9. SHABA NOS TIENDE UNA TRAMPA
—Llegas tarde —dijo Msaliti—. Ha pasado la hora decimonovena. ¿Qué ha ocurrido?
—Me entretuvieron.
—¿Has traído los cheques?
—Sí, los he traído —contesté.
Msaliti estaba nervioso. Me hizo entrar desde la calle a la pequeña antesala sórdida que conducía a la habitación en la que habíamos negociado la noche anterior.
—¿Ha llegado Shaba? —pregunté.
—No —contestó.
—¿Entonces qué importa que haya llegado tarde?
—¡Dame los cheques! —me ordenó—. ¡Y el anillo!
—No —dije. Entré en la habitación en la que habíamos estado ayer—. ¿Dónde están los askaris? —pregunté al no verlos.
—Están en otra parte.
—La habitación parecía más atrayente ayer, con las dos esclavas.
Msaliti y yo nos sentamos con las piernas cruzadas cerca de su mesita. Inicié la conversación.
—Ayer por la noche, al salir de aquí, hice una visita a la taberna de Pembe. Hice uso de la esclava que antaño fue Evelyn Ellis. No lo hace mal, como esclava.
—Es frígida —contestó Msaliti.
—Tonterías. La pobre chica es paga caliente.
—Me sorprende.
—No puede evitarlo —dije.
—¡Patético!
—Tan sólo tuve que encadenarla y enseñarle a hablar y a besar el látigo.
—¡Excelente! —exclamó Msaliti.
—Pareces distraído.
—¿Por qué no me das los cheques y el anillo?
—Mis órdenes son intercambiarlos con Shaba por el auténtico anillo —contesté.
—¿A quién devolverás el anillo?
—A Belisarius, en Cos.
—¿Sabes dónde vive?
—Por supuesto que no. Alguien se pondrá en contacto conmigo.
—¿Dónde tendrá lugar el encuentro? —preguntó Msaliti, escrutándome con la mirada.
—En el Chatka y Curia, en Cos.
—¿Quién es el amo del Chatka y Curia?
—Aurelion de Cos.
—Sí.
—No temas. Haré todo lo posible para que el anillo llegue a las autoridades competentes.
Msaliti asintió. Yo sonreí.
—¿Por qué quieres el anillo? —pregunté.
—Para asegurarme de que sea devuelto a las bestias. No les agradaría que se perdiera de nuevo.
—Tu preocupación por su causa es encomiable —comenté.
—Serían capaces de trocearme.
—Lo entiendo. A mí tampoco me gustaría acabar así.
—Pareces de buen humor —dijo Msaliti.
—Tú también deberías estarlo. Pronto va a terminar todo este asunto.
—Eso espero.
—¿Tanto temes a las bestias? —le pregunté.
—Esto está durando demasiado y temo que ellas mismas vengan a por el anillo.
—Pero me han enviado a mí para recogerlo.
—Ni siquiera te conozco —dijo Msaliti.
—Yo tampoco te conozco a ti.
—No me fío de Shaba —dijo Msaliti.
—Estoy convencido de que él tampoco se fía de nosotros. Por lo menos, nosotros confiamos el uno en el otro.
Msaliti golpeó la mesa con la punta de los dedos.
—¿Estás seguro de que estamos solos? —pregunté.
—Por supuesto, nadie ha entrado. Los askaris estuvieron vigilando la puerta hasta que yo llegué.
—Veo que se olvidaron de reemplazar los guisantes que cayeron ayer tras mi peregrinaje por el tejado.
—Sí que los han reemplazado —dijo Msaliti.
—Entonces yo no estaría tan seguro de que estamos solos —dije.
Msaliti miró rápidamente hacia arriba y vio que algunos guisantes habían caído.
—Además la reja no está en su lugar.
—Eres muy observador —dijo Shaba apareciendo súbitamente. Msaliti se tambaleó y retrocedió hacia atrás.
Habíamos visto un destello de luz y apareció Shaba, que se sentó tranquilamente entre nosotros.
—No creí que llegaras tan tarde —le dije—. Pensaba que eras más puntual.
—Fuiste tú quien llegó tarde —replicó.
—Sí, lo siento. Me entretuvieron.
—¿Era bonita? —preguntó Shaba.
Asentí.
—Nos reúnen aquí asuntos de gran importancia —interrumpí a Msaliti—. Si me lo permitís me gustaría que los tratáramos.
—Tengo entendido que has traído los cheques y el falso anillo —me dijo Shaba.
—Sí —dije poniendo los cheques sobre la mesa.
—Y el anillo, ¿dónde está? —preguntó Msaliti.
—Lo tengo —dije.
Shaba estudió cuidadosamente los cheques tomándose algo de tiempo.
—Parece que están en orden —dijo.
—¿Puedo verlos? —inquirió Msaliti.
—¿No confías en nuestro fornido correo? —le preguntó Shaba tendiéndole los cheques.
—Confío en cuanta menos gente, mejor. —Examinó los cheques detenidamente y los devolvió a Shaba—. Conozco los sellos y las firmas. Son auténticos.
