Capítulo 19

Después de la caída

Deimos tardó una fracción de segundo en comprender que no había nada detrás, nada que pudiera frenar su caída. El pánico lo desgarró por dentro, como un grito incapaz de abrirse paso a través de su garganta, clavando sus aristas en su carne hasta desangrarlo. Caía tan deprisa que la escarpada pared de roca salpicada de líquenes pasaba junto a él a toda velocidad, borrosa como una película proyectada a cámara rápida. Una pared oscura, oscura… Le aterrorizaba la idea de chocar contra uno de sus salientes y de adelantar unos instantes su muerte.

Porque iba a morir. Tardaría unos cuantos segundos en llegar al fondo del abismo, teniendo en cuenta que había caído desde una altura de siete mil metros, pero al final llegaría. Su cuerpo se estrellaría contra la roca y todos sus huesos se romperían. No tendría que soportar una larga agonía; la muerte sería instantánea. Todo lo que le quedaba en el mundo eran esos pocos segundos. La gente decía que en los últimos instantes antes de morir, la vida pasa ante ti como una filmación en la que vuelves a recordar todo lo que te ha ocurrido. Pero Deimos solo recordaba a Aedh, su rostro crispado de ira en el instante en que lo empujó al vacío. Quizá no quería que él muriese. No podía quererlo: Era su hermano. Quizá en ese preciso instante se estuviese arrepintiendo, pero ya nada tenía remedio. Martín…

Y entonces ocurrió lo que tantas veces había oído decir: cientos de instantes de su pasado desfilaron por su mente en rápidos fogonazos. Algunos los recordaba, pero otros, la mayoría, los había olvidado. Eran las imágenes que el programa de borrado selectivo de memoria implantado por Dhevan en su cerebro había eliminado de su conciencia. Ahora que ya no le servía de nada, la compuerta de seguridad que mantenía aquellos recuerdos fuera del alcance de su mente consciente se había roto. Se vio a sí mismo en Eldir, buscando a su padre. Se vio en Zoe, y en la Rueda de Ixión. Se vio con Casandra antes de viajar al pasado.

Casandra.

Tomó conciencia de que el fondo del abismo se acercaba a una velocidad cada vez mayor. La gravedad de Marte imprimía a su cuerpo una aceleración menor que la que habría experimentado si la caída se hubiese producido en la Tierra, pero, aun así, notaba que caía más y más deprisa.

Y entonces notó un cosquilleo en su mano derecha. Intentó mirarla, y en ese mismo momento vio el puño dorado de una espada fantasma que se materializaba a partir de la nada. Lo asió. La hoja todavía no era visible del todo. En el mismo instante en que sus dedos se cerraron en torno al puño de metal, notó que algo tiraba de él con fuerza hacia arriba. Era algo más fuerte que la gravedad. Estaba subiendo.

Por un momento creyó ver la hoja de la espada, y al mismo tiempo sintió que lo que su mano estaba aferrando no era en realidad metal, sino otra mano que a su vez se aferraba a la empuñadura de oro de la espada. Debía de estar allí, pero no la veía; únicamente podía notar el tacto cálido y algo áspero de otra piel, pero la mano no estaba…

Dejó escapar un grito. Su propia mano también había desaparecido hasta el codo. Mejor dicho, no había desaparecido… Su imagen se había borrado de su conciencia. Sus sentidos ya no captaban aquella parte de su cuerpo. Y la invisibilidad iba avanzando. Ya no podía ver el brazo, ni el hombro. Por supuesto, tampoco podía ver la espada. Y en cuestión de segundos desapareció todo lo demás. Su cuerpo seguía allí, aferrado a una mano que se aferraba a una espada, dejándose arrastrar por la inmensa fuerza que lo impulsaba hacia arriba, salvándolo del abismo. Su cuerpo seguía allí, y también la mano que no era suya, y la espada; pero no podía ver ninguna de las tres cosas. Como si de pronto, sus ojos se hubiesen quedado ciegos… Entonces, sintió que su conciencia se abría como un ojo infinito capaz de verlo y entenderlo todo. Percibió que estaba viajando a través de una región inaccesible a los sentidos, más allá del espacio y del tiempo.

Pensó que había muerto. Pensó que le quedaba un residuo de espíritu que luchaba por liberarse de un cuerpo destrozado, y le invadió una angustia insoportable. Pero aquella sensación duró solo un momento. No había perdido su cuerpo, estaba seguro. Lo sentía, sentía sus manos, su piel, el contacto de aquella otra mano, aunque no pudiese ver nada de aquello.

