14. KISU ESCLAVIZA A TENDE
Amanecía.
Empujamos la balsa con sigilo. Algunos askaris vagaban en desorden por la orilla, varios de ellos heridos. Una canoa, con askaris sangrando, dejándose llevar en parte por la corriente, en parte ayudada por las paletas, nos rebasó a una distancia de unos ochenta metros a nuestra derecha.
Hacía más de un ahn que habíamos pasado el punto donde la balsa-jaula, de la que habíamos escapado, estaba anclada. Seguimos empujando la balsa ante nosotros. Al amanecer, una franja gris luminiscente, aparecía ante nosotros.
Un askari que cojeaba se cruzó con nosotros moviéndose penosamente a través del agua que le cubría hasta la cintura.
—No sigáis más lejos —dijo—. Hay lucha en el este.
—Te agradezco el consejo, amigo —le contestó Ayari—. ¡Preparaos para virar! —gritó.
Nosotros, empujando por ambos lados, giramos lentamente la pesada balsa cargada con un montón de barro en dirección contraria. Cuando el askari estuvo a unos veinte metros, retomamos la dirección anterior, hacia el este. Estoy seguro que no se dio cuenta de la maniobra y de haberlo hecho, no estaba en condiciones de perseguirnos.
Había en la balsa, disimulados por una ligera capa de barro, dos escudos y dos puñales que Kisu y yo habíamos quitado a los askaris que vencimos en la plataforma de Tende. Nuestras palas quedaban a la vista, sobre el barro amontonado en la balsa. Continuamos empujando la balsa hacia el este.
Ayari miró al cielo.
—Debe ser el octavo ahn —dijo.
—¿A cuánto está Ngao? —pregunté.
—A varios días de camino —contestó Kisu.
—No lo conseguiremos. Alcancemos la orilla —dijo Ayari.
—Esperan que hagamos eso —dije—. Podemos caer en manos de tribus enemigas y si son aliadas de Bila Huruma, nos capturarán o indicarán nuestra posición con los tambores.
—¡Escucha! —dijo Kisu de pronto.
—Lo oigo.
—¿Qué? —preguntó Ayari.
—Gritos de guerra, enfrente y a la derecha —dije—. Hombres luchando. —Subí a la superficie de la balsa seguido por Kisu.
—¿Qué ves? —preguntó Ayari.
—Hay un combate allí, en canoas y en el agua, unos cien askaris y unos cuarenta o cincuenta invasores.
—Tal vez haya más combates como éste. ¡Evitémoslos! —dijo Ayari.
—¡Por supuesto!
Kisu y yo gateamos hasta el agua y seguimos empujando la balsa hacia el este.
Dos veces más, hacia el medio día, escuchamos combates similares. Había llovido fuertemente hacia el noveno ahn, pero aunque empapados, no habíamos dejado de empujar la balsa hacia la orilla oeste del lago Ngao.
—¡Abajo! —gritó Ayari.
Nos agachamos dentro del agua, las cabezas ligeramente en la superficie, protegidos por la balsa. Al otro lado, dos canoas de askaris volvían a los campamentos del oeste. Sólo habían podido ver una balsa de la zona de trabajo suelta y a la deriva.
—Algunos askaris están volviendo —dijo Ayari—. Los invasores han sido expulsados.
Kisu cogió del agua el tocado de un askari y lo lanzó.
—Han tenido que pagar un alto precio por ello.
—Ahora estamos a salvo —dijo Ayari.
Una esbelta lanza, de unos dos metros de largo, golpeó en el barro cerca de mi mano.
—¡Invasores! —gritó Ayari.
Oímos chillidos.
