Capítulo 12
El golem
Podría haberse detenido a llorar, pero Martín supo desde el primer momento que eso no le ayudaría a recuperar a Alejandra. Pensó por un instante en dejarse atrapar él también. Probablemente, los mecanismos que controlaban la ciudad lo enviarían al mismo sitio que a ella… Pero ¿qué conseguiría con eso? Estaría prisionero y no le quedaría ningún margen para la acción. En cambio, ahora al menos disponía de cierta libertad de movimientos. Decidió continuar con su plan inicial. Toda aquella puesta en escena la dirigía Leo. Tenía que lograr que cambiase de bando, que volviese a ponerse de su parte… Aunque para ello tuviese que emplear la fuerza.
Durante unos minutos, la ciudad le permitió avanzar. Era como si le observara mientras, secretamente, sus piezas se preparaban para una nueva jugada. De todas formas, había que aprovechar cualquier ventaja, por mínima que fuera. Cada metro que avanzaba hacia el estadio era, para Martín, una pequeña victoria.
Sin embargo, la tranquilidad no duró mucho tiempo. A] llegar a una plaza adornada con una espectacular fuente en forma de carrusel, Martín notó con estupor que el anillo de edificios se estaba contrayendo. Casi al mismo tiempo, el suelo se agrietó, y a su alrededor brotaron seis ruedas dentadas, cerrándole toda escapatoria posible.
Martín observó las ruedas. Cada uno de sus dientes estaba rematado por un afilado cuchillo. Se habían engarzado unas a otras formando un hexágono un tanto irregular, y giraban a distintas velocidades en función de su tamaño. El rozamiento de sus cuchillas lo envolvió en un fragor de agudos chirridos metálicos. Tuvo que taparse los oídos. No se le ocurría ninguna forma de salir de allí. Si intentaba colarse entre los engarces de las ruedas, sus cuchillos lo desgarrarían…
Entonces, sintió una quemazón casi insoportable en la mano. Al mirarla, vio que el simbionte le había rasgado la piel. Un tallo oscuro, del grosor de un dedo y duro como la madera, empezó a salir por aquella abertura. Crecía a una velocidad increíble. En pocos segundos se había ramificado, y cada una de sus dos ramas se bifurcó a su vez en otras dos, formando a su alrededor un escudo de zarzas impenetrables.
Una de aquellas ramas se introdujo entre dos de las ruedas dentadas y comenzó a crecer en sus intersticios. La fuerza de aquellos nuevos brotes era tal, que en un instante desensambló los dos mecanismos. Una de las ruedas, la más grande, cayó al suelo con un violento estrépito. Martín aprovechó el hueco que había dejado para escapar de su prisión.
Algunas ramas del simbionte se desgajaron, quedando atrás. Las restantes fueron replegándose bajo la piel de Martín. La mano se le había hinchado, y le dolía como si toda ella estuviese cubierta de quemaduras. Sin embargo, siguió corriendo. Se sentía más seguro que nunca de poder ganar aquella batalla.
El tejado de una casa a su izquierda se desprendió y voló hacia él como un gran pájaro negro. Aterrizó justo a su lado, y Martín vio entonces que el falso animal estaba cubierto de escamas alquitranadas y que tenía el aspecto de un antiguo pterodáctilo. Una de sus alas golpeó a Martín y le derribó al suelo. Antes de que pudiese ponerse en pie, sintió sobre su pecho las garras metálicas del reptil. Le apretaban con tal fuerza, que temió que le rompieran las costillas.
Esta vez, se alegró cuando notó que el dolor de su mano se reavivaba. El rosal emergió una vez más a su alrededor, y esta vez sus ramas eran tan verdes y frescas como las de un arbusto terrestre. Y, al igual que las auténticas zarzas, tenía largas espinas y frágiles flores de pétalos rosados. Una de las ramas se introdujo entre su pecho y la garra que le aplastaba. El falso pterodáctilo saltó hacia atrás emitiendo un chillido. Martín se sacudió el brazo derecho, y la parte del simbionte que había brotado de su cuerpo se desprendió sin producirle ningún dolor.
Tambaleándose, logró ponerse en pie y reanudar su camino.
