16. REMONTAMOS EL RÍO

—¡No permitáis que la corriente arrastre la canoa! —gritó Kisu, esforzándose por ser oído entre las impetuosas aguas.

Hacía dos semanas que navegábamos por el Ua. Nos habíamos encontrado con otra de sus cataratas.

Es imposible remar contra esas corrientes mientras el río, descendiendo rápidamente, se precipita en torrentes entre una jungla de rocas.

Kisu, yo, la rubia bárbara y Tende luchábamos contra el agua al lado de la canoa, empujándola ante nosotros. En la orilla, Alice y Ayari luchaban sosteniendo sendas cuerdas atadas a la proa y a la popa del barco. Pudimos virar a babor con mucha dificultad. Era una canoa de ocho hombres.

—No pierdas el equilibrio, esclava desnuda —gritó Tende a la rubia bárbara.

—Si, ama —gritó, luchando por mantenerse en pie.

Habíamos nombrado a Tende primera esclava. Después de todo, era la antigua ama de las esclavas blancas. Tenían que obedecerla a la perfección. Si no lo hacían las golpearíamos. Si Tende, por su parte, no cumplía bien como primera chica, Kisu y yo, habíamos decidido darle una oportunidad a Alice. Estábamos convencidos de que Tende, temiendo pasar a depender de una de sus antiguas esclavas, se esforzaría por hacerlo bien. Tende y Alice llamaban a la rubia bárbara «esclava desnuda».

Entre nosotros no tenía otro nombre, no se lo habíamos dado. Llamando a la rubia bárbara por tan descriptivo y certero apelativo quedaba clara su distinción respecto a las otras. Era una chica baja. Todos la utilizábamos para hacer los recados y llevar a cabo las más serviles de las tareas. La rubia bárbara lloraba por las noches, pero no le prestábamos atención a menos que fuera para hacerla callar.

—¡Sostened las cuerdas! —gritó Kisu.

Ayari y Alice mantuvieron las cuerdas tensas.

—¡Empujad! —gritó Kisu.

Nosotros, cegados por el agua, empujamos la canoa hacia delante.

—¡Comercio! ¡Comercio! ¡Amigos! ¡Amigos! —gritaron.

—No me lleves allí desnuda, amo —suplicó la rubia bárbara.

Habíamos arrastrado la canoa hasta la orilla. Había atado las muñecas de la rubia bárbara a su espalda y le había colocado una cuerda alrededor del cuello cuyo extremo libre entregué a Alice. Pensamos que al ir desnuda, era mejor que la condujéramos de aquella manera, como si la hubiéramos capturado recientemente. Atravesamos la puerta del poblado.

Dudaba que alguien en él conociera más de una docena de palabras de Ushindi, pero Ayari con su Ushindi, sus gestos, su agudeza y una vara que había recogido en la jungla, no sólo condujo las transacciones brillantemente de manera enérgica y genial sino que además consiguió una valiosa información.

—Shaba estuvo aquí —anunció.

—¿Cuándo? —pregunté.

—El jefe sólo dice: «hace tiempo». Algunos de sus hombres estaban enfermos y permaneció aquí una semana.

—¿Algo más?

—Sí. Se supone que debemos retroceder.

—¿Porqué?

—El jefe dice que el río es peligroso más allá de este punto. Dice que hay tribus hostiles, aguas peligrosas, animales enormes, monstruos y talunas, chicas de la jungla de piel blanca —señaló a la rubia bárbara, arrodillada con las manos atadas a su espalda y la cuerda al cuello sostenida por Alice que permanecía tras ella—. Pensaron que la esclava era una de ellas, pero les aclaré que era una simple esclava.

—Shaba, ¿no fue corriente arriba?

—Sí —contestó Ayari.

—Entonces yo también iré corriente arriba —dije.

—Todos iremos —dijo Kisu.

Le miré.

—Es parte de mi plan —señaló.

—¿Tu misterioso plan? —pregunté.

—Sí —sonrió.

—¿Pudiste descubrir qué era lo que los hombres del poblado de los pescadores se resistieron a explicar?

—Les pregunté acerca de ello pero no vieron nada fuera de lo corriente —contestó Ayari.

—Entonces les hemos perdido —dijo Kisu.

—Tal vez.

Era tarde y todos dormían ya en nuestro campamento a orillas del Ua. Tende y Alice estaban atadas a la estaca que utilizábamos como poste para esclavos. La rubia bárbara me miró, luego bajo la vista y añadió un poco de leña al fuego. Eché una ojeada a la esclava. Iba siendo hora de atarla al poste.

—Voy a atarte ya.

—¿Esta noche es necesario que lo hagas? —preguntó mirándome asustada—. ¡Perdóname, amo! —dijo—. Por favor, no me fustigues.