Kisu escarbó en el barro buscando las armas que arrebatamos a los askaris, unos escudos y puñales. Un hombre saltó sobre la superficie de la balsa. Me deslicé, silenciosamente, bajo el agua. Me abrí paso a través de los juncos sumergidos. Una lanza me golpeó pero conseguí ponerme bajo la canoa y de repente, gritando, me puse de pie, lanzando a sus ocupantes dentro del agua. Entre las aguas de las marismas vociferé el grito de guerra de Ko-ro-ba. Dejé caer en las aguas el cuerpo sin vida de un askari. Tenía la garganta abierta. Un hombre me empujó con su lanza y otros retrocedieron sobresaltados. Le arranqué la lanza de entre las manos y le empujé. Resbaló y le clavé la hoja de acero, la sangre se derramaba a borbotones. Le hundí hasta el fondo de la marisma.
Vi a los otros cuatro hombres, apartados, que me observaban. Con el pie presioné el cuerpo del hombre que yacía en las profundidades y estiré la lanza hacia fuera. El cuerpo retorcido boca abajo emergió a la superficie.
Kisu estaba en la balsa como un dios negro sujetando un escudo con su mano derecha y una lanza con la izquierda. En el agua, a su izquierda, yacían dos cuerpos inertes.
Hice una señal con mi mano.
—¡Retiraos! ¡Retiraos! —grité.
No creo que entendieran mis palabras pero el significado de mi gesto era claro. Los cuatro hombres retrocedieron, se volvieron y huyeron.
Enderecé la canoa. Kisu alcanzó dos calabazas llenas de comida que flotaban en el agua. Atada a la misma canoa había una gran cesta cilíndrica de pescado seco salado. Ayari se acercó a la canoa.
—¿Creéis que se han ido?
—Sí —contesté.
—Quizás haya más —dijo mientras recuperaba del agua paletas para remar.
—Creo que ya se ha hecho tarde para los invasores —dije—. Tal vez vuelvan dentro de unos días para atacar de nuevo a los trabajadores del canal. No debemos temerles por el momento.
—Bila Huruma quemará sus poblados —dijo Kisu.
—Debe ir con cuidado. No debería hacerse enemigos entre las comunidades de la orilla de la marisma, ni siquiera de Ngao.
—Hará lo que considere necesario para conseguir sus fines.
—Tienes toda la razón —dije a Kisu.
No tenía ninguna duda de que Bila Huruma seguiría una línea de acción sabia y juiciosa. Amable o dura, según fuera necesario, para llevar a cabo los fines que perseguía. Él, Ubar por naturaleza, no sería un hombre fácil de tratar o de detener.
Ayari colocó en la canoa las paletas que había encontrado. Unas seis más o menos. Con ellas teníamos un total de ocho paletas ya que había dos más atadas a la canoa. Es bastante común atar a las canoas de los guerreros dos paletas de más, una precaución inteligente en caso de pérdida de uno o más de tan necesarios instrumentos.
Empujé la canoa al lado de la balsa. Del montón de barro extraje con cuidado tres troncos huecos de caña. Kisu con sus manos escarbó en el barro. Agarró el cabello rubio de una esclava y la estiró liberándola del barro. La caña a través de la que había respirado cayó de entre sus dientes. Sus ojos abiertos expresaban temor. Sus muñecas y tobillos estaban atados. Kisu la sumergió en el agua, zarandeándola para limpiarle el barro. Luego me la tendió.
—¡Amo! —dijo la rubia bárbara.
—¡Silencio, esclava! —ordené.
—Sí, amo.
La lleve a la canoa y la arrojé boca abajo. Kisu había ya liberado y limpiado a la segunda esclava rubia. Me la tendió y yo la coloqué como a la otra, en la canoa. La cabeza de una a los pies de la otra de tal manera que les fuera difícil comunicarse. Estos pequeños detalles son útiles para controlar a las chicas.
—¡Bestias! —gritó Tende a Kisu al sacarla del agua escupiendo y tosiendo—. ¡Liberadme! ¡Liberadme!
—Pensaba que no hablabas a los plebeyos —dije.
