10. KISU
—¡Hacia atrás! —grité, golpeando con la pala, cortando el hilo del animal que lanzó un agudo chillido.
El ruido es increíblemente agudo cuando se está cerca de él. Vi su puntiaguda lengua. Las mandíbulas se distendieron.
Había conseguido presionar con mi pie la mandíbula inferior de la bestia y con la ayuda de la pala abrí sus fauces, para liberar la desgarrada pierna de Ayari quien, sangrando, trepó para permanecer fuera de su alcance. Había sentido el tirón de su cadena en mi arnés. Golpeé con la pala contra los dientes del animal, empujé hacia atrás, gritando.
Otros hombres, a la derecha de Ayari y a mi izquierda, gritaron y le golpearon con sus palas. Con los ojos enrojecidos de rabia retrocedió, retorciéndose y chapoteando en el agua con sus obesas zarpas. Agitó su gigante cola alcanzando a un hombre y lanzándolo a varios metros de distancia. El agua me cubría hasta los muslos. Le empujé con la pala. Los párpados transparentes de la bestia se abrieron y cerraron. Chilló de nuevo, su lengua empapada de la sangre de Ayari.
—¡Atrás! —gritó el askari, en el lenguaje del interior, arremetiendo con su antorcha contra el morro de la bestia.
Rugió de dolor. Luego batiendo violentamente la cola y retorciéndose y silbando, retrocedió hacia las aguas menos profundas. Vi sus ojos y su morro con el hocico abierto a nivel del agua.
—¡Fuera, fuera! —gritó el askari en su propia lengua, blandiendo su antorcha.
Otro askari a su lado, armado con una lanza que sujetaba con las dos manos, gritó también, dispuesto a ayudar a su compañero. Curiosamente, este incidente no afectó mucho el curso del trabajo en la zona. Desde donde estaba podía observar cientos de hombres, entre trabajadores y askaris, y balsas, algunas cargadas con provisiones, herramientas y troncos. Otras estaban cargadas con barro y tierra que habíamos dragado del pantanoso terreno, barro y tierra que sería utilizado para drenar el área donde estábamos trabajando para más tarde, cavar el canal que necesitaban.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el askari.
Ayari ahuyentó las moscas de alrededor de su cabeza.
—Estoy mareado —dijo.
Había sangre en el agua alrededor de su pierna.
—¡Vuelve al trabajo! —ordenó el askari.
—Te has escapado por poco —dije a Ayari, mientras él saltaba dentro del agua.
—¿Puedes trabajar? —le preguntó el askari.
Las piernas de Ayari parecían doblarse y casi cayó al agua.
—No puedo mantenerme en pie —dijo. Le agarré.
—Suerte que estoy en la cadena de los criminales —sonrió Ayari—. Nunca antes me había complacido tanto mi profesión. Si no hubiera estado encadenado, el animal me habría arrastrado con él.
Ayari era de Schendi, un ladrón. Formaba parte de la leva de trabajadores que Bila Huruma había impuesto a la ciudad. Ésta se aprovechaba de tales levas para deshacerse de sus ciudadanos más indeseables. Supongo que no se le podía culpar por ello. Ayari, por supuesto, hablaba el goreano. Por suerte para mí también hablaba la lengua de la corte de Bila Huruma. Su padre, muchos años atrás, había huido hacia un poblado del interior, Nyuki, conocido por su miel, a la orilla norte del lago Ushindi, acusado de haber robado varios melones de la parcela del cacique del lugar. Volvió al cabo de cinco años para comprar a su madre y abandonar de nuevo la ciudad. Desde entonces hablaban la lengua del interior.
—¿Puedes trabajar? —preguntó el askari de Ayari.
Podía entender estas frases simples gracias a las enseñanzas de Ayari. Lo que más me impresionaba de Ayari era su capacidad de entender el lenguaje de los tambores, aunque se dice que no es difícil para aquel que habla la lengua del interior con fluidez. La mayoría de las notas de los tambores tienen sus análogos en sonidos de las vocales de dicha lengua.
Un mensaje transmitido medio de tambores puede llegar a cientos de pasangs de distancia en menos de un ahn. No es necesario decir que Bila Huruma ha adoptado y mejorado esta técnica y que era de vital importa para su complejo militar o para la eficacia de la administración de su territorio. Como técnica de comunicación era claramente superior a los mensajes de humo o a los mensajes secretos transmitidos por señales luminosas que utilizaban en el norte.
