes. Necesita alguien que cuide de ella, que la quiera y que sepa reconducir sus dañados patrones cerebrales en la buena dirección. Sé que yo podría hacerlo, Jade… Pero, si seguimos aquí, no me dejarán. Habrá que seguir luchando; tendré que asumir responsabilidades que me apartarán de ella… Aunque me lo proponga, no podré ayudarla.
Jade arqueó las cejas, escéptica.
—Te volverás loca. Os volveréis locas las dos —pronosticó—. Por el amor de Dios, Diana; incluso si tus cálculos salieran bien y no fallara nada, llegarías al futuro con más de setenta años. No puedes malgastar así la mitad de tu vida…
—No sería malgastarla. Sé que resultará muy duro, pero no estaremos solas. Nos llevaremos a bordo una biblioteca de microcristales con toda la producción cultural del hombre a lo largo de la Historia. Le enseñaré a esa pobre criatura todo lo que ignora. Aprenderá a valorar la belleza, la profundidad de las grandes obras de arte… Sé que tiene la inteligencia y la sensibilidad suficientes como para llegar a agradecer mis enseñanzas.
Jade reflexionó en silencio durante unos segundos.
—¿Se lo has llegado a decir? —preguntó por fin con expresión de curiosidad.
—Hablamos de ello medio en broma, pero me bastó para darme cuenta de que la idea le encantaba. Vino aquí a buscarme, Jade; y se siente dolida porque no le dedico el tiempo suficiente. Todo lo que ella desea es que alguien la quiera, y poder querer a alguien. Y eso lo tendrá.
—Pero una madre adoptiva no es suficiente. Cuando crezca, aparecerán otras necesidades. Allí encerrada no podrá tener una vida normal…
—Su vida nunca será normal del todo, pero, de todas formas, creo que estás exagerando. Cuando llegue a su época será todavía bastante joven. Y tendrá la experiencia necesaria para relacionarse con los demás de una forma madura. Estará a tiempo incluso de tener hijos, si quiere. No olvides que, desde pequeña, la han sometido a terapias de protección génica.
Jade sacudió la cabeza, incrédula.
—Un viaje de treinta años —murmuró—. Espero que la Methuselah esté a la altura de las circunstancias…
—¿Sabes que Uriel ha sugerido que le cambiemos el nombre? Dice que el de Methuselah es horrible. La verdad es que, para una nave, no suena demasiado bien…
—¿Y cómo quiere bautizarla?
—Zoe —repuso Diana sonriendo—. Ya sabes, como ese planeta que descubrieron al otro lado del agujero de gusano. Parece que les impresionó mucho a todos.
—La verdad es que es un nombre bonito para una nave —observó Jade—. Zoe significa «vida», ¿no? Qué pena que no se me ocurriera para bautizar a alguno de mis transbordadores, en mi época de contrabandista.
—Entonces, ¿te gusta? —preguntó Diana. La voz le temblaba de excitación—. Zoe. Suena muy bien…
Jade la miró con expresión maliciosa.
—Reconoce que no lo haces solo por la niña —dijo, alzando una de sus cejas—. Reconoce que, en el fondo, te mueres de ganas de ver ese mundo de donde ellos vienen. Siempre has creído en el progreso; en el futuro…
Para sorpresa de Jade, Diana sonrió.
—Lo admito —dijo—. Supongo que la fe en la Humanidad es una enfermedad como otra cualquiera, y yo hace mucho que la contraje.
—Creo que Herbert te comprendería muy bien —dijo Jade con la mirada perdida—. Él padecía esa misma enfermedad. Lástima que ya no esté con nosotros.
—Es cierto. —Diana cerró los ojos, intentando reconstruir mentalmente el rostro de su viejo amigo—. Si Herbert viviera aún, no solo me animaría a hacer ese viaje… ¡Estoy segura de que él también querría venir!