Ayari reía mientras me traducía sus comentarios. Tende lloró con rabia. Kisu la arrojó a la superficie de la balsa. Desató sus muñecas de la espalda y volviéndola con rudeza, casi como si fuera una esclava, le ató las manos delante, dejando que la cuerda colgara para utilizarla como correa. Ella, indignada, hacía esfuerzos por respirar tendida sobre su costado. Le miró con rabia. Kisu desató sus tobillos y la empujó fuera de la balsa. Con la cuerda la condujo hasta la canoa y la ató a un codaste. La cuerda tenía unos dos metros de longitud. El agua cubría las caderas de la chica. Era esbelta, medía más o menos un metro setenta y cinco.
—¡Desatemos a las dos esclavas! —dijo Ayari—. Pueden ayudarnos a remar.
Desaté a las dos chicas, que se arrodillaron asustadas en la canoa. Su pecho estaba desnudo. Alrededor de sus cuellos y tobillo izquierdo lucían collares de conchas blancas, y en torno a sus mulos, ahora enfangados, llevaban un pequeño trozo de tela que los cubría. Le di una paleta a cada una.
—¡Debemos apresurarnos! —dijo Ayari situándose al frente de la canoa.
Las dos chicas, una tras otra, estaban arrodilladas detrás de él. Me situé con la paleta en la mano tras la segunda esclava, aquella que una vez había sido Janice Prentiss. Era atractiva. Estaba contento de haberla recuperado. Tras de mí, también con una paleta, estaba Kisu. Había colocado las armas en la canoa, los escudos y las lanzas de los dos askaris, algunas lanzas más y otro escudo de los invasores.
Tende gritó y todos nos volvimos. Vimos el cuerpo de uno de los invasores izado entre las mandíbulas de un tharlarión que tiraba de él desde la superficie. Kisu y yo, seguidos por las chicas, sumergimos nuestras paletas en el agua y dirigimos la canoa hacia el este. Tende, atada a la popa de la canoa nos seguía por el agua, tropezando. Miré hacia atrás y vi a dos tharlariones más a nuestro alrededor. Volví a sumergir la paleta en el agua. A unos cuatrocientos metros de distancia hacia atrás pude oír el agua agitarse. El tharlarión, cuando consigue una pieza grande, como un tabuk, un tarsko o un hombre, normalmente arrastra la víctima a la superficie, cerca de donde se ha ahogado y la destroza para devorarla miembro por miembro.
—¡Por favor, Kisu! —suplicó Tende—. ¡Déjame entrar en la canoa!
Pero él no respondió, ni siquiera la miró.
—No puedo caminar con estas ropas —sollozó—. ¡Por favor, Kisu!
Tropezó y cayó. Por un momento permaneció por debajo de la superficie hasta que la cuerda que la ataba a la canoa la estiró de nuevo hacia afuera. Ella se puso en pie sollozando y apresuró el paso para seguirnos. Miré hacia atrás alrededor de la canoa. Vi un cuerpo que parecía saltar fuera del agua, pero entonces vi que estaba entre las mandíbulas de dos tharlariones que luchaban por él. Cada uno se llevaría una buena parte. Vi cuatro tharlariones más, cerca de la superficie, los ojos y las fauces fuera del agua, dispuestos para el festín.
—¡Kisu! —lloró Tende—. ¡Por favor, Kisu!
Él ni siquiera la miró. Continuamos remando con las paletas.
—Es sólo cuestión de tiempo, Kisu —le dije en goreano—. Hasta que los tharlariones se hayan alimentado y no les quede nada más que comer. Algunos hasta pueden seguirnos estimulados por el olor del sudor que provoca el pánico.
—Por supuesto —dijo Kisu sin mirar atrás.
Continué remando. Avanzábamos lentamente. La chica debía poder seguirnos. Y no podíamos ir tan deprisa como deseábamos para despistar a los tharlariones o hacer que perdieran nuestro olor.
—¡Kisu! —gritó la chica—. ¡Súbeme a la canoa!
Pero él, continuó sin mirarla.
—¡Kisu, no puedo caminar con estas ropas!
—¿Quieres que te las quite? —dijo Kisu.
