Capítulo 4

El regreso

Primero tomó conciencia de las manos, dos prolongaciones torpes de su mente que respondían a las órdenes de su cerebro con extraordinaria lentitud. Después, su piel comenzó a despertar al frío, que poco a poco fue transformándose en un ardiente hormigueo. Algo blando y esponjoso comenzó a frotarle el torso, los brazos y las piernas. Notó que un líquido tibio se filtraba entre sus pestañas limpiándole los ojos. Cuando consiguió abrirlos, vio al equipo robótico de reanimación afanándose a su alrededor. Intentaban estimular la circulación superficial de su sangre mediante una combinación de diferentes técnicas de masaje. Gradualmente, las penosas impresiones del despertar dejaron paso a otras sensaciones más agradables. La tibieza dorada del sol, por ejemplo. La había echado de menos durante los meses pasados en Eldir.

Al incorporarse, Deimos notó la dolorosa reacción de sus articulaciones después de cuatro meses de inmovilidad. También se fijó en que llevaba puesta la misma ropa que en el momento de su partida, aunque alguien le había ajustado sobre el pantalón un cinturón de plata del que colgaba la espada de Martín.

—Has tardado mucho —dijo una voz sorprendentemente cercana—. Empezábamos a estar preocupados…

—Jacob —pronunció, contemplando la todavía borrosa figura de su amigo—. Cuesta adaptarse a la luz…

—¡Pues a mí no me ha costado nada! Dios, cómo quiero a este planeta. No sabía que lo necesitaba tanto… Zoe era maravilloso, pero, sinceramente, prefiero a mi vieja Tierra.

Deimos notó que sus labios se estiraban en un intento de sonrisa. Alrededor de Jacob, la penumbra tenía una tonalidad amarillenta. Le pareció que ya no se encontraban en el interior de la nave, sino en una cámara externa de reanimación.

—¿Se han despertado las chicas? —preguntó.

—Antes que yo. —Jacob apartó sin ceremonias a uno de los robots masajistas y se sentó en el borde de la camilla de Deimos—. Están ahí fuera, investigando.

—¿Las has dejado ir solas? —preguntó Deimos, alarmado—. No sabemos cuál es la situación; podría ser peligroso…

—Vamos, hombre. Saben cuidar perfectamente de sí mismas. Además, ya dimos una vuelta hace un rato. Parece un lugar desierto, no nos hemos topado con nadie; aunque hay un edificio que… Bueno, ya lo verás.

Deimos bajó las piernas de la camilla hasta que sus pies rozaron el suelo. Se puso en pie con cautela y dio un par de pasos. Tenía la sensación de que la tierra se movía bajo sus pies, como si estuviese caminando sobre la cubierta de un barco.

—¿Por qué he sido el último en despertarme? —murmuró—. ¿Tienes alguna idea?

Jacob se encogió de hombros.

—No lo sé; quizá porque fuiste el último en dormirte, ¿no?

Deimos asintió, pensativo. Era una explicación aceptable. Avanzó tres pasos más, y comprobó con satisfacción que, esta vez, sus piernas se mantenían más firmes.

—¿Te sientes capaz de salir ahí fuera? —preguntó Jacob—. Tenemos las coordenadas geográficas de aterrizaje, pero eso a nosotros no nos dice mucho. Puede que tú reconozcas el lugar…

—Supongo que será una base espacial de los perfectos. Una base oculta. Pero tiene que estar en su territorio, así que seguramente conseguiré orientarme.

Salieron juntos al exterior de la cámara, que en realidad era una estructura hinchable con forma de huevo. El aire era fresco, agradable. Un empedrado de nubes altas se recortaba sobre el azul grisáceo del cielo.

—Tienes razón; este planeta es hermoso —murmuró Deimos, sobrecogido.

Se fijó en la hilera de montañas rojizas que se alineaban sobre el horizonte, más allá del pedregal desierto. Luego miró a su espalda: Un río de aguas oscuras discurría mansamente por su ancho cauce bordeado de juncos.

—La Senda de los Olvidados —dijo, frunciendo el ceño—. ¿La recuerdas? Estamos muy cerca del camino que seguimos para llegar hasta la cueva de la Nagelfar.