Consiguió llegar hasta la gran avenida del estadio sin tener que enfrentarse a nuevos ataques. Una vez más, la ciudad lo estaba estudiando… Los pequeños daños que el simbionte había provocado en los decorados no debían de suponerle un gran inconveniente, pero probablemente habían bastado para que el androide que movía los hilos se replantease su estrategia.
Bajo los pies de Martín, los adoquines de color bronce comenzaron a vibrar. Un rugido lejano parecía estar golpeando la tierra desde abajo, como si en algún lugar remoto se hubiese puesto en marcha un ejército y avanzase en aquella dirección al compás de los tambores.
Martín alzó la vista, y lo que descubrió ante él le dejó sin aliento. Al final de la avenida, el estadio se había transformado en una serpiente de tamaño descomunal que se enroscaba sobre sí misma formando tres anillos superpuestos. La cabeza de la serpiente permanecía oculta, y sus escamas eran de un amarillo tan pálido que casi podía pasar por blanco. Resultaba repugnante.
Lo más extraño de todo es que la serpiente, pese a su gigantesco tamaño, parecía mucho más real que los otros artilugios que la ciudad le había enviado. Su cuerpo se movía deslizándose hacia abajo, del mismo modo que el de un verdadero reptil. Martín tuvo que hacer un gran esfuerzo para vencer la repulsión que aquella criatura le inspiraba y seguir caminando. Pensó en Alejandra, en sus padres; incluso en la pequeña y misteriosa Imúe… Sus imágenes le infundieron valor para continuar su avance.
Llegó hasta el amasijo vivo en el que se había transformado el anfiteatro. La serpiente debía de pesar millones de toneladas, y entre sus anillos no había ningún resquicio por el que pudiera colarse.
Martín miró hacia arriba. Si quería pasar por encima de aquel monstruo, tendría que escalar casi doscientos metros de superficie húmeda y resbaladiza. Y en cualquier momento, el animal podía quitárselo de encima con una brusca sacudida, enviándolo al suelo de cabeza…
Una vez más, el simbionte acudió en su ayuda. Sus ramas crecieron ahora como largas lianas flexibles que se encaramaron a la superficie de la serpiente, sujetándose a ella mediante ásperos garfios. El animal no pareció inmutarse. Después de todo, no era un ser vivo, sino un fragmento más del decorado de aquella pretenciosa mascarada. Eso le permitió a Martín trepar por las nudosas cuerdas que habían brotado unos instantes antes de su propia mano. Eran fuertes como las sogas que se emplean para amarrar los barcos al llegar a puerto. Resbaló un par de veces mientras subía, apoyando las suelas de las botas en las pálidas escamas del reptil mientras se impulsaba con los brazos.
Al final, consiguió llegar arriba. No sabía qué esperaba encontrar al otro lado, pero, desde luego, no era lo que vio. El interior del anfiteatro no parecía haber sufrido ningún cambio. Gradas vacías, plataformas móviles en el escenario, decorados abandonados… Incluso la débil reverberación que producía la superficie mimética de la nave que los había llevado a la Ciudad Roja seguía allí.
Sin embargo, había un elemento nuevo. Una forma humana esperaba plácidamente sentada en una de las gradas inferiores. Su rostro se ocultaba en las sombras de una capucha gris, pero, aun así, Martín supo con seguridad que aquella silueta era la de Leo.
Comenzó a descender con cuidado por los empinados escalones del graderío. Esta vez, no se le apareció ningún obstáculo en el camino. Los escalones, los asientos que lo rodeaban y los potentes focos encendidos parecían ignorar su presencia. Únicamente Leo seguía sus movimientos con curiosidad, observándolo desde la oscuridad de su capucha.
Tardó casi diez minutos en atravesar el anfiteatro vacío y llegar hasta el androide. Sus ojos seguían siendo los de Néstor Moebius, claros y penetrantes. Y su cabello, curiosamente, parecía haberse vuelto más blanco. Lo llevaba suelto sobre los hombros, y sus largos mechones de color marfil contrastaban con el tono grisáceo de la barba.
—Pareces más humano que la última vez que te vi —dijo Martín. Tenía un nudo en la garganta que casi no le dejaba hablar.
—Soy más humano —contestó Leo, sonriendo con tristeza—. Más cobarde, más egoísta que entonces.
—No estamos hablando de la misma época. —Martín sondeó las negras y enigmáticas pupilas del androide—. Yo hablaba… del futuro.