De repente, la otra mano se soltó, y en ese momento notó un violento golpe en su costado, como si acabase de chocar con algo sólido y terriblemente duro. Se miró la mano liberada. Ahora la veía. Veía la mano, el brazo, la túnica desgarrada sobre su pecho, sus dos piernas encogidas sobre la roca. Le dolía muchísimo la cabeza, pero la conciencia de aquel dolor le hizo reír por dentro. Era la confirmación de que seguía vivo.

Vio unas botas oscuras, unos pantalones de tela azul y el borde de una túnica deshilachada. Alguien estaba en pie, a su lado. Alzó los ojos. Era Martín… Pero había cambiado mucho. Su rostro había adelgazado, pero sus hombros, en cambio, se habían vuelto más anchos. Le vino a la memoria una imagen de su despedida a bordo del Carro del Sol. Los ojos que le estaban mirando tenían una expresión muy parecida a la que tenían entonces. No eran tan jóvenes como los ojos del Martín que, unos minutos antes, le había visto caer por el precipicio desde el mirador de la Doble Hélice. Reflejaban más experiencia, habían vivido y sufrido más.

—Eres tú —consiguió articular—. ¿De dónde sales? Martín lo miró sin contestar. Su sonrisa era indescifrable, a la vez alegre e infinitamente triste.

Deimos se incorporó. La brusquedad del movimiento le produjo un pinchazo de dolor en las sienes que le obligó a cerrar los ojos por un momento.

Cuando volvió a abrirlos Martín seguía allí, en la misma posición. No se había movido ni un centímetro, y no parecía decidirse a romper el silencio.

Deimos se frotó el hombro izquierdo con la mano derecha. Notar bajo sus dedos los músculos doloridos le provocó una extraña oleada de felicidad.

Miró una vez más a su amigo.

—Estás hecho un asco —le dijo, sonriendo.

La sonrisa de Martín se ensanchó.

—Tú también —contestó.

Tenía la voz más grave de lo que recordaba.

—No eres tú, ¿verdad? —Deimos hizo un gesto de disculpa con la mano, consciente de lo absurdo de su observación—. Quiero decir, no eres el mismo «tú» que estaba aquí mirando, hace un momento…

Martín asintió. Ya no sonreía.

—Tienes razón. No soy el mismo. Soy un Martín algo más viejo. Han pasado algunos años… He estado en el futuro.

Deimos se tocó las rodillas. La derecha le dolía tanto, que empezó a preguntarse si no estaría fracturada.

—Sí —dijo, concentrado en palpar con cuidado la articulación—. Sí, ya lo suponía. Vienes de allí, de mi época. Te recuerdo.

Martín arqueó las cejas.

—Creía que esa parte de tu memoria se había borrado.

—La recuperé mientras caía al abismo. A propósito, todavía no te he dado las gracias… Estaba seguro de que iba a morir.

—Sí. —Martín suspiró—. Yo también lo estaba. En realidad, todos lo creímos. Dimos por sentado que habías muerto. Era lo más lógico —añadió en tono de disculpa.

Deimos asintió con aire distraído.

—Lo sé. Fue lo que me dijisteis. Lo que todavía no entiendo es cómo me decidí a viajar a esta época, convencido como estaba de que iba a morirme…

—Hiciste lo que creíste que debías hacer.

Deimos clavó en Martín sus bellos ojos azules.

—Supongo que sí —dijo—. Y he sido premiado. Martín hizo una mueca.

—No creo que haya sido un premio, Deimos. Sencillamente, me di cuenta a tiempo de que podía evitar que murieras… Aunque no sé si «a tiempo» es la expresión más adecuada.

Deimos no parecía haber prestado mucha atención a aquella puntualización.

—Te equivocas, sí que ha sido un premio —insistió—. ¿Recuerdas lo obsesionados que estábamos con el destino? Creíamos saber lo que nos esperaba… Y no lo sabíamos.

Aguardó con expresión interrogante a que Martín le respondiese. Así era como solían empezar sus conversaciones más profundas, con una afirmación suya que Martín se apresuraba a rebatir. Esta vez, sin embargo, no lo hizo.

Deimos observó a su amigo con mayor atención que hasta entonces. Había algo inquietante en su expresión, y no tenía nada que ver con que ahora fuera mayor. En sus rasgos, si uno se fijaba bien, podía apreciarse una crispación muy poco natural. Tenía las mandíbulas apretadas, los ojos muy abiertos, el ceño levemente fruncido y la mirada angustiada. Deimos comprendió de pronto que estaba haciendo un gran esfuerzo para ocultar que estaba sufriendo. Algo grave le ocurría… y él estaba intentando disimularlo.