—Ve. Siéntate de espaldas al poste y disponte para ser atada.

—Sí, amo.

Dejé que pasaran unos minutos. Ella no se atrevía a mirarme.

—¡Acércate y arrodíllate ante mí!

Lo hizo.

—¡Por favor, no me golpees, amo! —suplico—. Yo…

—¡Habla! —ordené, al ver que callaba asustada.

—Tende y Alice tienen ropa —dijo.

—Tienen muy poca ropa, y el harapo que llevan puede serles retirado en cuanto su amo lo desee.

Me miró, agonizante, con lágrimas en los ojos.

—¿Tú, una mujer de la tierra, deseas la oportunidad de suplicar para ganarte la ropa?

—Suplico una oportunidad, amo.

—¿Me suplicas que te dé una oportunidad de ganártela?

—Sí, amo.

—¿De la forma que a mí me parezca oportuno?

—Sí, amo.

—Hace poco, Alice, tu hermana de esclavitud, se encontraba en una situación similar y la trataste de furcia.

—Sí, amo.

—Y ahora, parece que eres tú la furcia —dije.

—Sí, amo. Ahora soy yo la furcia.

—Estás tan equivocada ahora, como lo estabas entonces. Eres vanidosa y te das más importancia de la que en realidad tienes.

—No te entiendo, amo.

—¿Crees que eres libre?

—No —respondió.

—Las furcias son mujeres libres. No te echas atrás, en tu insolencia, al compararte con ellas, si no quieres que te corten en pedazos. Son miles de veces mejores que tú. Estás miles de veces por debajo de ellas. Son libres. Tú eres una esclava.

—Sí, amo —sollozó—. ¡Perdóname por favor, amo!

La contemplé estremecerse emocionada.

—Suplico ganarme la ropa como el amo crea más oportuno y lo suplico humildemente como esclava que soy.

Nuestras miradas se encontraron.

—¡Compórtate como una mujer!

—¿Amo?

—Exhibe tu comportamiento femenino.

—¡No sé cómo hacerlo! —sollozó—. ¡No sé cómo hacerlo!

—¡Libérate de la horrible capa que te recubre, fruto de las condiciones antibiológicas en las que has vivido! Eres el resultado de miles y miles de mujeres que han complacido a los hombres. La evolución ha ido seleccionando a tales mujeres. No me digas que no sabes cómo comportarte. Reniega de ellos, si lo deseas, pero lo llevas dentro. Son parte de ti. Fluyen, mi querida esclava, por tu propia sangre.

—¡No! —lloró ella.

—¡Comienza!

Inclinó la cabeza hacia atrás tristemente. Agarró su cabello y entonces, de repente, asombrada, me miró con los ojos muy abiertos, su pecho brillaba erguido.

—Sí, obedece al animal que llevas dentro —aprobé.

—¿Qué estoy haciendo?

Se sentó y extendió su pierna tomando su tobillo derecho entre sus manos, frotando despacio desde el tobillo hasta el empeine. Las puntas de los dedos extendidas, acentuando la dulce curva de su empeine.

—¿Lo sientes? —pregunté—. ¿Revives ciertas sensaciones rudimentarias y básicas? ¿No comienzas a revivir antiguas verdades, las de la mujer ante el hombre?

—Estoy asustada.

—Levanta la cabeza y mírame.

—Sí, amo —dijo obedeciéndome.

—Eres una mujer de la Tierra y allí tu deliciosa y vulnerable animalidad, tu femenina animalidad, tu sentimiento más básico y profundo fue suprimido y frustrado por razones culturales. Debes comprender eso y aceptarlo.

Ella se estremeció.

—¡Ve a la estaca y siéntate allí con las manos cruzadas a tu espalda!

—Sí amo.

Tomé una cuerda de piel y me agaché a su lado.

—Hoy me has liberado de muchas inhibiciones, amo. ¿Era esa tu intención?

—Eres una esclava y no tienes otra elección que manifestar tu feminidad a tu amo, con toda su vulnerabilidad y belleza.

—Pero entonces tendré que obedecerles y complacerles.

—Desde luego.

—¿Y si no logro ser suficientemente complaciente?

—Entonces acabarás siendo alimento de eslines.

—Sí, amo.

—La esclava desea complacer a su amo. ¿Puedes comprenderlo?

—Yo deseo complacerte —susurró.

—Entiendo.

—¿Por qué no me has violado esta noche, amo? ¿No te gusto?

—Más tarde, quizás.

—¿Me estás adiestrando, amo?

—Sí —contesté.