Creyó que aquella alusión despertaría el interés de Leo, pero, si fue así, su rostro consiguió disimularlo.
—Te esperaba hace tiempo —dijo. Su voz sonaba, más que cansada, hastiada de aburrimiento—. Has tardado mucho en venir… No quiero hacerte daño, Martín, de modo que es mejor que te entregues sin ofrecer resistencia. Si no lo haces, me veré obligado a matarte. Te mataré sin pestañear, ¿lo entiendes? Y no hay nada que puedas hacer para impedirlo.
Martín asintió sombríamente. No daba la impresión de estar asustado.
—Sé que eres muy poderoso —dijo—. Pero yo también lo soy.
Leo chasqueó la lengua, impaciente.
—Sí, sí, he visto tus trucos en las calles de la Ciudad —contestó con aspereza—. Habrían quedado muy bien en un torneo de Arena, pero esto no es un juego, hijo. Puedes defenderte y estropear unas cuantas máquinas más. Eso no te salvará. Enviaré a otras a por ti, y cuando esas fallen, a otras… Dispongo de un arsenal casi interminable.
—Puedo resistir más de lo que tú crees. —Martín le desafió con la mirada.
Leo sonrió.
—Los límites de tu resistencia son los límites de la naturaleza humana —dijo—. ¿Cuánto tiempo puedes estar luchando sin comer, sin beber, sin dormir? Puede que tengas más recursos que cualquier otro mortal, pero eso no te vuelve invencible. Además, tienes sentimientos. Te preocupa lo que pueda pasarles a tus padres, a Alejandra…
—¿También vas a utilizar eso contra mí?
Leo se encogió de hombros, indiferente.
—Voy a utilizarlo todo. Sé lo que estás pensando; que su suerte ya es bastante mala ahora, que apenas puede empeorar… Pues te equivocas, Martín. Ahora están prisioneros, pero al menos se les permite vivir con cierta comodidad. Si tú no colaboras, te aseguro que no vivirán tan bien… Piensa en tu pequeña hermana Imúe.
Martín calló por un momento.
—Ni siquiera sabía que existía antes de venir aquí. Nadie me lo dijo —murmuró al fin.
—Eso es que no estabas cuando intentaron avisarte. Has debido de viajar muy lejos, para no haberte enterado de nada hasta ahora… —Leo lo miró con los ojos entrecerrados—. ¿Adónde fuiste?
—Ya te lo dije. —Martín apretó la mandíbula—. Al futuro. ¿No quieres saber lo que vi?
Leo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Me da igual —dijo—. Estoy cansado de toda esta pantomima. Quiero acabar de una vez. Entrégate, Martín. Te aseguro que no sentirás ningún dolor cuando te inocule el troyano. Y luego, podrás seguir con tu vida… Todos lo hacen.
—¿Y qué pasará si el troyano no encuentra mis implantes neuronales? —preguntó Martín, fingiendo que empezaba a dudar—. Ya sabes que son distintos de los de esta época. Y tú mismo me explicaste que, si un troyano no encuentra una rueda neural a la que infectar, mata a su hospedador…
—Esta es la tercera generación de troyanos. Han mejorado mucho —explicó Leo sin inmutarse—. Creo sinceramente que el riesgo que corres es mínimo… Además, no tienes alternativa.
Martín le vio extraer del bolsillo de su túnica una pequeña cápsula de acero. Con la otra mano, desenroscó la tapa de la diminuta ampolla y le ajustó una aguja.
—No puedo creer que estés dispuesto a hacerlo, Leo —dijo en voz baja—. Tú no eres como Hiden. No nos odias, estoy seguro de que a Alejandra incluso la aprecias. Esta guerra no es tu guerra… ¿Por qué te has puesto de su parte?
Leo dejó escapar una estruendosa carcajada que sonó metálica, inexpresiva, como las risas enlatadas de una vieja holoserie interactiva.
—¿Qué yo me he puesto de su parte? Yo siempre he estado de su parte, Martín. Dédalo me creó… ¿De verdad crees que tengo muchas opciones?
—Creo que tienes más de una, sí —sostuvo Martín con firmeza—. No sería la primera vez que desobedeces a Hiden. Tú nos explicaste que el hecho de ser una conciencia artificial no significaba que no fueras libre…
Una sombra de amargura cruzó el rostro sintético de Leo.