—Valen veinte mil tarns de oro —dije.
—Hazlos efectivos antes de llevar el anillo falso al Sardar —dijo Msaliti.
—¿Y si decido no llevarlo? —preguntó Shaba.
—Las bestias no tienen compasión con los traidores.
—Es lógico —dijo Shaba.
—Podréis hacerlos efectivos en los bancos por la mañana —dije—. Podréis verificar los cheques y retirar el dinero o depositarlo de nuevo si lo deseáis.
—Kunguni, el mendigo —dijo Msaliti— no puede entrar en los edificios de la Calle de las Monedas de Schendi.
—Entonces entra como Msaliti.
—No digas tonterías —dijo Msaliti, riendo.
No entendí su comentario.
—Si los cheques no son verdaderos no llevaré el anillo al Sardar —dijo Shaba.
—Recuerda —dijo Msaliti— no presionar el dispositivo del anillo falso. Deben hacerlo en el Sardar.
Se me erizó el cabello de la nuca. Mis sospechas eran ciertas: el falso anillo era altamente peligroso. Shaba guardó los cheques entre los pliegues de su túnica. De su cuello estiró una larga cadena fina que estaba escondida entre sus ropas.
La abrió. Observé el anillo auténtico colgando de ella. Mi corazón palpitaba con fuerza. Shaba extendió su mano.
—¿Me, das el falso anillo? —dijo.
—Creo que no tiene mucho sentido que lleves el falso anillo al Sardar. Sin duda, el retraso les habrá hecho sospechar.
Era cierto. No deseaba, por razones personales, que Shaba entregara el anillo en el Sardar. Respetaba las exploraciones que había concluido en Gor. Sabía que era un hombre inteligente y valiente. Era un traidor, sí, pero había algo en él que me agradaba. No tenía ningún interés particular por verle sujeto a los castigos que los Reyes Sacerdotes pudieran aplicarle. Estaba convencido de que si se empeñaban en el caso podían llegar a ser tan o más ingeniosos que los kurii. Tal vez sería mejor que lo asesinara. Lo haría rápido, con clemencia.
—El anillo, por favor —repitió Shaba.
—¡Dale el anillo! —dijo Msaliti.
Entregué a Shaba el anillo falso, que colocó en la cadena.
—¿No había doce hilos colgando del tejado? —preguntó.
Msaliti se volvió rápidamente y lo examinó.
—No lo sé. ¿Hay más ahora?
Yo no retiré la vista de Shaba.
—Había doce —dije.
—Ahora hay doce —dijo Msaliti, contando.
—Sí —afirmé.
—Debo felicitarte —dijo Shaba—. Tienes unas dotes de observación dignas de un escriba… o de un guerrero.
Sacó el otro anillo de la cadena y me lo tendió. Los geógrafos y los cartógrafos son, por supuesto, miembros de la Casta de los Escribas. Recibí en mi mano el anillo que originalmente colgaba de la cadena. Shaba se ató de nuevo la cadena al cuello con el falso anillo. Se puso de pie al igual que nosotros.
—Parto de Schendi esta misma noche —dijo.
—Yo también. Me he demorado demasiado aquí —dijo Msaliti.
—Es mejor que no noten tu ausencia.
—No —contestó Msaliti.
No comprendí estos comentarios.
—Os deseo lo mejor, camaradas de traición —se despidió Shaba.
—Igualmente —contestamos mientras se alejaba.
—Dame el anillo —dijo Msaliti.
—Lo guardaré yo —repuse.
—¡Dámelo!
—No. —Miré el anillo. Lo giré en mi mano. Deseaba ver la diminuta rascadura por la que podría identificar el anillo Tahari. Lo examiné nerviosamente. Sentí una sacudida—. ¡Detén a Shaba! —grité—. ¡Éste no es el anillo!
—Ha desaparecido —dijo Msaliti—. Éste es el anillo que llevaba en la cadena.
—Pero no es el anillo invisible —dije tristemente.
Me había engañado. Shaba era un hombre brillante. La noche anterior nos había hecho creer que el anillo que colgaba de su cadena era el de la invisibilidad y luego lo había sustituido por otro. Pensé que había intentado distraernos con el simple truco de los hilos del tejado.
Yo no me había distraído, no había apartado mi vista del anillo. Además, me había cerciorado de que durante el intercambio el anillo que me daba era el que originalmente colgaba de la cadena y no el falso que yo le había entregado previamente. Shaba había cambiado los anillos antes de llegar al lugar de reunión. Mi concentración por prevenir cualquier engaño me había cegado tontamente, impidiéndome imaginar que el anillo que Shaba llevaba colgado de su cadena no era el auténtico. Msaliti parecía descompuesto. Le di el anillo. Shaba tenía pues, el auténtico anillo Tahari y el falso anillo que los kur querían hacer llegar al Sardar.
—¿Cómo sabes que no es el auténtico? —preguntó Msaliti—. Seguramente te habrán enseñado a identificar el verdadero.
—No.