—O sea, que hemos llegado al mismo sitio del que salimos…

—Eso creo. Si no me equivoco, la cueva tendría que estar al otro lado de esas colinas. Podríamos rodearlas, a ver.

Jacob se mostró de acuerdo, y ambos comenzaron a caminar sobre la tierra seca y agrietada hacia la pequeña colina salpicada de arbustos.

Rodearon el montículo hasta llegar a la ladera norte, donde la maleza era tan abundante que costaba trabajo avanzar. Al pasar junto a un árbol raquítico, oyeron un siseo. Deimos saltó hacia atrás, sobresaltado. Casandra se descolgó ágilmente de una de las horquillas del ramaje.

—¡Qué susto! —gruñó Jacob—. ¿Dónde está Selene? Una silueta salió de entre las matas de retama.

—Habla más bajo —le susurró—. Hace unos veinte minutos que han entrado en la cueva. Podrían oírnos…

—No nos oirán —dijo Casandra en tono despreocupado—. Podemos estar seguros de que no nos oyen, y de que no van a descubrirnos.

Deimos la miró sin comprender.

—No lo entiendo —murmuró—. ¿Por qué estás tan segura?

Casandra sonrió de un modo extraño.

—Porque este momento ya lo hemos vivido, Deimos. Aunque desde otro lado… Desde el interior de la cueva.

El muchacho clavó en la entrada oscura de la gruta, que se veía apenas desde su posición, una mirada incrédula.

—No puede ser. Quieres decir que…

—Sí. Somos nosotros —confirmó Casandra en tono apagado—. Espera y lo verás.

No tuvieron que esperar mucho. Un ruido de motores hizo vibrar el suelo, y el aire se llenó de un vapor ondulante que les abofeteó el rostro. Tembló la tierra, y por todas partes empezaron a alzarse remolinos de polvo, que a continuación caía como una lluvia de ceniza pálida sobre el verde reseco de las plantas.

Después, la colina se rompió por arriba con un brusco estallido. Y entre espumas de gas, se alzó una flecha de fuego que en pocos segundos atravesó la atmósfera. Fue tan rápido, que no tuvieron tiempo de intercambiar una sola palabra. Cuando quisieron darse cuenta, todo había concluido.

Lo último en apagarse fue el ruido. Durante unos segundos reverberó todavía en sus oídos como un trueno interminable. Pero, al final, también cesó.

Acababan de ver partir a la Nagelfar rumbo a la Puerta de Caronte.

* * *

—No lo entiendo —fue lo primero que Deimos logró decir—. Se supone que íbamos a llegar a la Tierra en el año 3077. Es lo que me dijo mi padre…

—A nosotros también nos lo dijeron —explicó Selene—. Ese tipo, Hud, estaba como loco. Temía que, si llegábamos antes que ellos, le estropeásemos la diversión.

—Pero luego, a la hora de programar el agujero de gusano… Deimos no terminó la frase.

—Está claro que tu padre consiguió engañar a Hud —murmuró Casandra, terminándola por él.

Deimos se pasó una mano por la frente, confundido. Su padre había estado muy convincente en el papel de aliado de los fanáticos. Demasiado convincente… Claro que, pensándolo bien, era la única forma de engañar a aquellos tipos.

—Me dijo cosas horribles cuando nos despedimos —dijo, mirando al vacío—. O quizá no. Quizá quien las dijo fui yo.

—No te calientes la cabeza —le recomendó Jacob palmeándole amistosamente la espalda—. Es lógico que creyeses su historia. Todos nos la creímos… Tenía que convencernos de que iba en serio para que su plan saliese bien.

—Debió avisarme. Debió confiar en mí —murmuró Deimos, ignorando las miradas de sus amigos—. No es justo que me engañase de esa manera. Ahora ya nunca podré decirle que lo siento.

—Llegará en cuatro meses —dijo Selene.

Casandra la miró con expresión de reproche, y la muchacha se mordió el labio inferior.

—Lo siento —balbuceó—. No quería…

—Dentro de cuatro meses, yo ya no estaré aquí —dijo Deimos, alzando los ojos hacia ella—. Y quizá mi padre tampoco. Si Hud descubre lo que ha hecho…

—No pienses en eso ahora. No tiene por qué descubrirlo —le dijo suavemente Casandra—. Al llegar a la Tierra, sus caminos se separarán. Cuando Hud averigüe lo ocurrido, Gael ya no estará a su alcance.