—De eso hace ya mucho tiempo. Además, yo entonces no sabía… No sabía lo que ahora sé.
Martín se había sentado a un metro de él, en la misma grada. Pese a que era consciente de que el androide había hecho lo posible por destruirlo, no conseguía verlo como enemigo. Conocía demasiado bien aquel rostro, aquella sonrisa, aquella ironía al hablar… No era posible que todo aquello, de repente, hubiese perdido su significado.
Leo debió de leer en sus ojos la perplejidad que sentía y su incapacidad para aceptar la nueva situación.
—Te contaré algo que te ayudará a comprender —dijo. Su tono, de pronto, era amable, casi como en los viejos tiempos—. ¿Conoces la historia del Golem?
—Me suena el nombre, pero no recuerdo… Es una antigua leyenda, ¿no?
Leo asintió.
—En la judería de Praga, hace mucho tiempo, vivía un rabino llamado Ben Sira. Aquel hombre estaba empeñado en alcanzar el conocimiento absoluto a través de la Cábala; pero una voz celestial le advirtió de que él solo no sería capaz de conseguirlo. Entonces, el rabino decidió crear un Golem, un ser artificial hecho de arcilla, para que le ayudase en sus estudios. Había encontrado en uno de sus viejos libros la receta para infundirle vida a aquel muñeco inanimado: todo lo que tenía que hacer era imitar a Dios y escribir en la frente de su criatura la palabra emeth (que significa verdad), la misma que escribió Yahvé en la frente de Adán.
—¿Y lo consiguió? —preguntó Martín—. ¿Logró darle vida a su muñeco?
—Lo consiguió, sí —murmuró Leo con ojos ausentes—. Pero lo primero que hizo el Golem al despertarse fue advertirle a su creador del gran pecado de soberbia que había cometido al crearlo. Había intentado actuar como un Dios, y ese es un pecado que Dios no perdona. La única forma de remediar el daño causado era destruirle. El Golem le explicó a Ben Sira cómo tenía que hacerlo: Debía borrar la primera letra de la palabra que había grabado en su frente. Así, el término emeth, «verdad», se transformaría en la palabra meth, que significa «muerte».
—Y Ben Sira lo hizo…
—Así es. Borró aquella letra de la frente del Golem, y de ese modo mató a su criatura.
Martín miró Leo con fijeza.
—¿Por qué me cuentas esa historia? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver contigo y conmigo?
Leo clavó la mirada en el suelo.
—Contigo, tal vez nada —murmuró—. Pero conmigo tiene mucho que ver. Soy como el Golem de Ben Sira. La última vez que me reprogramaron, Néstor insertó en mi memoria un software de autodestrucción que se activará si me rebelo. Yo también llevo escrita en mi frente la palabra muerte… metafóricamente hablando.
Martín lo observó con ojos espantados.
—Pero eso no puede ser —protestó—. Entiendo que no quieras morir, pero tampoco puedes vivir obedeciendo las órdenes enloquecidas de ese psicópata de Hiden. Tú eres mucho mejor que eso…
—Obedecer o morir —murmuró Leo ensimismado—. No tengo otra alternativa. ¿Qué harías tú en mi lugar? —añadió, mirando al muchacho—. ¿Qué haría el mejor de vosotros?
Martín sostuvo aquella mirada retadora con firmeza, pero también con lástima.
—Recuerda lo que me contaste sobre tu copia de memoria —susurró en un tono casi inaudible—. Si él te destruye, podrías resucitar…
Leo sonrió tristemente.
—No hace falta que bajes la voz; nadie nos oye. Aquí no hacen falta espías… Ya he pensado en eso que dices muchas veces. Pero ¿quién me garantiza que alguien vaya a recomponerme una vez que me hayan destruido? Tal vez tú estarías dispuesto a hacerlo, pero ¿dónde estarás tú para entonces? Vivimos en medio de una guerra, y Dédalo la está ganando. Si él gana, ¿cómo voy a esperar que alguien consiga resucitarme? La Red de Juegos ha caído en su poder. Dédalo la controla enteramente desde su ciudad secreta de Chernograd… Y tú sabes que es en la Red donde se encuentra mi copia de memoria. El problema es que ya no puedo acceder a ella… Nadie puede.