Deimos apoyó en el suelo la rodilla que menos le dolía y, de un solo impulso, logró ponerse en pie. Se quedó mirando a Martín unos instantes, tratando de adivinar lo que le pasaba.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó, sondeando sus ojos—. ¿Cómo lograste detener mi caída?

—Lo hizo la espada. —Martín se encogió de hombros, y aquel gesto lo dejó levemente encorvado hacia delante, como si soportase un gran peso—. No sé exactamente lo que ocurrió, Deimos. La espada tiró de mí, viajé con ella a través del tiempo… Y pude salvarte.

Deimos miró el arma, y se fijó en que la mano que la sostenía temblaba ostensiblemente.

—Entonces —murmuró—, si la espada está en tu mano, y tú acabas de llegar del futuro… Eso significa que no pudiste matar a Aedh…

—Me temo que te equivocas, Deimos. No sé desde que momento o lugar me llegó la espada. Solo sé que no fue el momento que a los dos nos habría gustado… Lo siento mucho, amigo; pero Aedh está muerto.

Con suavidad, asió con su mano libre el brazo de Deimos y lo condujo hacia el otro extremo del mirador. Deimos todavía se tambaleaba un poco, pero, aun así, su mente se había aclarado lo suficiente como para permitirle distinguir cada detalle del paisaje. La pared de roca rojiza se alzaba detrás de ellos hasta una altura incalculable. Por debajo, solo estaba el cielo violáceo, y más abajo aún el abismo…

Lo vio tendido en la polvorienta plataforma de roca, con las dos manos cruzadas sobre el pecho. Alguien lo había arrastrado hasta dejarlo junto a la pared del escarpe, quizá para protegerlo del viento. Aedh muerto. Para Deimos, era como verse a sí mismo reducido a un cuerpo desmadejado y vacío. Aedh… No podía creer que aquel horror fuese irreversible. Durante muchos años habían sido más que amigos, más que hermanos. Habían sido dos mitades de una misma conciencia, dos inteligencias conectadas por una complicidad que iba más allá de los gestos y las palabras.

Después, poco a poco, se habían distanciado. Y ahora llegaba la separación definitiva.

Aedh…

—No quiero molestarte —la voz de Martín resonó remota en sus oídos, a pesar de que solo se encontraban separados por media docena de metros—. Sé que necesitas despedirte de él, pero… Si queremos escapar, debemos darnos prisa. La llave del tiempo de Aedh ya habrá activado la secuencia de detonación de la bomba que le puso a la esfera. Como mucho, deben de quedar veinte minutos para que vuele por los aires.

Deimos alzó la cabeza hacia él, aturdido.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó—. ¿Adónde vamos a llevarlo?

Martín dio un par de pasos hacia su amigo. Estaba tan pálido como el papel, y apenas parecía quedarle energía para hablar. Su mano se apoyó con ligereza en el hombro de Deimos.

—No vamos a llevarlo a ninguna parte —dijo en voz baja—. Lo siento, amigo. No es posible. Te repito que no tenemos tiempo. La esfera va a volar… Si no nos damos prisa, quedaremos atrapados aquí.

Deimos meneó hoscamente la cabeza.

—No me importa —dijo, sombrío—. Ya sé que te debo la vida, Martín, pero no quiero irme… No sin mi hermano. Martín suspiró, cansado.

—Hazme un favor, ¿quieres? —dijo—. Su llave del tiempo debe de estar en algún bolsillo de su ropa. Cógela… Vamos a necesitarla.

Aquella orden hizo reaccionar a Deimos. En lugar de obedecer, se quedó mirando a Martín con ojos espantados.

—¿Quieres volver al futuro? —preguntó, atónito.

—Es nuestra única vía de escape —la voz de Martín se debilitaba por momentos—. No sé si lo has notado, pero no estoy en condiciones de ir muy lejos. Con suerte, podré llegar a la esfera antes de que estalle. No hemos llegado hasta aquí para rendirnos ahora.

—Pero ¿por qué al futuro? Podríamos usar la esfera simplemente para llegar a la Tierra, como hacía Hiden con sus ejércitos. ¿O es que ya no nos queda nada que hacer aquí?

Martín tardó una eternidad en contestar. Deimos se alarmó al notar que el muchacho temblaba de pies a cabeza.

—Tengo algo más urgente que hacer en Dahel —consiguió responder, y sus ojos se endurecieron mientras hablaba—. Y tú… Tú tienes que volver a tu mundo, Deimos. No sé si lo recuerdas, pero allí te espera Casandra.