—Además, tu padre es un caballero del Silencio —añadió Jacob—. ¿Qué tiene que temer de un individuo como Hud? En serio, Deimos, yo no me preocuparía por él.

Deimos sostuvo unos segundos la mirada de su amigo. Daba la impresión de que su mente estaba en otra parte.

—Quiero regresar a la nave de tránsito —dijo—. A lo mejor encontramos algo… algo que nos explique lo ocurrido.

Sin esperar a conocer la opinión de sus compañeros, comenzó a desandar el camino hacia la cámara de reanimación. Los otros le siguieron en silencio; nadie se atrevía a hacer preguntas. De vez en cuando alguno de ellos alzaba la vista hacia el cielo, esperando distinguir todavía la estela de la Nagelfar. Pero, más allá de nubes, el cielo parecía tan vacío con un inmenso océano.

Descubrieron la nave a unos cien metros de la cámara de reanimación, protegida por un hangar de tablas sintéticas que probablemente habría sido fabricado por los robots que viajaban a bordo para esconder el aparato. Deimos entró en su interior angosto y blanco, iluminado únicamente por la débil fluorescencia del techo. Contempló con una mezcla de asombro y repugnancia los sarcófagos abiertos en los que él y sus amigos habían viajado. En la nave flotaba un repulsivo olor a hospital en el que se mezclaban los fuertes aromas de las medicinas con el hedor del depósito de detritos.

Se fijó en el sarcófago que había utilizado él; el primero de la derecha. Sobre el colchón de malla elástica brillaba un diminuto objeto ovalado. Era el dije de su padre, el que Deimos le había tirado a la cara después de que Gael intentase regalárselo a Casandra.

—Entonces, lo hizo —murmuró, incrédulo—. Me ha dejado un recuerdo…

Levantó la mirada hacia sus amigos, que lo observaban desde la entrada. Levantó el dije y, tomando la cadena entre dos dedos, hizo que se balanceara en el aire para que todos lo vieran.

—Ábrelo —sugirió Casandra—. A lo mejor contiene algún mensaje.

Mientras Deimos dudaba, ella se sentó a su lado. Selene y Jacob lo hicieron en el sarcófago de enfrente. Cuatro pares de ojos permanecieron fijos en la pequeña joya durante varios segundos. Por fin, Deimos apretó el resorte de la tapa, que saltó con un leve crujido.

Todos esperaban ver el holograma de Gael pronunciando algún discurso de despedida o explicando sus motivos para participar en la trampa de Hud. Sin embargo, la imagen holográfica que lentamente fue perfilándose ante sus ojos no representaba una figura humana. Deimos tardó un buen rato en comprender de qué se trataba: Era un mapa, un detallado mapa en tres dimensiones con indicaciones de longitud, latitud y altitud.

—¿Qué significan esos números negativos? —preguntó Jacob, señalando una de las cifras que brillaban en el aire—. Se supone que indican la altura, ¿no?

—Más bien la profundidad —opinó Deimos—. Por eso son cifras negativas. Había oído hablar de estar red de subterráneos. Dicen que es anterior a la construcción de Areté, y que solo conocen sus entradas y salidas los caballeros del Silencio.

—Una de esas entradas está muy cerca de aquí —observó Casandra—. Fijaos. No puede haber más de cuatro o cinco kilómetros desde el río.

Se miraron unos a otros.

—Nos está ofreciendo una salida —concluyó Deimos, demasiado asombrado para sonreír—. Es una ruta para llegar hasta el territorio de los ictios sin que los perfectos nos descubran.

Casandra buscó su mano y la apretó con fuerza.

—Tu padre ha sido muy generoso. Y valiente también —dijo—. Si tenías alguna duda sobre sus sentimientos hacia ti, creo que deberías olvidarte de ella.

—Ahora lo entiendo —murmuró Deimos con un brillo húmedo en las pupilas—. Quería ayudarme a cumplir mi objetivo. Sabía que yo deseaba viajar al pasado… Y me ha proporcionado los medios para hacerlo.

—Creo que pensaba que tenías derecho a elegir —coincidió Jacob.