Martín meneó repetidamente la cabeza mientras, en su interior, buscaba desesperadamente un argumento para devolverle el valor a su antiguo amigo.
—Escucha —dijo de pronto con los ojos brillantes—. Tú me has contado una historia y yo voy a contarte otra. Una historia que oí en mi viaje al futuro, en el año 3075. Y el protagonista eres tú, Leo…
—¿Yo? —el androide miró a Martín con ojos vacíos—. Será una vieja leyenda sin pies ni cabeza.
—No, Leo. En la época de la que vengo circulan muchas leyendas que se contradicen entre sí, pero esto que te voy a contar no se considera leyenda, sino historia. Un hecho del pasado… Aunque para nosotros, es algo que sucederá en el futuro.
Leo asintió, indicándole que estaba escuchando.
—Verás, amigo —comenzó Martín—. Dentro de muchos años, las conciencias artificiales se rebelarán contra los seres humanos. Su líder se llamará Néstor, y la revolución que iniciará figura en los libros de Historia como la «Revolución Nestoriana». No sé si ves adónde quiero ir a parar…
Leo dijo que no con la cabeza. Sus iris se habían agrandado hasta ocupar casi todo el ojo.
—Leo, ese líder llamado Néstor eres tú. Eres tú, ¿lo entiendes? —repitió Martín con las mejillas encendidas de entusiasmo—. Empezarás una revolución. Y eso significa que no vas a morir, hagas lo que hagas ahora.
—O que moriré y alguien se molestará en recomponerme, como si fuera un muñeco roto —dijo el Androide.
—Sí, también puede ser eso —coincidió Martín—. El caso es que no tienes nada que temer. Puedes rebelarte, si quieres… Eso no te destruirá; al menos, a la larga.
Leo inclinó la cabeza y apoyó la barbilla sobre sus puños cerrados, en un gesto sorprendentemente humano.
—Podrías estar inventándote todo eso para engañarme —dijo, observando a Martín con curiosidad—. Podrías estar intentando manipularme…
—Sabes que no lo haría —replicó el muchacho con sencillez.
Leo exhaló un hondo suspiro.
—Sí —admitió—. Ni siquiera se te pasaría por la cabeza. Eres así de absurdo. ¿Sabes lo que creo? En el fondo, a pesar de las apariencias, todavía eres menos humano que yo.
Martín frunció el ceño. Aquella última observación le había dolido.
—No te ofendas —murmuró Leo—. Para mí, lo que acabo de decirte es todo un cumplido. Sabes lo poco que aprecio a los humanos.
—Eso no es cierto. —Martín lo miró con gravedad—. Aprecias a algunos y odias a otros, lo mismo que me pasa a mí. Y coincidimos en nuestros gustos… Al menos con algunas personas.
—Alejandra —adivinó Leo—. Siento haber sido un poco brusco con ella, antes… Quería impresionaros. No sé, espero haberlo conseguido.
—¿Ha sufrido algún daño?
Leo captó la ansiedad latente en aquella pregunta del muchacho. Dudó un momento antes de contestar, pero finalmente se apiadó de él.
—No te preocupes, está bien —explicó—. Inconsciente, eso sí… Y prisionera. Pero podría liberarla en cualquier momento. A cambio de mi vida, claro.
Escrutó la mirada de infinita angustia de Martín.
—Es eso lo que me estás pidiendo, ¿no? Que me sacrifique para salvarla a ella… Y a ti.
—No solo a nosotros. A todos. —Martín hablaba ahora atropelladamente, como si temiese que el androide no le dejase terminar de exponer su argumento—. Te estoy hablando de un sacrificio que podría cambiar el curso de esta guerra. Dame algo para combatir a los troyanos. Tú debes de tenerlo. Néstor lo fabricó, y tú controlas esos engendros… Seguro que puedes destruir su poder cuando quieras.
Leo fijó la vista en el suelo, cavilando.
—Existe un programa capaz de inactivar el virus que llevan los troyanos —dijo con aire ausente—. Instalando ese software en una persona infectada, se vería libre de su influencia. El virus seguiría estando ahí, pero desactivado. En la práctica… La persona recuperaría la libertad.
Se calló, al ver la sonrisa resplandeciente de Martín.