Pensé que asombroso que un reino de tal tamaño y con tal grado de sofisticación pudiera existir en el interior del ecuador de Gor. Una de las pruebas más evidentes de su competencia y de su ambición era el proyecto que se estaba llevando a cabo, en el que yo me encontré participando contra mi deseo, de intentar unir los lagos Ushindi y Ngao, separados por más de cuatrocientos pasangs. Un canal vía el lago Ushindi y los ríos Nyoka y Kamba, uniría el misterioso río Ua, que desembocaba en el lago Ngao, con Thassa, el mar. Dicha unión que permitiría hacer llegar a la civilización las riquezas del interior. Riquezas que tendrían que pasar indiscutiblemente por reino de Bila Huruma.
—¿Puedes trabajar? —preguntó de nuevo el askari a Ayari.
—No —contestó él.
—Entonces debo matarte.
—Creo que me siento con muchas más fuerzas.
—Bien —dijo el askari, alejándose de nosotros acompañado que cargaba la lanza.
Rápidamente, la balsa cargada de troncos atados entre sí con lianas, en la que debíamos depositar el barro, se acercó a nuestra posición.
—¿Puedes cavar? —pregunté a Ayari.
—No.
—Yo lo haré por ti.
La mayoría de los trabajadores del canal no estaban encadenados. Eran hombres libres reclutados contra su voluntad. Las aguas que fluían del Lago Ngao se apoderaban de las grandes marismas entre el Ngao y el Ushindi. Miré a mi alrededor a los cientos de hombres que veía desde donde me encontraba.
—Este proyecto es impresionante —comenté a Ayari.
—Sin duda, debemos estar orgullosos de formar parte de tan extraordinaria empresa —dijo él.
—Supongo que sí.
—Aunque no me importaría ceder mi participación en este cometido tan noble a otros que lo merecen más que yo.
—A mí tampoco.
—¡Cavad! —gritaba el askari.
Continuamos cargando la balsa con barro.
—Nuestra única esperanza —comentó un hombre a mi izquierda, también de Schendi— son las tribus enemigas.
—¡Vaya esperanza! —dijo Ayari—. Si no fuera por los askaris ya hubieran caído sobre nosotros con sus afilados cuchillos.
—Sin duda, debe haber muchas tribus en contra del canal —apunté.
—Las tribus de la región de Ngao, en la orilla norte, causan bastantes problemas por este motivo —dijo Ayari.
—Es donde la resistencia está más organizada —dijo el hombre a mi izquierda.
—El canal es un proyecto muy caro —dije—. Debe suponer un gasto muy considerable para las arcas de Bila Huruma, lo cual debe generar cierto descontento en su corte. Y algunos poblados estarán resentidos por las levas de trabajo que se les imponen.
—Schendi tampoco está de acuerdo con el proyecto —anotó Ayari.
—Tienen miedo de Bila Huruma —dije.
—Hay opiniones diferentes en Schendi —dijo el hombre a mi izquierda—. Schendi se vería beneficiada si se concluyera el proyecto del canal.
—Es cierto —corroboró Ayari.
Oímos gritos a cierta distancia.
—¡Levántame! —dijo Ayari.
No era un hombre grande y lo cargué sobre mis hombros.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Nada. Tres o cuatro hombres han hecho un ataque por sorpresa, pero han tirado sus lanzas y han huido. Los askaris les persiguen.
Devolví a Ayari al agua.
—¿Han matado a alguien? —preguntó el de mi izquierda.
—No. Los trabajadores vieron a los askaris y se retiraron.
—La noche pasada mataron a diez hombres y ninguno encadenado.
—No creo que todo esto retrase la conclusión del proyecto —dije.
—Es cierto que eso nos deja a la merced de los atacantes.
—Sí.
—¿No podrían liberar a la cuadrilla de trabajadores y armarlos? —preguntó el de mi izquierda.
—No son de sus tribus —dijo Ayari—. Tú piensas como uno Schendi y no como uno del interior. —Señaló las largas filas hombres detrás de nosotros—. Además, la mayoría de estos hombres están sujetos a la autoridad de Bila Huruma. Cuando hayan acabado su turno de trabajo, volverán a sus poblados. La mayoría de ellos no tendrán que volver a trabajar aquí en dos o tres años.
—Ya —dijo el hombre disgustado.
—Hay sólo dos modos posibles para frenar a Bila Huruma: primera, que le derrotaran y la segunda, que lo asesinaran.
—La primera es improbable —dije— dada la categoría de ejércitos y su entrenamiento.
—Existen los rebeldes de la orilla norte del Ngao —dijo el hombre.
—¿Qué les ha hecho ser rebeldes?