Empujamos la canoa hacia delante, Kisu y yo a la popa y Ayari y las tres chicas arrastrando con cuerdas en el extremo delantero. Se balanceó hacia atrás y se hundió, tiramos de las cuerdas para nivelarla.

El sonido de las cataratas a nuestra izquierda, cayendo a unos ciento cincuenta metros de altura era ensordecedor.

Es difícil transmitir a quien no ha estado allí el esplendor de los parajes del Ua. La grandeza del río, como una ancha carretera, torciéndose y curvándose, con sus islas verdes, sus rápidos y cataratas, sus cascadas de agua y la jungla, su inmensidad, su vida salvaje y el extenso cielo por encima de todo ello.

—Estoy contento —dijo Kisu animado, secándose el sudor de la frente.

—¿Por qué? —pregunté.

—¡Acércate!

—¡Ten cuidado! —le dije.

Caminaba hacia el centro del río. Le seguí a unos quince metros dentro del río. Sólo nos cubría hasta las rodillas.

—¡Mira! —dijo señalando.

Desde la cima de las cataratas podíamos divisar muchos pasangs de río que fluía corriente abajo. La vista no sólo era espectacular sino también un punto estratégico.

—¡Sabía que sería así! —dijo golpeando sus muslos complacido.

Sentí el vello de la nuca erizarse.

—¡Tende! ¡Tende! —gritó Kisu—. ¡Acércate!

La chica caminando con cuidado, se acercó a donde estábamos. Kisu la tomó por la nuca y le mostró la vista.

—¿Lo ves, mi querida esclava?

—Sí, mi amo —respondió ella, asustada.

—¡Es él! —dijo—. ¡Viene a buscarte!

—Sí, amo.

—¡Vuelve a la orilla! ¡Enciende el fuego y prepara comida, esclava!

Miré a lo lejos medio cerrando los ojos, pues el brillo del agua me deslumbraba. Río abajo a muchos pasangs de distancia, pequeña pero reconocible, se veía una flota de canoas y galeras. Había al parecer, alrededor de cien galeras y la misma cantidad de canoas. Imaginé que era la flota que se había construido para la consecución de los planes de Shaba de penetrar en el Ua. Suponiendo que la tripulación de cada galera constara de unos cien hombres y la de las canoas fuera de cinco a diez hombres, el total de la partida sumaba cinco o seis mil hombres.

—¡Es Bila Huruma! —gritó Kisu, triunfalmente.

—¿Es por eso que me acompañaste? —pregunté.

—Te hubiera acompañado de todas formas para ayudarte, porque eres un amigo. Pero nuestros caminos seguían la misma dirección. ¿No es una espléndida coincidencia?

—Sí, espléndida —sonreí.

—¿Comprendes, ahora, cuál era mi plan?

—Imaginé que era éste, pero pensé que habías calculado mal.

—No pude vencer a Bila Huruma en la batalla —dijo Kisu—. Sus askaris eran superiores a mis compañeros. Pero al robar a Tende, su futura compañera, le he obligado a penetrar en la jungla. Sólo resta obligarle a continuar más y más hasta que muera en ella, o hasta que desprovisto de hombres y víveres, pueda enfrentarme a él solo, hombre a hombre, guerrero a guerrero. Y así, al destruir a Bila Huruma, destruiré su Imperio.

—Es un plan audaz e inteligente pero creo que has calculado mal.

—¿Por qué?

—No creerás que Bila Huruma, que posee cientos de mujeres, te perseguiría por la jungla con gran riesgo para él mismo y para su Imperio para recuperar a una chica, a la cual sin duda imaginará esclavizada ya y que por lo tanto no tiene ya ningún valor político. Una chica que nunca fue más que una conveniencia en una situación política de poca importancia en la costa del Ngao.

—Sí —dijo Kisu— para él es una cuestión de principios.

—Para ti puede tratarse de una cuestión de principios, pero dudo muchos que lo sea para Bila Huruma. Hay principios y principios. Para un hombre como Bila Huruma, sospecho que el principio de salvaguardar su Imperio está por encima de asuntos personales de poca importancia.

—Pero Bila Huruma navega por el río —dijo Kisu.

—Probablemente —dije.

—Por lo tanto, estás equivocado.

—Tal vez.

—¿Crees que te sigue a ti?

—No, yo no soy tan importante para él.

—Tal vez tengas razón.

Kisu se volvió y caminó alegremente hacia la orilla.

—Desnúdate —ordenó Kisu a Tende— y ven conmigo.

—Sí, amo.

—Los demás podéis venir también.

Caminamos con dificultad por el agua hacia el centro del río. Había allí, con vistas sobre las cataratas, una gran roca plana. Subimos a ella. Desde su superficie, pudimos ver el río abajo a muchos pasangs de distancia la flotilla de canoas y galeras del Ubar, Bila Huruma.

