12. LOS OJOS DE UN UBAR

—¿Por qué no hay guardias? —pregunté.

—Los ha despedido esta noche —dijo Msaliti—. No temas. Entra.

—Seguro que Shaba se encuentra con otros de su casta, geógrafos de los Escribas —comenté.

—¡Entra!

—¡Déjame tu lámpara! —Msaliti sostenía una pequeña lámpara con un pequeño recipiente en el que quemaba aceite de tharlarión.

—Los askaris podrían ver las llamas a través de las paredes de la habitación —dijo—. Hay muchos por aquí rondando. ¡Date prisa!

Me deslicé dentro de la habitación. Estaba totalmente a oscuras. Me apoyé contra las paredes de hierba situadas a la izquierda de la puerta. Me había explicado que el lecho se encontraba cerca del centro de la habitación. Imaginé que Shaba seguiría llevando el anillo colgado del cuello. Muy despacio, centímetro a centímetro, todos los sentidos alerta, comencé a moverme hacia el centro. Msaliti me había acompañado hasta allí sin su guardia de askaris, lo que me parecía muy sospechoso.

—Cuantos menos lo sepan, mejor —me había dicho.

Pero él no confiaba en que yo le devolviera el anillo. Creí que se haría acompañar por askaris que lanzaría contra mí para asesinarme en cuanto yo hubiera matado a Shaba y conseguido el anillo. Pero no vi ninguno. Había tenido la esperanza, y era un riesgo que Msaliti había tenido que aceptar, de poder eludir a los askaris una vez conseguido el anillo. Teniéndolo, la ventaja estaba a mi favor. Podía abandonar la habitación abriendo un agujero en cualquier parte de la pared.

Mirando atrás vi la lámpara de Msaliti ascender y descender dos veces. Me sonreí. Entendí que era una señal que hacía a sus askaris indicando que me encontraba dentro de la habitación y que podían rodearla. Pero me sorprendió el no ver todavía a ninguno de ellos. De repente oí unos pasos. Instantáneamente me agaché y desenvainé la daga con la hoja hacia arriba en la mano izquierda, en posición de guardia, dispuesto para luchar. Pero los pasos no se acercaron hacia mí. Estaba desconcertado. Me pareció oír a alguien trepando. En ese momento, enfrente de mí en la oscuridad, oí un espantoso grito de dolor. Un salvaje y patético chillido acompañado de gemidos. Oí cómo unas uñas arañaban la superficie de madera y la caída de un cuerpo.

Me volví para abandonar la habitación, pero en la puerta me encontré con las lanzas de varios askaris. No vi a Msaliti. Levanté mis manos, tirando el cuchillo. Varios hombres entraron con lámparas en sus manos. Vi que no estaba en la habitación de Shaba. En el centro de la estancia, sobre una plataforma alta de unos dos metros, aguantada por ocho estacas, sentado con las piernas cruzadas y desnudo, salvo por los dientes de pantera que colgaban de su cuello, no se encontraba Shaba sino el Ubar Bila Huruma.

Los hombres me agarraron de los brazos y los ataron a mi espalda por las muñecas. La habitación estaba alumbrada por las lámparas. Observé el pozo circular que había en el centro de ella. Tenía unos treinta centímetros de profundidad. Las estacas que aguantaban el lecho estaban fijadas al suelo dentro del mismo. En el pozo, con las uñas sangrando, las manos todavía aferrándose a una de las estacas que sostenían el lecho, yacía un askari. Su cuerpo estaba horriblemente retorcido y contorsionado. Su carne se había tornado negra, anaranjada, y tenía la piel hecha jirones como si fuera papel quemado. En el pozo, al lado del askari, había un cuchillo.

Alrededor de su cuerpo reptaban varios osts, diminutas serpientes ondulantes. Cada una de las serpientes tenía atadas una fina cuerda. Había ocho de esos pequeños reptiles. Las cuerdas sujetas tras sus cabezas colgaban de la plataforma sobre la que estaba el lecho. De la plataforma colgaba también una cesta.

—¿Qué ocurre, mi Ubar? —gritó Msaliti entrando en la habitación con las ropas desordenadas como si hubiera sido despertado por el grito. No llevaba ninguna lámpara. Por las prisas no había tenido tiempo de encender una.

Le admiraba. Era un tipo astuto.

De repente Msaliti se paró, sorprendido. Parecía totalmente desconcertado.

—¡Mi Ubar! —gritó—. ¿Estás bien?

—Sí —respondió Bila Huruma.

Al entrar Msaliti había llamado al Ubar, pero cuando le vio reaccionó mostrando sorpresa. Me di cuenta de que le había llamado para simular que esperaba que el Ubar estuviera con vida, pero cuando realmente le vio vivo se había sorprendido.

Instantáneamente se recuperó. Msaliti miró al pozo bajo la plataforma que sostenía el lecho de Bila Huruma. Parecía descompuesto.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mirando el cuerpo contorsionado, con las manos todavía aferradas a la estaca—. ¡Es Jambia, tu guardia!

—Intentó matarme —le hizo saber Bila Huruma—. Debieron pagarle muy bien por hacerlo, pero no conocía la existencia de los osts. Este hombre es sin duda su cómplice.

En ese momento me di cuenta de cuán brillante era Msaliti, aunque había subestimado la inteligencia de su Ubar.