—Bila Huruma, en virtud de los descubrimientos de Shaba —dijo Ayari—, ha reclamado todos los territorios de la región del Lago Ngao. Por lo tanto los que se oponen a él son rebeldes.
—Ya entiendo. A veces la habilidad política se me escapa.
—Es muy simple. Uno determina lo que quiere probar y dispone sus principios de tal manera que la conclusión que desea aparece como una consecuencia demostrable.
—Ya veo —dije.
—La lógica es tan neutral como el cuchillo.
—¿Y la verdad?
—La verdad es más complicada —dijo Ayari.
—Creo que serías un diplomático excelente.
—He sido un charlatán toda mi vida. No creo que exista mucha diferencia entre esto y un político.
—Hace cinco días —dijo el hombre a mi izquierda— antes de que vosotros fuerais encadenados, cientos de askaris se dirigieron hacia el este en canoas.
—¿Cuál era su objetivo? —pregunté.
—Encontrar y vencer las fuerzas rebeldes de Kisu, antiguo Mfalme de los poblados de Ukungu.
—Si lo consiguen —dijo Ayari— acabarán con la resistencia organizada contra Bila Huruma.
—¿Por qué dijiste «antiguo Mfalme»? —pregunté.
—Es bien sabido que Bila Huruma ha comprado a los caciques de la región de Ukungu. En consejo han expulsado a Kisu y dado el poder a su líder, Aibu. Kisu se retiró con doscientos hombres leales a él, para continuar la lucha contra Bila Huruma.
—En el arte de la política el oro tiene a menudo, más poder que el acero —dijo Ayari complaciente.
—Debió retirarse a la jungla para continuar la lucha desde allí —apunté.
—La guerra en la jungla sólo es eficaz contra los enemigos débiles o humanos. Los débiles no tienen poder para exterminar a la población de la jungla. Los humanos no lo harían. Pero me temo que Bila Huruma ni es débil ni es humano.
—Alguien debe frenarlo —dije.
—Tal vez podría ser asesinado —comentó Ayari.
—Estará bien protegido —dijo el hombre a mi izquierda.
—Sin duda.
—Nuestra única esperanza es una victoria de las fuerzas de Kisu.
—Hace cinco días los askaris se dirigieron al este para enfrentan a él.
—Tal vez ya haya tenido lugar la batalla.
—No —dije—. Es demasiado pronto.
—¿Por qué? —preguntó Ayari.
—El ejército de Kisu es inferior en hombres —dije—. Buscará con mucho cuidado el lugar y el momento adecuado para luchar.
—A menos que le fuercen.
—¿Cómo podrían forzarle? —pregunté.
—No menosprecies la eficacia de los askaris de Bila Huruma —dijo Ayari.
—Hablas de ellos como si fueran guerreros profesionales dirigidos por un general muy astuto, capaces de explorar, flanquear cortar cualquier retirada.
—¡Escuchad! —interrumpió Ayari levantando el brazo.
—Lo oigo —dije—. ¿Puedes descifrarlo?
—¡Silencio!
Venía de unos dos pasangs de distancia frente a nosotros y en poco tiempo fue recogido por otra estación de tambores a cuatro pasangs de distancia tras nosotros, camino del gran palacio de Bila Huruma.
—Las fuerzas de Kisu han sido derrotadas en la batalla —dijo Ayari—. Éste es el mensaje del tambor.
A nuestro alrededor los askaris izaban sus lanzas, gritando y celebrando la noticia. Tras nosotros también podía apreciarse hombres gritando con orgullo, levantando sus palas.
—¡Mirad! —señaló Ayari.
Observé la barcaza guiada por docenas de hombres encadenados, que tiraban de ella a través de las marismas. Llevaban collares de esclavo. Estaban encadenados entre sí por el cuello, en grupos ocho o diez. Los askaris, algunos caminando por el agua y otros sobre las canoas, les flanquearon. En la proa de la barcaza había un gran tambor sobre el que un askari batía el mensaje de la victoria con dos bastones, metódicamente, una y otra vez.
Sobre la barcaza navegaban varios askaris, la mayoría de ellos oficiales. En lugar del mástil habían colocado una cruz donde estaba encadenado un hombre. Era grande y llevaba el cuerpo tatuado. Pensé que estaba muerto, pero a medida que se acercaba la gran barcaza, vi cómo se despertaba debido a los gritos y al ruido, levantando la cabeza. Tensó su cuerpo como pudo con la cabeza alta y nos contempló desde la cruz. Los askaris le señalaron con las lanzas y volviéndose hacia nosotros, gritaron.
No había duda del nombre que gritaban.
—¡Kisu! ¡Kisu!
—Es Kisu —dijo Ayari.