—¿Qué vas a hacer conmigo, amo? —preguntó Tende.

—Vas a bailar desnuda —dijo, empujándola hacia delante y encarándola río abajo.

Tende permaneció allí temblando, vestida sólo con los collares de cuentas.

—¡Bila Huruma! —gritó Kisu—. ¡Soy Kisu! —Señalo a la chica—. ¡Está es Tende! ¡La que tenía que haber sido tu compañera! ¡Te la robé! ¡La convertí en mi esclava! ¡Te la muestro desnuda!

Si Bila Huruma estaba con la flotilla, tal como suponíamos, no podía oírle. La distancia era demasiado grande. Y aunque hubiera estado a unos cientos de metros no le hubiera oído debido al rugido de las cataratas. Y aún más, desde donde estábamos no podíamos ser vistos por la flotilla. Nosotros podíamos verlos debido al tamaño de sus galeras y al número de embarcaciones, aunque apenas podíamos distinguir las canoas. Si sólo hubiera habido una canoa nos hubiera sido prácticamente imposible verla. Por lo tanto, para la flota, nosotros resultábamos casi invisibles. No había visto prismáticos en el palacio de Bila Huruma. Shaba, sin embargo, seguramente poseía tal instrumento.

—¡No puede verte ni oírte! —gritó Ayari.

—No importa —rió Kisu golpeando suavemente las nalgas de Tende.

—¡Oh! —exclamó ella.

—¡Baila Tende! —dijo y empezó a cantar y a dar palmadas mirando río abajo.

Tende, obedeciendo la orden de su amo, comenzó a danzar al son de las palmas y de las canciones sobre la gran piedra plana. Observé los ojos de la rubia bárbara que estaba arrodillada sobre la piedra junto a Alice. Sus ojos brillaban de excitación. ¡Qué bella era Tende! Y qué estimulante era para la rubia bárbara darse cuenta de que un hombre podía obligar a una mujer a hacer algo así.

—¡Basta! —gritó Kisu alegremente.

Tende dejó de bailar.

Entonces, él le ató las manos a la espalda con una cinta de cuero. La tomó por el pelo y la llevó a la orilla. Le seguimos.

Me detuve un momento a mirar río abajo, a los diminutos objetos tan lejanos.

Kisu y yo empujamos la canoa hacia el agua poco profunda. Mientras yo la retenía, Kisu subió a Tende y la arrodilló en la canoa. Le cruzó los tobillos y los ató. Cortó dos largadas de ropa. Las ató al cuello de la chica y tomando el extremo libre de una lo ató a uno de los travesaños de la canoa. Luego, tomó el extremo libre de la otra y lo ató a otro travesaño.

—Esto te mantendrá sujeta —dijo.

—¿Porqué me aseguras de esta manera, amo?

—Bila Huruma nos persigue, no quiero que te escapes para volver a él.

Tende rió.

—¡Oh, amo! —protestó.

—¿Qué ocurre?

—No quiero escaparme. ¿No te has dado cuenta todavía de que Tende es tu esclava conquistada?

—No pienso arriesgarme contigo, esclava.

—Como el amo desee —dijo ella, bajando la mirada.

Creo que Kisu no pudo apreciar como yo, que la orgullosa y gélida Tende era ahora una esclava rendida por amor. Me sonreí.

—¿Qué hacemos con las brasas que quedan? —preguntó Ayari—. ¿No sería mejor eliminar esta prueba de nuestra corta acampada?

—No —dijo Kisu—. ¡Déjalo!

—Pero es una pista para ellos.

—Por supuesto —dijo Kisu—. Ésa es mi intención.

Empujamos la canoa caminando por el agua, a excepción de Tende que estaba atada en su interior. Kisu, con el agua cubriéndole hasta la cintura, se volvió. Levantó el puño y lo sacudió.

—¡Sígueme, Bila Huruma! —gritó—. ¡Sígueme, si te atreves!

Su voz era casi imperceptible, apagada por el rugir de la catarata. Bajó el puño y subió a la canoa tomando su lugar en popa.

Continuamos río arriba durante varias horas. Al atardecer empujábamos la canoa a la orilla. La escondimos, y nos dirigimos al interior para acampar.

—Siento deseos de comer carne —dijo Kisu.

—Yo, también —contesté—. Iré a cazar.

Kisu y yo sentíamos, como guerreros, deseos de comer carne. Además, sospechábamos que el río, tal y como nos habían avisado en el último poblado, se convertiría en más peligroso y traicionero. Pensamos que las proteínas de la carne serían un buen complemento para nuestras dietas.

—Necesitaré una bestia de carga —dije.