Me había dicho que Shaba prescindía de su guardia aquella noche. De hecho, la guardia estaba dentro de la habitación esperando la señal de Msaliti. Recordé que me había dicho aquella mañana que Bila Huruma era quien se interponía entre nosotros y el anillo, y que si él desaparecía sería más fácil detener a Shaba y recuperarlo.

Su plan era muy simple. Jambia asesinaría a Bila Huruma y escaparía cortando las paredes de hierba. Yo sería encontrado en la habitación, tal vez por el mismo Jambia, quien antes habría empujado la hierba hacia dentro para simular que era por donde yo había entrado y no por donde él había escapado.

Si el plan se desarrollaba como era de esperar, Bila Huruma moriría y Shaba, sin protector, estaría a merced de Msaliti quien, como gran wazir que era, habría tomado temporalmente las riendas del poder. Mi falsa identidad, la que Msaliti había inventado, no me protegería en una circunstancia como aquélla y Msaliti podría hacer conmigo lo que deseara. Su plan le permitiría recuperar el anillo a la vez que deshacerse de mí. Pero su plan había fracasado.

—¡Matadlo! —gritó Msaliti señalándome.

Dos askaris levantaron sus lanzas dispuestos a clavármelas en el pecho.

—¡No! —dijo Bila Huruma.

Posaron sus armas en el suelo.

—¿Hablas la lengua de Ushindi? —me preguntó.

—Sólo un poco —dije.

Ayari, junto a quien había estado trabajando en la cadena de los asesinos en el canal, me había ayudado mucho.

—¿Para quién trabajas?

—Para nadie. No sabía que ésta era tu habitación.

Una a una, Bila Huruma fue estirando las cuerdas que colgaban del cabezal de su lecho y de las que pendían las serpientes, y una a una las fue depositando en la cesta.

—¿Perteneces a la casta de los asesinos? —preguntó.

—No —contesté.

Sostuvo la última de las cuerdas de la que colgaba uno de los reptiles a más o menos un metro y medio del suelo.

—¡Acercadlo! —ordenó.

Me empujaron al borde del pozo y Bila Huruma extendió su brazo. Vi el diminuto reptil cerca de mi cara. Su lengua bífida se estiraba y retrocedía rápidamente entre sus colmillos.

—¿Te gusta mi animalito? —preguntó.

—No —repuse—. En absoluto.

La serpiente se retorció en la cuerda.

—¿Quién te paga?

—Nadie. No sabía que éstos eran tus aposentos.

—Tú no sabes quién realmente te paga. No lo habrán hecho abiertamente.

Bila Huruma levantó la serpiente a la altura de mis ojos.

—¿Conocías al que había sido mi guarda, Jambia?

—No.

—¿Por qué querías matarme?

—No quería matarte.

—¿Qué hacías aquí?

—Vine a buscar algo de valor.

—¡Ah! —exclamó Bila Huruma.

Se dirigió a un askari y le dijo algo que no pude entender. Bila Huruma puso la pequeña serpiente con cuidado en la cesta, tapándola después. Me sentí más aliviado.

De repente sentí como encerraban mi cuello en una pesada cadena de oro de sólidos eslabones, que previamente habían sacado de un cofre.

—Eras mi invitado —dijo—. Si querías algo de valor debías habérmelo pedido y yo te lo hubiera dado. Y si hubiera creído inoportuno que me lo pidieras te hubiera matado.

—Entiendo —dije.

—Te regalo esto por mi voluntad. Es tuyo. En caso de que seas un asesino, tómalo en lugar de la paga que no recibirás. Y si eres un ladrón, como sospecho, tómalo como signo de admiración por haber osado entrar en los aposentos de un Ubar.

—Gracias, Ubar.

—¡Llevadlo al canal! ¡Lleváoslo!

Dos askaris me empujaron hacia la puerta. Allí me detuve ante la sorpresa de los askaris. Me volví para encarar a Bila Huruma. Nuestras miradas se encontraron.

Fue entonces cuando por primera vez leí en los ojos del Ubar. Estaba sentado en la plataforma, sobre los otros, solitario, aislado. El collar de dientes de pantera alrededor de su cuerpo, las lámparas bajo él.

Sentí, por un momento, lo que debía significar ser un Ubar. Fue entonces cuando realmente le vi tal como era, como debía ser. Imaginé lo que debía ser la soledad, la decisión y el poder. Un Ubar debe poseer en su interior fuerzas ocultas. Debe ser capaz de hacer, como pocos hombres pueden, todo lo que sea necesario. Es él quien debe aparecer como un extraño entre los demás y ante quien todos los hombres deben aparecer como extraños. El trono es un lugar muy solitario, realmente. Muchos hombres desean vivir allí, pero creo que muy pocos soportarían esta pesada carga. Es mejor que continuemos pensando en nuestros Ubares como hombres semejantes a nosotros, quizás algo más sabios, quizás algo más fuertes o más afortunados. De esta manera podremos sentirnos bien con ellos. Pero no queramos escrutar los ojos de un Ubar porque podríamos descubrir aquello que nos separa de ellos. No es conveniente escrutar la mirada de un Ubar.

Los askaris me volvieron. Vi la cara de Msaliti. Me empujaron fuera de los aposentos de Bila Huruma con su regalo, una cadena de oro, alrededor de mi cuello.