Deimos se mordió la comisura del labio inferior.

—Y pensar que le he juzgado tan mal…

—Lo importante es que ahora ya sabes que estabas equivocado. —Casandra zarandeó cariñosamente su brazo derecho—. Algún día, quizá, puedas decírselo…

Deimos buscó su mirada.

—No; yo no podré hacerlo —murmuró—. Pero lo harás tú en mi nombre. ¡Prométeme que lo harás!

* * *

El viaje a Arbórea duró casi una semana, aunque podrían haberlo hecho en cuatro días si el primer vehículo que tomaron prestado no se hubiese averiado durante la travesía subterránea de los Urales. Era evidente que los túneles se hallaban en uso y que un equipo de robots se encargaba de mantenerlos bien cuidados y de evitar los posibles derrumbamientos. Pero los deslizadores distribuidos por toda la red de galerías no se habían utilizado durante años, y era lógico que surgiesen problemas técnicos.

Pese a todo, no fue un viaje excesivamente duro. Los refugios de los caballeros del Silencio se hallaban bien abastecidos, y las conservas de carne y hortalizas que encontraron en ellos podían pasar por auténticos manjares comparadas con la repugnante comida de Eldir.

Durante las largas horas de conducción por el intrincado laberinto de raíles magnéticos, Deimos pasaba mucho tiempo sin decir palabra. Se dedicaba a pensar en su padre y a rememorar obsesivamente los últimos momentos que había vivido junto a él. Había llegado a la conclusión de que el mapa de los subterráneos era una especie de herencia; el legado que Gael quería dejarles a sus hijos. Un regalo incalculablemente valioso, pues no debía de haber más de media docena de personas en el mundo que conociesen aquellos inmensos dominios de los Caballeros, ocultos bajo toneladas y toneladas de roca.

A veces, en aquellas horas de inacción dentro del deslizador, Deimos trataba de imaginarse cómo sería su reencuentro con Aedh. Las atrocidades que había visto en Eldir habían cambiado para siempre su forma de ver el areteísmo y, sobre todo, su manera de entender la misión de los perfectos. Por un lado, ardía en deseos de contarle a su hermano todo lo que había averiguado, pero, por otro, algo en su interior se resistía a hacerlo. Sabía que Aedh no encajaría bien sus revelaciones; él siempre había necesitado certezas, y no podía esperar que el derrumbamiento de todo lo que había creído hasta entonces lo dejase indiferente. Claro que, por otra parte, mantenerlo en la ignorancia constituiría el mayor de los desprecios. Sería dar por sentado que su hermano no iba a poder afrontar la verdad; y eso no era justo. Al fin y al cabo, ambos tenían la misma edad, la misma formación, incluso los mismos genes. Si él había sido capaz de digerir todo lo ocurrido en Zoe y en Eldir, ¿por qué iba su gemelo a reaccionar de un modo diferente?

Después de darle muchas vueltas al asunto, resolvió consultar con su madre antes de tomar una decisión. La única persona que conocía a Aedh mejor que Deimos era Dannan. Ella le diría qué hacer.

La decisión le hizo sentirse liberado, al menos momentáneamente, de aquella desagradable responsabilidad. El problema era que, al mismo tiempo, añadía una presión adicional a su reencuentro con Dannan. Iba a resultar duro… No solo tendría que explicarle lo que le había ocurrido a su marido en Eldir y el porqué de su condena; también tendría que poner en sus manos su destino y el de su hermano. Sin la ayuda de Dannan y del resto de los ictios, Deimos no tenía ninguna posibilidad de convencer a Dhevan para que confiase en él. Dependía de su madre… De la fe que quisiera depositar en sus hijos y de los sacrificios que estuviese dispuesta a hacer.

* * *

Salieron a la superficie en un bosquecillo de olivos al norte de Atenas. Era una desapacible mañana de finales de noviembre, y el viento se enredaba en las viejísimas ramas de los árboles cargado de minúsculos copos helados. Habían abandonado el deslizador en el refugio más cercano, y se habían encargado de dejar la salida del túnel tan cubierta por la maleza como la habían encontrado.