La rubia bárbara inmediatamente saltó sobre sus pies y permaneció ante mí con la cabeza baja.

—Yo soy una bestia de carga.

—¡Sígueme!

—Sí, amo.

Caminamos durante dos ahns antes de encontrar un tarsko. Nos atacó y yo lo maté.

—Inclínate —ordené a la chica.

Eché el tarsko sobre sus hombros. Se tambaleó bajo el peso.

Mis manos estaban libres para poder utilizar mi lanza. Jadeando tras de mí, tropezando y tambaleándose por el peso del tarsko que cargaba sobre sus hombros, me seguía la esclava. Miré hacia el cielo, a través de los árboles.

—Está oscureciendo —dije—. No tendremos tiempo de llegar al campamento antes de que caiga la noche. Acamparemos aquí y continuaremos por la mañana.

—Sí, amo.

Mientras la chica arrodillada, se ocupaba del tarsko que se estaba asando, yo corté una estaca de unos cuarenta centímetros de largo por cinco de ancho. En la parte superior corté un pequeño canal de unos dos centímetros de profundidad.

—¿Para qué es esto?

—Es una estaca de esclava para asegurarte durante la noche.

—Entiendo —dijo ella.

Giró el tarsko en el asador. Relucía. De sus extremos caían gotas de sangre y grasa ardientes sobre el fuego. Fui clavando la estaca en la tierra golpeándola con una gran piedra. Dejé a la vista unos doce centímetros.

—El tarsko está a punto —dijo la esclava.

Tomé un extremo del asador con las dos manos y retiré el animal del fuego, dejándolo sobre unas hojas. Me agaché y empecé a despedazarlo con el cuchillo. Miré a la chica. Ella, arrodillada al lado del fuego, me estaba observando. Me puse en pie. Le até al cuello una larga tira de cuero y la conduje a la estaca. Até el extremo libre de la correa en el canal que anteriormente había cortado.

—¡Arrodíllate! —le ordené.

Se arrodilló atada a la estaca por la correa que llevaba al cuello. Volví a la carne, corté algunas tajadas y las comí.

Cuando empecé a sentirme satisfecho, miré a la chica. Le arrojé un trozo de carne que golpeó su cuerpo y cayó al suelo. Ella lo tomó con las dos manos y sin dejar de mirarme comenzó a comer.

Al cabo de un rato me limpié la boca con el antebrazo. Había acabado de comer. Me tumbé apoyado sobre un codo, cerca del fuego. Contemplé a la bella esclava. Es muy agradable poseer una mujer.

—Ha llegado el momento de atarte —dije a la esclava.

—¡Oh, por favor, amo! —dijo levantando la cabeza—. ¡Deja que me quede a hablar un rato contigo!

—De acuerdo.

Se sentó sobre los talones, alegremente. Puso las manos sobre la correa que llevaba al cuello.

—¿No te pareció horrible lo que Kisu hizo con Tende? —preguntó.

—¿Qué?

—Obligarla a bailar desnuda.

—No. Es una esclava.

—Sí, amo —dijo. Me miró—. ¿Se permite a las esclavas bailar desnudas?

—Sí.

Bajó la mirada.

—¿Amo?

—Sí.

—¿Soy un objeto esclavo?

—Técnicamente, según la ley goreana, no eres un objeto, sino un animal.

—Entiendo.

—En un sentido, ni los seres humanos, ni las ardillas ni los pájaros, pueden ser un objeto, pues no lo son como, por ejemplo, mesas o piedras. En otro sentido, todas las criaturas vivientes son objetos, ocupan un espacio y obedecen las leyes de la química y de la física.

—Una mujer es tratada como un objeto cuando no se la escucha o cuando los hombres no se preocupan por sus sentimientos.

—No confundas el ser tratada como un objeto y el ser un objeto y tampoco confundas el ser tratada como un objeto y ser contemplada como un objeto. Por ejemplo, las personas que tratan a los seres humanos como objetos raramente creen que son objetos.

—Los hombres sólo están interesados en el cuerpo de las mujeres.

—Nunca he conocido a un hombre al que sólo le interesaran los cuerpos de las mujeres. Aunque no quiero negar que tan extrañas personas existan.

Ella me miró.

—Si lo que dices es cierto —continué— a un hombre que piense así no le importaría que la mujer con la que se relaciona esté consciente o no. Ninguna persona racional, ya sea hombre o mujer, puede aceptar tal hipótesis. Ningún hombre que yo conozca se contentaría con una mujer que no estuviera consciente. Es una estupidez.

—Pero la mujer sigue siendo una esclava.

—Sí, completa y categóricamente.

—La atención y el amor que tal chica obtiene —dijo ella— no necesariamente se le concede a ella misma.

