Capítulo 13

Imúe

Alejandra le salió al encuentro en la avenida principal del anfiteatro. Llevaba la túnica desgarrada a la altura del hombro derecho, pero, por lo demás, no parecía haber sufrido ningún daño. Su rostro, sin embargo, reflejaba una gran angustia.

Corrieron el uno hacia el otro hasta abrazarse en mitad de la calzada desierta. Los mecanismos que desplazaban las piezas del gigantesco escenario en que se había convertido la ciudad habían enmudecido. Ya nada se movía, y en las calles reinaba un silencio de muerte.

Un sol invernal asomaba su esfera blanca entre los brillantes tejados de porcelana. Bajo sus pálidos rayos, Martín acarició las mejillas de Alejandra y la miró intensamente.

—Creí que no volvería a verte —murmuró ella—. Esta ciudad es como una pesadilla…

—Ya no. —Martín apretó los dientes—. Leo ha muerto. Él era quien controlaba todo el espectáculo.

—¿Lo has… matado?

Martín negó con la cabeza.

—Tenía implantado un software de autodestrucción por si decidía traicionar a Hiden… Y lo ha hecho. Me ha entregado el programa de neutralización de los troyanos.

Alejandra juntó las manos y cerró los ojos, en un gesto de muda gratitud.

—No hay tiempo para explicaciones ahora —continuó Martín rápidamente—. Hiden no tardará en averiguar lo que ha pasado aquí. Creo que Leo ha intentado engañarle un poco, pero, de todas formas, en seguida descubrirá que le ha traicionado… Tenernos que liberar antes a toda esta gente.

—Pero ¿cómo lo vamos a hacer? —habían comenzado a caminar juntos hacia el comienzo de la avenida. Alejandra había perdido una sandalia y cojeaba ligeramente—. Tardaremos siglos en copiar ese programa en todos los implantes…

—Lo primero es liberar a mi padre —dijo Martín—. Él sabrá cómo hacerlo.

Mientras regresaban tan deprisa como se lo permitían sus piernas al edificio de apartamentos donde vivían los Lem, Martín vio que algunas cortinas se levantaban levemente a su paso, y adivinó que lo observaban desde la penumbra de muchas ventanas. Los habitantes de Ki, enclaustrados en su cruel prisión interior, debían de contemplar con recelo cualquier novedad que surgiese en la ciudad.

Todo eso tendría que cambiar, y pronto… Pero no había que olvidar tampoco al resto del planeta. La guerra con Dédalo no se libraba tan solo en la Ciudad Roja. Martín no podía olvidar las últimas palabras de Leo acerca de la Red de Juegos y de Chernograd. Si quería aniquilar a Hiden, tenía que colarse en su propia guarida e infectar su Red. De ese modo, el software de todos sus soldados-esclavos quedaría inactivado, y toda su ventaja militar sobre el resto de las corporaciones se esfumaría en cuestión de segundos.

En casa de Andrei y Sofía Lem nada parecía haber cambiado. Jade y Kip cabeceaban medio dormidos en el sofá mientras Sofía acunaba a su pequeña Imúe y Andrei preparaba en la cocina algo de comida. No había huellas de la brutal deformación de las paredes que se había producido poco antes, y nadie parecía recordarlo.

Andrei ni siquiera se sorprendió cuando abrió la puerta y vio a Alejandra y a Martín en el umbral.

—Menos mal que habéis vuelto —les saludó, sonriendo—. Tenía miedo de que llegaseis tarde a desayunar. Estoy haciendo tortitas…

Martín entró en el vestíbulo y, antes de que su padre le diera la espalda para volver a la cocina, le cogió la mano y le obligó a mirarle a la cara.

—Papá —dijo—. Necesito que te quedes muy quieto. Voy a intentar hacer algo que no he hecho nunca. Por favor, no pienses en nada. No ofrezcas resistencia. Voy a utilizar una conexión telepática para instalar un software nuevo en tu rueda neural.

Andrei asintió y se dejó hacer. Mientras su hijo se concentraba al máximo para no fallar en la transmisión de datos, él sonreía como un niño jugando a un juego que no comprende del todo.

Pero, después de un par de minutos, su rostro cambió por completo. De pronto, ya no parecía el mismo hombre. Su expresión amable y despreocupada dejó paso a otra mucho más sombría, pero también más lúcida. Antes de que su hijo pudiera explicarle nada, lo estrechó en un abrazo convulso que a poco estuvo de cortarle la respiración.