—¿No hubo un tiempo en que te agradaba? —preguntó Tende.
—Eres la hija de mi odiado enemigo Aibu.
—¿Por qué no me subes a la canoa?
—Estás donde pueden alcanzarte los tharlariones, a mi vista.
—¡Por favor, Kisu! ¡Por favor!
—No oigo más que la voz de Tende, la orgullosa mujer libre, hija de mi odiado enemigo.
Continuamos remando sin hablar durante un cuarto de ahn.
—¡Mira! —dijo Ayari, señalando hacia atrás.
—¿Ya están ahí? —preguntó Kisu.
—Sí, cuatro tharlariones —contestó Ayari.
Tende miró hacia atrás por encima de su hombro. Al principio no pude distinguirlos, pero luego vi el sutil movimiento del agua. Sus cuerpos, excepto sus ojos y narices y alguna parte de su cresta, estaban sumergidos. Se hallaban a unos quinientos metros de distancia. No se apresuraban, pero se iban acercando amenazantes.
Paramos la canoa. Tende, en el agua, los vio.
—¡Kisu! ¡Súbeme a la canoa!
—Continúo oyendo la voz de la orgullosa mujer libre.
—¡No! —lloraba ella—. ¡No!
—¿Entonces cuál es la voz que estoy oyendo?
—¡La voz de una desvalida esclava! —gritó Tende—. ¡Qué suplica a su amo que le perdone la vida!
Los cuatro tharlariones estaban a unos doscientos metros de distancia. Ellos, al sentir la posición estática de la víctima, redujeron la marcha.
—¿Una esclava natural y legítima? —preguntó Kisu.
—¡Sí, soy una esclava por naturaleza y legítima!
—¿Cómo te llamas?
—Como desee mi amo —suplicó.
La respuesta era la adecuada.
—¿Suplicas por tu esclavitud?
—¡Sí, sí, amo!
—¡Tendré que considerarlo, chica! —contestó él.
—¡Por favor, amo!
Con un ligero, casi imperceptible movimiento de su patas, los cuatro tharlariones, que casi rodeaban a la chica, parecían acercarse de nuevo a ella, arrastrados por la corriente.
—¡Amo! —gritó Tende.
De pronto, Kisu alcanzó las muñecas de la chica y tirando de ella la alzó, entre un chapoteo de agua, oblicuamente sobre la canoa. Al mismo tiempo, sintiendo el repentino movimiento, los cuatro tharlariones, dando un coletazo en el agua, se lanzaron hacia ella. Dos de ellos se golpearon con la popa de la canoa. Otro lanzó un grito explosivo, medio gruñido de ira y frustración, que sonó a través de las marismas. Los cuatro abrieron sus mandíbulas, de más de un metro de amplitud y atacaron el lateral de la canoa.
Ésta comenzó a inclinarse hacia atrás mientras otro tharlarión gateó, medio cuerpo fuera del agua, sobre la popa. Kisu le empujó con la paleta pero el tharlarión la partió en dos. Las chicas, agarradas a la bancada, gritaban. Ayari se dirigió a la proa de la canoa, medio en pie, para intentar equilibrar el peso. Kisu golpeó fuertemente al tharlarión con el mango roto de la paleta. El animal se sumergió en el agua.
La canoa golpeó sonoramente algo en el agua, casi hundiéndose. Otro tharlarión golpeó con su morro el lateral de la canoa. Oí resquebrajarse la madera, pero no se rompió. El animal se volvió para atacar con la cola mientras otro se deslizaba bajo la canoa.
—¡Moved la canoa! —gritó Kisu—. ¡No permitáis que se coloque debajo!
Empujé el agua con la paleta y cuando un tharlarión salió a la superficie le golpeó. Ayari, con una paleta, y yo movimos la canoa hacia delante. Los tharlariones se apresuraron a seguirnos rugiendo en intentando apresarnos con los dientes.