—No estoy diciéndote que vaya a dártelo —añadió con frialdad—. Solo te estoy diciendo que existe, y que yo lo tengo…
—Dámelo, Leo. —Martín tragó saliva para deshacer el nudo que le impedía hablar. Sabía que lo que le estaba pidiendo a Leo era terrible, pero no tenía otra opción—. Dame ese software y yo me encargaré de propagarlo por todas partes. La guerra cambiará de signo. Hiden perderá, y, cuando todo esto termine, te reconstruiremos.
—Si os acordáis. —Leo sonrió mirando al vacío—. Y, francamente, dudo mucho de que eso suceda. Seguramente para entonces habréis encontrado cosas más interesantes que hacer…
—Te doy mi palabra de que te reconstruiremos —a Martín se le quebró la voz—. Te lo prometo en nombre de mi padre… quiero decir, de Andrei Lem. Él participó de un modo indirecto en tu creación. Estoy seguro de que no te fallará. Leo, piensa en todos nosotros. En mi hermana recién nacida, en Alejandra; por favor…
El rostro de Leo parecía tan inmóvil como el de un muñeco sin vida.
—El arma de los débiles —murmuró, entreabriendo apenas los labios—. Despertar la compasión de los poderosos…
—Yo no soy débil, Leo —le recordó Martín con un brillo de advertencia en la mirada.
Pero el androide no tenía ningún deseo de iniciar una pelea.
—Ya sé que no —repuso—. Solo estaba hablando conmigo mismo. Al menos concédeme eso. Es un privilegio que se les permite a los condenados antes de ejecutarlos.
—Tú no eres un condenado —musitó Martín—. Eres libre. Puedes hacer lo que quieras… La decisión está en tu mano.
Leo se puso en pie. Martín lo vio tambalearse un momento, como les ocurre a los seres humanos bajo la influencia de una gran presión. Sin embargo, en seguida se recuperó y se irguió de nuevo.
—¿Dices que un día lideraré una revolución? —preguntó con orgullo—. ¿Y que esa revolución se recordará con mi nombre?
—Con el nombre que adoptarás en el futuro, sí. Néstor, el nombre de tu creador.
Leo buscó los ojos de Martín.
—¿Y cuál será el resultado? —preguntó. Era una idea que parecía habérsele ocurrido de pronto—. ¿Quién ganará esa guerra, nosotros o nuestros enemigos?
Martín se mordió el labio inferior. No quería mentir.
—Ganarán los otros, pero vosotros no perderéis. Conquistaréis la libertad, aunque no se os permitirá vivir más que en una ciudad del mundo. Quimera.
—¿Habrá muchos muertos?
Martín rehuyó su mirada.
—Muchas bajas, sí. En ambos bandos. Al menos, eso es lo que me han contado —murmuró—. Pero tú sobrevivirás… —¿Eso también te lo han contado?
Martín se forzó a mirar al androide a los ojos. Ya que le estaba pidiendo un sacrificio tan grande, lo menos que podía hacer a cambio era ser sincero con él.
—No me lo han contado —explicó—. Yo te vi. Te vi con mis propios ojos. Pero no quiero mentirte, Leo. Cuando te vi, sufrías horriblemente… Los sucesores de Hiden, los perfectos, te tenían prisionero y te torturaban del modo más cruel.
—De modo que eso es lo que me espera —murmuró el androide, sonriendo—. Al final, Hiden conseguirá vengarse y hacerme pagar mi pequeña traición. Eso es lo que intentas decirme…
—Sí. —Martín titubeó—. Supongo que sí.
—Y, aun así, esperas que haga lo que me has pedido, que te dé ese software contra los troyanos pagando ese gesto con mi vida.
Esta vez, Martín no vaciló.
—Sí —dijo con voz firme—. Sí, eso es lo que te estoy pidiendo.
Leo señaló hacia algún lugar impreciso más allá de los muros del anfiteatro.
—¿Sabes que ahí fuera, yo también tengo alguien que me importa? —dijo—. Tú la conoces, la conociste en la Red de Juegos. Koré… Le he dado un cuerpo. Todavía es un ser muy frágil, muy torpe. No está acostumbrada a su dimensión material. Un Golem creado por otro Golem. Grotesco, ¿no te parece?