Deimos asintió. Con gestos cautelosos, como si temiese despertar a un niño dormido, se acercó al cadáver de Aedh y le acarició un instante el cabello. Después, sin apartar la vista de aquel rostro que tanto se parecía al suyo, empezó a rebuscar en sus bolsillos. Encontró varias cosas que, en otro momento, le habrían interesado. Un trocito de corteza de uno de los árboles sagrados de la familia, un logotipo de Uriel recortado con esmero de una caja de cartón… Y, en un bolsillo interior del pantalón, la llave. Extrajo con cuidado el pequeño objeto, se incorporó y se lo tendió a Martín. Apenas soportaba tenerlo entre sus dedos.

Martín le sonrió, le tendió una mano y lo guio hacia el otro extremo del mirador. Deimos no opuso ninguna resistencia. Le desconcertó un poco la penumbra de la caverna y la leve fosforescencia que emanaba de sus paredes rocosas.

—Aún persiste —musitó Martín, fijándose en aquel resplandor—. La luz del colapso del agujero…

Miró su espada con aire meditabundo.

—Me pregunto si la esfera todavía funcionará —dijo, pensativo—. Hace un rato provoqué un… ¿cómo decirlo? Un accidente en su interior…

Deimos se le adelantó y, sin titubear, se introdujo en la esfera.

Martín siguió sus pasos. Una perla blanca del tamaño de una pelota de tenis flotaba inmóvil en el centro del artilugio, y las paredes de plata proyectaban cambiantes destellos sobre ella. La esfera parecía intacta. Incluso se veía, más allá de la pared, el reflejo confuso de un largo túnel…

Martín se colocó delante de la esfera, en la plataforma destinada a los viajeros. Sus rodillas se doblaron, y parecía que las piernas no iban a sostenerle. Sin embargo, logró recomponerse… Pero, cuando se volvió hacia Deimos, había un brillo febril en su mirada y un tinte ceniciento en sus mejillas.

—No creo que pueda hacerlo —murmuró—. Me encuentro demasiado cansado. Además, tú sabes mucho mejor que yo lo que hay que hacer… Toma, hazlo —concluyó, tendiéndole a Deimos la llave del tiempo.

Deimos jugueteó pasando los dedos por el borde en forma de estrella del pequeño artilugio. Al inclinarlo, una inscripción holográfica en la que se combinaban cifras y números se proyectó en el aire.

Deimos repasó los caracteres, que parecían formados por gotas de agua.

—Qué raro. La llave indica que el agujero de gusano ya está abierto. Y el otro extremo se encuentra precisamente en las coordenadas geográficas de Dahel, y en una fecha del año 3076…

—Parece que el túnel se recompuso después de que mi espada lo colapsara.

La voz de Martín había sonado pastosa y lenta. Deimos lo observó con preocupación. Cada vez era más evidente que le costaba trabajo mantenerse en pie.

—¿Es allí adónde quieres ir? —preguntó. La mirada de Martín se estaba volviendo turbia por momentos, tanto que Deimos temió que no le hubiese oído.

Pero al parecer se equivocaba, porque el muchacho hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Aún estamos a tiempo de elegir otra salida —insistió Deimos—. Puedo cambiar la programación de la llave para que lleguemos a Medusa, en lugar de a Dahel…

Martín movió los labios, pero el sonido tardó en brotar.

—No —consiguió decir—. No, a Dahel. Alejandra…

Sus iris danzaron un instante sin fijar la mirada, y luego desaparecieron bajo sus párpados. Deimos corrió hacia su amigo justo a tiempo para evitar que se cayese al suelo. Pasándole un brazo sobre los hombros, lo sostuvo con el otro por la cintura y lo arrastró con él hasta detenerse a un metro escaso de la perla frotante.

Entonces apretó el resorte de la llave. Vio cómo las paredes de la esfera se combaban formando un corredor cuyo final no se veía. Martín se había derrumbado sobre él, descargando en sus hombros todo el peso de su cuerpo. Tenía los ojos cerrados. Era obvio que se encontraba semiinconsciente… Pero, cuando Deimos trató de cogerle la espada para que no se hiciera daño, todos sus músculos se tensaron al mismo tiempo, y sus ojos se abrieron de golpe. Tenía la mirada perdida y las pupilas dilatadas.

Deimos respiró hondo, susurró unas palabras tranquilizadoras al oído de su amigo y, sujetándolo por la cintura, comenzó a caminar a través del agujero de gusano que terminaba en la esfera de Dahel.