Kisu, con la paleta rota, empujo a uno de ellos. Entonces vi un montón de pescado seco desaparecer en las fauces de una de las bestias. Ayari había alcanzado la cesta cilíndrica que contenía los víveres de la canoa. Tiró más pescado a otro animal que, masticando ruidosamente, clavó sus mandíbulas engullendo la salada comida. De la misma manera, Ayari continuó lanzando comida a las demás bestias. Fue tirando trozos más y más lejos, esparciendo varios puñados de pescado por detrás de los tharlariones. Kisu y yo continuamos remando para alejar la canoa de la zona. Los tharlariones, distraídos por el manjar, dejaron de acosarnos.
Pasado un cuarto de ahn, Kisu volvió a Tende sobre la espalda y se agachó a su lado, desatándole las manos.
—¿No crees que es lo correcto esclavizar a una esclava legítima por naturaleza?
—Sí, amo.
Él suavemente, la desnudó.
—Eres muy bonita —dijo.
—La chica está contenta cuando el amo está contento.
—Es una lástima que sólo seas una simple esclava —dijo Kisu.
Le quité a la rubia bárbara el collar de conchas blancas que colgaba de su cuello y el de su tobillo izquierdo y los partí por la mitad. Tomé una de las dos mitades y se la coloqué de nuevo, dando a Kisu el resto. Él las colocó en el cuello y el tobillo izquierdo de Tende.
—Me has adornado como una esclava.
—Te sienta bien, esclava.
—Sí, amo.
Vio cómo tiraban su ropa por la borda a las marismas, a excepción de una cinta de seda, que había arrancado de su vestimenta, de unos treinta centímetros de ancho y metro y medio de largo. Kisu la fue doblando cuidadosamente en cuadrados y se la colocó entre la cintura y el cinturón. Le podría servir de ropa, como la que llevaban las otras esclavas, en caso de que decidiera vestirla.
—Tu esclava está desnuda ante ti, amo.
—Siempre te deseé, Tende.
Ella levantó sus brazos hacia él.
—¿Eres una esclava, verdad Tende?
—Sí, amo —dijo bajando los brazos y mirándole—. Desde que era niña he deseado ser tu esclava. Pero nunca pensé que fueras lo bastante fuerte como para imponerte como amo.
—No era posible en Ukungu —dijo Kisu mirándola y apretando con fuerza sus brazos—. Aquí sí es posible.
—Aquí es realidad —dijo ella, haciendo una mueca de dolor pues las manos de Kisu, por el deseo, la apretaban—. ¡Oh, me haces daño!
—¡Silencio, esclava!
—Perdón, amo.
La miró con ardor. Ella no podía soportar su mirada. Imaginé que no sabía que un hombre podía desearla con tal intensidad. Nunca antes había sido una esclava.
—Te doy el nombre de Tende.
—Sí, amo.
—¿A quién perteneces?
—A ti, amo.
—¿Crees que tu esclavitud será fácil conmigo?
—No, amo.
—Tienes razón. Tu esclavitud será completa.
—No deseo otra cosa —dijo volviendo su cabeza para mirarle. Podía notar su fogosidad—. ¿Vas a proclamarme tu esclava? —preguntó.
Parecía que se habían olvidado totalmente de nosotros. Pero si no se habían olvidado no importaba, pues ella era una simple esclava.
—Tende, te proclamo mi esclava —dijo Kisu.
—¿Vas a hacer uso de tus derechos como amo?
—Lo haré como y cuando me apetezca.
—Sí, amo —dijo—. ¡Oh! —exclamó al sentirse presionada duramente contra el suelo de la canoa.
—Tende, hija de mi odiado enemigo, Aibu, te proclamo mi esclava y ahora por primera vez voy a hacer uso de mis completos y absolutos derechos sobre ti como amo.
—¡Sí, amo! ¡Ahora, amo! —dijo Tende.
Ayari, yo y las dos rubias esclavas de pechos descubiertos, cada uno con una paleta, dirigimos sin hablar la canoa hacia el este.