—Gracias, hijo —murmuró—. Gracias. He vivido muchas pesadillas a lo largo de mi vida, pero esta ha sido la peor. Una parte de mí sabía lo que estaba ocurriendo, pero estaba amordazada y no podía hacer nada por rebelarse…

Le aferró ambas manos con las suyas.

—Tu madre —dijo—. Vamos a liberarla también a ella.

Andrei guio a Martín hasta el cuarto de Imúe y le susurró unas palabras cariñosas a su mujer, que de inmediato sonrió y depositó a la pequeña en la cuna. En cuanto lo hizo, Andrei volvió a acercarse a ella. La abrazó y siguió susurrando. Por encima del hombro de su marido, Sofía contemplaba con expresión risueña a Martín, pero poco a poco dejó de sonreír. Sus ojos reflejaron horror por un instante, y luego, miedo. Cuando se apartó de su marido, parecía serena, pero también triste e infinitamente cansada.

—Martín —murmuró—. Algo en mi interior suplicaba que no llegaras nunca a saber en qué nos habíamos convertido…

—Ya pasó todo, mamá —murmuró Martín con un nudo en la garganta—. La pesadilla se acabó.

—Sí. —Sofía se volvió hacia la cuna y contempló con ternura a Imúe—. Estaba embarazada cuando nos infectaron. Lo peor es que no anulan del todo tu conciencia. Ha sido muy cruel.

—No tenemos mucho tiempo, mamá —la interrumpió Martín, casi en tono de disculpa—. Los arrastró al salón, donde Alejandra había despertado ya a Jade y a Kip y les había contado a grandes rasgos lo que había pasado. —La situación es esta: tengo, como habéis podido comprobar, el software necesario para neutralizar a todos los troyanos del mundo. El problema es que son millones. ¿Cómo liberar a tanta gente en el menor tiempo posible? Tenemos que darnos prisa: este software me lo ha dado Leo, y al hacerlo ha activado su programa de autodestrucción. Se quedó inmóvil como un muñeco en cuanto terminó de inyectármelo. Supongo que Hiden no tardará mucho en detectar su inactividad… Y enviará a sus esbirros a averiguar lo que sucede aquí, o vendrá él en persona.

Se habían sentado todos en el sofá o en el suelo, y no había una sola mirada que no estuviera pendiente de los labios de Martín.

—¿Dices que Leo quedó inmovilizado después de traspasarte el software? —preguntó Andrei Lem—. Eso es raro. Conozco el software de autodestrucción de conciencias artificiales, fue desarrollado por Moebius mientras estábamos prisioneros en Caershid. Está diseñado para provocar una respuesta intensamente dolorosa y luego la destrucción material de todo el soporte de memoria. Pero, según dices, no es eso lo que ha pasado.

—Creo que, hasta el último momento, Leo se esforzó para engañar a ese programa. Mientras me daba información, fingía que se estaba burlando de mí. Y, cuando me inoculó el software de liberación, incluso yo llegué a creer por un momento que me estaba introduciendo un troyano. Puede que lo hiciera para despistar.

—Es muy posible —confirmó Andrei—. Y eso explicaría por qué quedó inactivado y no fue destruido. Ante un comportamiento ambiguo, el software de autocontrol de Leo está programado para detener su funcionamiento hasta que un experto humano pueda evaluar las causas de su conducta.

—Entonces, Hiden no sabe que lo ha traicionado —resumió Alejandra—. Solo sabe que Leo ha hecho algo raro, pero ignora qué es.

—De todas formas, no tardará mucho en enviar a alguien para hacer averiguaciones —dijo Sofía con ojos asustados—. ¿Qué vamos a hacer? No nos dará tiempo a extender el programa a todo el mundo antes de que nos descubran…

—Se necesita tiempo, pero no tanto —replicó Andrei pensativo—. Es un proceso que puede funcionar en cascada. Yo desinfecto a varias personas, y esas, a su vez, a otras, y estas a otras… En cuestión de cinco o seis horas podríamos tener liberada a la ciudad entera.

—Sí —los ojos de Jade resplandecían como en sus viejos tiempos de contrabandista—. Y, cuando terminemos, organizaremos desde aquí la resistencia en otras ciudades cercanas…

—Todo eso está muy bien, pero hay una forma más rápida de poner en marcha la revolución contra Dédalo —dijo Martín, mirando alternativamente a Jade y a su padre—. Voy a ir a Chernograd… Desde allí se controla Virtualnet. Voy a introducir el programa de liberación en esa red, y de ese modo llegará a todo el que se conecte y lo liberará.