—No, es un regalo del amo.

—Y él podría en cualquier momento obligarla a callar o ponerla a sus pies.

—Claro, y a veces lo hará para recordarle que es una esclava.

—Ella debe ser, entonces, completamente sumisa.

—Sí —dije— es su esclava.

—Te quiero, amo —susurró.

Yo escuchaba el crepitar del fuego y los sonidos de la jungla en la noche.

—Como mujer de la Tierra —dije yo— no estás acostumbrada a pensar en ti misma como un objeto de propiedad.

—No, amo —sonrió.

—Pero creo que ahora ya estás preparada para comprender que eres una esclava objeto.

—Sí, amo —dijo ella con lágrimas en los ojos.

—Eres una mujer bellísima y eres una propiedad. Se te puede comprar o vender. No se tiene por qué prestar atención a tus deseos, pensamientos o sentimientos. Eres un animal y un objeto esclavo.

—Amo, ¿los animales tienen necesidades?

—¿Qué clase de necesidades?

—Cualquier clase.

—¿Sexuales?

—Sí —dijo bajando la cabeza. Pude apreciar el temblor de sus labios.

—¿Sientes necesidad sexual?

—Sí.

—¿Y quieres satisfacerla?

—Sí.

Asentí. La esclava que guardaba en su interior había sido liberada. Bajó la cabeza.

—Suplico tus caricias, amo —susurró.

—¡Mírame y habla claro!

Levantó la cabeza.

—Suplico tus caricias, amo. Estoy preparada para satisfacerte como tú desees y creas conveniente.

Me apoyé sobre el codo y la contemplé.

—Siento necesidad sexual y quiero complacer a mi amo —dijo.

Súbitamente puso las manos sobre su cabeza, sollozando.

—¡No me atrevo, no me atrevo! —lloró—. ¡No me atrevo! ¡Poséeme!

—No.

Entonces, se secó las lágrimas de los ojos.

—Átame para el resto de la noche —suplicó.

—Muy bien.

—¡No! ¡No! —gritó.

—Bien.

Se enderezó y sonrió. Sus ojos estaban húmedos por las lágrimas.

—Lo que voy a hacer ahora lo hago por mi propio deseo. Siento necesidad sexual. Exhibiré la desesperación de esa necesidad ante mi amo con la esperanza de que él se apiade de mí y la satisfaga, y con la esperanza también, de que lo que yo haga no desagrade al amo.

Despacio, retiró la ropa de su cuerpo y la dejó caer a un lado.

Flexionó sus rodillas y levantó los brazos por encima de su cabeza juntando el dorso de las manos. Bailó para mí. Su danza era desesperada y tuve que empujarla lejos de mí varias veces. Se tendió al lado de la estaca y me tendió una mano.

Me dirigí hacia ella y la tomé por los hombros tirándola a mis pies. Ella me miró, asustada. Levantó la cabeza y empezó a lamerme y besarme suavemente el cuerpo. Mire las estrellas. Escuché los ruidos de la jungla en la noche.

—Me encanta besarte.

Puso otra vez su cabeza sobre mi vientre.

—No te detengas, esclava.

Levantó la cabeza. Tome su cabello y la acerqué a mí.

—¿Amo?

—¡Hazlo!

—Si, amo.

Entonces, forcé su cabeza hacia abajo y la sostuve en el lugar adecuado, tal y como se hace con las esclavas.

—¡Qué bien lo haces! —le dije.

Gimió suavemente.

—Muy bien.

Gimió otra vez. Un suave y dulce gemido.

—¡Ah! ¡Oh! —suspiré suavemente sin dejar de sostener su cabeza. Estaba sollozando y jadeando, medio levantada. La miré. Era increíblemente bella a la oscuridad de la jungla, tan blanca y tierna con sus pequeñas manos atadas detrás y la correa en su garganta. Respiré muy hondo y la dejé suavemente sobre el suelo. Me miró.

—Te quiero, amo —susurró.

Traté de no olvidar que sólo era una esclava. Me acosté a su lado. Le limpié la boca con mi brazo. La sostuve en mis brazos y le besé la frente. Medio temblando la abracé. En unos minutos me recompuse. En un cuarto de hora sintió que me apretaba contra sus muslos.

—Te suplico que me tomes, amo —rogó.

La besé.

—¿No vas a ceder a las súplicas de tu esclava?

—Tal vez.

—Debo guardar silencio y esperar tu decisión —dijo ella.

—Sería lo más conveniente.

—Me podrías pegar si quisieras, ¿verdad?

—Claro.

—¿No estoy preparada para mi amo?

—Sí, esclava. Estás más que preparada.

—¿Tan preparada como una mujer de la tierra para la penetración de uno de los suyos?