La copia estaba muy bien hecha. Al borde de la placa de plata había también una diminuta rascadura. Era muy parecida, pero no idéntica a la que yo recordaba del Tahari. El joyero que lo había duplicado había fallado en la profundidad e inclinación de la hendidura.
—Parece el auténtico —le dije—. Es grande, de oro, lleva una placa rectangular de plata y tiene un dispositivo.
—Sí, sí —apremió Msaliti.
—Pero mira aquí. ¿Ves la rascadura?
—La veo.
—El anillo auténtico, según mis informaciones, no tiene ninguna marca distintiva. Es supuestamente perfecto. Si hubiera sido rascado, me habrían informado, pues tal señal haría fácil su identificad.
—¡Eres un estúpido! Seguro que fue Shaba quien lo rascó.
—¿Tratarías un objeto tan valioso sin ningún cuidado?
Msaliti examinó al anillo. Me miró y presionó el dispositivo. No ocurrió nada. Chilló con rabia apretando el anillo en su puño.
—¡Te han engañado! —gritó.
—¡Nos han engañado! —le corregí.
—Entonces, Shaba tiene el anillo inmaculado.
—Así es. Debes apostar hombres en la Calle de las Monedas. Debemos permitir que Shaba haga efectivos los cheques que posee.
—Seguramente ya habrá previsto que lo hagamos —dijo Msaliti—. No está loco. ¿Cómo piensa conseguir el oro?
—Es un hombre inteligente, brillante. Sin duda ya se ha anticipado a nuestro movimiento. Me pregunto cómo piensa obtenerlo.
Msaliti me miró furioso.
—Debe tener un plan —dije.
—Me voy —dijo Msaliti.
—Imagino que antes querrás disfrazarte.
—Ya no necesito el disfraz.
—¿Qué vas a hacer?
—Debo actuar rápidamente. Hay que encontrar a Shaba.
—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté.
—Yo me ocuparé de todo de ahora en adelante. No te preocupes por nada.
Se colocó un aba bordado por encima de los hombros y puños y abandonó la habitación.
—¡Espera! —grité.
Le seguí, enfadado. Tan pronto crucé el dintel que separaba la antesala de la calle sentí unos brazos aprisionando mis hombros. Había una docena de hombres esperando a ambos lados de la puerta. Seis o siete eran askaris y entre ellos estaban los dos tipos enormes que había visto la noche anterior. El resto eran guardias de Schendi. Había además un oficial del Consejo de Comerciantes de Schendi.
—¿Es éste el hombre? —preguntó el oficial.
—Éste es —contestó Msaliti—. Dice llamarse Tarl de Teletus pero no podrá probarlo.
—¿Qué ocurre? —grité, luchando por deshacerme de los hombres que me agarraban. Noté el filo de dos dagas presionando mi espalda por encima de la túnica. Dejé de luchar sintiendo las puntas en mi carne. Me pusieron las manos a la espalda y las ataron.
—Estos hombres me esperaban —dije a Msaliti.
—Por supuesto —dijo él.
—Ya veo que habías determinado ser tú, en cualquier caso, quien devolviera el anillo a las autoridades competentes —observé.
—Así me verán con mejores ojos.
—¿Y qué pasará conmigo? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—¿Quién sabe?
—Tú eres un oficial de Schendi —dije al hombre a cargo de los guardias—. Exijo que me liberes.
—Aquí está el documento —dijo Msaliti al oficial.
El oficial tomó el documento y lo examinó. Luego me miró.
—¿Eres tú el que se hace llamar Tarl de Teletus? —me preguntó.
—Sí —contesté.
El oficial guardó el documento en su túnica.
—No hay lugar en Schendi para los criminales vagabundos.
—Mira en mi cartera —dije—. Verás que no soy un vagabundo.
Arrancaron la cartera de mi cinturón. El oficial dejó caer en sus manos piezas de oro y tarskos de plata.
—¿Lo ves?
—Llegó a Schendi vestido como un metalista —dijo Msaliti—. Y ahora viste como un peletero. ¿Quién lleva consigo tanto dinero?
—Sin duda es un ladrón, un fugitivo —dijo el oficial.
—La leva de trabajadores impuesta a Schendi partirá por la mañana —dijo Msaliti—. Tal vez este individuo pueda ocupar el lugar de algún honrado ciudadano de Schendi.
—¿Lo crees adecuado? —preguntó el oficial.
—Sí.
—Estupendo.
Me ataron dos cuerdas al cuello.
—Esto no es justo —dije.
—Son tiempos difíciles —dijo el oficial—. Y Schendi lucha por su supervivencia.
Saludó con la mano a Msaliti y abandonó el lugar llevando sus guardias.
—¿Dónde me lleváis? —pregunté.
—Hacia el interior —dijo.
—Tuviste el apoyo del Consejo de Schendi. Alguien importante ha debido ordenar esto.
—Sí —dijo Msaliti.
—¿Quién?
—Yo.
Le miré desconcertado.
—Sin duda sabes quién soy.
—No —dije.
—Soy Msaliti —dijo.
—Y tú, ¿quién eres?
—Pensé que todos lo sabían —dijo—. Soy el gran wazir de Huruma.