—Eso implica llegar a todos los hombres de Dédalo —murmuró Kip, admirado—. Significa dejar a Hiden sin ejército…

—No tendremos que huir —reflexionó Jade con ojos soñadores—. No tendremos que cruzar la Puerta de Caronte. Seremos libres otra vez… Pero ¿cómo vas a lograrlo, Martín?

—Ninguno de nosotros sabe siquiera dónde está Chernograd —dijo Sofía con voz temblorosa—. Y, aunque lo supiésemos, sería un disparate meterse en la guarida del lobo…

—Yo sé cómo llegar. Leo me habló de un Ala Oscura programada para ir directamente a la ciudad subterránea de Dédalo.

—¿Un Ala Oscura? —se extrañó Jade—. Esos aparatos son carísimos. Lo mejor para una misión secreta en tiempos de guerra. Ningún radar puede detectarlos…

—Sé dónde está, y cómo activarlo. —Martín mostró el pequeño objeto con apariencia de broche que había cogido de la túnica de Leo antes de salir del anfiteatro—. Y también sé lo que tengo que hacer cuando llegue allí.

—Iré contigo —dijo Alejandra con decisión—. Seguro que en algo podré ayudarte…

—Yo también —afirmó Kip—. Soy muy bueno en la Red, ya lo sabes.

—Y yo… —comenzó Jade. Pero se interrumpió al ver el gesto negativo que hacía Martín.

—No, chicos. Lo siento, pero esta misión tengo que realizarla yo solo. Aquí seréis más útiles. Cuanta más gente se encargue de empezar la cascada de propagación del antídoto, mejor. Además, hay otra cosa urgente que hacer…

Miró a Jade.

—La Red neutralizará casi todos los troyanos del planeta, pero Marte se encuentra desconectado desde hace tiempo. Si queremos ayudar a Diana, tenemos que llevarle una copia física del programa anti-troyanos. Podéis usar nuestra nave, Jade. Alejandra, tú deberías ir con ellos. Es necesario que salgáis de la Ciudad Roja antes de que empiecen los problemas con Dédalo.

Martín vio la contrariedad pintada en el rostro de Alejandra, pero, aun así, la muchacha no dijo nada.

—Es un buen plan —murmuró Andrei con gravedad—. Sofía y yo organizaremos la resistencia, vosotros os encargáis de llevar el programa-antídoto al planeta rojo, y Martín… ¿De verdad crees que puedes conseguirlo?

Martín asintió con una sonrisa.

—He cambiado mucho desde que nos vimos por última vez, papá. He estado en sitios increíbles. He visitado un planeta que es al mismo tiempo una civilización; una civilización infinitamente más avanzada que la nuestra. Y llevo un fragmento de esa civilización aquí, en mi piel —añadió señalándose el simbionte de la mano—. Lo que quiero decir es que no debéis preocuparos —miró a su madre—. Estaré bien. Hiden no puede hacerme daño.

Ella le devolvió la mirada, esforzándose por sonreír. Sin embargo, se veía que estaba al borde de las lágrimas.

—Ahora que por fin podría tener conmigo a mis dos hijos…

Andrei Lem se levantó y le pasó un brazo por encima de los hombros.

—Es muy duro, Sofía. Lo sé —murmuró en tono apaciguador—. Llevamos demasiado tiempo sufriendo, demasiado tiempo luchando… Pero piensa que este es el último asalto. Si Martín consigue lo que se propone, será el fin de la guerra, y el fin de Dédalo. Podremos volver a empezar… Los cuatro juntos.

Sin saber por qué, Martín sintió una punzada de dolor al oír aquella última frase; un dolor que se parecía sospechosamente a la culpabilidad.

—Pero ¿por qué tiene que ser precisamente él? —preguntó Sofía, ahogando un sollozo—. ¿Por qué no puede hacerlo cualquier otro? Él ya ha hecho suficiente…

—No se trata de quién debe hacerlo, sino de quién puede hacerlo —dijo Martín sentándose junto a su madre y apoyando la cabeza en su hombro, como solía hacer cuando era niño. Permaneció así unos segundos, escuchando los latidos del corazón de Sofía, y luego se despegó de ella para mirarla a los ojos—. Yo puedo hacer esto, mamá. De verdad, tienes que creerme. Tengo poderes nuevos, poderes que ni siquiera podía sospechar cuando participé en los Juegos de Arena. Y tengo al simbionte… Regresaré sano y salvo, te lo prometo.