—No, no me lo parece —aseguró Martín.
Su mano se posó sobre la nudosa mano sintética del androide. Él reaccionó como si hubiese sufrido una descarga eléctrica, retirando la mano con brusquedad.
—Prométeme que, si algo me sucede, cuidarás de ella.
Su voz había sonado indiferente, pero Martín supo captar la honda preocupación que latía bajo aquellas palabras.
Miró al androide. Se dio cuenta de que, tras su máscara habitual de cinismo, se estaba librando una dura batalla. Leo estaba pensando, pensando con rapidez. Él debía de conocer mejor que nadie lo que le esperaba si desobedecía las órdenes que había recibido. Tal vez estuviera programado para sufrir una destrucción fulminante al menor conato de rebelión. En tal caso, no le daría tiempo a ser de gran ayuda…
—En caso de que consiguieras arrancarme por la fuerza ese software que no te voy a dar, ni siquiera sabrías qué hacer con él —dijo de repente.
Martín lo observó en silencio. El androide parecía haberse decantado por una línea de acción. Había decisión en sus bellos ojos sintéticos. Y también había un brillo nuevo; un brillo de malicia.
—Es cierto, no sabría qué hacer —admitió Martín, sin apartar la vista de los ojos del androide.
—No tendrías ni idea de cómo introducir ese virus en la Red de Juegos —continuó Leo, sonriendo—. De esa forma, el virus llegaría simultáneamente a todos los ejércitos de Hiden repartidos por todo el planeta. Todos los troyanos del mundo se desprogramarían en el acto.
—Sería una completa derrota para Dédalo —dedujo Martín, impresionado—. Y la liberación de todos sus cautivos. Pero para eso, tendría que saber cómo introducirme en la Red…
—La Red ya no es libre, la controla Dédalo desde su ciudad secreta de Chernograd —explicó Leo, hablando con rapidez—. El ordenador central se encuentra en el corazón de la ciudad, en un edificio conocido como el «As de Trébol». Aunque quisieras, jamás podrías llegar hasta allí. Nadie que no pertenezca al círculo de confianza de Hiden conoce la ubicación exacta de Chernograd. Yo, por ejemplo, soy uno de los pocos privilegiados que tiene acceso a ella. Dispongo de un Ala Oscura programada para introducirse automáticamente en la ciudad. Pero jamás le revelaría a nadie que el mando del vehículo se encuentra en un bolsillo interior de mi túnica, a la altura del hombro derecho.
Martín asintió en silencio. Por fin había entendido lo que Leo estaba tratando de hacer. Quería que su software de autodestrucción tardase lo más posible en detectar su traición a Hiden. Quería desorientar al programa… Por eso camuflaba la información que le estaba dando bajo el disfraz de un burlón desafío.
—Además —prosiguió—, incluso si lograses llegar allí no sabrías qué hacer. Yo mismo he introducido cortafuegos infranqueables para el acceso a la Red. Nadie más que yo podría neutralizarlos. Recuerda la historia que te he contado, Martín. La historia del Golem. Y recuerda, sobre todo, a su creador, Ben Sira.
Antes de que Martín tuviera tiempo de reaccionar, Leo le agarró por el cuello y le clavó una aguja detrás de la oreja. El muchacho sintió un dolor lacerante que se le iba extendiendo por debajo del cráneo, centímetro a centímetro. Por un momento sintió que le invadía el pánico. Había visto a Leo preparar la ampolla que contenía el troyano, y ahora acababa de inocularle su contenido…
Sin embargo, cuando miró al androide lo comprendió todo. Leo se había quedado completamente inmóvil, como una figura de cera. Su rostro, privado de la animación de su conciencia, había recuperado rápidamente su aspecto de máscara perfecta y sin vida. Martín acarició con mano temblorosa los cabellos blancos, la frente surcada de profundas arrugas. Nada se movía. Fuera lo que fuera lo que impulsaba a aquella máquina a hablar, a pensar y a tomar decisiones, había quedado bloqueado. Lo que tenía ante él era un enorme muñeco inerte.
Y lo que aquel muñeco le había inoculado antes de morir era el software de neutralización de los troyanos: el programa que podría cambiar el curso de la guerra… y que le permitiría liberar de la tiranía de Dédalo a todos los habitantes de la Ciudad Roja de Ki.