25. MI REGRESO A SCHENDI
—¿Dónde está Aibu? —gritó Kisu.
Estábamos en un claro de Nyundo, el poblado de la región de Ukungu. Mwoga, lanza en mano y un escudo en su brazo, se acercó a saludarnos.
—Está muerto —dijo.
Tende, detrás de Kisu, lloró amargamente.
—¿Cómo murió? —preguntó Kisu.
—Envenenado. Ahora, yo soy el cacique de Ukungu.
—Mi lanza dice que no es cierto —dijo Kisu.
—Mi lanza dice que sí es cierto —replicó Mwoga.
—Entonces, dejaremos que ellas decidan.
Pequeñas tiras de piel enfundaban las hojas de las lanzas de Ukungu. Kisu y Mwoga desenfundaron sus armas. Las hojas de las lanzas brillaron. Cada hombre llevaba un escudo.
—Yo seré mejor cacique que Aibu, por eso ordené que lo asesinaran.
La lucha fue breve. Kisu retiró la hoja de su lanza del cuerpo de Mwoga, que yacía a sus pies.
—Luchas bien —dijo Bila Huruma—. ¿Vas a exterminar a los seguidores de Mwoga?
—No —dijo Kisu—. Mi batalla no va contra ellos. Son gente de mi tribu. Pueden permanecer en paz en los poblados de Ukungu.
—Antes no eras más que un Kailiauk, obstinado y cruel, susceptible e impetuoso. Veo que ahora has aprendido algo de la sabiduría de alguien que merece ser Mfalme.
Kisu se encogió de hombros.
—¡Acompáñanos a Ushindi! Msaliti ha muerto. Necesitaré a alguien que sea el segundo hombre del Imperio.
—Prefiero ser el primer hombre de Ukungu —dijo Kisu— que el segundo del imperio.
—Eres el primer hombre de Ukungu —dijo Bila Huruma, otorgando a Kisu el poder.
—Lucharé contra ti desde Ukungu.
—¿Porqué?
—Conseguiré liberar a Ukungu.
Bila Huruma sonrió.
—Ukungu ya es libre —dijo.
Los hombres gritaron, asombrados.
—Limpia la hoja de tu espada, Kisu. Enfúndala de nuevo.
—Limpiaré mi lanza y guardaré mi escudo.
Kisu entregó sus armas a uno de sus súbditos. Él y Bila Huruma se abrazaron.
Y así fue como llegó la paz a Ukungu y al imperio.
A mi regreso a Schendi llevaba conmigo las notas de Shaba. En la corte de Bila Huruma me habían devuelto el dinero que me habían quitado cuando fui acusado de ladrón y llevado al canal. La mujer que me había alquilado la habitación en la calle de los tapices me devolvió mi bolsa y los artículos que llevaba dentro.
En su interior, junto con mis otras pertenencias, estaba ahora la cadena de oro que recibiera de Bila Huruma. Había compartido conmigo gran parte de mi odisea ecuatorial. Alrededor de mi cuello colgaba una cuerda de piel de la que pendía, escondido entre mi túnica, el anillo Tahari.
Pensé en Bila Huruma y en la soledad del Ubar. Pensé en Shaba y sus viajes de exploración, la circunnavegación del Lago Ushindi, el descubrimiento y exploración del Ua hasta su fuente de origen, las plácidas aguas del inmenso lago que él había llamado Bila Huruma, pero que el Ubar había querido llamar Lago Shaba. Fue uno de los más grandes, si no el más grande explorador de Gor. Pensé que su nombre nunca sería olvidado.
—Te estoy agradecido —había dicho Ramani de Anago, profesor de Shaba. Le había entregado a él y a dos más de su Casta los mapas y las anotaciones de Shaba. Ramani y sus compañeros habían llorado. Les había dejado, volviendo a donde me alojaba. Los distribuirían entre sus hermanos de Casta por todas las ciudades civilizadas de Gor. Aunque las primeras copias ya habían sido hechas por los escribas de Bila Huruma en Ushindi. Ramani no tenía por qué saberlo.
—¿Continuarás los trabajos del canal? —había preguntado a Bila Huruma.
—Sí.
Cuando los lagos Ushindi y Ngao fueran unidos por el canal, una continua corriente de agua fluiría entre Thassa y el Ua, a través del Kamba o del Nyoka. Se podría seguir el canal del Ushindi al Ngao, y del Ngao se podría navegar Ua arriba hasta llegar al Lago Shaba, a miles de pasangs de distancia. La importancia del trabajo de Bila Huruma, Ubar, y de Shaba, escriba y explorador, tenía un valor incalculable.
Pensé en el pequeño Ayari, con quien había compartido la cadena de los criminales y mis aventuras por el Ua.