Se puso en pie. No quería alargar las despedidas. Sabía que cada minuto contaba, y temía, sobre todo, el momento de decirle adiós a Alejandra.

—Ni siquiera has cogido en brazos a tu hermana Imúe —dijo Sofía, yendo tras él—. Al menos, creo que deberías verla antes de que te vayas otra vez.

Andrei le lanzó una mirada de reproche, y ella se mordió el labio.

—Lo siento —se disculpó—. Sé que no hay tiempo. Pero me hacía ilusión…

—No te disculpes, mamá. —Martín la abrazó por la cintura y la condujo suavemente a la habitación donde dormía su hermana—. ¿Qué importan unos minutos más o menos? La verdad es que me gustaría mucho abrazar a Imúe… ¡Todavía no consigo hacerme a la idea de que tengo una hermana!

Entraron de puntillas en el dormitorio de la pequeña. Martín se acercó a la cuna con el corazón encogido. Imúe dormía con una gran sonrisa en su pálida carita, completamente ajena a la dramática situación de la ciudad en la que había pasado sus primeros meses de vida. Los escasos cabellos que le habían salido eran rubios, y tenía abrazado un viejo perro de peluche que había pertenecido a Martín.

El muchacho sintió que los ojos se le nublaban.

—Es preciosa —susurró—. ¿Puedo cogerla? No me gustaría despertarla…

—No te preocupes —su madre se inclinó sobre la cuna y levantó en vilo a la pequeña, que inmediatamente se acurrucó sobre su hombro—. Le gusta que la tengan en brazos, como a todos los bebés.

Martín cogió a su hermana. Se asombró de lo poco que pesaba, del calor que desprendía su piel, de lo frágil y tierna que era aquella nueva vida. Tuvo una visión fugaz de Alejandra a su lado sosteniendo a una pequeña criatura como Imúe, pero la desterró de inmediato. No quería pensar en eso ahora.

Cerró los ojos, disfrutando del contacto suave y cálido de la niña.

—¿Por qué? —preguntó de pronto, casi sin pensar.

Su madre entendió de inmediato a qué se refería, y enrojeció.

—Lo sé —dijo en voz baja—. Lo sabemos los dos; ha sido una locura. Pero los dos hemos estado siempre un poco locos. La guerra iba de mal en peor, y supongo que fue nuestra pequeña aportación, nuestro grano de esperanza y de rebeldía…

Martín evitó su mirada y se concentró en la cabecita de la pequeña. No quería que su madre notara lo que estaba pensando, porque sabía que le haría daño. Pero, por otro lado, no podía evitar sentir que sus padres se habían comportado de una forma bastante irresponsable. ¿Cómo puede alguien traer al mundo a un ser tan frágil en medio de una guerra que amenaza con destruir milenios enteros de civilización?

Por otro lado, si la gente no cometiera esa clase de locuras, él nunca habría llegado a nacer. Sus antepasados habían vivido épocas muy sombrías. Tiempos tan difíciles que ni siquiera podía reconstruirlos con la imaginación. Y, sin embargo, nunca habían llegado a perder del todo la esperanza. Habían tenido hijos, y estos, a su vez, habían tenido otros hijos. Gracias a eso existían los ictios, y gracias a eso nacería él en el futuro.

—¿Ya había nacido cuando la ciudad cayó? —preguntó, después de dejar a la pequeña en la cuna con mucho cuidado.

—Estaba a punto. —Sofía palideció al recordar aquellos días tan amargos—. Podríamos haber escapado con Yang. Él insistió… Pero un viaje espacial en mi estado resultaba peligroso. Le dije a tu padre que se fuera, que yo me reuniría con él más tarde, pero ya sabes cómo es… No quiso dejarme sola. Si hubiéramos sabido lo que iba a hacernos Dédalo, habríamos huido con Yang, a pesar del riesgo.

Su mirada se posó con dulzura en Imúe.

—Por fortuna, ha valido la pena —dijo—. Ella no ha sufrido ningún daño. Y ahora, gracias a ti, el horror ha terminado.

—Cuéntale historias sobre mí mientras esté fuera —murmuró Martín, con el corazón extrañamente agitado—. A los bebés les gustan las historias, aunque no entiendan su significado.

—Lo haré —prometió Sofía—. Pero muy pronto podrás contárselas tú mismo…

—Sí. —Martín tragó saliva para no llorar—. Pronto, muy pronto; cuando todo esto termine… Cuídate, mamá, y cuida mucho a Imúe.