—No. Tan preparada como una esclava de Gor suplicando las caricias de su amo.

—Es cierto, amo. Ya no soy una mujer de la Tierra. Sólo soy una esclava de Gor. Nada más.

Se acercó a mí y yo la tumbé contra el suelo.

—Me vas a violar, ¿verdad? —dijo.

—En efecto.

La violé varias veces.

—¡Allí! —señaló Ayari.

Descargamos la canoa que llevábamos a hombros para poder superar la estrepitosa catarata. Destruido sobre las rocas, vimos la parte delantera de una galera. Maderas rotas, secas y calientes por los rayos del sol. Más arriba, aprisionada entre dos rocas, húmeda y negra rodeada por la espuma del agua, la proa misma del barco, destrozada. Me dirigí hacia el lugar. No había nada entre los restos.

—¡Se lo debe haber llevado la corriente!

Asentí. Era la segunda vez que encontrábamos muestras de un accidente en el río. La vez anterior habíamos descubierto un cofre con mercancías para comerciar. Nos las arreglamos para ponerlo a salvo. Sin embargo, en este caso no habíamos encontrado restos de naufragio. Tal vez habían lanzado en cofre por la borda. Apoyé mi hombro contra la proa de la embarcación, luego apoyé mi espalda. La saqué de entre las rocas y la lancé corriente abajo. Volví a las rocas en la orilla. Shaba disponía ahora de dos galeras.

—Has hecho bien en sacarlo de ahí. —Kisu miró alrededor—. Cuantas menos muestras del paso de extraños haya por el río, mejor.

Miré entorno también, y hacia la jungla. Parecía todo en calma.

—Sí, pero lo hubiera hecho de todas formas.

—¿Por qué? —preguntó Kisu.

—Es lo que queda de un barco y debe ser libre.

¿Cómo podía hacer entender a Kisu, que era hombre de tierra, los sentimientos de quien ha conocido el vaivén de las olas del Thassa?

Ayari, Kisu y yo cargamos con la canoa y continuamos río arriba.

—Hay un poblado a la derecha —dijo Ayari.

En los últimos seis días habíamos pasado otros dos poblados. En ellos los hombres con escudos y lanzas, se habían acercado a la orilla para amenazarnos. Nos habíamos mantenido en el centro del río sin detenernos.

—Hay mujeres y niños en la ribera —dijo Ayari—. Esperan que nos acerquemos.

—Es agradable cruzarse con un poblado amable —dijo Alice.

—¡Dirijamos la canoa hacia allí! —dijo Ayari—. Tal vez podamos comerciar y conseguir algo de fruta y verduras y tal vez tú puedas obtener información de aquel a quien buscas, el llamado Shaba.

—Será agradable dormir en una cabaña —dijo Janice—. A menudo llueve durante la noche en la jungla, antes del vigésimo ahn.

Navegamos hacia la orilla.

—¿Dónde están los hombres? —pregunté.

—Sí, ¿dónde están los hombres? —inquirió Kisu también.

La canoa estaba a unos cuarenta metros de la orilla.

—¡Parad de remar! —ordenó Ayari.

—¡Están detrás de las mujeres! —dije.

—¡Virad la canoa! —gritó—. ¡Remad! ¡Rápido!

De repente, viendo que nos alejábamos, la multitud de mujeres y niños se fueron. Tras ellas aparecieron docenas de hombres ondeando lanzas, escudos y pangas, unos cuchillos muy afilados de hoja curva de unos sesenta centímetros. Kisu también tenía dos de ellos. Gritando se arrojaron al agua hacia nosotros. Las lanzas golpearon en el agua a nuestro alrededor, hundiéndose y luego flotando. Un hombre nos alcanzó nadando, pero yo le golpeé con la paleta.

—¡Remad! ¡Rápido! —dijo Kisu.

Miramos hacia atrás. Pero no vimos que los hombres nos siguieran en canoas.

—No nos persiguen —dijo Ayari.

—Tal vez sólo intentaban alejarnos —dijo Alice.

—Tal vez conocen al río mejor que nosotros y no desean navegar más hacia el este.

Escuché los sonidos de la jungla y el suave y tranquilo crepitar de la leña ardiendo en el fuego del campamento.

Tende estaba arrodillada junto a Kisu, inclinada sobre él. Podía oír cómo besaba y lamía dulcemente su cuerpo. Tenía las manos atadas a su espalda, y una cuerda la ataba a la estaca de esclava. Sus tobillos también estaban atados.

Janice y Alice dormían cerca de mí. Ninguna de las dos estaba atada.

—¡Ah, excelente esclava! —dijo Kisu, tomándola por el cabello—. ¡Excelente!