Ahora era el wazir de Bila Huruma. Había sido una sabia decisión. Ayari había probado ser un tipo valiente y valioso en nuestras aventuras. Tenía facilidad para las lenguas y contactos con los poblados de Nyuki, a la orilla norte del lago Ushindi, que era el territorio donde había nacido su padre. Tenía también contactos con los poblados de Ukungu, por su amistad con Kisu y hablaba goreano con fluidez. Un hombre como él podía ser muy útil a un Ubar que quisiera mejorar sus relaciones, no sólo con el interior sino, también con la ciudad de Schendi, uno de los puertos más importantes de Gor. Me sonreí. Muy pocos hubieran imaginado que el pequeño criminal de Schendi, el hijo de un tipo que había huido de su poblado por robar melones, llegara un día a estar junto al trono.
Pero, sobre todo, pensé en Kisu, aquél que era de nuevo, Mfalme de Ukungu. Como se observa en los mapas, la tierra de Ukungu permanece como estado libre soberano dentro de los perímetros del Imperio de Bila Huruma. Antes de abandonar el poblado de Nyundo, la ciudad más importante de Ukungu, Bila Huruma habló con Kisu.
—Si lo deseas —dijo Bila Huruma, señalando a Tende, que permanecía arrodillada junto a ellos— me llevaré a esta esclava para concertar su venta en Schendi y luego te enviaré el dinero que se obtenga por ella.
—Gracias Ubar —había contestado Kisu—. Esta mujer se quedará en Ukungu.
—¿Tienes intención de liberarla?
—No.
—Bien, es demasiado bella para ser libre —había dicho Bila Huruma.
Durante el viaje de vuelta nos habíamos cruzado con los hombres de un poblado que conducían a las talunas hacia el este para venderlas. Las talunas iban desnudas y caminaban en parejas, cada pareja atada entre sí por una larga cuerda al cuello. Compramos el lote entero de las cautivas por un cajón de cuentas y cinco pangas. Liberamos a las talunas de las ataduras de esos hombres y las encadenamos, cuatro en cada banco, a algunos travesaños de una de las galeras. Les dimos los remos, uno para cada cuatro chicas para que pudieran seguir un buen ritmo.
—¿Qué harás con ellas? —pregunté a Bila Huruma.
—Las mandaré vender en Schendi.
Pensé que la mayoría de las talunas no sabían que su trabajo a los remos era tan sólo temporal. Antes de que pasara un ahn, la mayoría estaban sudando y quejándose por el dolor, suplicando ser liberadas para aprender las habituales labores de esclava, más típicas y suaves. No podíamos culparlas, pues el remo de una galera de río es normalmente, utilizado por hombres fuertes.
Los muelles de Schendi estaban en plena actividad. Vi cómo entregaban en un barco a dos esclavas, desnudas y encadenadas. La noche anterior habían vendido a las talunas, en lote, a los mercaderes negros de esclavos. El lote entero había costado dos tarskos de plata. Las había visto, una a una, con la cabeza baja, deslizarse hacia el círculo de esclavo. Allí habían rendido sumisión a los hombres.
Había, sin embargo, dos talunas que no estaban con las demás. La rubia que había sido su cabecilla, a la que había dado el nombre de Lana, y la morena de esbeltas piernas, ahora esclava de Turgus, que había recibido el nombre de Fina.
Miré a mi izquierda sobre el muelle. La rubia que había llamado Lana se encontraba allí arrodillada. Cerca de ella estaba Alice, ambas desnudas y con las muñecas aprisionadas en brazaletes de esclava a su espalda. Estaban encadenadas por el cuello a la misma argolla del muelle.
Ngoma, miembro de la tripulación de Ulafi, y otros dos marineros se acercaron a mí.
—Pronto partiremos. Las jaulas están preparadas.
Asentí. Liberé a Janice de los grilletes que encerraban sus tobillos y muñecas y le retiré la cadena de la cintura. Ella permaneció arrodillada, no le habían dado permiso para levantarse. Ngoma puso sus manos sobre el cabello de la chica. Liberé a Alice y a Lana que también permanecieron de rodillas, pues tampoco les habían dado permiso para levantarse. Los otros dos miembros de la tripulación pusieron sus manos sobre su cabello. Ngoma me miró. Asentí.
—¡Ponedlas en las jaulas! —dije.
Él estiró la cabeza de Janice hacia el suelo y sosteniendo la cabeza de la chica a la altura de su cadera, la dirigió, inclinada, hacia la plancha de madera que llevaba a la cubierta del Palmas de Schendi.
—¡Pronto partiremos! —gritó Ulafi desde la cabina de proa de su barco.
Miré a mi alrededor. Todavía quedaban dos jaulas vacías sobre la cubierta del Palmas de Schendi.
—¡Eh! ¡Aquí! —grité al hombre de la taberna de Pembe.