Descubrieron un sendero de arena roja entre los olivos y lo siguieron ladera abajo durante algo más de una hora. Caminaban sin hablar, atentos a los ruidos del entorno y a los cambiantes colores del paisaje. Al menos, ahora se encontraban en territorio amigo. Si se topaban con algún desconocido, no tendrían que temer que denunciase su presencia directamente ante los maestros de perfectos.

Casandra, que abría la marcha, se detuvo al llegar a una encrucijada de caminos. Deimos alzó los ojos hacia ella, distraído. Se daba cuenta de que los demás esperaban que asumiera el papel de guía. Al fin y al cabo, se encontraban muy cerca de su ciudad natal… Sin embargo, Deimos no se sentía con ánimos para guiar a nadie. Sus músculos aún seguían resintiéndose del largo período de inmovilidad en el sarcófago de hibernación. Le costaba trabajo caminar, se sentía cansado y débil por la falta de sueño de los últimos días. El olivar que estaban atravesando no se distinguía en nada, para él, de los otros miles de olivares que jalonaban las costas del Egeo. Tal vez lo hubiese pisado en alguna ocasión anterior; ¿cómo iba a acordarse? En todo caso, no tenía ni idea de dónde estaba, ni de cómo encontrar el camino hacia Atenas.

De repente le llamó la atención una nube de polvo en el extremo más alejado del camino. La nube se aproximaba a buen ritmo, cada vez más alta y turbia. Pronto descubrió que envolvía a un jinete montado sobre un enorme caballo blanco. Su capa azul celeste ondeaba en el viento, y el sol arrancaba fugaces destellos de su plateada armadura.

—Es uno de ellos —oyó decir a Jacob—. Empezaba a dudar de que existieran fuera del Tapiz de las Batallas…

Los cuatro observaron acercarse al caballero. Vista de cerca, la yegua que montaba era de un tamaño impresionante. Deimos fue el primero en reconocer al jinete bajo el yelmo de acero que ocultaba la parte inferior de su cara. Se trataba de Erec de Quíos, el padre biológico de Martín.

La mirada de Erec se paseó inquieta por los rostros cansados de los cuatro jóvenes.

—Siento haberme retrasado —fue su saludo—. No sabía con seguridad qué salida del subterráneo emplearíais… ¿Dónde está Martín?

Todas las miradas se volvieron hacia Deimos. Sus compañeros parecían dar por sentado que él actuaría como portavoz del grupo.

—Martín está bien, pero no viene con nosotros —explicó, escrutando la mirada alarmada de Erec—. No te preocupes, ha sido por decisión suya. No te puedes imaginar siquiera de dónde venimos. Hemos estado en Eldir…

—Suponíamos que los perfectos habían condenado a los Cuatro de Medusa —dijo Erec frunciendo el ceño desde lo alto de su cabalgadura—. Pero no sabía que tú estuvieras con ellos…

—Es una larga historia. Me colé de polizón en la nave del Tártaro. Es terrible lo que hemos visto allí, Erec. Cuando se lo cuente a mi madre… Pero todo a su tiempo. Es mucho lo que tenemos que contaros.

Erec dudó un segundo, y por fin se decidió a desmontar.

—Quiero saber dónde está Martín —insistió, en un tono casi amenazador—. ¿Le han hecho daño los perfectos? ¿Le ha ocurrido algo en ese lugar que vosotros insistís en llamar Eldir?

—No le ha pasado nada —intervino Jacob—. Volverá antes o después, estoy seguro. Se empeñó en darse una vuelta por el pasado antes de regresar a casa.

Erec de Quíos relajó la mano que sostenía las riendas de la yegua. Se le notaba en la mirada que creía a Jacob.

—Tendréis que explicármelo todo con detalle. Aún no puedo creerlo… ¿De verdad habéis estado en Eldir?

—¿Pensabas que no existía? —repuso Selene—. Pues sí que existe. Es un planeta de gravedad muy alta, un infierno de llanuras resecas y aguas corrompidas…

—Qué bien lo describes —se burló Jacob—. Aunque te has saltado lo de los cultivos humanos y los tumores de los condenados…

—Habrá tiempo para que nos lo contéis todo más adelante. Lo que no entiendo es cómo habéis logrado regresar… Nadie antes había vuelto con vida de Eldir. Se supone que es un lugar de sufrimiento eterno.