La soltó y ella posó su cabeza sobre el vientre de Kisu.

—Deseo complacerte, amo.

—Lo haces —dijo Kisu.

—Te quiero, amo.

—Eres la hija de mi odiado enemigo, Aibu —dijo Kisu.

—No, amo. Ahora sólo soy tu esclava de amor.

—Tal vez.

—¿Crees que estoy menos conquistada que Alice y Janice, mis hermanas blancas de esclavitud?

—Tal vez no. Es difícil hablar de estos asuntos.

—No, amo. Tan sólo soy una desvalida y amorosa esclava.

Él no contestó.

—¿Me odias amo?

—No.

—¿No te gusto ni tan sólo un poco?

—Tal vez.

—¿No puedes confiar en mí siquiera un poco?

—No quiero hacerlo.

—Es extraño. Las otras chicas duermen libres al lado de su amo y yo, que soy tan tuya, seguramente más esclava que ellas, tengo que estar atada constantemente.

Él no respondió.

—¿Por qué, amo?

—Me complace.

—¿Cómo puedo convencerte de mi amor? ¿Cómo puedo ganar tu confianza?

—¿Quieres que te fustigue?

—No, amo.

Se volvió, la tomó por los brazos y la tendió sobre su espalda.

—¿Crees que soy peor que las demás esclavas? —preguntó Tende.

—No. No eres ni peor ni mejor. Todas las esclavas sois iguales.

—Pero yo estoy atada.

—Sí.

—¿No podrías por lo menos, desatarme los tobillos?

—¡Ah! —rió Kisu—. ¡Eres una pequeña esclava, Tende!

Cuando hubo acabado con ella, no le volvió atar los tobillos.

—No me has atado los tobillos. ¿Significa esto que a partir de ahora vas a tratarme con más gentileza?

—No —dijo Kisu—. Simplemente, que quizá te necesite otra vez antes de amanecer.

—Sí, mi amo —rió ella. Se acurrucó junto a él y pronto se quedaron dormidos.

—¡Cuidado! —gritó Ayari.

Pareció surgir de las aguas, extendiéndose a través del río.

Una red se alzó ante nosotros, reticulada y húmeda, goteando; una barrera de enredaderas entrelazadas. Al mismo tiempo, oímos gritos tras nosotros. Vimos hombres, a cada lado del río, empujando docenas de canoas, a unos doscientos metros de distancia.

—¡Atravesémosla! —gritó Kisu.

Ayari con su cuchillo cortó las enredaderas. Remamos contra la red, para que Kisu y yo, armados con pangas, pudiéramos cortar la barrera que tan inesperadamente había surgido ante nosotros. Cada vez los gritos se oían más y más cerca. Las afiladas hojas de nuestras pangas golpearon con violencia las enredaderas.

—¡Atravesemos la red! —gritó Kisu.

Viramos la canoa. Una lanza chocó contra el agua junto a nosotros. Ayari levantó la red y la canoa se deslizó entre ella.

—¡Remad! —dijo Kisu—. ¡Remad por vuestras vidas!

—¡Tarl! —susurro Ayari.

—Sí —dije.

—Debemos abandonar este poblado.

Hacía cuatro meses que habíamos visto, desde la cima de las cataratas, los barcos y canoas de las fuerzas de Bila Huruma muy lejos de nosotros. Ahora, no sabíamos si todavía nos seguían o no. Tampoco habíamos visto más señales del paso de Shaba ante nosotros. Un mes atrás, eludimos la red de enredaderas, y remando en la oscuridad nos escapamos de nuestros perseguidores.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—He estado reconociendo el poblado en la oscuridad —susurro él.

—¿Sí?

—He encontrado el vertedero.

—¿Dentro de las murallas?

—Sí.

—Es extraño —dije. Normalmente, los poblados tienen los vertederos fuera de las murallas.

—A mí también me ha parecido extraño —dijo Ayari—. Me tomé la libertad de examinarlo. Contiene huesos humanos.

—Ésa es la razón por la cual está dentro de las murallas.

—Eso creo. De esta manera los extranjeros entran en el poblado sin darse cuenta.

Parecían tipos simpáticos. Aunque debía admitir que eran algo peculiares. Sus dientes habían sido afilados en punta.

—No confío en un hombre hasta que sé lo que come —dijo Ayari.

—¿Dónde están los hombres del poblado? —inquirí.

—En una cabaña. No duermen.

—Voy a despertar a Janice y a Alice. Tú despierta a Kisu y a Tende.

En pocos ehns recogimos nuestras pertenencias y huimos del poblado. Ya estábamos a salvo cuando oímos los gritos de rabia de los hombres y vimos luz de antorchas en la orilla.