Me vio y se apresuró llevando de una correa a una esclava desnuda de dulces caderas que tenía los ojos vendados. Sus manos estaban atadas tras su espalda. Cuando llegaron donde me encontraba, el hombre le dio una patada y la chica se arrodilló, temblando, a mis pies. Le quitó la correa y los brazaletes y luego el arnés de la taberna de Pembe. El hombre de la taberna de Pembe deshizo el nudo de la venda que tapaba los ojos de la chica y se la quitó.
—¡Oh! —exclamó mirándome asombrada la que antaño fuera Evelyn Ellis.
—Me perteneces —le dije. Era ella la que había servido a los kurii en esta ciudad.
—¡Oh, amo! —gritó, exultante de alegría.
—¡Sométete!
Rápidamente se arrodilló y se apoyó sobre los talones con las rodillas abiertas, los brazos levantados y extendidos, las muñecas cruzadas, como si fueran a atarla y la cabeza baja entre sus brazos.
—Me someto completamente y como esclava —dijo.
Até sus muñecas y le puse un arnés que había tomado de mi bolsa.
—¡Ponla en la jaula! —dije a Ngoma.
Se la llevó tirándola del cabello para meterla en una de las jaulas que había sobre cubierta.
—¡Amo, amo! —gritó Sasi corriendo hacia mí con las muñecas aprisionadas en unos brazaletes a su espalda. La tomé entre mis brazos.
—¡Estás muy guapa, mi pequeña mujerzuela! —dije.
El hombre de la taberna de Filimbi, a quien había sido vendida después de que me arrestaran en Schendi, estaba a unos metros detrás de Sasi.
—¡No me has olvidado!
—Eres demasiado bonita para ser olvidada.
El hombre de la taberna de Filimbi retiró los brazaletes de las muñecas de Sasi y la túnica que llevaba.
—¡Arrodíllate y sométete, esclava!
Rápidamente, ella se arrodilló y sometió, como esclava. Até sus muñecas y le coloqué un arnés.
—¡Es hora de embarcar! —gritó Ulafi.
—¡Saludos, Turgus! —le dije mientras se acercaba a mí—. Me alegra que hayas venido a despedirme.
—¿Quién es esta maravillosa esclava que tienes arrodillada a tus pies? —preguntó Turgus, mirando a Sasi.
—¿Seguro que no reconoces a tu antigua cómplice de Puerto Kar? —pregunté.
—¿Ella? ¡Levanta la cabeza, esclava!
Sasi levantó la cabeza.
—¿Eres Sasi?
—Sí, amo.
—¡Es maravilloso!
Saqué una carta y se la tendí a Turgus.
—Esta carta es una petición que he dirigido al Consejo de Capitanes de Puerto Kar para que perdonen tus ofensas allí. Esta carta te permitirá volver a la ciudad, si quieres. Confío en el fallo favorable del Consejo. Si no es así, tendrás que partir durante los siguientes diez días después de la decisión.
—Te lo agradezco —dijo—. Pero ¿porque iba el Consejo a fallar en mi favor?
—Hemos luchado juntos.
—Es cierto.
—¿Volverás a Puerto Kar?
—Tengo dinero. He cobrado los cheques que me pagaron por prestar mis servicios a Shaba. Me durará algunos meses.
—Ahora no es tan peligroso para un extranjero permanecer en Schendi, pues Ayari es el wazir de Bila Huruma —dije.
—Sí —sonrió.
Bila Huruma no pediría más hombres a Schendi para trabajar en el canal. Este cambio en la política del Ubar había mejorado mucho las relaciones entre el Imperio y Schendi. Sin duda, Ayari le había aconsejado sobre el gran valor y las facilidades que supondrían la amistad con los hombres de Schendi.
—Con esta carta —dije, señalando el documento— puedes volver cuando desees. Pero si el Consejo falla a tu favor, como creo que lo hará y decides volver, te aconsejo que te busques una ocupación honrada. Si no lo haces y el magistrado no consigue arrestarte, deberás escaparte de la Casta de los ladrones, que normalmente, son muy celosos de sus prerrogativas.
Él sonrió.
—Creo que iré a una nueva ciudad. Comenzaré en un lugar nuevo, tal vez en Turia o en Ar.
—Son grandes ciudades llenas de oportunidades para los astutos y ambiciosos —le miré—. ¿Te arrepientes de lo que te ha ocurrido en los últimos meses?
——No. He tenido el honor de servir a Shaba y a ti. He navegado por el Ua. He conocido su fuente. Son grandes acontecimientos.
Estrechamos nuestras manos.
—Te deseo lo mejor —dije.
—Te deseo lo mejor —dijo Turgus.
—¡Es hora de partir! —gritó Ulafi.
Levanté a Sasi y me la puse al hombro. Alcancé mi bolsa del suelo, me encaminé hacia la pasarela y embarqué en el Palmas de Schendi.