—Ya no —explicó Casandra, orgullosa—. Ahora no es más que un planeta hostil y casi deshabitado. Los condenados lo han abandonado; vienen hacia la Tierra. Los liberamos nosotros… Es decir; con la ayuda de Uriel.

La mención de la pequeña sacudió a Erec como una descarga eléctrica.

—¿Uriel estaba con vosotros? —preguntó con viveza—. ¿Queréis decir que fue condenada al tártaro por los perfectos? Serán hipócritas…

—En realidad, no llegaron a tanto —explicó Deimos—. Uriel nos acompañó a Eldir por su propia voluntad. Estaba segura de que podría cumplir la profecía y liberar a los condenados… Y es cierto que lo ha logrado.

Al final del camino vieron alzarse otro torbellino de polvo, esta vez más alargado. Nuevos jinetes venían al encuentro de los recién llegados. Parecía todo un comité de bienvenida.

—¿Cómo sabíais que estábamos aquí? —preguntó Deimos—. Se supone que hemos seguido un itinerario secreto…

—Secreto para todo el mundo excepto para los caballeros del Silencio. Hemos seguido la trayectoria de vuestros deslizadores desde las inmediaciones de Areté hasta aquí. Ha sido un largo viaje.

Mientras Erec hablaba, la comitiva de jinetes continuaba aproximándose. No todos eran hombres. En el grupo de cabeza Deimos vio al menos a dos mujeres.

—Lo que me habéis contado de Uriel es muy importante —dijo Erec con la vista fija en los que se acercaban—. Los perfectos nos acusan de haberla asesinado. La cosa está peor que nunca, muchachos. Si esos locos consiguen convencer al resto del mundo de que los ictios han matado a Uriel, no tendremos más remedio que ir a la guerra. Además, los nuestros tampoco han contribuido mucho a calmar los ánimos. Estábamos preocupados por vosotros; temíamos que os hubiesen matado, o que os mantuviesen secuestrados. Les hemos dado un ultimátum para devolveros… Y ellos se lo han tomado como un insulto.

Jacob hizo una mueca.

—Pues no sé por qué —gruñó—. Al fin y al cabo, es la verdad…

—Lo peor es que ahora mismo ya no creo que nadie pueda parar la guerra —continuó Erec—. Las cosas han llegado demasiado lejos. La única que podría frenar a los perfectos es Uriel…

—Uriel no va a regresar, de momento —explicó Casandra—. Ha decidido viajar al pasado para conocer a Diana Scholem. Martín y Alejandra se fueron con ella… Pero, aunque Uriel no esté, puede que haya alguien más capaz de frenar a los perfectos. Me refiero a los condenados de Eldir. Vienen hacia la Tierra en una nave gigante; llegarán dentro de unos cuatro meses…

La muchacha se interrumpió, pues el grupo de los jinetes recién llegados se encontraba ya muy cerca. Deimos comprobó que la más joven de las dos mujeres era una de las hermanas de Selene. La otra, como ya esperaba, era Dannan, su madre. Por lo general se mantenía al margen de los rituales de los caballeros del Silencio, pero esta vez, por lo visto, había decidido hacer una excepción.

Dannan saltó de su caballo antes incluso de que este se detuviera. Pocos segundos después, Deimos se encontró envuelto en el cálido refugio de sus brazos.

Solo entonces se dio cuenta de lo mucho que había ansiado aquel reencuentro. Las lágrimas le quemaban en los ojos, pero se las limpió rápidamente con el dorso de la mano. No quería que su madre lo viese llorando. Ya habría tiempo para eso más tarde. De momento, lo único que deseaba era sentirla a su lado, olvidarse de todo por un instante y aspirar aquel olor frutal que emanaba de su cabello y que le traía tantos recuerdos de la infancia. La casa del árbol. Los columpios para Aedh y para él en una de las ramas más cercanas. Las cenas al aire libre con los amigos, bajo la luz de las estrellas. Las risas a la hora del baño. Las bromas un poco impertinentes de Gael, que Dannan siempre se tomaba con humor…

Todos aquellos momentos pasaron por su secuencias de una vieja película olvidada.

Dannan; su madre… La mujer que le había y que ahora tendría que ayudarle a sacrificarla.

Y todo por un motivo tan confuso, que ni fiaba en podérselo explicar.